Mario Luzi: En el magma
Nota preliminar de Milo de Angelis
Selección y traducción de Diego Bentivegna
Breve viaje entre las sombras de Mario Luzi. [1] Para quien ha pasado gran parte de su vida leyendo versos, manuscritos mecanografiados, libros de poesía, manifiestos literarios que se refieren unos a otros en un movimiento perpetuo, es inevitable tener tres o cuatro puntos cardinales de referencia, literalmente; puntos cardinales que reúnen en sí esa densa trama de experiencias, tres o cuatro caminos consulares que atraviesan la ciudad de la poesía y te conducen allí donde deseas llegar, a un cúmulo de calles que llevan el nombre de un poeta y que coinciden con las que teníamos dentro de nosotros. Mario Luzi es una de esas calles. No es la que encontré primero. Antes, había encontrado a mis semejantes. Encontré a Pavese, a Montale, a Benn, a Celan, a los autores trágicos. Luego, hubo otros poetas, muy pocos, y entre ellos Mario Luzi.
Luzi no es un autor trágico. No es un autor de la nada o de la caída en el vacío. Pero sí es un autor inquieto, profundamente inquieto. Tal vez sea, por definición, el poeta de la inquietud del siglo XX. En él, todo es móvil, inestable, mercurial, conectado con una metamorfosis incesante. Su propia obra así lo testimonia. Cada libro suyo constituye un cambio de ruta. Ningún libro de Luzi es la continuación del precedente, ninguno vive del rédito de su estilo ni sobre las invenciones del anterior. La distancia entre la convulsión imaginativa de los primeros libros y los de los años cincuenta, entre la vertical lírica de Avvento notturno (1940) y la poesía cargada de pensamiento de Onore del vero, cuando comienza a acercarse a Dante, comienza a aparecer la historia y a disolverse la rima, comienza a asomarse al teatro y a volverse más lábil la presencia del yo.
Pero hay un libro que produce, más que ningún otro, un corte en la escritura de Luzi, y también un desconcierto cuando apareció en 1963, obligando a reconsiderar a todos la imagen del poeta metafísico y absoluto, heredero directo de Mallarmé. Ese libro es, naturalmente, En el magma, y sella por un lado la suspensión del endecasílabo y del remolino analógico y, por la otro, la inmersión en el panal humano, en la comunidad, en el río de la historia con sus aspectos más deformes y degradados, con detalles realistas impensables en el Luzi precedente (desde el “masticar chicle” hasta el “ruido de dentadura” o la “garganta agujereada” del compañero de escuela), así como con una presencia decisiva del diálogo y de lo oral que estaban ausentes en los libros de los años cuarenta y cincuenta.
En el magma es el libro que prefiero de Mario Luzi. También he amado profundamente Onore del vero y Su fondamenta invisibili, pero En el magma es el libro más oscuro, más dramático, cruel, y por eso es tan apreciado. Es el libro que sabe mantener irreconciliadas algunas de sus antinomias, sabe mantener la herida abierta. Contiene además el diálogo, que es una invención purísima de Luzi, algo que no tiene precedentes. En este escrito intento precisamente poner el acento en ese carácter novedoso.
A Luzi le interesa fundamentalmente la zona en sombra de ese diálogo, la dimensión más secreta e invisible. No le interesa representar dos verdades que se oponen, sino más bien el terreno que hay entre la una y la otra. Luzi privilegia la proposición “entre” [tra]…, tránsito, transcurrir, transformar, transmitir… que entrecruza el uno con el otro. El otro. Este es un término clave de la poética luziana. Luzi permanentemente dice que el yo es aquello de lo que un otro mantiene secreto. Dice, así, que nuestro secreto no puede ser develado sólo por nosotros mismos. No hay autonomía… auto/nomía… no hay posibilidad de darse uno mismo su propia ley. La verdad de cada uno está en el encuentro. Y el encuentro sucede. No somos nosotros quienes lo buscamos. Es él el que se impone a sí mismo. La poesía de En el magma no es una poesía del ser o del devenir, sino una poesía del acontecer, una hierofanía. El otro se nos presenta como una aparición… “salen cuatro / no sé si los he visto o no los he visto antes”… el yo es aquello en lo que un otro mantiene el secreto… me dijo inmediatamente Luzi en nuestro primer encuentro en Florencia, mientras abría la puerta de su casa, en noviembre de 1971. Veamos pues cómo esa máxima del existencialismo recorre las página de En el magma.
El pasaje desde los primeros libros hasta En el magma no es tanto un pasaje de la oscuridad la claridad, sino que es un pasaje de lo singular a lo plural, al magma de lo múltiple y de lo contaminado. No es tanto, y no es sólo, un pasaje del grumo denso y espeso de las analogías a una mayor distensión de la frase, sino que es sobre todo el paso a un nosotros y a una coralidad inmersa en la historia y en el presente. El paisaje es más variado, y al mismo tiempo más definido. No es más el paisaje estilizado y simbólico de la campiña toscana: es una cámara de cine hipermoderna que entra a un bar, a una oficina, a una clínica, al hall de un hotel, en el interior de un automóvil. Así, el paisaje se vuelve algo preciso, más que en ningún otro libro pasado o futuro. Ello no significa que Luzi sea un poeta realista o político, en un sentido estrecho. Para él eso es imposible, por naturaleza y por inspiración. Su mirada conecta siempre lo contingente con la duración, la experiencia cotidiana con lo absoluto, la música de las esferas a la sirena de una ambulancia. En este libro, sin embargo, se encuentran ambos polos. No se describe un paisaje que fue metafísico y que se va, sino que se sugiere el nexo misterioso entre lo particular que está por debajo de él y los ojos y el fondo de eternidad en el que se coloca… el fondo, o bien, a veces, la dramática tensión hacia lo eterno… la temblorosa esperanza de que haya un eterno y nos espere.
En el magma es un caso en sí mismo. En el magma contiene algunos aut-aut, o sea, la señal del drama. En otras obras, el aut-aut está mucho menos presente y es sustituida por el “vel”: no hay contraposición violenta entre dos posiciones, sino más bien un “vel”, que relaciona la una con la otra. El vel latino es un modo más blando y difuso de expresar el contraste. El vel está indicando que, luego de haber elegido uno de los dos polos, es imposible evitar la presencia y la verdad del otro. En el magma, en cambio, presenta algunos diálogos –“Bureau”, “In due”, “Presso il Bisenzio” y otros– en los que el aut-aut está presente en forma desgarrada; las antinomias no se dejan acercar, lo que crea efectos de rencor, parálisis, desprecio.
“El yo es aquello en lo que un otro mantiene el secreto”, recuerdo muy bien esa frase, la primera vez que fui a visitar a Mario Luzi en via di Bellariva. “Es otro el que habla, siempre es otro”. No somos amos en nuestra casa. No somos auto-nomos. No podemos darnos solos el nomos, no podemos darnos nosotros solos la ley, no podemos ser jueces y ser juzgados, dependemos de una ley más grande, que existe antes que nosotros, de una verdad que es una ilusión buscar en nosotros mismos. La verdad, escribe Luzi, pertenece al encuentro. El yo es aquello de lo que otro mantiene el secreto. No podemos conocernos por fuera de la mirada ajena. Dependemos de él. Tenemos necesidad de él para saber algo acerca de nosotros. No estamos aislados. Tal vez solos, pero no aislados, ni siquiera en un espejo estamos cara a cara con nosotros mismos. En un espejo no nos vemos, sino que nos vemos vistos. También allí anida la mirada, la mirada del otro. Para Luzi se diría que el dos precede al uno y lo funda, que cada uno de nosotros puede existir solo en el encuentro y en el diálogo. El dos precede al uno. El uno procede del dos.
En los diálogos de Luzi todo sucede en el presente. Todo se quema. Nunca se tiene la impresión de un encuadre distante, objetivo, panorámico, un encuadre en un campo ancho que permita observar la escena desde lejos y tomar, en consecuencia, la suficiente distancia para evaluar o juzgar. No, el lector es arrojado allí, a la presencia física de los dos personajes, dentro de sus voces y gestos, en el corazón del contraste, en el fuego mismo de la disputa. En el magma es una mina de miradas y es el recorrido por una enorme variedad de verbos que tienen que ver con la mirada: ver, mirar, observar, contemplar, fijarse, entrever, intuir con la mirada, anticipar con la mirada, penetrar con la mirada. La mirada se transforma en el lugar en el que los hombres se comprender y se combaten, se acercan o se abandonan, se juzgan o se perdonan en silencio. La fuerza de la palabra se desvanece en la niebla de un paisaje sin luz. Y es allí donde la mirada toma su lugar, se transforma en unión, interrogación, defensa, ausencia, piedad, revuelta, fuga. Todo el poema “Bureau” –que, tal vez, el que mayor carga de odio tiene de los incluidos en el libro– puede ser leído como un conflicto de miradas que se enfrentan y se combaten. Al inicio, el primer encuentro con la mirada del adversario (“mirada de enfermo o de idiota vacía y blanca”). Luego, la propia mirada que lo observa un largo rato y no encuentra en él un solo apoyo de escucha y comprensión. Y surge allí, de nuevo, la mirada del enemigo que se agudiza y se prepara para el ataque, para explotar luego en un ímpetu de cólera descompuesta. ““Todavía no estoy terminado”, explota luego, / con los ojos lunáticos / lanzándome en la cara su respiración fuerte de tabaco y de alcohol”. Finalmente, la propia mirada, que ni siquiera encuentra nada más para contestar y se distancia de la escena, observando más allá de los vidrios a la gente entre la que dentro de poco estará inmersa.
Sin embargo, hay momentos en los que ni la mirada ni la palabra pueden verdaderamente alcanzar al otro, saltar sus muros, las fortalezas y los fosos que adoptan para defenderse. Entonces el otro se transforma dramáticamente en algo inexpugnable. Y nosotros somos devueltos a nuestra soledad, y a la vez nos protegemos de la luz desconocida de la vida y nos encerramos en un dolor sin ninguna salida. Ahí el dolor raramente se vuelve contacto y piedad, raramente se lanza en otra dirección, se ofrece como escucha, como puente de entrada…. puede suceder con ciertos personaje femeninos, como la protagonista de “Accordo” (“Ella que sufre pero pronuncia su credo… / me acoge en la parte más viva de la casa”), o la de “Ménage” (“«No en este vida, en otra», exulta más que nunca / haciendo brotar una luz insostenible / la mirada de ella orgullosa”). Pero en otros casos, mucho más frecuentes, el dolor se vuelve parálisis, se concentra en sí mismo, impide el flujo de la existencia. Se transforma en el acto fallido de “Presso il Bisenzio”, o bien “pienso en el nudo / de ese sufrimiento que permanece firme / y encerrado en un punto de su vida, sin rescate”, como leemos en “Bureau”. Hay pues momentos sin salvación. Hay soledades sin salida. Hay días en los que elegir un camino en el cruce transforma a la otra vida en la pesadilla de un eterno remordimiento. En el magma es el libro más dramático de Luzi, el que sabe decir el vacío y la parálisis, el que mantiene firme la propia espinosa intransigencia y mantiene irreconciliadas algunas de las propias antinomias. En él, parece realizarse la dolorosa profecía que había aparecido algunos años antes de estos versos, entre los más memorables de Onore del vero:
Amor, difícil de transportar,
difícil de recibir. Si osa,
se turba, siente el frío de la serpiente
pero si no osa, se vuelve insatisfecho,
presiona de edad en edad, de vida en vida. [2]
De En el magma
Ménage
La vuelvo a ver ahora, ya no más sola, diferente,
en la habitación más profunda de la casa,
en la luz unida, sin color y sin tiempo, filtrada por las cortinas,
con las piernas estiradas sobre el diván, acurrucada
junto al tocadiscos que se mantiene bajo.
“No en esta vida, sino en otra”, fulgura su mirada alegre,
que sin embargo se evade, como ofendida
por la presencia del hombre que la limita y la aplasta.
“No en esta vida, sino en otra”, le leo con claridad en el fondo
de las pupilas.
Es mujer no solo porque lo piensa, porque orgullosamente
tiene esa certeza.
Y no es esta la última de sus gracias
En un tiempo como el nuestro, que, con todo, no le es extraño
ni adverso.
“Conoces a mi marido, me parece”, y él despliega una sonrisa
desafortunada,
tan lista como huidiza, casi con ganas de sacudírsela de encima
y empujarla hacia atrás, del otro lado de una pared de niebla
y de años,
y mientras se me aproxima tiene el aire de quien avanza
íntimamente, como dos hombres, al punto de la cuestión.
“¿Hay algo que pueda rescatarse de los sueños?”, me pregunta,
fijando sobre mí sus ojos vacíos
y blancos, no sé si de torturador, en alguna “casona triste”,
o de gurú.
“¿Algo de qué tipo?”, y la miro mientras irradia su ternura
hacia mí, desde el rubio de su mirada fluida y certera
y un poco se apiada de mí, creo, por estar debajo de esas garras.
“Los sueños de un alma madura para recoger lo divino
son sueños que dan luz; pero en un nivel más bajo
son indignos, expresión de lo animal, y basta”, agrega
y apunta sus ojos impenetrables que no se qué observan
ni dónde.
No entiendo todavía si me interrogan
o continúa un discurso por su cuenta sin origen y sin fin
y ni siquiera si habla con orgullo
o algo oscuro e inconsolable le está llorando adentro.
“Pero para qué hablar de sueños”, pienso
y busco un nido por mi mente
en ella que está aquí, presente en este instante del mundo.
“¿Usted no está soñando ahora?”, me dice mientras sube
por la calle
un grito de muchachos, de vidrio, que hiela la sangre.
“Tal vez, el límite entre lo real y el sueño…” murmuro
y escucho la punta de zafiro
en los últimos surcos sin noche, y lo enciendo.
“No en esta vida, sino en otra”, exulta más que nunca
y hace brotar una luz insostenible
su mirada, orgullosa, que ostenta otros pensamientos
que el hombre del que lleva, y tal vez los desea, las caricias
y el yugo.
Ménage // La rivedo ora non più sola, diversa, / nella stanza più interna della casa, / nella luce unita, senza colore né tempo, filtrata dalle tende, / con le gambe tirate sul divano, accoccolata / accanto al giradischi tenuto basso. / «Non in questa vita, in un’altra» folgora il suo sguardo gioioso / eppure più evasivo e come offeso / dalla presenza dell’uomo che la limita e la schiaccia. / «Non in questa vita, in un’altra» le leggo bene in fondo alle pupille. / È donna non solo da pensarlo, da esserne fieramente certa. / E non è questa l’ultima sua grazia. / in un tempo come il nostro che pure non le è estraneo né avverso. / «Conosci mio marito, mi sembra» e lui sciorina un sorriso importunato, / pronto quanto fuggevole, quasi voglia scrollarsela di dosso / e ricacciarla indietro, di là da una parete di nebbia e d’anni; / e mentre mi s’accosta ha l’aria di chi viene / da solo a solo, tra uomini, al dunque. / «C’è qualcosa da cavare dai sogni?» mi chiede fissando su di me i suoi occhi vuoti / e bianchi, non so se di seviziatore, in qualche «villa triste», o di guru. / «Qualcosa di che genere?» e guardo lei che raggia tenerezza / verso di me dal biondo del suo sguardo fluido e arguto / e un poco mi compiange, credo, d’essere sotto quelle grinfie. / «I sogni di un’anima matura ad accogliere il divino / sono sogni che fanno luce; ma a un livello più basso / sono indegni, espressione dell’animale e basta» aggiunge / e punta i suoi occhi impenetrabili che non so se guardano e dove. / Ancora non intendo se m’interroga / o continua per conto suo un discorso senza origine né fine / e neppure se parla con orgoglio / o qualcosa buio e inconsolabile gli piange dentro. / «Ma perché parlare di sogni» penso / e cerco per la mia mente un nido / in lei che è qui, presente in questo attimo del mondo. / «E lei non sta facendo un sogno?» riprende mentre sale dalla strada / un grido di bambini, vitreo, che agghiaccia il sangue. / «Forse, il confine tra il reale e il sogno…» mormoro / e ascolto la punta di zaffiro / negli ultimi solchi senza note e lo scatto. / «Non in questa vita, in un’altra» esulta più che mai / sgorgando una luce insostenibile / lo sguardo di lei fiera che ostenta altri pensieri / dall’uomo di cui porta, e forse li desidera, le carezze e il giogo.
Cerca del Bisenzio
La niebla congelada cubre la represa de la curtiembre
y el sendero que bordea la orilla. Salen cuatro,
no sé si los he visto o no los he visto antes,
lentos en su andar, lentos también cuando me detienen
frente a frente.
Uno, el más trabajado por el ansia y el más indolente
se para frente a mí y me dice: “¿Tú? No eres de los nuestros.
No te quemaste como nosotros en el fuego de la lucha
cuando éste abrasaba, y ardían en la hoguera el bien y el mal”:
Lo miro fijo, sin dar una respuesta, en sus ojos marchitos,
débiles,
y capto, mientras mueve el labio de abajo, una inquietud.
“Solo hubo un tiempo para redimirse”, y aquí el temblor
se vuelve un tic convulsivo, “o para perderse, y fue aquel
tiempo”.
Los otros, obligados a hacer una pausa imprevista,
muestran signos de fastidio, pero no suspiran,
mueven los pies con cadencia contra el frío,
y mastican chicle mirándome a mí o a nadie.
“¿Acaso eres mudo?”, protestan los labios atormentados,
mientras él se va abajo y retrocede
frenético, varias veces, hasta que queda más allá,
quieto, abrazado a un palo, mirándome
entre irónico y furioso. Y espera. El lugar,
poco visible, está desierto;
la niebla presiona con fuerza a las personas
y no deja ver sino la tierra sucia del dique
y el cigarro, la planta ancha de las fosas que rezuma moco.
Y yo: “Es difícil explicártelo. Pero tienes que saber que
el camino
era para mí más largo que para ustedes;
pasaba por otros lugares”, “¿Por qué lugares?”
Como yo no respondo,
me mira un largo tiempo y me lanza: “¿Por qué lugares?”
Uno de los compañeros se balancea, otro apoya todo su cuerpo
sobre las pantorrillas,
todos mastican chicle y me miran, a mí o al vacío.
“Es difícil, es difícil explicarte.”
Hay un largo silencio,
mientras todo se detiene,
mientras el agua de la curtiembre susurra.
Luego me dejan allí, y yo los sigo a cierta distancia.
Pero uno de ellos, el más joven, me parece, el más dubitativo,
se hace a un lado, se detiene en el borde de hierba y me espera,
mientras los sigo lentamente, devorados por la niebla. A solo
un paso,
pero sin detenerme, nos miramos,
luego, mientras baja la mirada, él tiene una sonrisa de enfermo.
“Oh, Mario”, dice y se me pone al lado
en esa calle que no es una calle
sino un trazo tortuoso que se pierde en el barro,
“mírate, mira a tu alrededor. Mientras piensas
y haces concordar las esferas del reloj de la mente
con el movimiento de los planetas en un presente eterno
que no es el nuestro, que no está ni aquí ni ahora,
date vuelta y mira en qué se ha transformado el mundo,
pon tu mente en aquello que este tiempo te reclama,
no la profundidad, no el arrojo,
sino la repetición de palabras,
la mímesis sin por qué ni cómo
de los gestos en los que se desata nuestra multitud
mordida por la tarántula de la vida, y basta.
Dices que apuntas alto, más allá de las apariencias,
y no sientes que eso es demasiado. Demasiado, entiendo,
para nosotros que somos después de todo tus compañeros,
jóvenes pero desgastados por la lucha y más que por la lucha,
por su falta humillante.”
Escucho los pasos en la niebla de los compañeros que se
eclipsan,
y esta voz que viene rasgada, rota en un jadeo.
Respondo: “También trabajo para ustedes, por el amor
de ustedes”.
Él calla un poco, como para recibir esta piedra en cambio
del saco doloroso vaciado a mis pies y desparramado.
Y, como yo no digo nada, agrega: “Oh, Mario,
qué triste es ser hostiles, decirte que rechazamos la salvación,
ni comemos el alimento que nos traes, decirte que eso nos
ofende”:
Dejo que se aplaque poco a poco su respiración entrecortada
por el esfuerzo
mientras los pasos de los compañeros se aplacan,
y sólo el agua de la curtiembre susurra de cuando en cuando.
“Es triste, pero es nuestro destino: convivir en un mismo tiempo
y lugar
y hacernos la guerra por amor. Comprendo tu angustia
pero soy yo el que pago toda la deuda. Y he aceptado esa suerte”.
Y él, ahora perdido e indignado: “¿Tú, tú solamente?”
Pero luego renuncia al desahogo, me aprieta la mano con las
suyas que tiemblan
y agita la cabeza: “Oh, Mario, pero es terrible, es terrible que no
seas de los nuestros”.
Y llora, y también yo lloraría
si no fuese porque debo mostrarme hombre ante él que ha visto
unos pocos.
Luego se va, absorbido por la niebla del sendero.
Me quedo allí, y voy midiendo lo poco que se dijo,
lo mucho que se ha oído, mientras el agua de la curtiembre
murmura,
mientras zumban hilos altos en la niebla sobre los palos y
las antenas.
“No podrás juzgar estos años vividos con el corazón duro,
me digo, podrán hacerlo los otros en un tiempo diferente.
Ruega para que su alma esté desnuda
y su piedad sea más perfecta”.
Presso il Bisenzio // La nebbia ghiacciata affumica la gora della concia / e il viottolo che segue la proda. Ne escono quattro non so se visti o non mai visti prima, / pigri nell’andatura, pigri anche nel fermarsi fronte a fronte. / Uno, il più lavorato da smanie e il più indolente, / mi si fa incontro, mi dice: “Tu? Non sei dei nostri. / Non ti sei bruciato come noi al fuoco della lotta / quando divampava e ardevano nel rogo bene e male». / Lo fisso senza dar risposta nei suoi occhi vizzi, deboli, / e colgo mentre guizza lungo il labbro di sotto un’inquietudine. / Ci fu solo un tempo per redimersi qui il tremito / si torce in tic convulso o perdersi, e fu quello. / Gli altri costretti a una sosta impreveduta / dànno segni di fastidio, ma non fiatano, / muovono i piedi in cadenza contro il freddo / e masticano gomma guardando me o nessuno. / Dunque sei muto? imprecano le labbra tormentate / mentre lui si fa sotto e retrocede / frenetico, più volte, finché‚ è là / fermo, addossato a un palo, che mi guarda / tra ironico e furente. E aspetta. Il luogo, / quel poco ch’è visibile, è deserto; la nebbia stringe dappresso le persone / e non lascia apparire che la terra fradicia dell’argine / e il cigaro, la pianta grassa dei fossati che stilla muco. / E io: E’ difficile spiegarti. Ma sappi che il cammino / per me era più lungo che per voi / e passava da altre parti Quali parti? / Come io non vado avanti, / mi fissa a lungo ed aspetta. Quali parti? / I compagni, uno si dondola, uno molleggia il corpo sui garetti / e tutti masticano gomma e mi guardano, me oppure il vuoto. / E’ difficile, difficile spiegarti. / C’è silenzio a lungo, / mentre tutto è fermo, / mentre l’acqua della gora fruscia. / Poi mi lasciano lì e io li seguo a distanza. // Ma uno d’essi, il più giovane, mi pare, e il più malcerto, / si fa da un lato, s’attarda sul ciglio erboso ad aspettarmi / mentre seguo lento loro inghiottiti dalla nebbia. A un passo / ormai, ma senza ch’io mi fermi, ci guardiamo, / poi abbassando gli occhi lui ha un sorriso da infermo. / O Mario dice e mi si mette al fianco / per quella strada che non è una strada / ma una traccia tortuosa che si perde nel fango / guardati, guardati d’attorno. Mentre pensi / e accordi le sfere d’orologio della mente / sul moto dei pianeti per un presente eterno / che non è il nostro, che non è qui né ora, / volgiti e guarda il mondo come è divenuto, / poni mente a che cosa questo tempo ti richiede, / non la profondità, né l’ardimento, / ma la ripetizione di parole, / la mimesi senza perché né come / dei gesti in cui si sfrena la nostra moltitudine / morsa dalla tarantola della vita, e basta. / Tu dici di puntare alto, di là dalle apparenze, / e non senti che è troppo. Troppo, intendo, / per noi che siamo dopo tutto i tuoi compagni, / giovani ma logorati dalla lotta e più che dalla lotta, dalla sua mancanza umiliante. / Ascolto insieme i passi nella nebbia dei compagni che si eclissano / e questa voce venire a strappi rotta da un ansito. / Rispondo: Lavoro anche per voi, per amor vostro. / Lui tace per un po’ quasi a ricever questa pietra in cambio / del sacco doloroso vuotato ai miei piedi e spanto. / E come io non dico altro, lui di nuovo: O Mario, / com’è triste essere ostili, dirti che rifiutiamo la salvezza, / né mangiamo del cibo che ci porgi, dirti che ci offende. / Lascio placarsi a poco a poco il suo respiro mozzato dall’affanno / mentre i passi dei compagni si spengono / e solo l’acqua della gora fruscia di quando in quando. / E’ triste, ma è il nostro destino: convivere in uno stesso tempo e luogo / e farci guerra per amore. Intendo la tua angoscia, / ma sono io che pago tutto il debito. E ho accettato questa sorte. / E lui, ora smarrito ed indignato: Tu? tu solamente? / Ma poi desiste dallo sfogo, mi stringe la mano con le sue convulse / e agita il capo: O Mario, ma è terribile, è terribile tu non sia dei nostri. / E piange, e anche io piangerei / se non fosse che devo mostrarmi uomo a lui che pochi ne ha veduti. / Poi corre via succhiato dalla nebbia del viottolo. // Rimango a misurare il poco detto, / il molto udito, mentre l’acqua della gora fruscia, / mentre ronzano fili alti nella nebbia sopra pali e antenne. / Non potrai giudicare di questi anni vissuti a cuore duro, / mi dico, potranno altri in un tempo diverso. / Prega che la loro anima sia spoglia / e la loro pietà sia più perfetta.
Bureau
Lo veo, casi sobre el umbral, de pie, en su puesto,
sentado en su banco, indiferente
a la fiebre ensordecida que agita
una luz de acuario o de falso templo;
me siento oscuramente rechazado y atraído.
Mientras tanto, levanta sobre su cansancio el rostro
y con el rostro una mirada de enfermo o de idiota, vaciada
y blanca.
No lo reconozco, pero de repente sé que no es extraño
a mi pasado y mientras él me mira
lo voy buscando no entre las amistades:
entre los rencores sordos e inexplicables de la edad más inocente.
“¿Por qué estás aquí?”, me pregunta,
recalcando las palabras más de los justo,
a no ser que yo no sea ya demasiado amargo y ríspido.
Quizá no es sino un vacío intercalar de hombre exprimido
de toda linfa y quebrado
y me basta para reavivar
la herrumbre impalpable que hubo entre nosotros en otro tiempo, poco después de la infancia.
Lo miro sin responder en la curva de los estantes
y me pregunto si ese es su reino
o es la cárcel que lo ha envilecido y apagado.
“Cómo leer un destino en un rostro tan inexpresivo”,
me digo, mientras se desprende de golpe mi malestar
e incluso deseo que me hable todavía, si es posible durante
un largo rato.
Así, hago silencio frente a él, que espera,
y yo a mi vez espero, mientras pienso
si no hay en este rostro a rostro
algo que no se debe solamente al azar
por una deuda que hay que cancelar con una edad no muerta,
aunque sea lejana, o para que un oscuro fin se cumpla.
“La muchacha cayó en tu poder, pero no se jactó de ello,
por lo que sé”, arroja sobre mi cara
su voz llorosa y ausente
no sin poder de hacer daño, animando
con un guiño o con una sonrisa esa máscara mucho peor que
el llanto.
“Oh, no fue todo como piensas”, respondo
y mientras tanto vuelvo a ver el dónde y cuándo
y, en una esquina precisa, su aspecto, ya entonces de polilla.
No pienso en defenderme, pienso en el nudo
de ese sufrimiento que sigue estando firme
y encerrado en un punto de su vida, sin rescate.
“Conozco a los tipos como tú. Se sacrifican
a sí mismos y a su prójimo, enceguecidos por una presunción
de arte.
Ni siquiera se te pasa por la mente que a veces uno pierde”.
Y después de un poco retoma: “Era mi salvación y también
la suya”
y afila la mirada de manera
que afloran finalmente dos pupilas
que se clavan sobre mí desde aquel blanco.
“¿Quién puede decirlo?”, arriesgo, sin encontrar la palabra
que nos acomune en el oscuro sentido
del bien y del mal recibidos y hechos.
Pero no es un hombre que me venga a encontrar
en ese punto que debería unirnos
como compañeros expertos en el dolor del mundo.
Lo veo, encerrado en su propia ofensa, apretar los dientes
Y no sé si recrimina o si incuba
así la fuerza para desafiar su infierno.
El silencio que sigue en la habitación
donde no estamos solos, aunque está desierta,
es un silencio enorme, sin límites ni tiempo,
Mientras las aspas del ventilador zumban
y ruedan con un temblor de papeles removidos,
y yo pienso en la lucha por la vida en el fondo del mar
y en el plancton.
“Todavía no estoy terminado”, explota luego,
con los ojos lunáticos
lanzándome en la cara su respiración fuerte de tabaco
y de alcohol.
“No más que yo, no más que cualquier otro”,
murmuro, absorbido por su llama
y miro más allá de los vidrios la masa
en la que despareceré dentro de poco.
Bureau // Lo vedo, appena oltre la soglia, in piedi al suo posto, / piegato sul suo banco, indifferente / alla febbre smorzata che agita / quella luce d’acquario e di falso tempio / e ne sono oscuramente respinto e attratto. / Intanto rialza sulla sua fatica il viso / e col viso uno sguardo di malato o d’ebete svuotato e bianco. / Ravvisarlo no, ma a una fitta improvvisa so che non è estraneo / al mio passato e mentre lui mi fissa / lo vo cercando non tra le amicizie, / tra i rancori sordi e inesplicabili dell’età più candida. / «Come mai qui?» mi chiede lui / calcando le parole più del giusto, / a meno non sia io già troppo amaro e ispido. / Forse non è che un vuoto intercalare d’uomo spremuto d’ogni linfa e affranto / e mi basta a ravvivare / la ruggine impalpabile che fu tra noi in altro tempo poco / dopo l’infanzia. / Lo guardo senza rispondere in quel giro di scansie e di carte // e mi chiedo se quello è il suo reame / o il carcere che l’ha avvilito e spento. / «Come leggere un destino in un volto a tal punto inespressivo» / mi dico, mentre cade di colpo il mio malanimo / e anzi desidero mi parli ancora, magari a lungo. / Così taccio davanti a lui che aspetta / aspettando a mia volta e intanto penso / se non ci sia in questo viso a viso / qualcosa non dovuto al caso soltanto / per un debito da estinguere con una età non morta / sia pur essa lontana o perché un oscuro fine s’adempia. / «La ragazza cadde in tuo potere, ma non ebbe a gloriarsene / a quanto ne so io» grandina sul mio volto / la sua voce piagnucolosa e assente / non senza forza di nuocere, animando / d’un ghigno o d’un sorriso quella maschera assai peggio / del pianto. / «Oh non andò come tu credi» rispondo / e frattanto rivedo il dove e il quando / e in un preciso angolo il suo aspetto già allora di tarma. / Non penso a difendermi, penso al nodo / di quella sofferenza rimasto fermo / e serrato in un punto della sua vita, senza riscatto. / «Conosco i tipi come te. Sacrificano / se stessi e il loro prossimo, accecati da una presunzione di arte. / Nemmeno ti passa per la mente quel che si perde, alle volte.» / E dopo un po’ riprende: «Era la mia salvezza e anche la sua» / e acuisce lo sguardo di quel tanto / che affiorano infine due pupille / fissate su di me da quel bianco. / «Chi può dirlo» ardisco non trovando altra parola / che ci accomuni nell’oscuro senso / del bene e del male ricevuti e fatti. / Ma non è uomo da venirmi incontro / su questo punto che dovrebbe unirci / come compagni esperti del dolore del mondo. / Lo vedo chiuso nella propria offesa serrare i denti / e non so se recrimina o se cova / così la forza di sfidare il suo inferno. / Il silenzio che segue nella stanza / dove non siamo soli, eppure deserta, / è un silenzio enorme, senza confini né tempo, / mentre l’elica del ventilatore ronza / e ruota con un fremito di carte smosse / e io penso alla lotta per la vita nei fondali marini e al plancton. // «Non sono ancora finito» esplode poi / con occhi stralunati / fiatandomi nel viso il suo respiro forte di tabacco e d’alcool. // «Non pià di me, non più di chiunque altro» / mormoro risucchiato dalla sua vampa / e guardo di là dai vetri la calca / in cui tra poco sarò scomparso.