Grandeza actual de Mozart
Pierre-Jean Jouve
Grandeza actual de Mozart [1]
Únicamente el tiempo puede revelar la verdadera esencia del genio, mientras que el talento, para hacerse conocer, no requiere de tales exigencias. Sucede en efecto que el genio, similar a una planta tan vasta que no puede ser abrazada por la mirada humana, en un primer tiempo se sustraiga completamente a la vista, pero también ocurre que su misma representación de fenómeno genial conviva por largo tiempo deformada junto a su verdadera entidad; sólo el lento cambio de las proporciones hará aparecer poco a poco la realidad del genio que, con el tiempo, deberá despojarse de valores erróneamente reconocidos como suyos; por último, ella podrá variar en su misma íntima dimensión, a fin de adherir, en algún lugar, a nuevos movimientos de la sociedad humana; ella puede y debe iluminarse de toda la experiencia humana añadida posteriormente, y convertirse ya no en la obra de Mozart, sino en la obra del universo. Así, llegada a este punto, las intenciones y las opiniones de su creador sobre ella ya no son suficientes para nuestra interpretación, ya que ahora está claro que la obra de un alma profunda nunca es verdaderamente conocida por el propio creador, el cual se limita a sentirla: él es el primero al cual la obra se le escapa de las manos.
Tres siglos han debido transcurrir para que Shakespeare se acercase a las reales dimensiones de su propia grandeza. Y si la estatuaria del medioevo francés se considera hoy como la veta espiritual del arte de occidente, Palestrina, en cambio, apenas sale de la sombra. La grandeza del Greco o de Poussin está todavía envuelta en nubes verdaderas y falsas. El Genio de la Música es, entre todos, el más móvil, el más proclive a maravillosas transformaciones, el más rico de virtudes santificantes. Es él, ese Proteo siempre verídico, quien mediante la interpretación plantea, en el modo más arduo y complejo, el problema del devenir.
Desde hace ciento cincuenta años Mozart intenta dar con una forma cumplida del propio ser para manifestarse según la voluntad de Dios: fuente absoluta de música; y esto a pesar de mutaciones extraordinarias. La gloria siempre rodeó a Wolfgang Amadeus Mozart, pero éste no pudo sustraerse a la desventura del éxito, como si la primera gloria que él conoció, la gloria del prodigio, lo hubiese marcado negativamente, relegándolo en cierto modo a una época de brillante mundanidad. La vida entera, la muerte de Mozart van en sentido inverso a una corriente que desde el inicio le fue favorable, corriente que todavía lo arrastrará consigo. El siglo diecinueve está saturado de admiración por Mozart: según Goethe, la música de Mozart era incomparable, Delacroix tenía por Mozart verdadera adoración, Stendhal creía sólo en “Don Juan”: el “divino Mozart”, en suma, reinaba en todos lados, y de un “aria de Mozart” emanaba un irresistible encanto. Probablemente, hay un malentendido en la base de este aplauso desmesurado común a intelectuales tan distintos: nos damos cuenta, por ejemplo, comparando, en el diario de Delacroix, el juicio sobre Mozart y los últimos trabajos de Beethoven. Delacroix ama en Mozart justamente aquello que nunca hubiese debido amar, él que amaba, y sabemos con qué fuerza, a Fausto y a Hamlet. No, en aquella época el verdadero Mozart todavía no era visible: todas las virtudes se reunían en un conjunto de levedad, gracia, delicadeza, vivacidad y medida, que se superponía completamente a su verdadera naturaleza. Levedad, gracia, delicadeza, se convierten en intérpretes e intensifican cada vez más una imagen cortés y seductora, la intensifican con valores auténticos, pero que en definitiva, por las proporciones que asumen, pierden toda autenticidad.
La clausura de Mozart en el reino de las sombras es fruto de este artificio. La invasión wagneriana lanzada a la conquista de la Música, luego, lo hizo desaparecer del todo. En la época de nuestra juventud (la escena se desarrollaba en Francia), creo que Mozart nos parecía tan remoto como Rameau y más del siglo dieciocho que Glück. Mozart era menudito, un delicioso marquesito con peluca y calzones de seda que afina el violín sobre las rodillas. Imagen de la música infantil, inocente, tan distante de las miserias de la vida como para serle voluntariamente indiferente; imagen buscada y alcanzada como la de un Watteau sentimental; imagen de un Mozart agraciado.
“No hay día en que no piense en la muerte”, escribe Mozart en la época de su más radiante juventud. “Y sin embargo, a veces, me invade una especie de melancolía”, afirma nuevamente en una carta al padre de 1778. Y en esa espléndida carta sobre el Réquiem, escrita en los últimos días de su vida, aún leemos: “Estoy por morir. He llegado al fin antes de haber gozado de mi talento. La vida era tan bella, la carrera se abría bajo auspicios tan afortunados… Pero nadie puede cambiar el propio destino, determinar la duración de los propios días. Es necesario resignarse, será lo que quiera la Providencia. Ahora quiero concluir: es mi canto fúnebre y no puedo dejarlo imperfecto”.
El genio de Mozart está marcado por la muerte: es esta una certeza profunda, que sin embargo requiere de inmediato una explicación. La muerte está en el origen de una forma maravillosamente cumplida, de un “límite” alcanzado de un modo exquisito y llevado a su realización, siempre, hasta el fin. Pero semejante pensamiento es todavía demasiado general: la verdadera acción del espíritu de la vida y de la muerte consiste, en Mozart, en el dominio (acaso único) de las fuerzas más violentas de la voluntad, del dolor, de la melancolía, de la ironía, de la ira, de lo obsesivo demoníaco; en el dominio, en suma, de los aspectos más crueles de la realidad, sobre el pecado mismo, mediante la fuerza de la razón, iluminada por la Fe, siguiendo los cánones irrenunciables de la belleza. En la obra de Mozart, la muerte es similar al fuego, y su acción es sólo espiritual. El verdadero misterio es la belleza: es constante, pero siempre deja intuir, enmascarándolo, el sufrimiento espiritual.
Hay algo de inhumano (o sobrehumano), en el fondo, en la música de Mozart. Probablemente, lo que él propone tiene para nosotros algo de milagroso. Mozart cumple el milagro, y no debemos asombrarnos si el mundo no ha sabido comprenderlo fácilmente. El falso Mozart, como afirma magníficamente Bruno Walter, es una invención de hombres superficiales, sordos a las promesas del espíritu. Ellos han dirigido las virtudes de Mozart contra el propio Mozart, y transformado su potencia luminosa en un brillante ornamento, de modo de hacer invisible el íntimo, secreto dolor. Mozart ha sido censurado por sus aduladores, y la adulación se ha prolongado ininterrumpidamente a fin de que nadie pudiese comprender. Sólo la lúcida y dolorosa obstinación de nuestra época ha hecho resurgir a Mozart, esta vez con la veste de un arcángel.
En efecto, nunca lograremos explicar a Mozart sirviéndonos de su propio testimonio: lo que dice acerca de su obra casi carece de importancia. Genio singular y de proporciones fantásticas, él subordina su propia obra a la propia extravagante personalidad: es antigoetheano, porque se ignora a sí mismo y debe permanecer en esa sagrada ignorancia. Su única conciencia es la de ser canto y música absolutos, de saber componer (como él mismo afirma orgullosamente en una carta desde Italia) en todos los estilos. Paradoja estupenda, ésta, según la cual Mozart debía ir a Italia para aprender a ser exclusivamente Mozart, a crear un estilo inimitable desde el inicio, a crear, con la ayuda de la frivolidad italiana, eso que Italia nunca hubiese sabido producir: el mundo de Mozart.
Y su obra se expande en verdad en “todos los estilos”, desde el Idomeneo al Réquiem: cuarenta y una sinfonías (entre ellas las tres grandes), toda la música de cámara y los conciertos, veinticuatro óperas-ballet y seis óperas, dieciséis misas y una infinidad de arias y coros religiosos: 620 composiciones, y Mozart murió cuando tenía apenas treinta y cinco años. Es un prodigio, por cierto, pero desde el punto de vista creativo. Quisiera señalar además otro aspecto de su grandeza. Intentemos hacerlo, aunque la palabra no pueda en verdad revelar misterios sonoros demasiado elevados, demasiado complejos y sagrados: si ahora escuchamos las sinfonías principales o el Don Juan dirigidos por Bruno Walter, si acogemos en nosotros el “Qui tollis” de la Gran Misa en do menor o el “Kyrie” del Réquiem, si nos conmovemos con el Ave verum corpus, y si, en tales ocasiones, quisiésemos encontrar un sostén para la fuerza de nuestras emociones o un símbolo de igual valor en Poesía, nuestra mente podría pensar en Shakespeare, si bien la parte religiosa sea notablemente superior. (Está claro que semejantes comparaciones son ilícitas: ¿de qué Shakespeare estamos hablando, en efecto?, de ninguno, o mejor, de un espíritu visionario y grandioso, de un tono “de soberana altura”, de un extremismo trágico transfigurado por la belleza, en suma, del puro carácter shakesperiano.)
La sustancia de la polifonía mozartiana parece tener los caracteres del acero: dureza y elasticidad extremas, a veces en una dulzura perfecta (así, en el fin del primer acto, Don Juan pliega la espada en su pecho, oponiéndose firmemente al coro de lamentos, de remordimientos e ira). Explosiones de una sustancia dura, cargadas de una tristeza cruel y sonriente; sobre esta idea no se insistirá lo suficiente. En una tesitura profundamente compleja, difícil de apresar en cada parte, pero, por una suerte de ilusión, en apariencia simple en tanto constantemente unificada en una línea melódica de simple belleza?, nacen movimientos infinitos de una potencia fulgurante, mientras maravillosas expansiones, multiplicadas hasta lo inverosímil, los separan. La ley de la fractura gobierna este arte de armonía suprema. ¿Qué expresa esta música, tan esencialmente Música, si no la lucha del alma y del afecto contra sí mismos, la separación lacerante, la herida, la lacerante y divina unidad? Esa unidad que únicamente siguiendo el sendero de la incesante fractura podrá ser alcanzada. Para encontrar la propia vida, Mozart debió alejarse de ella, y ha cumplido esta empresa sin una sombra de pesantez, con una liviandad “diabólica” y todo el impulso del fuego interior. Pero no debemos pensar que la invención mozartiana se limite a la idea de catarsis o, como en La flauta mágica, de ascenso hacia la luz. No es así. Ese canto divino encierra en sí mucho más: toda la variedad y la verdad humana, la angustia y el pecado. Hay una profunda analogía con la implacable multiplicidad de Shakespeare. Como músico y dramaturgo, Mozart representa la variedad y la verdad mismas: “La proporción… lo verdadero…” (carta de 1782). Su mente no excluye nada, a cada cosa le confiere su misma forma; su música es barroca y griega, clásica y moderna, y no obstante sin comparación fuera de sí misma. En el desarrollo rápido de esta música indómita y exquisita se han empleado las más grandes fuerzas en todos los registros de la orquesta y de la voz, por la unión de genios de distinta naturaleza: el genio de la ciencia y el de la infancia.
No hemos subrayado aún con suficiente energía que Mozart es el músico místico más cercano a nosotros; el arte musical lo hace acceder, con extrema facilidad, a la vida mística, si bien la esencia cristiana de tal misticismo no tenga ningún vínculo con la religión según la fe católica. Mozart pertenece a una época en la cual el catolicismo reina aún absoluto y en él se insinúan todos los aspectos del pensamiento moderno y se delinea la misma libertad de pensamiento religioso. La profunda religiosidad de Mozart superaba los fáciles hábitos católicos de su vida. Para él, como para todo espíritu místico, el Cristo es real, total, es inalcanzable, inefable; y cuanto Mozart escribe sobre Cristo (el solo del Et incarnatus est de la Gran Misa, el motete Ave verum corpus), su canto ya no pertenece a la humanidad, se transforma en el canto de Cristo. Mozart desaparece, no alcanza el ápice de la propia conciencia, como Bach, como Moisés en la cima del Sinaí, sino que desaparece en el éxtasis y, fenómeno aún más sorprendente, es como si fuese la mente de Mozart la que se disuelve, mientras su genio musical es perfectamente dueño de los propios medios. Si pudiésemos estudiar de manera analítica este estado de cosas, utilizando instrumentos de análisis psíquico que aún no poseemos, estaríamos tal vez en condiciones de explicar cómo se hace posible esa relación entre la mística ? negación del arte ? y el arte sumo.
No es posible dejar de lado las dimensiones fenomenales de la obra de Mozart y, en ella, la vastedad de la obra religiosa. Él decía la verdad, en 1791, cuando escribía a la Municipalidad vienesa para solicitar el puesto de maestro de capilla: “Mi profundo conocimiento del estilo religioso me hace creer que soy más apto que otros”. Y debemos reconocer que él ha sabido crear un “estilo religioso” del cual era heredero y sucesor: un fenómeno, éste, interpretable en la concepción general del arte antigua que vincula, con lazos misteriosamente eficaces, creación y tradición. En sus elementos rígidos y monumentales, contrapuntísticos, el estilo de Mozart ha heredado mucho de sus predecesores, maestros de capilla italianos y alemanes, y seguramente de Händel. Sobre esto no hay dudas. Pero ya a la edad de diecisiete años, Mozart escribe en Milán un Motete “Exultate” donde la invención, el misterio leve, la índole del júbilo, son absolutamente mozartianos. Nace así el estilo religioso de Mozart, en el cual los elementos arcaicos y severos se unen a elementos tiernos, humanos, haciendo “arder” en lo sagrado toda la gracia profana. Y esto nos atrae profundamente.
Por otra parte, es difícil aferrar las dimensiones del libre pensamiento de Mozart, de los conciertos a las misas, de las sinfonías a los motetes, de las óperas bufas a las serias, de los cuartetos a las serenatas. El motete Ave verum corpus fue compuesto durante la elaboración de la Zauberflöte. Genio religioso y cuasi irreligioso (¿La flauta mágica no delata una recóndita influencia de esas ideas que en la Revolución francesa llevaron al culto de la Razón?), al mismo tiempo ateo, creyente, místico y dotado de mágicos poderes, él se evade, al igual que Shakespeare, de toda categoría ideal. Nosotros no tenemos parámetros para medir la grandeza de semejantes hombres. Nuestro ser es ahora demasiado pequeño y una realidad social demasiado infeliz nos oprime.
Yo veo en Mozart una modernidad de la música antigua. Con el dolor y la rigidez que hay en él, con su tendencia a lo sobrehumano, él nos muestra en su ir hacia lo que aspira la parte mejor ?la menos desesperada? de nuestra alma, y lo logra, si excluimos a Bach, más que ningún otro maestro de la Música. Una obra como Fidelio (la más beethoveniana de las obras de Beethoven) nos exalta con su fuerza explosiva e impetuosa, con el soplo de esa virtud cuyo nombre alemán es “die Treue”; en la Obertura Leonora III se desarrolla el drama de la Libertad en su infinita dimensión, un drama que el hombre puede todavía soportar, y nosotros nos encontramos verdaderamente frente al hombre de aquel tiempo, y, en lo íntimo, una lluvia de lágrimas nos arrima a la nostalgia. Mozart, que ya pasó por este mundo, se encuentra aún más adelante; discontinuo, ya no más fiel, nos hace huir de nuestra responsabilidad. A fin de que la confianza venza al pecado, Beethoven templa nuestros ánimos en esta responsabilidad profunda, en tanto que Mozart nos despoja de ella para llevarnos a otro lugar: el “pequeño hombre” de la correspondencia a Constanza Mozart tiene el poder, lo tiene divinamente. Ahora, apartarnos de este mundo, aun cuando combatamos en él, es nuestro deber de hombres modernos.
La aversión de Mozart por Salzburgo, su lugar de nacimiento, era fuerte y persistente: “¡Sabéis hasta qué punto se me hace insoportable Salzburgo! En otro lugar, en cualquier lado tengo mayores esperanzas de vivir satisfecho y feliz. ¡Esto es lo que piensa un auténtico patriota!” (carta desde París, de 1778). Paseando por la hermosa Salzburgo, no se puede menos que recorrer la Salzburgo de los Médici y de las idílicas montañas verdes, con sus minas de sal, las catacumbas en las enormes paredes de roca; ciudad digna de Piranesi; no se puede menos que vislumbrar la identidad que de algún modo existe entre el genio de la ciudad y el genio de Mozart. ¿Qué significa todo esto? El odio de Mozart estaba seguramente dirigido hacia aquello que amaba y lo unía con la sangre a la tierra. Observemos el rostro vigoroso y bien modelado, y sin embargo cargado de ansiosa vehemencia, del retrato de Lange: su carácter femenino suscita estupor y una ligera inquietud. En la sustancia grave de esos ojos aparece repentinamente inscripto el drama con la tierra, una forma distinta del drama con la madre y con el nacimiento. Y sin embargo, su rostro se parece a una esfera luminosa, se asemeja a un sol. Pero la separación dolorosa y amarga de la fuerza materna, absorbida en cierto modo más tarde, ¿no es acaso rescatada uniéndose al sol? Rescate de la madre por medio del padre, elección de Júpiter, iniciación en La flauta mágica: este parece ser el destino de Mozart. El carácter infantil de su vida sentimental, el carácter frívolo de sus acciones, el carácter oscuro del tiempo en el cual el ángel muere poco a poco, la precocidad, el ansia del genio, la brevedad misma de su existencia, todo esto encuentra una explicación en el seno de una profunda tragicidad. Es ahí donde el Don Juan, punto de encuentro de todos los caminos, adquiere un carácter de majestuosa grandeza. Mozart ha sido enviado a la tierra para no amar, para no resignarse, para no resistir, pero también para amar, para ser desbordante de amor, siguiendo los mismos caminos. Mozart muere siendo un niño, y nada del estupor infantil se apagó en él antes de su muerte: muriendo de ese modo prodigioso (Die Zauberflöte es la obra más cercana a la infancia, como si ésta pudiese intensificarse al final) Mozart ha cumplido un destino único en el mundo.
1935
Traducción de Héctor Carrera
- “Grandeza actual de Mozart” es el prólogo al libro de Pierre-Jean Jouve titulado Le Don Juan de Mozart. A partir de la edición de Librairie Plon (París, 1968) el volumen va precedido de una “Advertencia” del autor, fechada en el verano de 1967, de la cual nos parece oportuno transcribir las primeras líneas: “Miramos siempre con ligera ironía eso que fuimos en un tiempo ya lejano, en compañía de rostros ya desaparecidos. Y así sucede también con la época de Salzburgo, hacia 1935, cuando me dedicaba intensamente a Mozart y quería hacer un retrato de una ópera [Don Giovanni] cuya creación, en una atmósfera de entusiasmo, de alegría, de fe en la belleza, parecía prodigiosa”. (N. del T.)>>