¿La creación poética?

Traducción de Ricardo H. Herrera

 

Recientemente, en un encuentro de poetas realizado en Hungría, me hice del favor del público con una frase más bien banal. Dije entonces que si alguien de otro planeta, o incluso sólo de otra parroquia, hubiese podido oír nuestros discursos, difícilmente habría comprendido de qué estábamos hablando; y si luego hubiese tenido que hacerse una idea de la poesía a partir de lo que declarábamos, habría por cierto permanecido en la más negra ignorancia. Una boutade, como se ve, mediocremente apuntada, que aludía sin embargo a la paradojal realidad de un arte sumergido por completo en el interminable discurso al cual ha dado pretexto y que le ha crecido encima. No hace mucho que Roland Barthes sostenía abiertamente esta tesis brillante: el arte no existe, existe el discurso sobre el arte. Una tesis que tiene precedentes inconfesables, nada originales, y que le hubiese gustado a Trissino y a Castelvetro, aunque en apariencia la desarrollaban sobre el presupuesto de su existencia objetiva e inmutable. ¿Qué decir? Las maneras de malversar la naturaleza son innumerables. Por falta o exceso de confianza en sus poderes se tiende a menudo, de buena gana, a sustituir lo imprevisible con las reglas que, según se presume, lo imprevisible nos ha enseñado; o bien se intenta dominarlo mediante un discurso tranquilizador, y de ahí la suficiencia de una cultura metódica. Es un primer paso hacia el exorcismo, cumplido el cual el camino queda abierto a la proliferación de un discurso parasitario que, en relación con la sustancia, se podría definir como una glosolalia nada santa.

Ésta que nosotros vivimos es, no cabe duda, una época de triunfal cientificismo que hace prevalecer el cómo sobre el cuándo y el porqué. Si pretendemos ver las cosas a fondo, una época así confina a la poesía en una especie de ghetto prehistórico; si nos contentamos con mirar la superficie, ella le dedica una minuciosa atención como objeto o, mejor, como producto. Digo esto en sentido social. El examen de dicho producto, por lo que respecta a la crítica, se resuelve en una confirmación de la exactitud de las metodologías analíticas elegidas y empleadas: et c’est tout.

Por lo tanto, será necesario en primer lugar asentar una afirmación perentoria: que la poesía existe; vale decir, que la facultad poética es una facultad real y no conjetural, con todo lo que de ello se deriva en relación con la escritura, la lectura y la posible recepción. Lógicamente, la poesía no puede menos que ser meditada por la cultura de quien la practica y de quien se considera su destinatario, pero esto no debe poner en duda su realidad elemental.

Desde mi más temprana juventud me he apasionado por los problemas de teoría estética. El ardor especulativo que se manifestó en la época protorromántica e idealista, que es como decir en sus orígenes, me seducía y continúa seduciéndome. Otro tanto podría afirmar del gran retorno o, mejor, de la resuelta prolongación simbolista. Entre Novalis y Schelling, Schiller y Hölderlin, se hicieron afirmaciones por cierto irreversibles sobre la naturaleza del fenómeno que nosotros denominamos poesía; otro tanto sucedió con Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud. Entre ambos momentos del mismo intenso discurso se desarrolla la parábola, desde la alfa hasta la omega, de la aventura espiritual que permitió considerar a la poesía como una totalidad, y, por lo tanto, como creación absoluta. El gran episodio, comenzado con entusiasmo, concluye de modo catastrófico con la renuncia. Ni unos ni otros se engañaron sobre la naturaleza profunda del impulso poético, sobre las propiedades implícitas del lenguaje humano que la poesía pone en acción; pero se ilusionaron en relación con sus poderes reales de sustitución o de transformación del mundo. Si los primeros habían logrado suspender el discurso sobre las notas de la certidumbre, el desengaño y la desesperación recayeron sobre sus seguidores en el momento de sacar las conclusiones. ¿Qué queda de aquella alucinada voluntad de creación? La palabra sigue usándose, pero con un significado mucho más reducido; es un término poco menos que retórico para designar el proceso que le da cohesión a la obra literaria, o, sin más, se lo toma como el banal sinónimo del trabajo artístico en general. El destino de la palabra “creación” es elocuente. Tras la afrenta, no carente de gloria, padecida en las cimas de la ontología, y coincidiendo con la ruina y el descrédito de la estética como especulación global centrada en la expresión, ella ha encontrado lugar en el repertorio menos comprometedor de las locuciones propias de la práctica literaria, en el territorio bien limitado del análisis, donde lo que cuenta es aquello que materialmente constituye el significado y está bajo nuestros ojos como organismo verbal pasible de desciframiento. En relación con la primera acepción, ésta constituye tan sólo una pálida metáfora que por cierto no habría inquietado a Manzoni, no como lo escandalizó la otra en sus escrúpulos de devoción al único omnipotente creador.

¿Se puede aún, sin presunción, hablar de creación poética? ¿Es posible hacerlo sabiendo lo que se dice, esto es: en un sentido que guarde relación con el valor de la palabra? Me he interrogado bastante a fondo sobre este punto; la posible respuesta tiende a generalizar el problema: ¿existe un margen de creatividad real, no ilusoria, sin llegar a pensarla como algo ridículamente enfrentado al mundo? ¿O todo es copia pasible nada más que de variaciones? No son escasos los datos científicos que configuran la teoría opuesta: que la creación no ha concluido aún, que continúa de manera incesante. El trabajo humano, la historia, a la par que la labor de todas las otras especies, no serían sino obras e instrumentos de este desarrollo universal cuyo destino permanece en el misterio, sobre todo para quien tiene necesidad de plantearse el problema del fin. Ya no se trata del orgulloso dominio del espíritu sobre la materia y sobre el tiempo: se ha derrumbado la ilusión antropocéntrica que estaba en la base de ese sublime delirio. El trabajo poético, como cualquier otro trabajo, está inmerso en ese proceso: sólo se diferencia por el hecho de que –mediante la memoria y la esperanza de las cuales el poeta es el depositario– registra con mayor atención las ganancias y las pérdidas.

Por creación poética deberíamos entonces entender esa capacidad que la poesía reencuentra en los altos momentos en que se apropia de ese proceso, o, quizás, cuando es conquistada por él y lo torna evidente mediante la sublimación lingüística, midiendo con metro alterno y simultáneo la doble caída de nacimiento y muerte, de placer y dolor. Su modo inconfundible de introducirse en el proceso de la creación consiste en no darle crédito a un universo de su exclusiva propiedad, a una creación propia, opuesta e inalterable respecto de la corruptibilidad de la otra. Erigir un monumento de palabras más verdaderas que la verdad, y sustraídas al destino común del lenguaje humano, es un sueño demasiado ingenuo, presupone la antigua visión unilateral y elegíaca del tiempo concebido como pérdida, del mundo concebido como corrupción progresiva de su imagen inicial. Pero la naturaleza no conoce nada más que degradaciones aparentes: su ley no es la muerte, sino la metamorfosis. El arte que se propone combatir los efectos aparentes del tiempo con su presunción de permanencia está en oposición a la poesía que yace con extrema confidencia sobre el fondo de su elemento: el devenir, la transformación, la vida. El máximo poder creador que podemos imaginar le ha sido concedido a la poesía es, por ende, el de entrar en el vivo proceso inagotable de la creación in toto, captando el ritmo de destrucción y nacimiento, haciendo del mismo su propia respiración. En el instante poético actúan en estado de máxima intensidad las fuerzas que mueven el universo y, por eso mismo, la condición que distingue al poeta es la naturaleza. Sobre este fundamento podemos repensar a Novalis cuando dice: “La poesía es lo real, lo real verdaderamente absoluto. Este es el núcleo de mi filosofía”. Él hablaba de una realidad que trasciende el fenómeno, manifestándose en él como ley consustanciada con el mundo: y sin embargo sus palabras estaban en la pista. Sí, la poesía es lo real, lo real absoluto si queremos reincidir en ese vocabulario fascinante: sólo que no se trata de una verdad opuesta al engaño, sino de lo real emergiendo de la profunda realidad del mundo y encontrando la voz justa para enunciarse.

En general, lo que me molesta de las proposiciones de poética es el hecho de que se plantean teniendo en cuenta el aspecto externo del fenómeno, casi como un proyecto calculado sobre los efectos, sin referencia a las causas. Una poética fundada sobre la definición de lo clásico, por ejemplo, presupone una elección y una opción de lenguaje hechas con el fin de aislar la parte que se supone como eficaz y duradera; vale decir, la parte que –se piensa– le ha otorgado a las obras clásicas el derecho a ser consideradas como clásicas. La poética simbolista, cuando verdaderamente intentó formularse, elevaba a criterio exclusivo las propiedades simbólicas registradas en las palabras de los poetas que tan sólo por esto, se creyó, habían logrado sobrevivir. Un ejemplo aún: la poética de la objetividad se basa sobre el supuesto de que un objeto significativo y revelador constituye algo menos aleatorio que una emoción individual, y deduce esta norma de la vitalidad de ciertos textos, privilegiados, obviamente, por esa peculiaridad. Todas estas elecciones y opciones sirven tal vez para preparar instrumentos operativos útiles, pero dicen poco sobre la naturaleza de la actividad poética, en relación con la cual se revelan en definitiva como lo que son, vale decir: comportamientos simplificadores y, puede que también, funcionales. Evidentemente, los obras de poesía de la tradición contienen también esos aspectos que nosotros privilegiamos, han cristalizado en lugares lingüísticos que nos parecen determinantes por su vitalidad: sin embargo, queda sin responder la pregunta por su origen, la cual viene a ser, en sustancia, la pregunta por su justificación profunda, el porqué de su inexplicable autoridad.

En otras palabras, a pesar de las numerosas fórmulas halladas para definir el acto poético, existe un estado primario del cual ningún análisis puede dar cuenta. Las intenciones organizativas de las poéticas, las “filosofías de la composición” más o menos explícitas –con sus efectos retroactivos en sus cotejos con la tradición– no rozan aquel estado elemental que sin embargo sería necesario poder definir si de veras se quisiese hablar de “creación poética”. Al decir esto, está claro que no pretendo cazar nubes. No hablo, en efecto, de un estado potencial o platónico, sino de un fundamental estímulo que está aquí, que es inclusive el primer y más radical principio de la acción. Hablar de un estado poético anterior a las palabras, si no absurdo, es por lo menos quimérico. Pero el problema está todo aquí: por qué la palabra, en un determinado momento, en un cierto individuo, asume el deber de significar yendo más allá de su normal uso comunicativo. No exactamente esto, sino algo muy similar, lo adscribe San Pablo al orden de los carismas: un orden al que no tendría caso aludir si no fuese por esta clara analogía: que el hombre que ejerce de tal modo el lenguaje siente que la palabra está más allá de su limitada posesión, trasciende el angosto dominio de su utilidad y de su necesidad, situándose en la corriente de la actividad del mundo, esto es, en la naturaleza, en la creación. De algún modo, el lenguaje colabora con la obra de prosecución del mundo, está profundamente inmerso en lo que hay de vivo en sus metamorfosis. El momento, raro, en el cual ello se torna evidente, tal vez constituye el estado primordial indispensable de eso que nosotros denominamos, a propósito del poema, el “estado creador”. El poeta es antes que nada uno que advierte que la palabra misma lo induce a esa actividad, uno que percibe a la palabra como oscuramente participante en el proceso general de la vida. Los pensamientos y los sentimientos personales que lo dominan se encuentran con la dimensión continua de la palabra y maduran en ese vínculo una sustancia distinta, homogénea con el origen del permanecer y del devenir en el cual se inserta todo lo que existe.

Le cuesta al poeta definir el momento en el cual las cosas que penetran en su experiencia comienzan a hablarle, al tiempo que también las palabras que las designan comienzan a hablarle. Una iluminación simultánea, podríamos decir, de las cosas y de las palabras preside al acto –que luego se tornará consciente– de hacer poesía. Puede tratarse de las cosas más usuales y de las palabras más corrientes, o bien de cosas extrañas que en ese momento dejan de serlo, de palabras insólitas que de pronto se transforman en algo pleno y central. Todas comienzan a significar algo: y este significado es tal sólo cuando se pone en relación con otros significados que despiertan en otras cosas y otras palabras. Es el circuito elemental en el cual se desarrolla la acción. Su amplitud y su duración dependen de circunstancias fortuitas en una medida no menor que de virtudes personales; pero en cuanto a su intensidad, no cabe tener dudas: ella guarda relación con el estado más o menos profundo de identificación con el proceso de la vida. Es casi fatal que dicho circuito se establezca sobre cosas y palabras oscuramente elegidas por la índole y por el orden mental y moral del hombre que se transforma en esa ocasión en poeta. El pensamiento moderno no alcanza ni siquiera a imaginar la ausencia de esa selección, y el estudio de la poesía se concentra, precisamente, en el significado de la elección realizada, tanto más estimulante cuanto más inconsciente. No encuentra significado nada más que en esa elección. En la base de todo esto subyace la suposición de que el poeta es el portador de una ideología implícita a la cual corresponde, en el campo de la expresión, un universo personal recortado del universo más grande de los objetos y de las palabras; y naturalmente exaltado por la misma elección. Ni siquiera teóricamente, tan sólo mediante una paradoja imaginativa, podemos pensar en un poeta cuyo universo personal sea tan extenso como el universo objetivo y en quien el circuito pudiera establecerse entre todas las cosas y todas las palabras. Míticamente, colocamos en Dante o en Shakespeare dicha capacidad, adecuada en verdad para los poetas del mito, no de la historia, para los rapsodas de la cosmogonía y de la selva recordados por otros poetas. Aunque existiese esta universalidad, no podría tener la equidistancia entre sus partes que conjeturalmente se puede atribuir sólo a una divina neutralidad u omnipresencia. La historia determina, localiza, colorea, graba. Si la elección no delimitase la cantidad, delimitaría siempre la calidad, el valor.

Por el lado del poeta, sólo cabe registrar que la cosa ocurre y que su arribo pone en movimiento y ordena una serie de pensamientos y emociones obtenidos fragmentariamente al vivir en la discontinuidad del tiempo y de la experiencia. Es un orden no impuesto, y eso le da esperanza de que se trate del orden justo, reencontrado más allá de sus límites individuales. Por cierto que él dedica todos sus esfuerzos a traducirlo en un orden operativo, en un instrumento estético susceptible de participación; vale decir: que presupone un medium cultural, una lengua compartida con una comunidad, una tradición en suma. Es en este punto cuando el momento creador se concreta en un momento más específicamente artístico: esto es, en una directa e indirecta confrontación con aquello que ya ha sido, o está presente aún, y que la comunidad ya ha convertido en algo propio. Se conocen dos salidas contrapuestas para esta confrontación: la violencia deliberada contra el patrimonio de los sentidos y significados adquiridos, o la reconquista de los fundamentos de todo el sistema para reconducir la vida hasta la estratificación y la forma.

 

El primero obedece a un movimiento enérgico, pero superficial, de voluntad innovadora. Hay mucha inmadurez en la propuesta de hacer trizas la vieja porcelana; más inmadurez aún en el hecho de proponerse la novedad como fin. La ambición de extender el dominio de lo decible, que es el motor de toda empresa artística consciente, se revela como ilusoria cuando, en vez de respaldarse en una fuerza real, se recuesta sobre la irritabilidad y la intolerancia. Los cambios sustanciales acaecen a un nivel más profundo: lo nuevo madura por necesidad, no por premeditación. Cuanto más sumerge el poeta sus pensamientos y sentimientos en la profundidad y en la continuidad de lo viviente, tanto más se transforman sus palabras en algo diferente de lo usual: retoman su impulso, se abren a otro campo de significación. El poeta no dispone nada más que de una cantidad de signos, o cifras, acumuladas y fijadas por la tradición: los vocablos, los fonemas, los estilemas. Para él, lo esencial no consiste en sustituirlos por otros menos comunes o inéditos, sino en poder transformarlos en palabra. Ninguna revolución es más radical y definitiva que la de la vida y la de la naturaleza, basta con que el hombre sepa descender en su acontecer.

Esto, por otra parte, no es tan sólo hacer poesía, sino que es la poesía tout-court. En definitiva, ella no existiría sin la oposición entre la muerte y la vida. Una oposición que, independientemente del tema, se explica en el corazón del lenguaje. La poesía desea aferrar la vida y prolongar el instante; no podría hacerlo sin la conciencia de la muerte. Más que cualquier otro trabajo, el del poeta se desarrolla en presencia de lo que muere.

En su libro Mysterium mortis, el teólogo Ladislaus Boros dedica un capítulo muy penetrante a la “experiencia poética como anticipación de muerte”. Si bien él piensa la muerte de un modo particular, teológico más que dialéctico, sus observaciones sobre “el dinamismo íntimo a la ambivalencia originaria de la poesía” me parecen muy agudas. La ambivalencia se describe en estos términos: la poesía es, “por un lado, fundación de una nueva relación (auténtica, para explicarnos) con el mundo: hace posible, por ende, un acercamiento esencial al mundo mismo; por otro lado, ella se verifica en la separación existencial, presupone por lo tanto una distancia radical del mundo, que nunca es posible superar”. Este morir a la vida para aferrar la vida vale en muchos sentidos a los que más adelante deberemos referirnos, pero aquí lo tomo en su acepción más simple, como indicación de un proceso que quiere que cada palabra nazca sobre la ruina de otras que se han convertido en inservibles. La novedad como fin no es nada si se la compara con la novedad que se cumple implícitamente (y casi sacrificialmente) en el acto mismo de poetizar.

Siempre he considerado los procedimientos de las vanguardias más o menos del mismo modo que la intromisión de la apuesta en el juego. La apuesta no dice nada sobre el real desarrollo de la partida, en el caso de que efectivamente se esté jugando. Arrojar una luz violenta sobre los jugadores y sobre sus intenciones puede ser útil para modificar una situación, pero deja en la oscuridad lo que realmente está sucediendo, si es que está sucediendo algo, si es que todo no termina ahí. Todo está ahí –observa la vanguardia–, justamente en esto radica el espíritu del ritual. Desde esta perspectiva, la vanguardia es una pantomima de la creación poética: la lleva a escena, la publicita, y, quiérase o no, la ridiculiza. La proyección escénica de la creación poética, con fines agresivos y desbaratadores, no traiciona sin embargo el sentido implícito y consustancial del trabajo poético: en cierta medida colabora en la conciencia del mismo, acelera el proceso muerte-vida sobre el cual se funda. Pero la verdad es que todo verdadero poeta que haya escuchado la sirena de la extroversión vanguardista queda en cierto modo desdoblado hasta el momento en que logra emerger de lo hondo de esos movimientos y esas sorpresas que la vanguardia usa como etiqueta declarativa y que constituyen, al fin, el sentido único de su obrar. Apollinaire no deja de ser un poeta escindido hasta que logra reabsorber los estímulos y los juegos de la invención en los momentos profundos y libres de Zone y de Collines. Orientada hacia la vanguardia, su poesía había logrado ofrecer un genial espectáculo; obedeciendo a una urgencia distinta, desinteresada, reconquista desde adentro, entre otras cosas, las indiscutibles razones de la innovación.

Ésta, si queremos volver al momento creador, no se presenta ni siquiera como exigencia peculiar y distinta. Importan más, en todo caso, la justificación plena de la palabra, que sale victoriosa de su lucha contra el silencio y la inercia, y el redescubrimiento de su tarea en el trabajo mayor del mundo. Sumergido en esta dinámica, el poeta no necesita tomar partido. Está en el centro de un torbellino de fuerzas que remueven el fondo y buscan la claridad y la luz. Cuando el lenguaje toma la delantera y obtiene un orden, este orden le parece al poeta el único posible. Sus atributos de novedad, más que secundarios, le parecen hasta humillantes, ya que se diría reducen a lo relativo lo que ha sido sentido como absoluto, como existente desde siempre y para siempre en el fondo inexpresado del hombre y dejado misteriosamente al alcance de su exploración.

 

Por cierto, aun sin que medie la actividad programada de la vanguardia o de otros movimientos, el poeta se haya implicado en la cultura, en sus problemas actuales, y está comprometido con la historia: tanto la civil como la interna de su arte. El estado nature no existe; si existiese, sería un improductivo estado de quietud. Su moralidad, su razón se forman en ese enfrentamiento; su voluntad de intervenir y de hacer toman impulso a partir de lo incumplido, de lo imperfecto, de lo inaceptable de la realidad presente y de la cultura y del lenguaje que la significan. Comprometido o no comprometido, como se decía en un tiempo, el poeta es un testigo insatisfecho: esto me parece verdad hasta para los poetas retóricos. En la dimensión horizontal o temporal se atiza el fuego de la acción, sea cual fuere, acaso un discreto suspiro. Por vago o veleidoso que sea el deseo de transformar la realidad, permanece como fundamento oscuro o consciente de la exigencia de “una nueva relación con el mundo”, como dice Boros. Depende de la conformación interior del escritor si esta exigencia se traducirá en una esperanza o se estrellará contra el muro de la impotencia y del desaliento. Depende tal vez también de la capacidad mayor o menor de superar los límites del propio ego la posibilidad de ver lo positivo de la vida, del ser, a través de lo negativo de la condición histórica. En relación con esto me inclino rápido a admitir que si debiéramos considerar a la poesía como un mensaje (lo cual quizás sea absurdo), el mensaje de gran parte de la poesía occidental (romántica, ideológica como es) sería un mensaje infantil. Confieso incluso que cuando ese matiz de infantilismo no suaviza mi contrariedad, pienso a menudo en el poeta –necesariamente derrotado, necesariamente atormentado o rebelde– como en una presencia maléfica en el cuerpo vivo de la humanidad. Por suerte, la poesía depende poco o nada de los mensajes que el poeta pretende transmitirle a quienes lo oyen. El mensaje, si existe, viene desde más lejos que de su patético lamento: pasa a través de su palabra algo que el mundo está maquinando dentro de sí: algo que es y deviene al mismo tiempo.

En cualquier caso, es de suponer una fundamental dialéctica entre existencia y esencia sin la cual la poesía, al menos en el sentido en que nosotros la entendemos, no tendría lugar. La determinación y la provocación por parte de aquello que llamamos historia son datos evidentes y tienen efecto no sólo preliminar y empírico, no sólo ideológico. Hay que calcular ese efecto tanto en la presencia de ciertos elementos como en la ausencia de otros: una calidad de emociones impensables sin el encuentro o el desencuentro con la realidad y su ética: una imagen culta del jet, por ejemplo, y, por contraposición, la lejanía a la cual son relegadas figuras heráldicas o peregrinajes a Compostela; el uso de ciertos vocablos y ritmos en sintonía con el “oído” contemporáneo y, análogamente, el sentido de extrañamiento que producen el uso de vocablos y ritmos en desuso. Todos signos externos de una profunda relación del poeta con la historia, similar a la de cualquier otro ser humano, sólo que con algo más de conciencia.

El poeta participa tanto en la realidad accidental del mundo como en el curso y en la progresión de la historia. No está en el vacío. Sin embargo, como dice Boros, sus momentos creadores lo abisman en un estado de ánimo de extrema soledad. Las imágenes, los estímulos, las irritaciones, los móviles inmediatos o reflejos, todo aquello que en la historia lo ha excitado, se disuelve, se convierte en un fluido distinto: mejor dicho, dentro de una continuidad que presupone la iteración ilimitada, se convierte en una serie de signos o indicios no circunscritos; y la historia misma en su conjunto se transforma en una gran metáfora de la condición humana y del proceso profundo de la naturaleza.

 

Traducción de Ricardo H. Herrera