Valiosas versiones de un delicado oficio
Traducir poesía. Experiencias de taller y aportes teóricos
Compilación y edición de Irene M. Weiss
Königshausen & Neumann, Würzburg 2014
El presente volumen, fruto de un encuentro internacional organizado por alemanes y argentinos, y llevado a cabo en la Universidad Nacional de Cuyo en 2012, reúne intervenciones de veintiún especialistas en torno a un tema tan viejo como la torre de Babel. Aquí empero se renueva por la pareja calidad de los trabajos; por su variedad –la disímil trayectoria de sus autores, expuesta hacia el final, no es un dato menor–; y porque en el vaivén que el título propone se dirimen problemáticas siempre vigentes que inducen a actualizar eventuales cuestionamientos.
El traductor que acceda a estas páginas, en efecto, podrá por lo pronto identificarse con sus pares al explicitar éstos ciertas dificultades puntuales que los textos tratados por cada uno plantean. Quien se dedique a las lenguas clásicas verá plasmados algunos de los obstáculos, más o menos frecuentes, desde cómo decidir acerca de la puntuación en la lengua de llegada (en el ensayo de Marcos Ruvituso); o cuán importante puede ser la connotación de un onomástico, perdida en el profundo gap de la historia (Álvarez Hernández); hasta la inasequible meta de «salvar» el hipérbaton de Horacio (Alejandro Bekes). Numerosos otros detalles surgirán, sobre todo, cuando Irene Weiss se aboque a las traducciones que Joseph Conde hiciera de Teócrito; y en relación con las lenguas que se hablan hoy: así, el escollo que representan las palabras compuestas del alemán a la hora de ser vertidas al español (Oscar Caeiro). Funcionen o no como consejos prácticos, lo cierto es que al menos la experiencia compartida calmará muchas ansiedades, especialmente entre los traductores que se inician.
Se hace patente también una forma de trabajo –un método, en el sentido más pedestre del término– explicitación que no es tan habitual como cabría esperarse. Martín Zubiria muestra, por ejemplo, hasta qué punto es necesario conocer el género textual –en su caso, el epigrama–; Susanne Lange da cuenta de su recorrido al traducir Cernuda al alemán, un ida y vuelta en que se implica la influencia que la poesía de Hölderlin –su alemán– tuviera en el español poético de Cernuda; y, se insiste, en líneas generales, en el cotejo de todas las versiones anteriores a la hora de emprender un proyecto de este tipo. Álvarez Hernández, quien no olvida esto último, pone sin embargo un reparo: si hay un abuso en el empleo de las traducciones precedentes “[…] entonces lo que no se justifica es proponer una nueva traducción”. Dicho esto, la exhaustividad se mira con buenos ojos: del conjunto se desprende que es ideal conocer toda la obra del autor, además de las variadas interpretaciones de que ha sido objeto. Filología e ideología se retroalimentan, como bien señala Ruvituso.
A grandes rasgos, es sabido, la traducción consiste en hacer determinadas elecciones, que con suerte serán las más acertadas. Muchas instancias y niveles se ponen en juego en el texto: “Imitar alguno de estos elementos es posible, imitarlos todos a la vez no”, sintetiza Ricardo Herrera. Este asunto se pone de manifiesto, velada o explícitamente, en cada una de las ponencias aquí recogidas. Se trataría, básicamente, de un tema de compensación, tal como explica Alejandro Bekes a propósito de su traducción de Horacio: la aliteración –incluso exagerada– que él utiliza en español supliría la omisión de fenómenos de índole sintáctico que volverían ilegible lo escrito. Miguel Ángel Montezanti, por su parte, se decide por el endecasílabo español, equivalente al pentámetro inglés, al traducir The rape of Lucrece, opción que trae aparejada otra que no resulta tan óptima en la lengua de llegada: una estrofa inusual para dicho metro. El mismo Montezanti pone empero en entredicho el concepto de pérdida: suele suceder que «salga a la luz», ya finalizado el trabajo, un recurso que no estaba en la lengua de origen y que resulta muy beneficioso en el nuevo contexto.
Yendo aún más al meollo de la cuestión, uno se pregunta, en la lectura de este volumen, por los supuestos que subyacen a la práctica. Paolo Fedeli, en su impecable recorrido histórico, devela entre otras cosas la importancia que tiene el prestigio o no de que goce una lengua: en el siglo XVIII, por ejemplo, los franceses, convencidos del grado de perfección al que había llegado la suya, van a privilegiar las traducciones libres. En las circunstancias actuales –post-colonialismo/imperialismo/globalización/post-capitalismo–: ¿cómo incidirá en la traducción el orden del mundo? ¿cómo se dilucidará este mundo en los incontables gestos de traducción?
De los criterios que subyacen a dichos gestos, como ese mar de fondo de cuyas correntadas derivarán todos los efectos de superficie, es sin duda el par “belle e infedeli” o “brutte fedeli” (Fedeli) la disyuntiva más medular. Priman en estos artículos, por supuesto, las posiciones antidogmáticas. Sin embargo, podría uno hilar más fino. Pablo Ingberg, en uno de los ensayos más sustanciosos del conjunto, es enfático a la hora de afirmar su tendencia a atender a la coyuntura. Pero, a la vez, es igualmente enfático cuando asevera que no hay que pulir errores o irregularidades del texto base. Su objetivo será pues traducir la poética, es decir, siguiendo a Meschonnic, “traducir lo que hace el original”. Cita un verso de Eliot en versión de Girri, cuya rispidez y aspereza rítmica son mucho más Girri que Eliot; e, intuimos nosotros como lectores, es justamente eso lo que intenta revertir. Anacleto Ferrer trae a colación a José María Valverde, cuya opinión al respecto es absolutamente tajante: “Si el traductor tiene un estilo literario propio, ha de olvidarlo completamente; los estilistas son incapaces de traducir”. ¿No se inclina aquí la balanza por la «fidelidad», obviamente, en su sentido menos estricto? Y, contra la opinión más corriente, ¿no se instala la duda acerca de las habilidades del poeta en el rol de traductor?
Porque lo cierto es que la traducción está a veces motivada por el propio impulso creativo; o puede formar parte de un programa de “politica culturale”, incluso con el fin de consolidar un modelo de lírica. Ejemplo de esto es la versión de la Commedia de Dante por Stefan George, cuyo derrotero tan bien analiza Anna Maria Arriguetti. Acá nomás, de este lado del charco, Borges parece adherir en buena medida a esta vertiente: “[…] no depende tanto para él de la mayor o menor fidelidad a un original inalcanzable para el lector, cuanto de las cualidades estéticas autónomas de la obra recreada por el traductor, cuyo talento literario será decisivo […]”, explica Pablo Anadón en el sabrosísimo ensayo que le dedica. Es válido suponer, en definitiva, lo que Montezanti toma de Hatim y Mason: “las traducciones deberían ser juzgadas de acuerdo con lo que el traductor se ha propuesto hacer y no de acuerdo con un parámetro abstracto […]”.
En una sociedad donde tantas son las variedades sociolectales, y tanto el flujo y la convivencia entre ellas, mención aparte merece el ensayo de Silke Jansen acerca de los modos de traducir el “habla de negro”: su aporte resulta original e invalorable. Y habría que retomar un punto, de entre todos, el más banal: el traductor depende de las editoriales, como recuerda Petra Strien. El mismo Borges, sospecha Anadón, debe sujetarse a las imposiciones de Victoria Ocampo en Sur. ¿Y qué es eso sino otra forma de la traición?
Valeria Melchiorre