Abolición del limbo

Beatriz Vignoli
(Sergio Raimondi:
Poesía civil – Vox, Bahía Blanca)

 

¿Qué es Poesía civil? ¿Un novedoso experimento en poesía épica? ¿Poesía «informativa», poesía de tesis, poesía-ensayo, poesía como ficción de ensayo?

La obra poética de Sergio Raimondi (Bahía Blanca, 1968, licenciado en Letras en la UNS, traductor de Catulo y de William Carlos Williams, empleado como cronista de relatos orales en el Museo del Puerto Ingeniero White) es, sin duda, la más original de Argentina en este momento. Debe su originalidad a la consistencia y a la insistencia de su planteo subyacente, motivado por un genuino asombro ante las incongruencias entre el mapa y el territorio. Máquina crítica sobreproductiva, su poesía también explora el reverso de tales distopías topológicas: «ve» no sólo las divergencias, sino las coincidencias sospechosas, invisibles, entre lo real y su representación.

A Raimondi le da la lucidez crítica para analizar, hasta en sus detalles menos perceptibles, las redes micropolíticas del conflicto entre patrones y obreros en el marco de una infraestructura industrial; y las analiza, en poemas como «Extraños ruidos en la tolva», poema ante el cual cabe preguntarse si ese fierro que echa el obrero adentro de su carga no es acaso metáfora involuntaria de un libro de poesía demasiado controlado, demasiado árido, que parece a punto de romperse el espinazo porque porta en sus versos los materiales duros obtenidos de una investigación financiada por el Estado, materiales menos adecuados al género poético que al del ensayo político.

Pero la lucidez crítica tiene sus límites. Uno es evidente: el género. Tanta argumentación ensayística vertida en la forma del verso lleva a preguntarse cuál límite correr de lugar: si el de la esfera de la autonomía de lo poético, o el de la verdad de los argumentos del autor. En un error de juicio parecido al que cometieron los nazis cuando juzgaron al expresionismo como «arte degenerado», Raimondi lee la forma como contenido y viceversa, señalándole al escritor anarquista Alberto Ghiraldo, con quien entabla una notable polémica ficticia, que «la legendaria disputa entre organización o no/ del movimiento es también cuestión del poema».

En Rosario existe una biblioteca anarquista que lleva el ilustre nombre de Ghiraldo; allí se puede consultar un libro de autor ignoto que intenta una demostración racional de la inexistencia de Dios. Gracias a su discreto kitsch, que remite a los aspectos pseudocientíficos y retrofuturistas avant la lettre del universo de Arlt, Poesía civil evoca un poco el género bizarro de aquellos opúsculos de la prosa de combate. Su propósito crítico explícito es desmantelar el «liberalismo como monstruoso aparato parlante»… y, de paso, la lírica romántica. Sus objetos de parricidio elegido son Rubén Darío y Domingo Sarmiento. La elocuencia de la prosa sarmientina se elogia como causa de sus convicciones, y no al revés: «nadie percutió la frase hasta ese punto, períodos/ separados por comas tan parecidas a gatillos/ y por eso nadie, hay que decirlo, confió tanto/ en la tinta que cae y se desliza espesa sobre el papel.»

Pragmatismo, sí, pero en el sentido jamesiano del término. Así como -si hemos de creerle a Marx- el precio se hace fetiche en la mercancía, el discurso del poder -si hemos de suspender la incredulidad ante estos argumentos en verso de Raimondi- se reifíca cuando se monta sobre una cierta fe atávica en la magia de la palabra; fe que equipara a ésta a la violencia, y que es compartida por los dominados y los dominadores. En un poema alusivo al incendio de la casilla de un guardabarreras y que contiene, además de una instancia de adjetivación borgeanísima, la denuncia de asesinato más escueta que la poesía haya formulado jamás («Luego encontraron entre las insistentes paredes/ pedazos de vidrio y un hombre asado») Raimondi transcribe un cartel ferroviario («Es prohibido/ transitar por las vías») y comenta con sarcasmo: «Los ingleses/ armaron sus frases desde los cimientos». Me reservo el derecho de sospechar que el «verbo» del título («El verbo inglés ante la acción del fuego») se refiere a algo más que a un típico error gramatical en el castellano de los colonos británicos.

Géneros y materiales caros a Raimondi, el documentalismo, el documental, el documento, lo mismo que el nombre propio y que toda escritura, estampa, sello, letra o inscripción en última instancia, parecen representar aquí la verdad objetiva de la materialidad histórica con ese grado de fidelidad «término a término» que Walter Benjamin consideraba propia de la traducción literal. En las dos secciones iniciales del libro («De la lengua y el arte como capital»; «La vianda bajo la lupa»), la poesía redefine sus temas y sus mediaciones según la teoría crítica del materialismo histórico elaborada por la escuela de Frankfurt. Como en la ciencia, el poeta delimita su objeto de estudio: éste es toda materia producida socialmente y desidealizada. La facultad en juego es el intelecto, no la emoción. Esta última, en el poema «Poética y revolución industrial», es comparada metafóricamente con el vapor de una máquina de vapor. Abriendo un passage benjaminiano entre Wordsworth y Watt, la metáfora adquiere el grado de verdad de una hipótesis, la cual (no obstante estar implícita ya en la etimología del término «expresión») resulta sorprendente y provoca emoción… estética.

Otros pasajes de estas primeras secciones -aparte de su densidad informativa, que apela a la razón- son interpretables metafóricamente como arte poética si se los lee en un estado de atención flotante. «La participación de Dow con el 28%/ en el paquete accionario del proyecto Mega/ (dominado por YPF, 38%, y Petrobras, 34%)/ se debe a que la materia prima básica de PBB (Petroquímica Bahía Blanca) es el etano,/ el cual ingresa a los hornos de 800%C/ para la rotura de sus moléculas según un proceso denominado «craqueo» que permite la transformación/ del etano original en un etileno que adquiere/ con cada nuevo paso una pureza más específica». («Proyecto Mega»).

Tal insistencia en la precisión del dato, del nombre, del número exacto, ¿se agota en la función didáctico-política del poema, o hay algún resto real? ¿Es sólo para transmitir al lector un conocimiento más profundo de la realidad tecnoeconómica nacional que los poemas abundan en tales precisiones, o se juega además aquí algo del orden de la alquimia del verbo, algo del orden del poder de la representación?

Cito a la escuela de Frankfurt:
 

«Justamente, la renuncia a la acción externa, con la que el arte se separa de la simpatía mágica, conserva con mayor profundidad la herencia de la magia. La obra de arte coloca la pura imagen en contraste con la realidad física, cuya imagen retorna, custodiando sus elementos». [1]
 

«Custodia» (me atengo a la versión de H. A. Murena) implica peligro. En un pasaje anterior de la citada Dialéctica del Iluminismo, sugieren Horkheimer y Adorno que la verdadera tentación, el verdadero abismo que teme el mandamiento judío donde se prohíbe la representación fiel de los seres vivos de la realidad, no es la idolatría, sino la magia. Una vez llevada la representación a un grado extremo de fidelidad, toda acción sobre ella podría obrar en efigie sobre lo real. Releyendo el capítulo sobre la función mágica del estilo naturalista paleolítico en la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser, concluyo que cuanto más semejante fuera la imagen de lo real, más eficaz resultaría en caso de servir a la magia homeopática.

Lo interdicto, entonces, debe pasar a ser la acción, y, con ella, la instigación a la acción, que muchas veces no es sino un efecto perlocutorio indeseado de la expresión de las emociones objetales. Es ante todo mediante la asepsia que la cirugía moderna consigue diferenciarse del crimen sacrificial. Al igual que Leonardo da Vinci al redactar la lista de compras de los elementos necesarios para el funeral de su madre (lista cuya misma precisión, según Freud, sería el único indicador del intenso afecto filial del artista), Raimondi parece entender que es preciso vaciar el documento de pasiones para aplacar los fantasmas de lo inscripto en los nombres propios que contiene.

¿Poesía-ensayo, entonces, o el pensamiento como espectáculo? Lo que machaca en el verso, lo que las redes del texto traen a la superficie, no son los sentimientos sino los pensamientos, que van y vienen entre la imagen de lo real y algún marco teórico, algún dato, algún discurso, hasta poder tramarle a lo real un sentido político que es fruto del poema. Éste logra una síntesis intelectual, que es provisoria, como la de la ciencia, aunque deliberadamente bella. El método no es científico, es poético. La autonomía se conserva. En suma, el procedimiento es casi el mismo de cualquier otra buena poesía. Lo único que difieren son los materiales.

Por eso no se justifica la militancia beligerante del discurso antilírico de esta obra. Comparar a Ezequiel Martínez Estrada con una comadreja o una rata, tarea a la que Raimondi dedica un poema completo, es una pérdida de tiempo. Como también lo es el consagrar poemas y poemas a la celebración, si se la puede llamar de ese modo, de la imposibilidad de hacer poesía como antes (¿de qué?). Su envidia del gasista no es graciosa, y produce un humillante ejercicio de modestia («El plomero visita la casa del poeta órfico y le da una lección») cuya lectura podría habérsenos ahorrado.

Para el realismo, según Juan José Saer, el hombre se reduce a su historicidad. Aplicando a este libro similar método crítico al que su autor parece aplicar a la realidad y demás mediaciones, tomo como marco teórico el análisis gramsciano que hace Nicos Poulantzas del rol de la pequeña burguesía en la Alemania nazi (Fascismo y dictadura, 1970) y, usando el término «ideología» en el sentido de falsa conciencia, me permito aventurar una hipótesis: la ideología que atraviesa al yo lírico a cargo de muchos de estos poemas (por ejemplo, la de un poema significativamente titulado «Literatura y aduana»), es la de la nueva pequeña burguesía (NPB) de asalariados no productivos, cuya principal, si no única misión en este planeta, es regular la actividad productiva, más o menos anárquica, de los cuentapropistas que forman la pequeña burguesía tradicional (PBT). Sostiene Poulantzas que bajo ciertas condiciones históricas y económicas (y simbólicas) de modernización, la clase media «bascula», identificándose ya con la burguesía, ya con el proletariado. La experiencia personal de esta reseñadora indica que, en las ciudades chicas argentinas (sobre todo en aquellas muy influidas por el peronismo), los funcionarios públicos se consideran «laburantes» y «aburguesan» (o «lumpenizan») a los microemprendedores, entre los que se cuentan los poetas líricos. Siguiendo este drástico reduccionismo operativo hasta sus últimas consecuencias y aun a riesgo de caer en el argumentum ad hominem, sugiero que buena parte de Poesía civil no sería sino una expresión más de la contradicción secundaria entre sectores de la clase media, conflicto que, dicho sea de paso, se exacerbó durante la convertibilidad hasta su violenta crisis en 2001 (compárese Kristalnacht con el corralito).

Si esto no fuera poesía sino liso y llano ensayo, podría reprochársele al pensamiento que expresa -suponiendo que se trate de un pensamiento con algún momento de verdad y no de la mimesis puramente estética de un pensamiento- el quedar entrampado en sus propias contradicciones, que en los peores momentos del libro hacen de esta poesía un intento de ley normativa, una especie de tratado de aduanas. Y al igual que la producción teórica de mucho intelectual argentino fallecido en circunstancias que todavía debieran aclararse, se trata de una aduana especialmente soviética, fanáticamente progresista, alerta en la persecución y detención de instancias de oscurantismo reaccionario bajo el disfraz inocente de la lírica: triste función policial de la poesía como detector de metales.

Yo no sé si el yo poético de Raimondi en tanto sujeto crítico accederá a la superación hegeliana del burocratismo más o menos inconsciente que le supongo (burocratismo para el que la «obsesividad» es un rasgo deseable), o si se le puede exigir tanto a una pobre alma bella que ya nos ha confesado su incapacidad de lidiar con una hornalla. Haciendo uso de un argumento de Schegel, representante de ese mismo romanticismo que Poesía civil pretende demoler, románticamente argumento que al autodetestante yo lírico de Raimondi le es posible la superación irónica del rol de comisario, y más aún, la superación irónica de la misma ironía.

En algo de eso andaría Raimondi cuando escribió la que no sólo a mi juicio es la mejor sección del libro, una titulada «Los artesanos» (y aquí muestro la hilacha de mi propia fascinación pequeñoburguesa con los temas preindustriales), donde poemas como «Jgrr, jgrr, jgrr», u «Oración pesquera con digresión» remiten a lo mejorcito de sus contemporáneos. Pienso en El faro de Guereño de Daniel García Helder, o en 40 Watts, de Oscar Taborda, libro de prosa en verso de 1992 que acusa una clara influencia del tratamiento de la temática isleña en la narrativa de Saer. Toda una vocación épica frente a lo regional, presente como estaba ya en el Monsieur Jaquin de José Pedroni (autor «ninguneado» en la UNR, pese a que tuvo una influencia decisiva en Saer), se constituyó en ideal estético para esta segunda generación objetivista: la de Helder, Taborda, Osvaldo Aguirre, Edgardo Dobry, Martín Prieto, Graciela Saccone et alt. por nombrar sólo a los rosarinos, si no la lista sería demasiado larga. Reemplácese el Paraná por el Atlántico y… voilá! he ahí una culminación feliz de tal ideal en el poema burocráticamente titulado «Lo que dejó de ser con la resolución del Servicio Nacional de Sanidad Animal (SENASA) del 4 de abril de 1997 concerniente a la prohibición de realizar el pelado de camarones en domicilios particulares». La impecable descripción minimalista de tan obsesiva actividad comienza en la mesa de la cocina, y termina en un nombre: «Norma Barassi que vuelve de la cocina/ del Comedor de Jubilados del Barrio Saladero». Ella era la peladora de camarones, y el poeta inscribe en el cuerpo del texto del poema la firma de esta maestra de un oficio obsoleto. ¿Ars poética?

Ernest Hemingway se jactaba, entre muchas otras cosas, de que leyendo atentamente ciertos pasajes de Islas en el golfo uno podía aprender a pescar, aunque Islas en el golfo no fuese un manual de pesca; de ese grado de nitidez es el conocimiento de Bahía Blanca que se obtiene leyendo Poesía civil.

Tanto en su contenido como en su cuidada forma, los poemas de este libro (a años luz del informal «contenidismo») son poesía de alta precisión. La conmovedora obediencia voluntaria del arte a la ley de lo existente: virtud del naturalismo, alcanza aquí algunas cumbres. En este sentido (el de la fidelidad naturalista) «La luna sabe con qué bueyes ara» es un poema que no tiene nada que envidiarle a las primeras páginas de El viejo y el mar. «No es ciego como se dice que es; en todo caso,/ tiene una hernia en un ojo y cataratas en el otro,/ pero el hábito de la memoria, a pesar del vino/ le permite revisar el orden último de su casa/ antes de la partida y antes del ladrido del perro/ que vendrá a recibirlo en unas cuadras; ya sabe/ dónde dejará el pantalón, la camisa, el pañuelo,/ los zapatos y el trofeo unánime que acaba de ganar.»

Estos poemas serían memorables si su andamiaje no fuese tan férreo, tan previsiblemente ortodoxo, tan calculado. «Tragos fuertes a las tres de la mañana,/ unas cuantas copas encima, boca mojada/ y fuga entre la espesura de mayo, fuga// como si eso fuera deseable, hacia la nada: amnesia, quejas entre los reflejos prestados/ del cielo, esas cosas. Se levanta y se mueve/ hacia la fronda: lo más delicado no se ve,/ persigue entre las sombras la sombra/ de quien canta por los siglos para todos./ Bueno, no para todos. El jardinero duerme.» ¿Cuántos de estos nueve versos de la glosa que hace Raimondi a la «Oda a un ruiseñor» podrían haber sido escritos por Bertolt Brecht?

Respuesta: los dos últimos. Porque los otros siete, estilísticamente hablando, se encuadran en la corriente noventista” de la poesía argentina: participan de ese mismo manierismo coloquialoide y cool, tan desmañado sólo en apariencia, y que daba por sentado un alto grado de compromiso estético con la perfección formal del texto. El tema del reviente, tan caro a mi generación («Tragos fuertes a las tres de la mañana», etc.); recursos como el encabalgamiento, la cesura, la parodia, la alusión, la cita; el uso descriptivo de la enumeración mediante la acumulación de frases nominales, rematada por algún modismo coloquial no callejero sino más bien áulico («…, esas cosas»); un característico tono de distanciamiento y fastidio, de la mano con un discurso sesgado, no enfático, que enuncia y acusa por implicancias, jamás directamente («fuga/ como si eso fuese deseable») se hallan también hojeando casi cualquiera de sus antologías. En las primeras dos secciones de este (¡¿primer?!) libro, Sergio Raimondi aprende la arquitectónica pulcritud que los mal llamados hijos del Proceso mamamos de Borges, sólo para invertirle el signo ideológico, o, por decirlo con una alegoría de fuente impertinentemente religiosa, vierte ideas añejadas en las barricadas del siglo veinte adentro de unos versos modelo dos mil. Toro viejo, servido en esos bien cosidos odres de anteayer: ¿a eso se reduce la novedad?

Desde su primera página Poesía civil, libro de lo concreto, interroga y cuestiona explícitamente la permanencia del género en la abstracción y la esfera de lo ideal, comparándolo luego con el Dios exiliado del mundo según la creencia gnóstica: «escrito está también/ que la poesía es infinita y divina,/ no hay tiempo preciso ni lugar», dice «Ante un ejemplar de Defense of poetry…». Atacar una defensa es resbaladizo. Al igual que en boca de Pilatos, la fórmula «escrito está» no parece admitir aquí un uso irónico pleno. La poesía-poesía es dura de matar. Pescador avezado, Raimondi parece registrar la vitalidad de esa agonía, y no por casualidad pone como «Coda», al final de esa larga lucha que es su libro, su poema «Puente negro», cuyo comienzo metaforiza algo del orden de la fe pragmática: «Hay que estar de buen humor para suponer/ que existe…».

Adorno nos avisó: siguiendo la dialéctica del iluminismo, el antirromanticismo del libro termina por sumar un capítulo más al mismo proyecto positivista que dice cuestionar. Una contradicción no totalmente formulada comienza a articularse desde las cenizas de la caseta del guardabarreras (o desde el catafalco de una lírica en estado de catalepsia): ¿Por qué los inquisidores quemaban a las brujas, si no creían en ellas? Pregunta que el adjetivo del título de este libro (¡arriesgándose a un retorno gótico desde las sombras!) sepulta sin rezos y a menos de un metro ochenta bajo tierra, pero que su arqueología forense no alcanza de lleno todavía, no atina aún a diseccionar. 

Beatriz Vignoli

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Max Horkheimer – Theodor W. Adorno: Dialéctica del iluminismo (versión castellana de H. A. Murena, Sur, Buenos Aires, p. 33). >>