Richard Wagner. Ensoñación de un poeta francés

Stéphane Mallarmé

 

Nota preliminar

Esta Ensoñación de un poeta francés puede dejar perplejo al lector por diversas razones. Desde ya, su sintaxis particularmente enrevesada justifica el célebre dictum de Anatole France: no es totalmente imposible comprender los escritos de Mallarmé… siempre y cuando que se los traduzca primero al francés. En mi humilde traducción castellana, para individualizar las piezas de sus laberínticos rompecabezas, he utilizado, entre otras astucias, una abundancia de paréntesis donde el original utiliza solamente comas y raramente un guión; también he reemplazado algún pronombre enigmático por el sustantivo correspondiente, sobre todo cuando la distancia entre substantivo y pronombre excedía varias oraciones. Otra extrañeza de esta Ensoñación es el hecho que la admiración de Mallarmé por la radicalidad estética de las óperas Wagner y su «música del futuro» es bastante tibia, dado que considera que el maestro alemán se ha quedado literalmente a mitad de camino, por lo menos en lo que al drama se refiere. Mallarmé quiere ir mucho más allá de Wagner, y tanto que sólo hasta cierto punto su objetivo final puede compararse (como él mismo lo deja entender en Crayonné au théâtre) con algunos raros logros del teatro simbolista, sobre todo el de Maeterlinck, por entonces a la vanguardia de la modernidad.

Hay que comprender pues que una de las facetas claves de la poética de Mallarmé es su dramaticidad impersonal, y no sólo la tan mentada busca des músicas verbales (cuyo ejemplo emblemático es el soneto en «i», Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui). En efecto, una obra capital de Mallarmé, Les Noces d’Hérodiade interrumpida por su muerte, y de la cual el diálogo Hérodiade es un espléndido fragmento, lleva por subtítulo genérico el término técnico Mystère, es decir aproximadamente lo que nuestro castellano designa por la expresión Auto sacramental. También teatro es el gran monólogo del Fauno. Mallarmé practica pues una poética dramática, en las antípodas de la poética de la expresión personal de la mayoría de los autores de su época (y de la nuestra). Mallarmé encontró esta vía en el pensamiento de Edgar Allan Poe. Se lo decía muy claramente, en la famosa carta acerca de L’Azur, a su amigo Cazalis: «Cuanto más yo avance en lo futuro, más fiel seré a las severas ideas que me ha legado mi gran maestro Edgar Poë. Su poema inaudito, El Cuervo, fue construido de esa manera» (Correspondance, Lettres sur la poésie, Paris, Gallimard, 1995, p. 161). Mallarmé se refiere allí muy precisamente a la Filosofía de la Composición de Poe, ensayo de poética cuya enseñanza fundamental es que el poema no debe necesariamente construirse sobre la expresión de un afecto experimentado por el poeta, sino para producir afectos en el lector, tal como se supone que el teatro debe despertar afectos y efectos en sus espectadores. Así lo explicaba en los Escolios de su traducción al francés de El Cuervo : «El arte sutil de estructuración [que Poe revela en la Filosofía de la Composición] desde siempre se ha utilizado, como técnica de disposición de las partes, en todas las formas literarias que no privilegian la belleza de la palabra, y particularmente en el teatro. Sus facultades geniales de arquitecto y de músico, en un país que carecía casi de tradiciones escénicas, Poe las volcó, si se puede decirlo así, en la poesía lírica». [Mallarmé, Scolies à Les Poëmes d’Edgar Poe, París, Gallimard, La Pléiade, 1945, p. 230.]

Para hacerlo breve, en su Ensoñación, Mallarmé, al hablar de las obras wagnerianas, piensa sobre todo en las suyas propias, que son a la vez música verbal y teatro, es decir verdadero drama lírico.

 

Bernardo Schiavetta

 

 

El texto 

Cierto poeta contemporáneo francés, aunque excluido, por diversos motivos, de todo despliegue oficial de belleza, suele reflexionar (como fruto de su propio trabajo: la misteriosa y ardua labor de afinar y refinar el verso para celebrar Fiestas solitarias) sobre las pompas soberanas de la Poesía, tales como jamás podrán realizarse efectivamente (o bien, en todo caso, no mientras deban competir con ese torrente de trivialidades que, bajo un barniz de civilización, arrastran las artes): Ceremonias de un día sepultado en el seno inconsciente de las masas… ¡Un Culto, o poco menos!

 

Tener la certidumbre de que nadie (ni siquiera él mismo) se embarca hoy por hoy en empresas semejantes, le permite liberarse de las restricciones que su impericia pudiera haber opuesto a su sueño, y también del mero desmentido de los hechos.

 

Su mirada, de una rectitud imperturbable, se proyecta así a lo lejos.

 

Tal es el ingenuo triunfo que, no sin desparpajo, se concede a sí mismo, por ser el único que ha osado contemplar, en el orgulloso repliegue de las consecuencias, ¡Lo Que No Puede Ser! Y por haber herido, con una mirada afirmativa y pura, el cobarde flanco ignorante de semejante Monstruo.

 

Una salvedad: algo vislumbra él sin embargo, por breves momentos, en el fasto extraordinario (pero inacabado todavía) de las figuraciones plásticas contemporáneas, entre las que se destaca, cuando llega al máximo de su expresión propia, la Danza. Debido a su escritura sumaria, ella es la única capaz de traducir lo fugaz y lo inesperado y elevarlo hasta la Idea (y tal visión abarca todo, absolutamente todo cuanto el Espectáculo futuro debería ser). Ahora bien, el poeta del cual estoy hablando, cuando considera lo que la Música aporta al Teatro, movilizando en lo teatral todo su esplendor, ya no sueña a solas… ya su pensamiento, cabreándose, siente la colosal inminencia de una Iniciación, como si una epifanía en lo alto lo interpelase con la voz de los adeptos: Débil criatura, tu deseo de ayer, de después, pregúntate si no se ha cumplido aquí, ahora mismo.

 

¡A los poetas, cuyo deber usurpó con la más cándida y brillante bravura, qué singular reto les inflige Richard Wagner!

 

Confrontado a este artista extranjero, el sentimiento de entusiasmo, de veneración que provoca, también contiene una parte de malestar, dado que todo cuanto él obtiene no lo realiza por una irradiación, sino por un juego directo, a partir del principio literario en sí mismo.

 

Antes de emitir un juicio definitivo, dudas habrá, y gran necesidad de discernir cuáles fueron las circunstancias que, al principio, tuvo que afrontar su esfuerzo. El Maestro surgió y prosperó a pesar de la hegemonía de cierto tipo de teatro de su época, el único que podemos calificar como «caduco», puesto que no sólo su Ficción se fabrica con materiales groseros, sino que pretende imponerse sin mediación alguna, ordenándonos creer en la existencia del personaje y de la aventura: creer en ellos, simplemente, y nada más. ¡Como si esta fe no debiera ser, en el fuero íntimo del espectador, la resultante del concurso de todas las artes, reunidas para suscitar el milagro (inerte y nulo en cualquier otro caso) de la escena! Un sortilegio, en efecto, debe subyugarnos, sin que falte a su eclosión ninguno de los medios de la magia musical, para así ejercer la violencia capaz de vencer a nuestra razón, en su enfrentamiento con un simulacro. Y en cambio se proclama: ¡Supongan que esto tiene lugar realmente, y que ustedes están ahí!

 

El hombre Moderno no se digna imaginar: perito sin embargo en servirse de las artes, espera que se lo conduzca hasta el punto donde estalla una excepcional potencia de ilusión, y entonces se rinde.

 

Era inevitable que el Teatro, otrora sin Música, adoptase como punto de partida ese concepto ingenuo y autoritario, cuando sus Obras Maestras ¡ay! faltas de ese nuevo recurso de evocación, yacían en los folios píos del libro, sin que ninguna pudiese llegar a brotar desde lo profundo, en nuestras solemnidades. Su interpretación actoral permanece, inherente al pasado, tal como no la repudiaría, a causa de ese despotismo intelectual, una representación popular, porque en estos asuntos la muchedumbre quiere, como lo sugieren las artes, ser dueña de su crédito. Empero, de manera radical, una simple añadidura orquestal lo cambia todo, anulando su principio mismo, el antiguo teatro: y ahora, el acto escénico, como si fuese estrictamente alegórico, vacío y abstracto en sí mismo, impersonal, utiliza obligatoriamente, para ponerse con verosimilitud en movimiento, el efluvio vivificante que esparce la Música.

 

Su propia presencia ¡y nada más! es para la Música un triunfo, por poco que no se la aplique de ninguna manera, ni siquiera como expansión sublime, a condiciones obsoletas, sino que estalle, ella, la generadora de todas las vitalidades: entonces el auditorio tendrá la impresión de que, si la orquesta cesase de ejercer su influencia, el ídolo que está sobre la escena se volvería, súbitamente, estatua.

 

¿Hubiese podido él, aunque Músico e incluso íntimo confidente del secreto de su Arte, simplificar la atribución hasta aquel objetivo inicial? Tal metamorfosis merecería ser señalada a la abnegación del crítico, quien no tiene, a sus espaldas, agazapado y dispuesto a abalanzarse con impaciencia y gozo, un abismo de ejecución musical (mucho más tumultuoso que todos los que hombre alguno haya logrado contener por obra de una límpida voluntad).

 

Él, he aquí lo que realizó.

 

Atendiendo a lo más urgente, concilió lo virgen y lo oculto que iba adivinando, mientras afloraba en sus partituras, con una entera tradición, aún intacta en su inminente caducidad. A falta de una excesiva agudeza (que tan sólo lo hubiese llevado a un suicidio estéril), tanta fue sin embargo la sobreabundancia del extraño don de asimilación de este creador, que él logró realizar el connubio de dos elementos de belleza mutuamente excluyentes, o que se ignoran entre sí: el drama personal y la música ideal. Sí, pues, gracias a un compromiso armonioso, él suscitó una fase exacta del teatro, la cual, como por sorpresa, responde cabalmente a las disposiciones de su germanidad.

 

Aunque filosóficamente, en tales circunstancias, ella todavía sólo se yuxtaponga, la Música (de la cual exijo que se insinúe de dónde surge, y cuál es su sentido primero y cuál su fatalidad,) penetra y envuelve el Drama por la esplendorosa voluntad de malabarista ínsita en el mago; de hecho, se puede decir que ambas son aliadas: no hay ingenio ni profundidad que él no prodigue, con una entusiasta vigilia, para ese fin, salvo que el principio mismo de la presencia de la Música escapa.

 

El tacto es la maravilla que, sin transformar ni a la una ni a la otra por completo, opera, sobre la escena y en la sinfonía (dos formas heterogéneas del placer) la fusión de ambas.

 

Ahora, en efecto, una música que no conserva de tal arte sino la observancia de leyes muy complejas que él mismo se dicta (pero que primero expresa lo flotante e infuso), confunde los colores y líneas del personaje con los timbres y temas de una ambientación musical más rica de Ensueño que cualquier otra, divinidad vestida por los invisibles pliegos de un tejido de acordes; o se aboca a extraerlo de su ola de Pasión (exacerbación demasiado enorme para un solo ser), a precipitarlo, a retorcerlo; y a sustraerlo a su noción, atónito ante ese aflujo sobrehumano, mas para recuperarla después, cuando todo será domado por el canto que mana del desgarrado pensamiento inspirador. Ese héroe, siempre, el que pisa por igual la bruma que nuestro suelo, se mostrará en una lejanía llena del vapor de los lamentos, de las glorias y de la alegría emitidos por la instrumentación, de vuelta en los remotos comienzos. Actúa como un antiguo griego, rodeado del estupor mezclado de intimidad que siente y padece un público ante mitos que nunca jamás han existido, o casi ¡tan retirados yacen en el pasado de los instintos! Mitos revisten no obstante, sin falla, a cada instante, la familiar apariencia de un individuo humano. Y hasta algunos dan satisfacción a nuestra mente, no desprovistos, en apariencia, de alguna vaga relación con símbolos azarosos.

 

Y he aquí que, iluminada por las candilejas, la Leyenda asciende hacia su trono.

 

Con una piedad anterior, un público, por segunda vez en la historia del mundo, helénico primero, germano después, goza asistiendo al secreto de sus orígenes, representado. Novedoso y bárbaro, un singular gozo lo lleva a contemplar, impulsado por toda la culta sutileza de la orquestación, la figura solemne de ideas que han presidido a su génesis.

 

Todo retorna al arroyo primigenio: sin llegar hasta la fuente misma.

 

El genio francés, estrictamente imaginativo y abstracto, ergo poético, si refulgiese de pronto, no lo haría de esa manera: le repugna (de acuerdo con el Arte en su integridad misma, que es invención) cualquier Leyenda. Por cierto, de los días abolidos, no guarda ninguna anécdota enorme y burda, como si presintiese cuán anacrónica sería llevarla a una representación teatral, Coronación sacramental de uno de los actos de la Civilización. A menos que tal Fábula, virgen de todo (de todo lugar, tiempo y persona conocidos) no fuese sino el anticipo, en fin de cuentas, del sentido latente de la presencia de un pueblo: inscrita allá arriba, en la página del Cielo, y de la cual la Historia no es sino una interpretación, vana, es decir un Poema, la Oda. ¡Pero… qué es este desatino? ¡Nuestro siglo (o nuestro país que tanto lo exalta) habiendo ya disuelto los Mitos gracias al claro razonamiento, debería inventarlos de nuevo? El Teatro los convoca… ¡no! ni fijos, ni seculares, ni notorios, sino bajo la especie de un ser liberado de toda personalidad individual que nos figura en nuestro aspecto múltiple, un ser que (a partir de prestigios correspondientes al funcionamiento de la existencia nacional) el Arte evoca para que se lo admire en todos y cada uno. Tipo sin denominación previa, fuente de sorpresa, su gesto ensimismado resume nuestros sueños de parajes o de paraísos que la antigua escena engullía con la vacua pretensión de querer contenerlos o pintarlos. ¡Él, que en verdad es alguien! no esta escena, situada en alguna parte (el error conexo: decorado estable y actor real), del Teatro al que la Música falta. ¿Es que acaso un hecho espiritual (el florecimiento de símbolos o su preparación) tiene necesidad de un lugar donde desarrollarse, de un sitio que no sea el ficticio foco de visión al que apunta la mirada de una multitud? Sanctasanctórum sí, pero mental. Entonces aparece y despierta, en un relámpago supremo, la Figura que Nadie es individualmente, la que toma cada actitud mímica a uno de los ritmos de la sinfonía, y que de ella lo libera! Entonces expiran allí, como a los pies de esa encarnación (no sin que un lazo verdadero las aparente así a su humanidad) esas rarefacciones y esas cimas naturales que la Música logra plasmar ? estela vibratoria de todo, como la Vida.

 

El Hombre, y también su auténtica residencia terrestre, intercambian una reciprocidad de pruebas.

 

Tal es el Misterio, el Auto sacramental.

 

La Ciudad, la que ofreció un teatro a esa experiencia sagrada, imprime sobre la tierra el Sello universal.

 

En lo que a su pueblo concierne, éste no pudo menos que dar fe del hecho augusto y, lo juro, sólo la Justicia reina allí, dado que esa orquestación (la cual hace apenas un momento mostró la evidencia del dios) solamente sintetiza delicadezas y magnificencias inmortales, innatas, las que secretamente están presentes, ignoradas de todos, en medio de la multitud de una muda asistencia.

 

¡He aquí porqué, Genio! yo, pobre hombre que una lógica eterna esclaviza, oh Wagner, sufro y me hago reproches, en algunos minutos marcados por el estigma del cansancio, por no poder contarme entre quienes, hartos de todo, en busca de una definitiva salvación, van sin rodeos al edificio de tu Arte como última meta. Ese incuestionable pórtico se les abre de par en par, en épocas de jubileo que no pertenecen a ningún pueblo en particular, y allí se les dispensa una hospitalidad que aplaca el dolor de la insuficiencia propia y de la mediocridad de las patrias, algo que exalta a los fervientes hasta la certeza. Pero la senda que recorren, contigo como conductor, no es para ellos la mayor etapa jamás ordenada por un signo humano, sino más bien el viaje finito de la humanidad hacia un Ideal. A mí (ávido también de mi cuota de delicia) me permitirás pues saborear en tu Templo, a mitad de camino en el ascenso a la santa montaña (cuyo levante todavía más amplio de verdades la cúpula proclama, invitándome a ir más allá del atrio y de los céspedes que el paso de tus elegidos huella) un poco de reposo: y para la mente, es como estar entre algodones, a salvo de nuestra incoherencia que la persigue, y también como un refugio contra la demasiado lúcida obsesión provocada por la cima amenazadora de lo absoluto (se la adivina, en un claro entre las nubes, fulgurante, desnuda, sola), la que está allá arriba y a la que nadie, a lo que parece, puede alcanzar. ¡Nadie! tal palabra no acosa con ningún remordimiento al viandante que se refresca en tu fuente convivial.