Lectura parcial de Luis Cernuda

Luis O. Tedesco

“La oscuridad temblando» -escribe Cernuda. Es un verso de sus poemas iniciales. Es un paisaje, es el registro de la sensación que provoca ese paisaje, y también el concepto que atraviesa la abstracción de su enunciado. Como tal, tiene la inquietante apariencia de lo no reconocible como naturaleza previa a la determinación de la mirada. En la privacidad de la sensación, este paisaje asume lo conceptual de su desamparo. No es la oscuridad de tu cuarto, la oscuridad de un callejón suburbano o la magna oscuridad de los campos. Es lo eterno de la oscuridad en su modo esencial de ser, que el verbo adjetiva como conjugación abstracta del paisaje.

Luis Cernuda es un aristócrata sin lugar nativo, sin posesiones, perdido en la heredad trascendental grecolatina, entre mármoles agrietados que extrañan el esplendor armónico, aquella plenitud de los sentidos. «Y el tiempo mira un cuerpo que se sueña / En el cristal, fingido irreparable», escribe. Aquí también lo cercano se transfigura en vertiginoso acontecer de realidad modelada por la incrustación del concepto. El tiempo, sujeto de lo eterno, mira. El cuerpo mirado, sueña. Esta doble acción deparará en el cristal la simultaneidad, es decir, la convergencia del ordenador metafísico en la secuencia de la doble imagen corporal: el cuerpo que es, y el que fingido se representa como voluntad soñada. Todo tambalea ante la duración que mira, ante la invisible materialidad de lo no determinable, ante el testigo sin rostro de lo nimio de nuestra contingencia. Ya desde sus primeros libros Cernuda entrevió la amenazadora presencia de lo vasto, de lo permanente como tormenta disgregadora de cada fugaz encuentro con lo radiante, con lo perecedero que llama desde su reposo en el mármol absoluto.

Se ha dicho que «el tema unificante, lo que da forma sustancial a la poesía de Luis Cernuda, es su sed de eternidad» (Philip W. Silver, 1995). Desde el Dios amante de los místicos hasta el «ángel terrible» de Rilke, en las travesías alucinadas de Henri Michaux, y también en Cernuda, el paraje eterno ofrece un oculto desvarío, un caos indescifrable, como si en su recinto se alojara la enigmática violencia de un orden caprichosamente esquivo a cualquier voluntad de goce, de penetración dominadora. Amar lo eterno es monstruoso, es alojar la pequeña embriaguez del gesto condenado a la caducidad en la fricción continua del infinito sobrealimentado de duración autosuficiente.

Sensualidad e introspección, la materia desaparecida de la belleza, el deseo raspando movimientos sombríos de atletas detenidos en la piedra trascendente… El sostenido andar conceptual de los versos de Cernuda rara vez accede a la expansión inmediata, lujuriosa, ni atiende al detalle entrañable de la avidez instintiva, rara vez lo urgente del deseo se deshace del modelo grecolatino de perfección estética. Su deseo es obediente del paradigma preestablecido de anegamiento emocional, y cualquier aparición encarnada sólo resulta deseable si previamente ha logrado atravesar la censura que impone el refinamiento espiritual de la tradición elegida. En este sentido, es posible afirmar que Cernuda domina conceptualmente la materia de su deseo, y que no se dejará arrastrar por la peligrosa tentación de lo desconocido. Esto significa que la transgresión cernudiana ha puesto un orden, una adjetivación subordinada al arquetipo, el reglamento de la perfección eterna sobre la inmediatez vulgar, vulneradora, cruel, agónica, jadeante, compulsiva, del cuerpo que desea.

Un color fúnebre acompaña frecuentemente el escenario metafísico de la fusión imposible:
 

Gritemos sólo,
Gritemos a un ala enteramente,
Para hundir tantos cielos,
Tocando entonces soledades, con mano disecada.                                       
                                  
(¿Son todos felices?, 1929)
 

La devoción aristocrática por el «adolescente rumoroso» ha sometido al eros dionisíaco, ha puesto cerrojos al rizoma selvático donde el cuerpo podría hallar olvido en el frenesí redentor de su imperfección desatinada. Los «placeres prohibidos» convocados en el poema están signados por la represión, por las «torres de espanto», por las «corazas infranqueables» y la «hiel descolorida» que deforma los cuerpos. En realidad, los dos absolutos del trascendentalismo nietzscheano -Apolo y Dionisos— son barridos por la supremacía infecciosa del tiempo.
 

No creas nunca, no creas sino en la muerte
        de todo;
Contempla bien ese tronco que muere,
Hecho el cuerpo más muerto
Como tus ojos, como tus deseos, como tu
       amor;
Ruina y miseria que un día se anegan en
      inmenso olvido,
Dejando, burla suprema, una fecha vacía,
Huella inútil que la luz deserta.
                         (Donde habite el olvido, 1933)
 

La fusión cernudiana es siempre estremecedora: su indagación destruye cada remanso visionario, cada posibilidad de encuentro con la eternidad deseada. Las esencias, los arquetipos, los dioses cognoscibles, aquellos fragmentos de realidad divinizados por el estupor olímpico del procesador poético son arrasados por este mismo procesador que, en el incremento de su epifanía, se desliga de su necesidad de orden y niega la ilusión constructiva de la revelación. En el último poema en prosa de la primera edición de Ocnos, escribe: «desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Pero terminó la niñez y caí en el mundo. Las gentes morían en torno mío y las casas se arruinaban. Todo desaparecía, poniendo en mi soledad el sentimiento amargo de lo efímero. Yo sólo parecía duradero entre la fuga de las cosas. Y entonces, fija y cruel, surgió en mí la idea de mi propia desaparición, de cómo también yo me partiría un día de mí. ¡Dios!, exclamé entonces, dame la eternidad. Dios era ya para mí el amor no conseguido en este mundo, el amor nunca roto, triunfante sobre la astucia bicorne del tiempo y de la muerte. Y amé a Dios como el amigo incomparable y perfecto. Fue un sueño más, porque Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pasar. Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida. Me lo dijo la conciencia, que un día ha de perderse en la vastedad del no ser. Y si Dios no existe, ¿cómo puedo existir yo? Yo no existo ni aun ahora, que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia».

Cernuda no es un agnóstico, ni un ateo convencido del progreso continuo del acontecer humano. El paisaje de hojas caídas, pájaros muertos, conciencias perdidas en la vastedad del no ser y sombras que se arrastran entre el delirio de sombras expresa la congoja que produce, más que la inexistencia de Dios, su alejamiento de la escena, su desaparición, o, como diría Nietzsche, su muerte, su actividad de Dios muerto, es decir, el reguero putrefacto de lo sacro y el hedor que derrama el cadáver de la eternidad muerta. Y de aquí lo más consistente de la indagación cernudiana: la tristeza subjetiva convertida en desolación cósmica, la interior desesperanza perdida en el mar inhóspito de la catástrofe histórica. Deseo y realidad, exhalación interior y consistencia de lo dado pertenecen, ya convertidos en poesía, al arabesco invisible de las formas desasidas de pregnancia libidinal. «Por eso vive en mí este afán que no pasa, / Aunque pasó mi forma, aunque mi sombra soy», dice la Quimera.

El adolescente rubio de mirada radiante -imagen recurrente de esta poesía-, no corresponde a este o aquel cuerpo real que, entre otros cuerpos reales, sobresale por el embrujo de su particularidad sensible a la particularidad que lo desea. La consumación erótica es un anegamiento de fantasmas, una construcción simbólica del no-lugar del encuentro místico. Entre la realidad y el deseo está el muro, el simultáneo acontecer del arquetipo en el gesto conturbado, la tiranía del modelo exponiendo la magnitud de su armonía prescindente, el proceloso espejo de la interpretación represiva. «Un deseo inmenso», -escribe- / «Afán de una verdad, / Bate contra los muros, / Bate contra la carne / Como un mar entre hierros».

El Edén, ese jardín paradisíaco entrevisto por Cernuda en la infancia y al que recurrentemente dice querer retornar, impone a la urgencia instintiva el rigor de su coreografía: intemporalidad, inocencia, sentimiento de unidad con el mundo. Se impone además apelando a la autoridad expresiva que, junto con Shakespeare y los metafísicos ingleses del siglo XVIII, más influyó en su pensamiento. Me refiero a Hölderlin, de quien elijo esta cita de su Hyperión, libro extraordinariamente decisivo en la formación espiritual de Cernuda: «Ser uno con todo lo que vive, volver en bienaventurado olvido de sí mismo al Todo de la Naturaleza, tal es la cumbre de pensamientos y alegrías, tal es la cima de la montaña sagrada, el lugar del eterno descanso, donde el mediodía pierde su calor opresivo y el trueno es voz y el mar hirviente es como el ondulante campo de mies».

Cernuda «rechaza la idea cristiana del intangible Amor Divino (el exangüe Dios cristiano, escribe), prefiriendo otro que pueda imaginarse en términos directos y sensuales» (Philip W. Silver, op. cit.). No obstante, en su poesía, la escena amatoria ideal, al condenar el recorrido del deseo como estallido de purificación imperfecta, excluye las metamorfosis del inconsciente, el alud arcaico que en la fiesta de su consumación destruye el diseño coreográfico de la sublimación estética. «El invisible muro», escribe, «/ Entre los brazos todos, / Entre los cuerpos todos, / (…) // «No hay besos, sino losas / Tantas veces medidas por el paso / Febril del prisionero». Este prisionero del absoluto que es Luis Cernuda anega su dolor en una catarsis lingüística conmovedora, poderosamente lúcida, estremecedoramente amarga, que excede el marco habitual de la creencia o la elección intelectual. Su desesperanza está enraizada en la disposición aristocrática de su espíritu: el dandysmo, la pulcritud expresiva, la mesura clásica de su exasperación, el extremado recato impuesto a la significancia del detalle realista en la consumación del amor, y, fundamentalmente, la tensión conceptual de su estilo, que inhibe cualquier posibilidad de desvío o fascinación ante las minucias domésticas de los secretos de alcoba, junto a la necesidad estética de instalar sus sensaciones como incrustaciones prisioneras del perdido despliegue civilizador grecolatino, hacen al refinamiento espiritual exigido aun como estilización de la desgracia. Las turbulencias de la sociedad de masas, los brotes canallas de la belleza marginal y el resentimiento vengativo del cuerpo joven agazapado en el amontonamiento industrial que tanto fascinaron a Pasolini, están ausentes en el arte de Luis Cernuda. El desorden de las calles, el vértigo imprevisible de la multitud, ese rumor oscuro y estridente de la ciudad contemporánea apenas si congregan en su poesía unas pocas -y no siempre felices- imágenes acerca de la promiscuidad de las familias y el amor heterosexual. Su paisaje está amarrado a la experiencia infantil del benévolo mundo natural, y la idealización reflexiva de sus versos es un intento desesperado por mantener viva la forma primordial, aquel mínimo absoluto entrevisto en su edénica infancia, amenazado por la Caída en la fatalidad del Tiempo, esa duración de la vida donde se extingue poco a poco la llama inicial pensada como fatal desolación de la pureza.

En todo poeta, y mucho más en un gran poeta, irrumpe la variedad ingobernable de la tradición, tantas veces denigrada a museo de quietas rarezas olvidadas. Sobre la página en blanco, la tinta que marca la ruptura con la expansión del silencio puede tener la fatuidad autosuficiente del operador cultural seducido por las estratagemas del poder. Por suerte, hay otra tinta, híbrida, indecisa, jodedora, un organismo significante de naturaleza aluvional sacudido por rachas de insomnio subjetivo. Estoy hablando del detonador inconsciente de la imagen, fantasma psíquico habitado por la multitud de apariciones textuales discordantes que componen la tradición leída. El inconsciente textual de Luis Cernuda convoca sobre su escritura el tatuaje de voces móviles en un mestizaje lírico de insólitas armonías disonantes: Becquer, John Donne y los metafísicos ingleses, Hölderlin, Rilke, el Siglo de Oro español, Horacio y la bella e inquietante quietud grecolatina. Bienhechoras, represivas, cada una portadora, a su vez, de redes misteriosas de anclajes y desvaríos, es posible pensar que el detonador inconsciente de la imagen cernudiana contiene toda la literatura registrable en el momento de su escritura. Lo propio del poeta, eso que suele llamarse su originalidad, habría que buscarlo en las propiedades de la mezcla, en la embriaguez mestiza de la voz acumulada. Finalmente, podríamos concedernos la puerilidad de llamar espíritu al murmurante masticador invisible de la duración. De esto nos habla Cernuda, de lo que tiene en la cabeza cuando su mirada se extiende sobre la playa edénica buscando al efebo rubio de perfección abstracta, inanimada.