Hieronymus Bosch

Diego Muzzio [1]

 

El hijo pródigo

¿Pero cómo puedo caminar aún sobre el agua de mi destrucción?
Camino sobre el agua de mi destrucción.
Cuando todas las mañanas me miro en el espejo
y arranco pequeñas pirañas de mi cara
y pienso en mis dilatadas posesiones, me pregunto:
¿lo he arruinado todo?, ¿estoy a tiempo de enmendarme?,
¿o acaso seré siempre el mismo imbécil?
Sólo me queda una moneda para pagar
el largo viaje hacia mi propia ausencia.
¿Debo abonar también cierta suma por el sobrepeso,
visiones, miedos, la sonora compañía de la lluvia.
el ruido de la carne camino a la carroña?
Pero me permiten llevar un walkman y un oboe
que repite insomne una única nota, grave y submarina.
¿Cómo pude entregarle al gondolière mi última moneda?
Cruzamos el canal. Suenan miles de teléfonos.
Todos saben que el Dux será asesinado,
esta noche, cuando Marcel Proust se duerma.
Pero todo el mundo será un día asesinado
y ni siquiera el más hábil prestidigitador
podrá escapar a la muerte montando alguna escena.
De todos modos: gracias y buenas noches…
gracias a los griegos gracias a las guerras
gracias al Sagrado Corazón de Hollywood
a sus pelícanos pintados en los decorados
a sus películas de perros amaestrados
gracias a la muerte de mi padre en aquel baño
repleto de caballos, gracias muchas gracias
buenas noches, tengo una lista infinita.
poco tiempo muy poco tanto para agradecer…
Los huesos de San Marcos sangran el día de Corpus Christi,
y alguien aún levanta o baja los telones.
Bájenlos de una vez: que termine la Comedia.
Tú, brujo o animal profundo:
mide, contempla mi impaciencia con paciencia.

 

El viaje de los magos

¿Qué hacemos aquí, adónde vamos, habiendo dejado atrás
tierras de promisión, nuestros palacios, esclavos, banquetes,
siguiendo ahora el rumbo incierto de una estrella
montados sobre camellos o caballos desnutridos?
El viaje se ha tornado demasiado largo y mi garganta clama
por el dulce vino que atesoran los granos de mis viñas,
y estoy exhausto, confundido, henchido de ira
por estos días miserables y errabundos,
bajo el cielo helado de una tierra extraña…
Ya basta. Enciendan los radares, fijen de una vez el rumbo;
me agotan tus quejas y querellas, el derroche de los víveres,
la pérdida de animales, la avidez de lujos remotos
como si aún no comprendieras que muy pronto
seremos poseedores de todos los reinos de la tierra.
Si así lo deseas, puedes regresar.
Y tú, que dormitas, oscuro y silencioso sobre tu montura,
hundido en el sonido misterioso de los tambores de tu tierra:
¿qué piensas?, ¿piensas?, ¿o sólo te guía el deseo de explorar
océanos, montañas, desiertos, el ansia de aventura?
Pienso que nuestros caballos se hunden en la muerte.
Pienso: si supieras que éste hacia el que vamos
es en verdad el Mesías, y en el vientre de su madre
crece un hacha ancha y profunda como el fuego
que consumirá los bosques que cubren las estrellas,
si supieras que cuando su mano diminuta asome
de la abierta vagina y se pose sobre el heno,
rodeada de animales, destrozará de un solo golpe
el estado de cosas conocido:
uno, el que ahora añora sus viñedos,
y el otro, que clama por nuevos reinos;
Tú y tú: ¿lo adoraríais?

 

Ecce Homo

Un dios que deviene hombre, luego animal,
pez o cordero, y el hombre que desciende
del turbio animal y debe transformarse en dios:
¿Es este el mudo nudo del problema,
la ecuación dispersa en las hojas del cerezo,
el agua, las nubes, las noches sucesivas?
¿Verdad? ¿Qué es la Verdad? Un espejismo,
fragmentos de espejos entre espejos enfrentados,
esta sala en penumbras tal vez sea la Verdad.
Tú morirás hoy, yo moriré quizás mañana,
tú adoras a tu dios y yo a los míos,
pero ni siquiera nuestros dioses tienen un sentido
en esta breve y patética comedia.
La luz del sol es buena, y bueno es escuchar
esos relinchos, saber que los guardias lavan
ahí afuera mi caballo, que los satélites vigilan
cualquier intento de alteración del orden
en el estado de cosas conocido.
Y si la Verdad, esa utopía, fuera finalmente develada,
tenemos métodos para acallarla, distorsionarla,
hacerla pasar por un simple anuncio publicitario
transmitido en lenguas por cadena.
Y ahora, aléjate de mi vista. ¡Agua, quiero agua!
¿Escuchas los pasos del esclavo, el eco
cada vez más débil de esos pasos?
Eso es la Verdad.

 

La nave de los locos

Ahora bien: icen las ollas a lo alto de los árboles,
idiotas y tullidos a babor, a estribor la esquizofrenia,
los leprosos remen, dejen sus dedos sobre la cebada,
las mujeres pueden levantar el sexo de los hombres,
llevarlo hacia sus bocas, y que alguien ejecute música
en el piano carcomido por los perros y las ratas.
Amigos de infortunio: las ciudades se hunden…
Los populosos mercados, las calles, cines, estadios,
los gigantescos estacionamientos donde los espectros
recorren hileras de autos con la esperanza de robar alguno
para conducir durante años envueltos en un humo acre
las manos soldadas al volante, la mente poseída
por el milimétrico sistema de orientación de las hormigas.
Desnuden los espejos que, como una lluvia sólida,
colman la cubierta entorpeciendo nuestro paso
y mirándonos allí consideremos la postrimería.
Los ríos nos esperan. E iremos de ciudad en ciudad
proyectando en el cielo nocturno los films
más sublimes de la historia. Tal vez durante el viaje
veamos al Mesías caminar sobre las aguas
y llamándolo con señas y aullidos de desesperación
podamos persuadirlo de abordar el barco,
descuartizarlo y hervirlo como a una gran ballena
tallar cruces e instrumentos con sus huesos,
utilizar su pelo para rellenar almohadas,
y proseguir nuestro viaje danzando
empapados en su sangre
ebrios del aceite sagrado del Redentor. 


Las tentaciones de San Antonio

Tebas, sus cuevas repletas de podredumbre,
donde viví durante años sustrayendo mi carne
a águilas y anguilas, los grasos muslos de carnero,
naranjas como diamantes derretidos, higos, damascos,
y mi heredad sin cultivar, y mi pequeña hermana, huérfana,
extraviada en la luz venenosa de las pantallas de video,
penetrada sobre el heno por un trío de pastores
inyectándose heladas dosis de heroína en oscuros callejones;
he visto su largo cuerpo desnudo obligado a adoptar
posiciones imposibles, la húmeda paga sobre su sudor,
la cuchara sobre la llama de la vela, sus visiones:
asistimos a una fiesta de disfraces; yo soy Poncio Pilatos,
el Procurador, y ella lleva el atuendo de la Magdalena.
Pero llega un mensajero, en Roma reclaman mi presencia,
el Senado quiere ungirme Emperador: y mientras la escolta
me guía entre los montes, y atravesamos ciudades dormidas,
y embarcamos y surcamos el apretado mar, pienso
en los desgraciados que mandaré a crucificar, en las películas
que ordenaré filmar para derramar la propaganda sobre el Reino.
Dame tu paz. He sido elevado por los demonios,
he navegado entre nubes en un barco animal en cuya bodega
aullaba mi cuerpo envuelto sucesivamente en fuego y en hielo;
he sido golpeado, humillado, mi cerebro cocido en un caldero
que matemáticamente soportaba el equilibrio
en la punta más lejana de una delgada escalera.
Dame tu paz. Patrullas de soldados recorren el desierto,
y los aviones vigilan día y noche mis movimientos,
graban mis oraciones, decodifican en infinidad de cintas
la intensidad, el fervor de mi amor hacia Ti…
Dame tu paz. Porque no hay un fin del dolor, fin del tormento,
tampoco para nosotros, aún menos en nosotros,
y debemos hundirnos en la fugacidad de estos espejismos
preguntándonos en silencio, en la soledad:
¿cuándo, cuándo moriré? ¿cuánto tiempo más me quedará?
Y todo esto sucede bajo la luz de tus ojos
y no encuentro un solo instante de consuelo.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) ha publicado El hueso del ojo (1990), Sheol sheol (1997) y Gabatha (2001). Mantiene inéditos los volúmenes La alegría perfecta (del cual publicamos poemas en el nº 2 de Hablar de poesía). Tratado sobre la ejecución de animales y Hyeronimus Bosch. A este último pertenecen los cinco poemas aquí seleccionados. >>