Posibilidades actuales de la poesía
Franco Bordino
La primera incisión. Como si el pan se rebanara.
“¡Pinzas!” Algo púrpura brota.
Más profundo. Los músculos: húmedos, brillantes, frescos.
¿Hay un ramo de rosas sobre la mesa?
[…] “¿Ve usted la pequeña mancha verde?
Tres horas y el estómago se llenaba de mierda”.
Morgue y otros poemas, Gottfried Benn, 1912.
Algo tiene que ver la poesía con el lenguaje. Y la creación artística, con la innovación. El vanguardismo literario ha creído poder encerrar en estas dos afirmaciones el ser total de la poesía. La búsqueda radical de la innovación y la experimentación formal con los materiales propios de un arte son las notas esenciales de toda vanguardia artística interesante. En este ensayo analizaremos una tradición particular dentro de la poesía de vanguardia, una que interpreta la relación del quehacer poético con el lenguaje en un sentido casi etnográfico. Según esta tradición, la poesía no sería una forma lingüística per se, sino el registro documental de la multiplicidad de formas lingüísticas existentes. Por otra parte, también define a esta tradición su interpretación particular (sobre la base del punto anteriormente señalado) de la relación entre creación poética e innovación: de un modo casi maquínico, la innovación poética resultaría tan sólo de la combinación aleatoria por parte del poeta de variedades lingüísticas existentes. La clave del efecto de novedad residiría entonces en la disonancia entre estas formas lingüísticas heterogéneas.
Esta tradición vanguardista es sólo una de las dos posibilidades actuales de la poesía que consideraremos, pero seguramente sea la más concurrida hoy. Resumiendo lo anterior, diremos que lo propio de ella es concebir la creación poética como transgresión lingüística. Vanguardismo, transgresión e innovación: esta tríada es la que pondremos en tela de juicio a través un análisis genealógico de sus medios expresivos.
1. La poética de la transgresión como literatura de género
El recurso vanguardista de combinar en un mismo enunciador formas lingüísticas dialectal o sociolectalmente incompatibles es tan antiguo como los albores del Siglo XX. En su etapa expresionista, Gottfried Benn ya mezclaba el registro excelso de la poesía romántica que le precedía con imágenes escatológicas y violentas extraídas o bien de la experiencia de la guerra o bien del campo de la medicina (al cual el poeta pertenecía de profesión). Hay algo infantil en este primer Benn, algo de chiste de escolar adolescente que dibuja órganos sexuales en su pupitre. Tal vez él mismo lo sintió así, y por eso renegó luego de su etapa expresionista, pero lo que es más importante, mejoró notablemente su poética, logrando en sus poemas un efecto siniestro auténtico, depurado de toda programática lúdica y gratuita. Sin embargo, lo que no se le puede negar nunca al primer Benn, al de Morgue y otros poemas, es que, en su época, su obra fue un verdadero escándalo; porque se trataba, realmente, de una verdadera innovación.
El expresionismo de Benn es el término de comparación más remoto en el tiempo que creo pertinente considerar. [1]
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En la literatura norteamericana, tal vez el mejor exponente de este estilo poético de la transgresión verbal sea El almuerzo desnudo de William S. Burroughs. Aunque el autor presenta su libro (véase la introducción, “Declaración: Testimonio sobre una enfermedad”) como el protocolo desalmado de sus años de adicción a las drogas –lo cual lo inscribiría en una tradición muy diferente de aquella a la que realmente pertenece, en la de obras como Los paraísos artificiales de Baudelaire o Confesiones de un opiómano inglés de De Quincey–, sin embargo, resulta evidente en éste cierta voluntad compositiva, una que ningún lector dudaría en calificar de vanguardista. El libro en cuestión, a veces clasificado como novela (a pesar de ser propuesto como un diario de protocolos de droga, la mayoría de sus prosas tienen los rasgos estructurales característicos del relato de ficción), a veces como poesía en prosa, es un pastiche artificial y caprichoso no sólo de registros lingüísticos disonantes, sino también de diferentes géneros literarios: se trata de un Frankenstein verbal que combina el protocolo de experiencias narcóticas con la ciencia ficción, el cuento fantástico y el discurso médico.
(El de Burroughs es un caso emblemático entre aquellos en que lo máximamente artificial se autorepresenta como lo máximamente auténtico: el caso paradójico de un “vanguardismo romántico”. Podría decirse lo mismo del autor que trataremos a continuación.) [2]
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Más cercano en el espacio y en el tiempo, y por ende menos innovador, tenemos el caso de Osvaldo Lamborghini, prócer de la literatura alternativa. Él las tiene todas: parodia de la gauchesca, peronismo, “lime”, metapoesía, escatología y porno. Es el arquetipo de la vanguardia literaria argentina. Pero lo que nos interesa aquí es su conjunción de registros verbales incompatibles, su transgresión en el nivel del lenguaje. Citaré un solo verso suyo: “petardos, pedos, estallidos de júbilo, estrépito”. Casi toda la obra de Lamborghini es el chiste procaz de un adolescente, sin concesiones.
Estos son los autores que considero más representativos de este tipo literario. Sin duda, podrían mencionarse muchos otros.
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Hemos rastreado manifestaciones de esta poética de la trasgresión a casi un siglo de distancia y en diferentes regiones del mundo; lo que nos hace sospechar que la proliferación incesante de obras literarias de este estilo, la canonización de algunos de sus cultores, la preferencia de escritores noveles y desconocidos por él no puede atribuirse ya a una búsqueda vanguardista de innovación y revulsión del gusto literario establecido. No estamos ante un cúmulo de ingenuos redescubridores tardíos de la pólvora. Lo que se busca con esta literatura hoy en día no es trasgredir el gusto burgués, sino complacer a cierto gusto literario ya establecido. El objetivo no es la innovación sino la interpelación a un público específico, bien conocido y garantizado a priori. La literatura “vanguardista” es hoy en día un género literario más. Y digo “literatura de género” en el sentido en que se suele contraponer la alta literatura a la literatura policial o a la ciencia ficción –géneros muy nobles que, en algunos casos, y sin proponérselo, logran expresiones más “altas” que algunas de las obras clasificadas como alta literatura. Tal vez incluso podamos afirmar que la “vanguardia” es en Argentina ya una tradición, y la más institucionalizada al mismo tiempo que la más influyente entre los escritores jóvenes. El tipo de literatura que analizamos es en realidad sumamente condescendiente, con el público y con la crítica –lo que recuerda la demagogia del discurso político–, pero se vende a sí misma sin embargo como innovadora y marginal. El mal del que estas obras actuales son síntoma es la consagración alienante entre los escritores contemporáneos de la trasgresión como norma. Esto es lo único que me permito juzgar negativamente, este sofisma. En cuanto a lo demás, tal vez entre estas obras sí haya buenos poemas.
2. La alta literatura hoy
¿Es la novedad un valor artístico decisivo a la hora de juzgar buena o mala una obra? ¿Es la literatura de género inferior a la “alta literatura”? Personalmente, yo me inclinaría a responder que no; pero la inmensa mayoría de la crítica parece pensar que sí. Tal vez de ahí surja la necesidad de disfrazar de vanguardia lo que no es más que puro epigonismo.
Pero de toda esta reflexión, hay una pregunta crucial que se desprende y que me aborda: si el vanguardismo ya no es más la marca de la “alta literatura”, ¿qué literatura puede hoy en día ser considerada como tal?
Propongo para pensar esta pregunta volver a las fuentes, repensar las palabras claves de aquellos autores iniciales que han servido de leitmotiv para las vanguardias literarias, aquellas sentencias que declararon con una conciencia y una categoricidad inéditas la condición de artífice del poeta, relegando materiales que hasta ese momento habían sido considerados centrales para la poesía (como los sentimientos, la historia, la filosofía, la política) para poner en el centro el único y verdadero material de todo poema: el lenguaje. El poeta es un artesano del lenguaje. Este enunciado, que podría ser una verdad de suyo para la poesía de todos los tiempos, adquiere sin embargo un carácter programático hacia fines del Siglo XIX y principios del XX. Sólo porque lo que hasta entonces no había sido más que un aspecto parcial del ser del poeta se convirtió en su ser total, sólo porque el concepto romántico de creación fue sustituido por el concepto modernista de composición, fue posible un fenómeno tal como el de las vanguardias artísticas del Siglo XX.
El padre de lo que podríamos denominar el giro lingüístico en la poesía moderna fue Stephane Mallarmé. “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”: con este verso suyo empezó el modernismo. No porque en él se ejecute el primer verso modernista, sino porque en él se enuncia la concepción poética general que subyace a todas las vanguardias literarias. En primer lugar, porque en este verso la misión del poeta se postula exclusivamente como un quehacer con el lenguaje (recordemos que alguna vez, los poetas, además de artesanos, fueron también los vates de sus pueblos, o incluso los portavoces de lo divino). En segundo lugar, porque esta pretendida purificación de las palabras de la tribu consiste en la suspensión de la referencialidad del lenguaje, característica de su uso habitual, para convertir la palabra en un acontecer puro (predominantemente un acontecer sonoro; a veces, gracias a cierta superstición esotérica, no menos oscura e indeterminada que la “inspiración” de los románticos, también un acontecer “simbólico”).
Consideraremos ahora dos caminos que abriera esta nueva concepción del quehacer literario.
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En Little Gidding, el último y más metapoético de los Cuatro Cuartetos (en él se expresa un Arte Poética), T. S. Eliot cita el mencionado verso de Mallarmé, pero con una importante variación. Según Eliot, lo que el poeta purifica es el “dialecto de la tribu”. La labor del poeta no la entiende Eliot, entonces, como una modificación del lenguaje en general, de su constitución ontológica en tanto función humana, sino como una modificación de cierta variante lingüística particular: el dialecto, esa deformación regional y popular, consumada por el habla, de la versión ideal de un idioma (de lo que un lingüista llamaría “la variante hegemónica”). Eliot describe como sigue el resultado feliz de esta labor de purificación: “un comercio fluido entre lo viejo y lo nuevo, / la palabra común: exacta y sin vulgaridad, / la palabra formal: precisa pero sin pedantería, / los consortes completos bailando juntos…” [3] . Vemos entonces el modo peculiar en que Eliot interpreta el verso mallarmeano: la Poesía no es la negación y exclusión total del lenguaje de la tribu, sino la combinación de ese lenguaje con el lenguaje poético, la hibridación de la palabra común (cuyo riesgo es la vulgaridad) con la palabra formal (cuyo riesgo, nos dice Eliot, es la pedantería). Esta es una de las versiones posibles de la figura moderna del poeta como artesano de las palabras: la versión que se apropian las vanguardias literarias que entienden la obra literaria como collage de variantes lingüísticas. Aunque, para la mayoría de los vanguardistas, la vulgaridad y la pedantería no son riesgos a evitar sino más bien la regla[4] . De esta derivación desafortunada, Eliot ya no es responsable.
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Pero hay otra interpretación del verso mallarmeano y otra versión de la figura del poeta como artesano del lenguaje. Son las de Valéry. En parte ya nos hemos referido a ellas en nuestra primera aproximación al sentido del verso mallarmeano, cuando hablamos de la suspensión de la significatividad de la palabra en favor de su devenir puro acontecimiento sonoro. Este programa estético, inspirado en la obra de Mallarmé, es denominado por Valéry “poesía pura”. Sin embargo, en algunas caracterizaciones que el autor del Cementerio marino hace sobre la esencia del fenómeno de la poesía, hay una idea diferenciable y, a mi juicio, independiente de la de esta consigna estética de aridez semántica y perfección musical en que consistía su programa de una poesía pura. Se trata de una idea, ésta, que ni siquiera es una consigna programática, sino que atañe al fenómeno de la poesía en general. Según ella, el quehacer poético con el lenguaje no es un trabajo de selección y combinación de palabras preexistentes (del estilo de los pastiches que venimos analizando), sino la creación de un lenguaje virgen. El poeta sería análogo al hombre primitivo y mudo que funda el habla desde lo innominado. Escribe Valéry:
“[…] la poesía se relaciona, sin duda, con algún momento de la humanidad anterior a la escritura y a la crítica. Encuentro, pues, un hombre muy antiguo en todo poeta verdadero: este hombre bebe aún en las fuentes del lenguaje; inventa ‘versos’, más o menos como los primitivos mejor dotados debían crear ‘palabras’, o antecesores de palabras. […] Los poetas dignos de este gran nombre reencarnan, en esto a Anfión y a Orfeo.” [5]
De este concepto órfico de la poesía extrae también Valéry su propio concepto de la Poética, disciplina de la cual considera que no puede llevarse a cabo bajo otra forma que la de una reanudación de la investigación de los tropos literarios que iniciara la Retórica clásica en la antigüedad. Estos tropos o figuras, según nuestro poeta, no son más que los recursos básicos del lenguaje para la nominación, incluso los del lenguaje práctico ordinario.
“… la Literatura es y no puede ser otra cosa que una suerte de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje.[…] Ese es el dominio de las ‘figuras’, que preocupaba a la antigua ‘Retórica’, y que está hoy casi abandonado por la enseñanza. Este abandono es lamentable. La formación de figuras es indivisible de la del lenguaje mismo, en el cual todas las palabras ‘abstractas’ son obtenidas por algún abuso o algún traspaso de significación, seguido de un olvido del sentido primitivo. El poeta que multiplica las figuras no hace pues más que reencontrar en sí mismo el lenguaje en estado naciente.” [6]
Entonces: en los albores del lenguaje, era la poesía. Nótese cómo el concepto de poesía que analizamos más arriba en relación a los versos de Eliot es en realidad la inversión exacta de esta tesis. Según aquel concepto, en el principio son los lenguajes, y luego surge la poesía a partir de su combinación creativa. Incluso en contra de su programa de una poesía pura, este concepto órfico y primitivista de poesía que hallamos en Valéry, pone nuevamente en relación al lenguaje poético con el mundo, al quehacer del poeta con las palabras con lo innominado, rescatando el aspecto semántico del lenguaje que la poesía de Mallarmé relegaba. Para Valéry, el poeta antes que un artesano es un creador. Su material es el lenguaje; pero no en tanto reserva disponible de variedades dialectales, sino en tanto función vital humana de comprensión y organización del mundo.
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Este último concepto de poesía le queda grande a un vanguardismo que se maneja con consignas estrechas y artificios calculados, que tiene por objetivo la novedad de los productos artísticos y no la reactivación de los fundamentos primitivos del lenguaje en tanto función humana. Arduo de graficar y posiblemente inutilizable como instrumento crítico o compositivo, este concepto es, a mi juicio, el único que hoy en día, en lo que atañe a poesía, puede justificar la idea de una “alta literatura”.
Hace más de cincuenta años, Theodor Adorno reivindicaba el arte oscuro y deshumanizado que practicaban las vanguardias de su época en contra de la pretensión moralizante y el mensaje fácil del realismo marxista y la literatura existencialista. Con esto, lo que reclamaba Adorno del arte eran obras menos obvias desde el punto de vista del sentido, obras que se expresasen negativamente, a través de mediaciones y de lo que podríamos llamar una mímesis estructural de la realidad en lugar de su representación directa. La suya era una buena causa. Sin embargo, tal vez lo que corresponda reclamar hoy en día al arte sea una menor obviedad, esta vez, en sus intenciones y artificios. El supuesto vanguardista de que el objeto del trabajo compositivo del artista es sólo la forma, quedando el sentido y el contenido afuera de la obra de arte y a merced exclusiva de los críticos, demanda con urgencia ser revisado. Este vaciamiento de sentido de la obra de arte y su puesta a resguardo en un discurso crítico externo transforma a la obra de arte en un mero gesto, en un signo a ser descifrado, y con ello termina jugando en contra incluso del espíritu mismo del vanguardismo, de aquel propósito original de hacer de la obra de arte una cosa autónoma, una cosa real y no ya un mero medio de expresión subjetiva o de transmisión de un sentido.
Esta crítica a la lógica de las vanguardias artísticas y el cambio del valor del concepto de alta literatura, no deben ser entendidos, sin embargo, como una novedad propuesta gratuitamente, como el producto de una afición historicista de diferenciar épocas y vaticinar lo que viene o de deducir la figura del arte que corresponde a la actualidad. Estas consideraciones tienen sentido solamente sobre la base de una experiencia negativa de la producción artística actual. Es una interpretación, una modelización teórica de lo que en realidad es un malestar en el arte que, según creo yo, no es sólo el de quienes participamos de Hablar de poesía.
- Podría haber elegido a Rimbaud como el inaugurador de este estilo literario que estamos analizando. No procedí de esta manera porque sus poemas escatológicos, antes que el escándalo, suscitaron en su época la condescendencia de sus lectores (entre ellos, los más destacados poetas de aquel entonces: Valéry, Mallarmé y Verlaine), quienes prefirieron poner su atención en otro tipo de composiciones del joven poeta, principalmente en Las iluminaciones. Es comprensible esta reacción: en el caso de Rimbaud, aquellos poemas eran realmente los chistes procaces de un adolescente, y así fueron considerados por sus contemporáneos.>>
- Para algunos representantes de esta tradición literaria de la transgresión, la situación paradójica de buscar expresar la máxima autenticidad a través de la máxima artificialidad no es tanto un problema inadvertido de su escritura sino más bien una premisa asumida a conciencia. La artificialidad de la escritura sería la consecuencia inevitable de una situación histórica determinada: la muerte del autor, el fin de la lírica, la revelación de que el “yo” no es más que un mero efecto de superficie de procesos de opresión sociopolíticos… y cosas semejantes. Si la lírica es imposible, el único gesto humano por medio del cual el poeta puede expresar su subjetividad sería hacerse el payaso: expresar la imposibilidad de la lírica a través de su propia impotencia personal, a través de un ejercicio lúdico y cínico de la escritura. De esta manera, el poeta se humanizaría, se congraciaría con sus semejantes y lograría expresar su desgarramiento subterráneo al mostrarse partícipe de una vacuidad general.>>
- Little Gidding, parte V. Tanto el subrayado como la traducción son míos.>>
- “Porque lo terrible: / es que culo y ojete son sinónimos. / ¡Oprobio! // Sentate. / ‘¡sobre tu ano de perlas!’”. Hay versos de Lamborghini que parecen salidos de un personaje de la Naranja Mecánica. En la novela de Anthony Burgess, Alex DeLarge tiene 14 años.>>
- Paul Valéry, “Yo le decía, a veces, a Stéphane Mallarmé…”, en Política del espíritu, Losada, Buenos Aires, 1996, p. 138.>>
- Paul Valéry, “Sobre la enseñanza de la poética en el colegio de Francia”, en Introducción a la poética, Alción Editora, 2011, pp. 17-18.>>