Con Virgilio

Andrea Zanzotto
(Traducción de Ricardo H. Herrera) 
 

En Virgilio quizás se percibe por primera vez en la historia la plena sensación de la poesía como acontecimiento ya «maduro», especialmente en la Eneida, en la cual predomina una luz densa de duda, cargada de penumbras, nunca triunfal. En la Eneida se está en el polo opuesto del poema-libro fundamento de una civilización, libro escrito por dioses que lo dictaban personalmente a profetas, o libro como caracol marino en el cual se alberga el eco inmenso de la vitalidad naciente de un pueblo. Epifanías literarias de este tipo pueden verificarse incluso en épocas posteriores a Virgilio, pero ello acontece como en «mundos paralelos», o en el provisorio olvido de ese relámpago de autoconciencia en el cual se revela verdaderamente «nuestro» mundo, ese Occidente del cual ya Haecker atribuía la paternidad a Virgilio. Existe por lo tanto en Virgilio la conciencia del epos imposible (que cae sobre él y, «obviamente», está destinado a las llamas). Virgilio ha recalado allí pasando a través de las tortuosidades y las descompensaciones del yo lírico, pasando a través del sentimiento de culpa frente a la idea misma de poder, que es siempre «incontestable» (ruborizarse y sangrar por el estómago mientras se está a la mesa del tremendo, inteligente y «buen» Augusto), pasando a través de la confrontación con un espacio que debería ser verdaderamente cósmico —vale decir: de la recomposición universal— cuando no es más que el del insoportable y siempre creciente desorden.

La búsqueda poética de Virgilio, si bien asistida por dones únicos, aparece sobre todo como una continua y disimulada pregunta hecha a la nada, hecha al sinsentido, para que éste se transforme en sentido, en respuesta. En esa humilde tenacidad toma distancia de las posiciones también altísimas alcanzadas por Lucrecio, aunque no llega nunca a un verdadero compromiso con la muerte, disposición que lo conduce al colapso en la angustia. La poesía virgiliana tiene siempre, sin embargo, una vago tono de plegaria sesgada, que se implora a sí misma y va tras las huellas (trazando-huellas) de la propia inseguridad, inestabilidad, fogosidad, excluida de toda posible conveniencia entre una realidad donde dominan las armas, o partes entre fuerzas, o entidades que hacen poco caso del hombre, aun cuando un centelleo como de luces lejanas, y no obstante locamente proyectadas sobre algún aspecto del mundo que es nuestro, da apoyo a una línea de vaga ternura e incluso de espera, en ciertos momentos.

En todo caso, leyendo a Virgilio se tiene la sensación constante de que el labor del cual nace el opus (siempre de improbable liberación de algún Infierno) poco tiene que ver con el sosegado labor limae, con sus plácidas sorpresas de descubrimiento: más bien, se nos aparece como un obstinado ascenso en el interior de las posibilidades del lenguaje (como lo vio Dante), y, aun cuando parece alejarse «horizontalmente» en la ebriedad de una circunnavegación de lo vivible, se tiene la sensación de una compulsiva —aunque siempre brillante— verificación de la impotencia, que sin embargo nunca cesa de negarse a sí misma.

En este hecho radica la poesía, escasa e incierta recompensa al silencio de los dioses, al estrépito de las cosas (aunque lloren, a veces, junto con el hombre), al estridor de las armas, en la cual parece no cesar de combatir una singular armada, que acaso obtiene sus singulares victorias en otro sitio.

Virgilio se nos muestra por ende, hoy más que nunca, como «honor y luz de los demás poetas» por haber dejado entrever el accidentadísimo camino de la búsqueda poética, por él rebajada al nivel de la imitación, al menos en los títulos, en los títulos de todas sus obras, entendida como la conquista de una autonomía: que al fin es resarcimiento, retorno simbólico a una Heimat, a una primera patria histórica psíquica y cultural, sede de todo afecto fundante de la vida. Permanece siempre en el horizonte de Virgilio la finca rústica e incluso el huerto, bien distintos de los paraísos ligados más netamente a la faz religiosa del hecho poético; ese huerto es constreñido a alcanzar la forma de una Urbe-Orbe, acurrucada, y posiblemente aquietada entre muros y terrenos adyacentes, destinado a disgregarse y a unirse con la fisicidad maravillosa y terrible de lo inexplorado sin límites, preocupante porque omnipresente. Y el retorno a la Heimat ya en Virgilio no es más que el recorrido del dibujo poético, de este decir que alcanza al fin él mismo el valor de un «lugar», revelándose como el lugar por excelencia. Las Geórgicas, en su prodigiosa violencia alucinatoria que liga los mínimos datos de la cotidianidad y las abstracciones de la técnica al halo infinito de la totalidad inscribiéndolas dentro de lo que se podría definir una «espiral pedagógica», se presentan como la más alta declaración de poética de todos los tiempos expresada necesariamente en poesía, que culmina en la elaboración de un mito definitorio de la poesía. Este mito va de la huerta y del hacer humano (hacer agrícola-técnico inmerso en los ritmos del retorno, y no obstante siempre abierto a la experiencia) hasta la parábola en la cual Aristeo, Proteo, Orfeo, Eurídice, se encuentran para «contarnos» los porqués absolutos de la poesía, los cómos absolutos de su nacimiento, los dóndes que otorgan consistencia a la textualidad, incluso en los aspectos que la ligan a los despojos, a la putrefacción, a la nada.

Éstas y otras claves individualizadas por Virgilio de una vez para siempre no han sido nunca olvidadas del todo a través de los siglos. Es inútil formularse la pregunta por su fortuna actual, sobre la así llamada actualidad de Virgilio. Ella es tal que, por ejemplo, Virgilio parece ayudarnos a entender al admirable cronista de su posible muerte, Hermann Broch, quizá más de lo que el propio Broch nos ayuda a comprender a Virgilio. Al fin de cuentas, veinte siglos no son un gran período de tiempo dentro del aura virgiliana en la cual se abren de par en par los «magnos años» felices, años formados por siglos y no por días, según la sugerencia estoica y mistérica.

Es hermoso, finalmente, pensar en el hecho de que el gran poeta comenzó escribiendo églogas. El canto amebeo, ese concierto en el cual dos o más voces convergen, disintiendo y confirmándose alternadamente en pos de un único «entusiasmo», nos hace confiar en una originaria forma de comunión, en una especie de tejido social que trasciende el modelo griego, que se funda en la realidad histórica de la granja.

Del lugar amenazado, casi una piel de zapa, de la égloga virgiliana, ha podido desarrollarse en el tiempo el espacio casi sagrado de una Arcadia entendida en el más alto sentido, como comunidad utópica. En ella, todo aquél que intente la poesía se siente invitado a entrar (acaso para destruir), con conciencia de los bien conocidos riesgos de degeneración que comporta esa modalidad de búsqueda, pero con la certidumbre de que vale la pena comprender las razones, gracias a ese honor y luz que Virgilio le ha concedido también a ellas: razones que simplemente se remiten a las razones perennes de la poesía.