Editorial

Ricardo H. Herrera / Luis O. Tedesco

Rescatada hace cuarenta años por Carlos Mastronardi como acápite para una de sus reflexiones en Memorias de un provinciano, la consigna de Confucio es hoy un disparador energético sobre la aridez de Occidente: «Es preferible encender la más humilde vela antes que maldecir en la oscuridad». Tan escueta como precisa, la proposición, antes de dirigirse al atolladero intelectual donde naufraga nuestra necesidad de sentido, se inclina persuasivamente sobre el gesto nativo del cuerpo, acude a su motricidad natural, nombra los elementos primarios del escenario cognoscitivo. «Es preferible», dice; ninguna orden, ningún presagio de conquista, ninguna estratagema. El escenario confuciano sólo requiere actividad, el puro acontecer de su forma, un movimiento imprescindible de sensación humana.

Permítasenos otra precisión. «Maldecir», ¿qué? ¿a quién? Para maldecir hay que ver o, en todo caso, cuando el objeto de la diatriba carece de imagen física, mirar, escudriñar en la tiniebla invisible la configuración amenazante de la Nada, de Dios, del Infinito. Lo mismo cuando nos acucia la injusticia, el horror, el desprecio racial, la ignominiosa desigualdad, la desintegración del espíritu. Ver para creer, ver para maldecir, ver para escribir. «‘Encender la más humilde vela» significa aplicar sobre el absoluto de la oscuridad nuestra breve duración, el andar erizado del idioma, la plegaria de vida o de muerte que fataliza la interrogación perpetua. No somos dioses, necesitamos de nuestro cuerpo para que esa otra cosa que en nosotros no es cuerpo proponga a la eternidad la crispación de ser mortales. Necesitamos ver para que el suceder benigno que pensamos se llaga mundo. Y para que la mano extendida traduzca, de la voz interior, la materia denodada, polvorienta, el arabesco rítmico del alma.