Virgilio y Ovidio: identidad bivalente en el mito de los orígenes romanos de Occidente

Umberto Todini
(Traducción de Ricardo H. Herrera)
 

Desde el momento en que toda determinación de identidad es posible únicamente a partir de la memoria, la escritura debería considerarse como la práctica más habitual inherente a tal proceso continuo de identificación, y el conjunto de las escrituras históricas una suerte de «libro maestro», de registro de control de las identidades dadas y posibles.

Individuo, grupo, sociedad, resultan hasta tal punto asimilados en tal proceso de identificación -el más antiguo, el más caracterizador (también a nivel colectivo)- que hoy, quizás por agotamiento, se ha optado por avanzar de modo consciente hacia la exploración de territorios límites y hasta opuestos a los de las identidades históricas dadas. ¿Cómo interpretar el actual retorno al inconsciente si no como una tentativa de reconstruir, de-construyendo, un nuevo alfabeto de identificación que sea desmitificante, apto para consentir un retorno de lo reprimido?

Desde esta perspectiva, el uso tradicional de la escritura puede considerarse como terapia, como sistema de clasificación de las diferentes áreas de identificación «espontánea» del inconsciente. La poesía, la literatura, la historia, la ciencia, al proponerse como escrituras, representan una fase preliminar de la defensa contra el pánico del laberinto, ese sustancial e infantil sentimiento que, partiendo del laberinto del inconsciente, guía a la historia en la búsqueda de la identidad, inclusive mediante el conocimiento de las actuales formas de laberinto permanente.

Por lo demás, el análisis como técnica, volcado a permitir la afloración del inconsciente, no presenta objetivos muy distintos de esos que el originario impulso a la alfabetización alcanzaba al constituirse en sistema de «aseguradores» signos reconocibles sobre la naturaleza cognoscible de la identidad perseguida.

Justamente por ello, desde el punto de observación de la actual práctica de la escritura, es posible intentar una lectura de poesía, ciencia, religión, historia del pasado, en cuanto sistema de transcripción de un inconsciente que «debía» pasar, debía aparecer en plena forma consciente: la autoridad del gesto que comporta la escritura provenía del hecho de que tornaba evidente al destinatario (el que escribe al que lee) su propio inconsciente (su propio miedo al laberinto) encubierto en forma de conciencia, de signo, ya fuese éste reconocible en el vuelo de los pájaros o en las palabras. El consorcio escritura-poder es, por otra parte, una práctica constante del mundo antiguo, no carente de un componente terapéutico.

Toda la historia de Occidente, signada por la oscilación continua entre lo privado y lo público, aparece como la progresiva tentativa de suministrar las llaves de tal transición entre inconsciente y conciencia, del clan al Estado, del individuo a la sociedad, según una trayectoria, un sistema de sugestiones sublimadas, escondidas, pero Justamente por ello tanto más operantes detrás del esmalte del verso poético, de la narración histórica o del enunciado filosófico.

El edificio histórico de los romanos, que tiene toda la apariencia de un monolito crecido sobre una voluntad de identificación con el superyo, revela, en el tema mismo de los orígenes y de su tradición, una oscilación permanente de la identidad del mito entre los primeros dos reyes fundadores, Rómulo y Numa.

Una suerte de oscilación (terapéutica) entre contrarios, que encuentra en el curso de la práctica de la escritura historiográfica un instrumento puntual de expresión, y, además, en el curso del tiempo, a través de diferentes intervenciones y manipulaciones, la posibilidad de modificar, de mover el punto de equilibrio en función de las identificaciones de las colectividades y de los individuos, optando por el origen preferido en cada oportunidad.

La fisonomía del primer rey, Rómulo, muy realzada, guerrero, fratricida (en función de la fundación) y la del sucesor, Numa, que se le opone por sus maneras pacifistas, legalistas (es él, como se sabe, el «fundador» del derecho romano) y religiosas (siempre se remonta hasta Numa para dar con la primera sistematización del culto), se encuentran y desencuentran a lo largo de los siglos, manipulados por escritores de diversas tendencias, según las diferentes exigencias de apropiación simbólica expresadas por una colectividad en evolución. Estos dos nombres, Rómulo y Numa, en su origen símbolos yuxtapuestos de comportamientos guerreros y agrícolas en función conciliatoria -si se quiere, según una oposición lineal-, pronto pasan a constituir un campo ideal, de identificaciones y des-identificaciones, un terreno de confrontación simbólica de los intereses prevalecientes y en conflicto de una determinada sociedad.

Al respecto es emblemática la postura de Cicerón frente al descubrimiento «postizo» de los así llamados libros de Numa, cuya «autenticidad» servía para forzar en sentido aristocrático (pitagórico) los conflictos políticos en juego. Si bien se manifiesta escéptico en relación con la consistencia del descubrimiento, confirma el valor funcional del evento, afirmando que, aunque falso, encauza una verdad indiscutible sobre la historia de Roma y sus orígenes. La postura de Cicerón puede ser considerada como una prueba ulterior de armonización dialéctica en función político-aristocrática (escipiónica), pero, en sustancia, parece tener el objetivo -bien que a partir de un pretexto- de reconducir al circuito consciente del debate de entonces sobre los orígenes el componente institucional-agreste, componente que intereses políticos opuestos intentaban con toda evidencia ocultar, si no dejar de lado.

El fenómeno alcanza una manifiesta confirmación en el período inmediatamente sucesivo a la fundación del imperio, bajo Augusto: la identidad de la fundación, una vez más y de modo muy marcado, vuelve a jugarse en ese mito de los orígenes que el nuevo poder (emprendedor y guerrero) trata de sublimar en sus componentes romúleos, intentando homologarlos con aquellos otros tradicionalmente atribuidos a Numa, los cuales, para intelectuales menos alineados que Virgilio y Livio, continuaban siendo considerados per sé como centro impulsor, animador, de una civilización originariamente agreste y pacifista.

En esa búsqueda de una nueva identificación, Virgilio propone en la Eneida un gigantesco remaquillage mitológico, histórico, poético, de las aspiraciones, de las exigencias culturales del nuevo poder. La propuesta de Virgilio termina por dibujar la imagen de un padre fundador, Rómulo, muy estrechamente ligada con las tradiciones guerreras (no menos acentuada en los pasajes pacifistas), haciendo hincapié en los componentes troyanos, anti-griegos de Roma, según el eje Venus-Eneas-Rómulo-Augusto. Desde cierto ángulo de visión, podríamos calificar la operación cumplida por Virgilio como tendiente a proveer a los romanos de una identidad enaltecedora, fortalecedora, consoladora, sustancialmente triunfalista: vale decir, regresiva y represora.

Pero junto a esta identidad, comisionada por el nuevo poder, continuaba viva la de la antigua aristocracia rural (enemiga de la guerra, ahora), cuyas ascendencias culturales habían venido a coincidir, cada vez más, con esos componentes que en la tradición señalaban a Numa como el verdadero padre institucional de la urbe; aristocracia que Augusto hubiese deseado, si no eliminar, sí por lo menos desautorizar.

Lo reprimido de los orígenes logró aflorar todavía bajo los despojos de Numa/Pitágoras en las Metamorfosis de Ovidio. Este otro padre de Roma se irguió junto al Rómulo-Eneas de la Eneida, sustrayéndole, como los siglos vinieron a demostrar, fama y credibilidad. Si en la Eneida los lectores pudieron identificarse en la imagen escultural de Rómulo, en las Metamorfosis encontraron en cambio la impugnada imagen de Numa.

El «modelo» propuesto por Ovidio no se limita, en efecto, a concentrar la veneración y el respeto sobre el segundo rey, verdadero fundador de las instituciones romanas. Dejando caer el peso de todo el poema sobre la educación que Numa recibió por parte de Pitágoras, Ovidio le confiere a este símbolo una estatura intelectual y filosófica de una aristocracia muy distinta a la de Rómulo. A más de hacerlo portador del punto de vista del lector moderno, lo provee de un inconsciente activamente operante en el interior del símbolo: no lo obliga, como Virgilio, a «sufrir» la voluntad de una coreografía divina.

Allí donde el personaje de la Eneida, Rómulo-Eneas, se muestra construido mediante un formidable juego de encastres de las tradiciones históricas y mitológicas, el Numa-Pitágoras de Ovidio se revela como obediente al principio mismo del inconsciente: su identificación, individual e histórica, se inicia y se realiza a partir del movimiento conjunto de alma y cosmos, en la búsqueda -a través de las reencarnaciones- del conocimiento de un orden de fluctuación constante, esto es, relativo por su naturaleza misma. En tal visión, Numa aparece encuadrado por Ovidio en primer plano, en el acto de recibir de Pitágoras las leyes de la evolución universal y de la historia romana, a partir del principio de fluctuación de la identidad…

Mientras el modelo de la Eneida aplica sobre el lector, tanto sobre el de entonces como sobre el de hoy, un tipo de terapia fortalecedora, ofreciéndole un ejemplo de identidad «sufrida», alcanzada de una vez para siempre, para todos, estática por lo tanto, el modelo de las Metamorfosis, tan íntimamente ligado con el carácter imprevisible de los cambios de las formas del alma, acaba por poner en evidencia la constante fragilidad del ser, sea éste el de un individuo o el de un imperio, siempre de naturaleza episódica, siempre relativizado por la índole incontrolable del alma del mundo, en constante cambio, como el inconsciente. La identidad que se le sugiere al lector en esta obra es dinámica, abierta, emblemática de una verdad en perenne movimiento, como Ovidio mismo lo proclama desde el primer verso.

Por lo demás, ni Augusto ni la clase dirigente del séquito del emperador parecieron apreciar la imagen demasiado relativizada de la historia de Roma vista por Ovidio. Al poeta que ofrecía las Metamorfosis como apología de Roma le fue confirmado el exilio que ya desde antes pesaba sobre él como sospecha intelectual. A causa de esta obra, Ovidio -a pesar suyo, más allá de sus intenciones conscientes- vino a ser, para la ideología de la «certidumbre» y de la represión, tal como fue expresada por la Pax Augusti, el perturbador en persona.

Nos parece poder sostener que, en el «libro maestro» de las identidades, los modelos de la Eneida y de las Metamorfosis se inscriben como portadores de un nudo bivalente del alma occidental. Todavía hoy, o especialmente hoy, después de dos mil años, ambos brindan el ejemplo de una práctica de la represión (en función política) y del principio mismo del análisis (que en el curso de los siglos se ha intentado confinar en el pretexto de un recinto estetizante). Pero si no erramos, tal recinto elevado, sostenido por una cultura autoritaria, imperial, identificada con el modelo virgiliano, ha sido demolido por la actual práctica de la escritura, la cual, liberada del temor a la fluctuación, hace de ella el principio portador de la propia identidad, viviendo y explorando un retorno de lo reprimido, lugar en el cual merodean con todo derecho Pitágoras, Numa y la poesía de Ovidio.