Gumiliev y Blok

Gumiliev y Blok [1]

Vladislav Chodasevic
 
(Traducción de Ricardo H. Herrera)

 

Blok murió el 7; Gumiliev, el 27 de agosto de 1921. Pero para mí ambos murieron el 3 de agosto de aquel año. El porqué lo contaré más adelante. Es difícil imaginarse dos personas más diferentes. Creo que sólo con respecto a la edad no estaban del todo alejados: Blok tenía apenas seis años más que Gumiliev.

Pertenecían a la misma época literaria, pero a diferentes generaciones poéticas. Blok, que a veces se rebelaba contra el simbolismo, fue uno de los simbolistas más puros. Gumiliev, que permaneció hasta el final bajo el influjo de Briusov, se consideraba un acérrimo y coherente enemigo del simbolismo. Blok era un místico, un devoto de la Bella Dama, aunque escribía versos sacrílegos, incluso contra ella. Gumiliev jamás olvidaba hacerse el signo de la cruz cuando pasaba delante de una iglesia, pero nunca he visto una persona hasta tal punto ignorante de lo que es religión. Para Blok, la poesía era gesto primario, acción concreta del espíritu, algo inseparable de la vida. Para Gumiliev, constituía uno de los modos de la actividad literaria. Blok fue siempre poeta, en cada instante de su existencia. Gumiliev lo era únicamente cuando escribía versos. Todo ello (y muchas otras cosas) estaba coronado por la recíproca hostilidad, de lo cual no hacían ningún misterio. Sin embargo, a menudo aparecen juntos en mi memoria. El último año de sus vidas, en sustancia el único año en que tuve la posibilidad de frecuentarlos, finalizó con la muerte casi simultánea de ambos. En su misma desaparición, y en el shock que el hecho suscitó en Petersburgo, había un misterioso vínculo.

Gumiliev y yo nacimos el mismo año, en el mismo año comenzamos a publicar nuestras cosas, pero por mucho tiempo no hallamos modo de encontrarnos: yo iba raramente a Petersburgo, él a Moscú no venía nunca. Nos conocimos en el otoño de 1918 en Petersburgo, durante una reunión del comité de redacción de la Vsemernaia Literatura. La seriedad de Gumiliev durante la reunión me recordó de inmediato a Briusov.

Me invitó a su casa y me acogió como si nuestra reunión fuese el encuentro entre dos monarcas. En sus maneras corteses y solemnes había algo tan forzado que al principio pensé: «Pero, ¿no estará bromeando?» Tuve en cambio que adoptar su tono: cualquier otra actitud hubiese parecido un exceso de confianza. En una Petersburgo desierta, famélica e infecta por el hedor a pescado seco de ínfima calidad, hambrientos ambos, desnutridos, estábamos sentados, con nuestros sacos raídos y nuestras polainas agujereadas, en un estudio gélido y desordenado, conversando con gran dignidad. Al darse cuenta de que yo venía de Moscú, Gumiliev estimó necesario ofrecerme té, pero lo hizo con un tono tan anhelante (probablemente, no tenía azúcar) que rehusé, librándolo del inconveniente. Simultáneamente, la decoración de su estudio atraía cada vez más mi atención. El escritorio, la biblioteca, los altos espejos entre las ventanas, las poltronas, todo me era extremadamente familiar. Por fin le pregunté, con mucha cautela, si vivía en esa casa desde hacía mucho tiempo.

«De hecho» respondió Gumiliev «esta no es mi casa, es de M». Entonces comprendí todo: ¡Gumiliev y yo estábamos sentados en mi ex estudio! Una decena de años antes había sido copropietario de esos muebles. Tenían una historia. El almirante Fedor Fedorovich Matiushkin, compañero de liceo de Pushkin, los había tomado de un barco para amueblarse una casa en una propiedad suya en Bologoe, a la orilla del lago. La propiedad se llamaba «Zaimka». Según la tradición local, Pushkin había estado más de una vez en «Zaimka»; mostraban incluso una poltrona de cuero verde que habría sido la preferida de Pushkin. Como suele suceder, no se trataba nada más que de una leyenda: Pushkin no había pasado jamás por esos lugares, y, además, Matiushkin había adquirido la propiedad nada menos que unos treinta años después de la muerte del poeta. Tras el deceso de Matiushkin, «Zaimka» pasó de mano en mano, cambió de nombre, fue llamada «Lidino», pero el moblaje de la vieja casa se conservó. Ni siquiera los aparejos que en el aparador servían para sostener la porcelana fueron sustituidos por repisas normales. En 1905, me convertí por casualidad en copropietario de aquellos muebles y los llevé a Moscú. Debían seguir viaje hacia Petersburgo, pero después de que la revolución nos desalojara a todos y a todo definitivamente, he aquí que volvía a encontrarlos junto a Gumiliev. Su verdadera propietaria estaba en Crimea.

Luego de haberme demorado cuanto convenía a una visita tan formal, me puse de pie. Mientras Gumiliev me acompañaba a la antesala, por una puerta lateral apareció un chico pálido y delgado, con un rostro alargado similar al de Gumiliev, con botas de fieltro y una kosovorotka llena de manchas. Llevaba sobre la cabeza un casco de ulano, agitaba un sable de lata y gritaba algo. Gumiliev lo echó inmediatamente, con el tono de un rey que manda al delfín a que vaya con sus preceptores. Era evidente, sin embargo, que en ese departamento húmedo y maloliente no había más personas que Gumiliev y su hijo.

Dos años después me establecí en Petersburgo. Comenzamos a vernos más seguido. Había muchas cosas buenas en Gumiliev. Poseía un excelente gusto literario, un poco superficial, pero en ciertos aspectos infalible. En poesía, era sensible sobre todo a la forma; en esa zona era agudo y sutil. Sabía, como pocos, adentrarse en la mecánica del verso. Pienso que era más profundo y penetrante que el mismo Briusov. Adoraba la poesía y en sus juicios se esforzaba por ser imparcial. Pero, aparte de esto, en su conversación, como así también en sus versos, raramente encontraba yo algo que pudiese «nutrirme». Su ánimo era sorprendentemente juvenil, quizás también su inteligencia lo era. Siempre me dio la impresión de un niño. Había algo de infantil en su cabeza rapada a máquina y en su porte, más de estudiante que de militar. Idéntica puerilidad evidenciaba su endiosamiento de África, de la guerra, y, en fin, aquella afectada gravedad que tanto me había impresionado cuando lo vi por primera vez y que de repente desaparecía, se volatilizaba, hasta que él se recomponía, imponiéndosela otra vez. Como a todos los niños, le gustaba jugar al adulto. Amaba jugar al maître, al guía literario de los «gumilievos», vale decir, de los jóvenes poetas que lo rodeaban. La chiquilinada poética lo quería mucho. A veces, después de una lección de poesía, jugaba con ellos a la mosca ciega, en el sentido literal y no metafórico del término. Lo vi un par de veces con mis propios ojos. En esos momentos, Gumiliev parecía un escolar comprensivo que se lanza a jugar con los chicos de primer año. Era divertido ver cómo media hora después, poniéndose a jugar al adulto, charlaba gravemente con A. F. Koni, pareciendo Koni muy inferior a él en la austeridad de las maneras.

Durante las celebraciones de 1920, se organizó un baile en el Instituto de Historia de las Artes. Recuerdo las inmensas y gélidas salas del palacio Zubov en plaza Isackievskaia la iluminación miserable, el vapor condensado por el hielo. En las estufas, trozos de leña húmeda echan humo, se consumen sin hacer llama. Está toda la Petersburgo literaria y artística. La música aturde. La gente se mueve en la semioscuridad, se amontona en torno de los hogares. ¡Dios mío, qué abrigada estaba esa multitud! Botas de fieltro, camisetas, pieles gastadas de las cuales era imposible separarse incluso en las salas de baile. Y he aquí que aparece Gumiliev, con el retardo adecuado que imponen las circunstancias, del brazo de una señora que tiembla de frío metida adentro de un vestido negro con un profundo escote. Erguido y arrogante, de frac, Gumiliev atraviesa las salas. También él tiembla de frío, pero distribuye saludos y reverencias con solemne afabilidad. Conversa con sus conocidos en tono mundano. Está jugando al baile. Todo su aspecto afirma: «Nada ha sucedido. ¿La revolución? Nada sé de ella».

 

Ese invierno Blok rehuía a la gente. No asistió, obviamente, a aquel baile. Lo recuerdo, en cambio, durante otra noche. La «Casa de los Literatos», uno de nuestros últimos refugios, había proyectado organizar honras anuales panrusas en memoria de Pushkin en el día de su muerte (después fueron trasladadas a la fecha de nacimiento, y de allí nacieron, también en el exterior, las «Jornadas de la cultura rusa»). El primer encuentro tuvo lugar la noche del 11 de febrero de 1921. Estaban previstas intervenciones de A. F. Koni, N. A. Kotlarevskiy, de Blok y del que suscribe. Kuzmin debía leer poemas. Yo estaba enfermo, no hice a tiempo para preparar el discurso y renuncié a tomar la palabra, pero igualmente participé de la noche. En el palco se sentaban los representantes de la «Casa de los Literatos»: N. M. Volskovskiy, B. I. Chariton, V. Ja. Ireckiy En la mesa de la presidencia, al centro, estaba sentado Kotliarevski (que era el presidente), a su derecha Ajmátova, Scegolev y yo; a la izquierda, Koni y Kuzmin, y, exactamente en el extremo de la mesa, Blok, quien durante todo el tiempo permaneció con la cabeza gacha. Los discursos fueron precedidos por breves declaraciones mediante las cuales los representantes de las diversas organizaciones ilustraban de qué modo pretendían festejar en el futuro las jornadas pushkinianas. Entre los delegados también había un representante oficial del gobierno, un tal Kristi, director del denominado «Centro Académico». Escritores y licenciados debían entenderse continuamente con él. Era un hombre viejo, gentil, bueno. Bajo las miradas hostiles de la sala atestada, permaneció claramente turbado. Cuando le dieron la palabra, se puso de pie, rojo de vergüenza, y, poco elocuente por naturaleza, rápidamente se enredó: calculó mal el número de las partículas negativas y pronunció, literalmente, estas palabras:

«La sociedad rusa no debe pensar que, en relación con los honores que merece la memoria de Pushkin, no encontrará obstáculos por parte del poder obrero y campesino».

Una carcajada atravesó la sala y alguien dijo en voz alta: «¡Quién ha pensado jamás en algo así!» Blok levantó la cabeza y miró a Kristi con una sonrisa forzada.

Blok leyó al final su inspirado discurso sobre Pushkin. Llevaba un saco negro sobre un pullover blanco de cuello alto. Musculoso y seco, la piel del rostro enrojecida y como quemada por el viento; parecía un pescador. Hablaba con la voz un poco apagada, pronunciando con precisión las palabras, las manos hundidas en los bolsillos. De vez en cuando, apuntando hacia donde estaba Kristi, decía escandiendo con claridad: «Los funcionarios son nuestra plebe, la plebe de ayer y de hoy… Presten atención, podrían recibir un epíteto incluso peor aquellos funcionarios que quieren alterar el curso de la poesía dirigiéndola hacia las celdas por ellos prescriptas, atentando así contra su secreta libertad e impidiéndole realizar su misterioso designio». El pobre Kristi estaba en vilo, no paraba de retorcerse sobre la silla. Alguien me comentó que, antes de irse, mientras se ponía el sobretodo en el guardarropa, había dicho en voz alta: «Nunca hubiese esperado de Blok semejante falta de tacto».

Pero ese discurso, en aquel contexto y en los labios de Blok, lejos de parecer privado de delicadeza sonó profundamente trágico y, en parte, quizás, expiatorio. El autor de Los doce confiaba a la sociedad y a la literatura rusa el deber de custodiar la extrema herencia pushkiniana: la libertad, aunque fuese secreta. Y mientras hablaba, se percibía que la pared entre él y la sala progresivamente caía. En las ovaciones que siguieron a su discurso destellaba esa alegría radiante que siempre sigue a la reconciliación con una persona amada.

Durante el discurso de Blok apareció Gumiliev. Tomada de su brazo iba la misma señora con la que llegó al baile; atravesó solemnemente la sala a lo largo del pasillo abierto entre las sillas. Esta vez, sin embargo, en su llegada en retraso al encuentro pushkiniano, en su frac (por contraposición, acaso, con el pullover de Blok) y en el décolleté de su compañera, había algo desagradable.

En el palco había un puesto preparado para él. Había ya posado un pie sobre un crujiente escalón cuando Kotliarevski lo detuvo con una brusca señal de su mano; Gumiliev se sentó en algún lugar entre el público y después de algunos minutos se fue.

El encuentro se repitió tres veces. Al fin logré escribir mi discurso (El trípode vacilante) y lo leí. «Detrás de los bastidores», esperando nuestro turno, Blok y yo conversábamos. En sustancia, los encuentros pushkinianos fueron las únicas ocasiones en que conversamos, más o menos, a cuatro ojos.

La última vez (fue en el edificio de la universidad), nos quedamos una hora y media hablando en una habitación vacía, delante de una mesa cubierta por un hule helado. Partiendo de Pushkin llegamos al primer simbolismo. De aquella época, de la infatuación por el misticismo, de Andrei Bely y de S. M. Soloviev, Blok hablaba con la tierna sonrisa de quien recuerda la infancia. Me confesó que ya no recordaba muchos de sus poemas de aquel tiempo: «He olvidado el significado que entonces tenían muchas palabras. Y sin embargo entonces me parecían sacramentales. Cuando releo esos poemas es como si los hubiese escrito otro, no siempre alcanzo a comprender lo que deseaba decir su autor».

Esa noche, el 26 de febrero, fue más triste que las otras veces. Habló mucho de sí, como dialogando consigo mismo, escrutándose en profundidad, con gran reserva, por momentos alusivamente, de un modo confuso, vago, pero detrás de sus palabras se advertía una austera, áspera sinceridad. Parecía ver al mundo y a sí mismo en una trágica desnudez y simplicidad. Sinceridad y simplicidad son para mí conceptos que han terminado por ligarse para siempre con el recuerdo de Blok.

Gumiliev entendía demasiado de poesía como para no valorar a Blok. Si bien esto no le impedía desestimarlo como persona. Ignoro cómo fueron sus relaciones antes, pero cuando llegué a Petersburgo me encontré frente a una mutua enemistad. No creo que sus razones fuesen mezquinas, aunque Gumiliev, muy sensible a las jerarquías poéticas, bien podía envidiar a Blok. Probablemente se trataba de divergencias más serias. Eran inconciliables sus concepciones del mundo, decididamente opuestos sus deberes artísticos. La verdadera esencia de la poesía de Blok, su «motor oculto» y su significado espiritual, debían resultarle extraños a Gumiliev. En Blok, para Gumiliev, se revelaban con particular evidencia los aspectos del simbolismo del cual era enemigo, sin que llegara a comprenderlos a fondo. No por nada los manifiestos de los acmeístas iban dirigidos principalmente contra Blok y Bely. Blok, por su parte, debía sentirse irritado por el «vacío», por la «superficialidad», por la «exterioridad» de Gumiliev. Con su poesía, por otra parte, si se hubiese tratado sólo de ella, Blok probablemente se habría reconciliado, o, en todo caso, habría tenido mayor indulgencia en sus estimaciones. Pero existían dos circunstancias que complicaban las cosas. Sobre el alumno –sobre Gumiliev– se derramaba el odio, acumulado durante años, por el maestro, por Briusov: un odio arraigado porque había nacido sobre las ruinas de un viejo amor. El acmeísmo, y todo aquello que más tarde se llamó «gumilievismo», le parecía a Blok una variante corrompida del “briusovismo”. En segundo lugar, Gumiliev no estaba solo. De año en año aumentaba su influjo sobre los jóvenes literatos, un influjo que Blok entendía como poética y espiritualmente funesto.

A comienzos de 1921 la enemistad salió a la luz. Para recordar de paso algunos otros hechos, comenzaré de lejos. Cuatro años antes de la guerra, en Petersburgo, había surgido una asociación poética que fue llamada «La Gilda de los Poetas». Formaban parte de ella, Blok, Sergei Gorodetskiy, Georgiy Culkov, Jurij Verchovski, Nikolai Kliuev Gumiliev y también Aleksei Tostoi, que en ese tiempo todavía escribía poemas. Entre los jóvenes: O. Mandelstam, Georgi Narbut y Anna Ajmátova, por entonces mujer de Gumiliev. Al principio, la asociación fue neutral en el campo literario. Rápidamente tomaron el poder los acmeístas, y todos aquellos que no simpatizaban con el acmeísmo –entre ellos, Blok– fueron saliendo uno tras otro de la asociación. En la época de la guerra y del comunismo de guerra, se acabó el acmeísmo, y la «Gilda» corrió la misma suerte. A comienzos de 1921, Gumiliev tuvo la idea de resucitarla y me invitó a incorporarme a ella. Pregunté si se trataba de la primera «Gilda», vale decir, de la neutral, o de la segunda, la acmeísta. Gumiliev respondió: «la primera», y yo acepté. Justamente esa noche debía realizarse una reunión, la segunda de varias. Vivía entonces en la «Casa de las Artes», estaba muy enfermo y no veía casi a nadie. Antes de ir a la reunión, pasé por lo de mi vecino, Mandelstam, y le pregunté cómo era que nunca me había hablado de la reconstitución de la «Gilda». Mandelstam se puso a reír: «Porque no existe ninguna Gilda. Blok, Sologub y la Ajmátova han rehusado formar parte de ella. Pero a Gumiliev le basta con mandar… Le gusta jugar a los soldaditos. Y usted ha entrado en su juego. Allí no hay nadie, excepto los gumilievos».

«Permítame: ¿qué hace usted entonces en la Gilda?”, pregunté yo con irritación.

Mandelstam puso cara seria: «Tomo té con masas».

En la reunión, además de Gumiliev y Mandelstam, encontré a otras cinco personas. Leían poemas y los analizaban. La «Gilda» me pareció inútil, aunque también inocua. Durante la tercera reunión me esperaba una sorpresa desagradable. Se le daba la bienvenida a un nuevo miembro, el joven poeta Neldichen. El neófito leyó sus versos. En sustancia, era poesía en prosa. En cierto modo, eran versos encantadores, debido a la alegre estupidez que los recorría desde la primera hasta la última estrofa. El «yo» en el nombre del cual hablaba Neldichen era el modelo del perfecto idiota, un idiota contento además, triunfante y perfectamente satisfecho de sí. Neldichen leyó:

 

Mujeres, muñecas de dos arsin[2] y medio,
risueñas colinas carnales,
mórbidofeas, diáfanosecas, castañoatusadas,
que llevan toda clase de camisolas y opacos pendientes-aritos,
que gustan de mis prédicas con voz de contralto, malas amas
de casa,
¡oh, cómo me trastornan!
Por las calles donde caminan las parejas,
todos tienen esposas y amantes,
sólo yo no tengo una mujer como para mí;
no soy un monstruo, sin embargo;
cuando engordo un poco, me parezco a Byron…

 

Más adelante contaba que a pesar de todo había encontrado a una cierta Zenka, o Soñka a quien le había regalado una linterna de bolsillo, pero ella lo había traicionado con un contador, y entonces él, para vengarse, le había robado la linterna cuando ella no estaba en casa. Todo esto fue declamado con un tono cantarín y con absoluta seriedad. Los que escuchaban sonreían. No reventaban de risa porque conocían casi de memoria la historia de la linterna: los desahogos poéticos de Neldichen eran ya famosos. En la «Gilda», el recitado de los propios poemas por parte de los autores era una de esas formalidades que amaba Gumiliev. Éste, en calidad de «síndico», cuando Neldichen concluyó, le dirigió palabras de felicitación. Antes que nada, llamó la atención sobre el hecho de que la idiotez, hasta ese momento, hubiese sido dejada de lado. Los poetas la habían desdeñado injustamente. Ya era hora de que ella hiciese escuchar su voz en la literatura. «La idiotez», dijo, «es una cualidad natural, lo mismo que la inteligencia. Puede ser desarrollada, cultivada». Tras citar el dístico de Balmont:

 

pero mi corazón rechaza el aspecto del idiota,
la estupidez para mí es incomprensible,

 

Gumiliev lo definió como cruel, y saludó en la persona de Neldichen el ingreso en la «Gilda» de la más fulgurante idiotez.

Después de la reunión, le pregunté a Gumiliev si valía la pena jugar con Neldichen y qué necesidad tenía de él la «Gilda». Para mi sorpresa, Gumiliev declaró que no había ni la menor sombra de mofa en sus palabras. «No son asuntos míos», dijo, «ocuparme de lo que piensa un poeta. Yo me limito a valorar cómo expone sus ideas o sus estupideces. En lo que a mí atañe, no querría ser un imbécil, pero no me siento con derecho a exigirle inteligencia a Neldichen. Él expresa su propia idiotez con una habilidad que no es frecuente encontrar en personas inteligentes. Y la poesía, justamente, es habilidad. Por lo tanto, Neldichen es un poeta, y es mi deber acogerlo en la Gilda».

Algún tiempo después debían tener lugar los encuentros nocturnos de la «Gilda de los poetas» con la participación de Neldichen. Le envié una carta a Gumiliev para comunicarle que me iba de la asociación. No lo hice por Neldichen. Había otro motivo, mucho más serio.

Antes de que yo me mudase a Petersburgo, se había constituido allí una filial de la Unión Panrusa de Poetas, cuya dirección se encontraba en Moscú y era encabezada, creo, por Lunacharski en persona. No recuerdo quiénes eran los miembros de la comisión directiva de la filial petersburguesa. En todo caso, Blok era el presidente. Una noche, Mandelstam vino a decirme que el directorio presidido por Blok había sido destituido por otro formado exclusivamente por miembros de la «Gilda», incluido yo mismo. El golpe de mano se había efectuado de un modo extraño: la convocatoria había sido hecha apenas una hora antes de la reunión, y no todos la habían recibido. La situación no me gustaba, dije que habían hecho mal en elegirme sin consultarme previamente. Mandelstam intentó persuadirme de que «no hiciera historias», para no ofender a Gumiliev. Comprendí por sus palabras que las «nuevas elecciones» habían sido manejadas por algunos miembros de la «Gilda» que querían tener el control de las publicaciones de la Unión, mediante las cuales podrían organizar negocios ilícitos. Con este fin se habían escudado en el nombre y en la posición de Gumiliev, alentándolo como a un chico con el cargo de presidente. La cosa terminó así: prometí que no renunciaría formalmente al cargo en el directorio, pero, de hecho, no participaría de las reuniones ni de los negocios de la Unión. Esto fue lo que me decidió a salir de la «Gilda».

A Blok, naturalmente, no le importaba la presidencia de la Unión. Pero no le gustaron esas elecciones evidentemente arregladas ni el hecho de que la influencia literaria de Gumiliev se viera reforzada por el prestigio de la presidencia. Y decidió actuar.

Fue justo en ese momento cuando logramos obtener el permiso para publicar un semanario titulado «Literaturnaia Gazeta». En la redacción entraron A. N. Tichonov, E. I. Zamiatin y K. I. Cukovski. Para el primer número, Blok escribió un artículo dirigido contra Gumiliev y la «Gilda». Se titulaba: “Sin divinidad, sin inspiración”. La «Literaturnaia Gazeta» cesó de existir antes de ver la luz: a causa de un cuento de Zamiatin y de mi editorial, el primer número fue secuestrado por orden de Zinoviev cuando estaba aún en la tipografía. El artículo de Blok lo leí sólo muchos años después, en la recopilación de sus obras. Francamente, me pareció bastante flojo y oscuro, como muchos otros artículos suyos. Pero entonces, recuerdo, corrían voces de que se trataba de una nota muy violenta. Durante uno de nuestros encuentros de aquellos tiempos, el mismo Blok lo definió en esos términos. Y repitió con irritación que Gumiliev creaba poetas «de la nada».

Esa fue mi última conversación con Blok. Pero de lejos lo vi aún una vez más. El 1 de marzo, en el Maliy, debía tener lugar un encuentro nocturno destinado a su poesía. Según la hora soviética eran casi las ocho, en realidad eran las cinco. Yo caminaba sin apuro por la calle Teatralnaia; amo esa hora de la tarde. Todavía había claridad y las calles estaban desiertas. Cerca de los jardines Cernisev oí detrás de mí pasos leves y apurados, e inmediatamente una voz jadeante pero débil:

«¡Rápido, rápido, o llegará con retraso!» Era la madre de Blok. Menuda, flaca, con el rubor encendido en las mejillas hundidas y arrugadas, casi corría a mi lado y, jadeante, seguía rezongando: que estaba ansiosa por Sasha, que llegaríamos tarde, que temía que Cukovski se saliese con una vulgaridad (Cukovski debía pronunciar el discurso preliminar). Y, todavía: que yo debía –absolutamente, absolutamente– ir a buscar a Sasha detrás de los bastidores, que a Sasha le dolía una pierna, pero sobre todo que debíamos apurarnos. Al fin llegamos. Nuestros lugares estaban cerca, pero ella, después de agitarse y menearse un poco sobre la silla, saltó y se fue, probablemente al escenario.

Durante la segunda parte, después del intervalo, Blok salió al escenario. Tranquilo y pálido, se detuvo en medio de la escena y comenzó a leer sus versos, metiéndose en el bolsillo, como era su costumbre, a veces una mano, a veces la otra. Leyó pocos poemas, leyó con penetrante simplicidad y profunda seriedad: «con gravedad», para usar una expresión de Pushkin que explica mejor que cualquier otra lo que quiero decir. Pronunciaba las palabras con mucha lentitud, uniéndolas entre sí con una cantinela apenas perceptible, acaso perceptible únicamente para aquéllos que saben captar el movimiento interior del verso. Leía llanamente y con claridad, articulando cada sonido, pero movía únicamente los labios, los dientes permanecían apretados. A los aplausos, no respondía ni con señales de agradecimiento, ni con afectada desatención. El rostro inmóvil, mantenía los ojos bajos y miraba al suelo esperando pacientemente que regresase el silencio. Para concluir recitó frente al tribunal, uno de sus poemas más desesperados:

 

¿Por qué te turbas, por qué bajas los ojos?
Mírame, como lo hiciste en otro tiempo.
Hete aquí: ¡humillada, en la incorruptible,
violenta luz del día! 

Yo mismo, ves, tampoco soy el de antes:
inaccesible y soberbio, cruel y puro.
Miro con más bondad y desesperación
el simple, tedioso camino terrestre…

 

Continuamente le gritaban desde la sala: «¡Los doce! ¡Los doce!», pero él parecía no escuchar. Su mirada se tornaba más oscura, y apretaba los dientes. Si bien recitaba espléndidamente (nunca escuché recitar mejor), se hacía cada vez más perceptible una especie de automatismo, como si repitiese entonaciones conocidas, aprendidas de memoria mucho tiempo atrás. El público deseaba ver al Blok de otra época, a ése que conoció o se imaginó antes, y él, como un actor, recitaba para el público, con atormentados esfuerzos, la parte de ese Blok que ya no existía. Quizás, todo esto, lo vi con claridad en su rostro no entonces, sino después, en el recuerdo, cuando la muerte acabó y tornó explicable el último capítulo de su vida. Pero recuerdo claramente, con certidumbre, que esa noche sufrimiento y extrañamiento colmaban por completo su ser. Era tan evidente, tan impresionante, que cuando cayó el telón y se acallaron los últimos aplausos y los últimos gritos, me pareció inoportuno, carente de delicadeza, ir a encontrarlo detrás de los bastidores.

Después de unos pocos días, ya enfermo, partió hacia Moscú. Al retornar a Petersburgo se agravó su estado, y no se volvió a levantar de la cama.

En su discurso sobre Pushkin, pronunciado seis meses antes de morir, había dicho: «Paz y libertad. Ambas son indispensables para que el poeta pueda liberar la armonía. Pero le quitan también la paz y la libertad. No la libertad exterior, sino la creadora. No la libertad de los niños, sino la libertad de los libres, la libertad creadora, la libertad secreta. Y el poeta muere porque le falta el aire: la vida ha perdido su significado».

Probablemente, quien dijo que Blok murió porque no podía respirar, se refería a esas palabras suyas. Y tenía razón. Ya que es extraño: Blok permaneció en estado de agonía por varios meses, bajo los ojos de todos, curado por médicos; y nadie le dio un nombre, nadie supo darle un nombre a su enfermedad. Todo había comenzado con dolores en una pierna. Después se habló de debilidad cardíaca. Antes de morir, sufrió enormemente. Pero, ¿de qué murió, verdaderamente? No se sabe. Murió «así» porque estaba enfermo de todo, porque ya no podía vivir. Murió de muerte.

 

Mi renuncia a la «Gilda de los Poetas» no afectó mis relaciones personales con Gumiliev. En esa época, también él vino a vivir a la «Casa de las Artes» y comenzamos a vernos más seguido. Llevaba una vida atareada, activa. Su fin comenzó casi contemporáneamente al de Blok.

Para Pascua, regresó a Petersburgo (desde Moscú) un amigo común, hombre de gran talento, pero muy imprudente. Vivía como un pájaro en el cielo y hablaba sin reflexionar mucho. Los espías y los provocadores, naturalmente, estaban siempre tras sus pasos. A través él se podía llegar a saber todo lo que les resultara útil de los asuntos de los escritores. Lo acompañaba un nuevo amigo. Un joven de maneras agradables que se prodigaba en pequeñas atenciones: cigarrillos, golosinas y cosas por el estilo. Se definía a sí mismo como poeta principiante y estaba siempre ansioso por establecer nuevas relaciones. Me lo presentaron, pero rápido me lo saqué de encima. A Gumiliev le gustó mucho.

El nuevo conocido se transformó en su asiduo huésped. Lo ayudaba a poner en orden la «Casa de los Poetas» (una filial de la Unión); se jactaba de tener contactos con las altas esferas soviéticas. No sólo a mí me pareció sospechoso. Alguien trató de poner en guardia a Gumiliev, pero sin resultado. En realidad, no puedo afirmar que ese individuo haya sido el principal y único responsable de la ruina de Gumiliev, pero después de que éste fuera arrestado, desapareció repentinamente, sin dejar rastros. Cuando ya estaba fuera de Rusia, supe por Maxim Gorki que las informaciones de ese hombre figuraban en el «expediente» de Gumiliev, y que era un agente secreto.

Hacia el final del verano me preparaba para ir a pasar al campo las vacaciones. Pensaba partir el miércoles 3 de agosto. La noche antes de irme, fui a saludar a algunos vecinos de la «Casa de las Artes». Eran ya las diez cuando golpeé la puerta de Gumiliev. Estaba en casa, descansando tras dar una conferencia.

Nuestras relaciones eran excelentes, pero no había intimidad entre nosotros. Y he aquí que, como dos años y medio antes me había sorprendido su modo excesivamente formal de relacionarse, no sabía ahora a qué atribuir la inusual animación con la cual se alegraba por mi visita. Manifestó incluso una singular cordialidad, cosa que en él no era nada natural. Yo aún debía pasar a saludar a la baronesa V. I. Ikskul, que vivía en el piso de abajo. Pero cada vez que daba muestras de irme, Gumiliev comenzaba a rogarme: «Quédese un poco más». Así fue que no pude acercarme a lo de Várvara Ivanovna, permaneciendo con él hasta las dos de la noche. Hablaba mucho y de distintos temas. No sé por qué ahora recuerdo tan sólo sus cuentos sobre la temporada que pasó en el hospital militar de Carskoe Sélo, bajo la tutela de la emperatriz Alexandra Fedorovna y la gran duquesa. Luego intentó convencerme de que viviría mucho, «por lo menos hasta los noventa años». Repetía con insistencia: «Seguramente hasta los noventa, ni un año menos». Hasta ese entonces tendría tiempo de escribir un montón de libros. Me reprochaba: «Nosotros dos somos coetáneos y mire: yo parezco diez años más joven. Juego a la mosca ciega con los muchachos de mi laboratorio, también hoy estuve jugando. Por eso seguramente viviré hasta los noventa años. Usted, en cambio, dentro de cinco años estará acabado». Y riéndose me mostraba cómo sería yo dentro de cinco años –se encorvaba, arrastraba las piernas– y, acto seguido, su aspecto futuro, gallardo y juvenil.

Tras despedirme, le pedí permiso para pasar al día siguiente y dejarle algunas cosas en custodia. A la mañana, a la hora convenida, me presenté en la puerta de Gumiliev; golpeé, pero no hubo respuesta. Efim, el mozo del comedor, me informó que durante la noche Gumiliev había sido arrestado. Fui, evidentemente, el último en verlo con libertad. En su alegría exagerada por mi visita debía esconderse el presentimiento de que después de mí ya no vería a nadie.

Volví a mi cuarto y allí encontré a la poetisa Nadezna Pavlovich, amiga mía y de Blok. Llegaba a la carrera de la casa de este último. Estaba roja y acalorada, tenía los ojos hinchados por el llanto. Me dijo que Blok había entrado en agonía. Traté de consolarla como suele hacerse en estos casos, de decirle palabras esperanzadoras. Fue entonces cuando, arrebatada por una profunda desesperación, se me acercó y con la voz rota por los sollozos me dijo: «¡Usted no sabe nada… no se lo diga a nadie… hace ya varios días… que se ha vuelto loco!».

Poco después, estando ya en el campo, Andrei Bely me informó que Blok había muerto. El 14, un domingo, hicimos celebrar un servicio fúnebre en la iglesia del pueblo. A la noche, como siempre, la juventud del lugar se reunía para cantar alrededor de las fogatas. Quise celebrar en secreto a Blok y pedí que cantaran Korobeiniki[3] , que él amaba tanto. Extrañamente, ninguno la conocía.

A principios de septiembre nos enteramos de que Gumiliev había sido ejecutado. De Petersburgo llegaron cartas oscuras, llenas de reticencias y alusiones. Al regresar a la ciudad, nadie aún se había repuesto del shock ocasionado por esas dos muertes.

A comienzos de 1922, cuando el teatro por el cual Gumiliev tanto había hecho antes de su arresto puso en escena su drama en verso Gondla, al concluir el ensayo general, y después de la primera representación, el público comenzó a llamar al autor al escenario.

La pièce, por órdenes superiores, fue sacada del repertorio.

París, 1931

 

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Tomado de la versión italiana de Necrópolis, Adelphi, Milán, 1985.>>
  2. Un arsin equivale a 0,71 metro.>>
  3. “Los mercaderes ambulantes”, canción popular sobre texto de un poema de Nekrasov.>>