Dos encuentros literarios: I. Verlaine sobre Rimbaud: una invención; II. Breton sobre Valéry: un testimonio

Traducción de Alejandro Patat

 

I. Verlaine sobre Rimbaud: una invención

 

Sólo un hombre, entre la risa, el humo y las jarras de vino,
Entre todos esos anteojos y esas barbas inmundas,
Sólo uno miró a ese joven y comprendió quién era,
Ha mirado a Rimbaud, y para él se terminaron
El Parnasse Contemporain y el tallercito donde fabrican   
Esos sonetos que parten solos como tabaqueras con campanitas.

 

[Un seul homme dans le rire et la fumée et les bocks,
tous ces lorgnons et tuotes ces barbes inmondes,
Un seul a regardé cet enfant et a compris qui c’était,
Il a regardé Rimbaud, et c’est fini pour lui désormais
Du Parnasse Contemporain et de l’échoppe ou l’on fabrique
Ces sonnets qui partent tous seuls comme des tabatières à musique] [1]

 

En una composición aparecida en 1919, Claudel reconstruyó de este modo el instante que, casi cincuenta años antes, había transformado la vida de Paul Verlaine. Ni bien llegado a París de la lejana provincia, un joven vaga perdido por los cafés. Todos lo ignoran y, sin embargo, entre tantos “horrendos literatos”, alguien se percata de su presencia. Para Verlaine, una mirada es suficiente para comprender el sentido de dicha aparición.

Como en un supuesto camino blasfemo de Damasco, Claudel muestra a este otro Paul, autor de las Fêtes galantes, en el momento en que descubre en el adolescente de Charleville el sentido del propio futuro –un futuro de desgarro y abandono–, si es cierto que, por un especie de prefiguración, la mirada de Verlaine permanece en esos versos sin ninguna respuesta: “El otro mira para otro lado, con ojos azules, inocentes de todo cuanto ellos mismos arrastran consigo” (L’autre regard ailleurs d’un oeil bleu, innocent de tout ce qu’il entraîne avec lui).

En una sabia toma desde el ángulo opuesto, al impulso del amante sigue en el texto la indiferencia del amado. La importancia de tal detalle reside en el hecho de que es posible descubrir, en filigrana, la cita de un pasaje atribuible al mismo protagonista del cuento en verso. La expresión “ojos de un inquietante azul pálido” (des yeux d’un bleu pâle inquiétant) [2] aparece, de hecho, en el artículo Arthur Rimbaud que Verlaine publicó en la revista «Lutèce» en octubre de 1883, antes de reformarlo al año siguiente, en la primera edición de los Poèmes maudits. Que se trata de un verdadero topos lo confirma la textual repetición de la frase en el homónimo ensayo que, en 1896, Mallarmé consagró al autor de Illuminations.

No lo vio, lo miró. Este simple gesto basta por sí mismo para decretar la muerte espiritual de aquel Verlaine que hasta ese momento había abrazado una concepción del arte entendida como artificio y artesanía (de ahí la referencia al taller). A todo esto, con su sola presencia, el joven Rimbaud contrapone la salvaje, violenta realidad de un destino en que biografía y poesía se identifican. La escena se inspira, evidentemente, en el encuentro meduseo y, en general, en un tipo de relación visual prohibida. [3] Sin embargo, en una perspectiva profana y, en parte, claramente profanadora, los versos de Claudel se prestan a una lectura de corte cristológico. De hecho, la misma mirada gorgónica que mata y petrifica el pasado, abre simultáneamente el paso al advenimiento de una nueva existencia.

El prototipo de dicho intercambio visual se halla en Jesús, tal como es descripto en los Evangelios: “seres humanos han sido mirados, y han dejado todo […]. Todo tiene lugar en un cara a cara.” [4] Un paso más, y Cristo, aquel cuyos ojos abren los del interlocutor, llegará a curar a los ciegos, dándoles el don de la vista. Sin ir mucho más allá, nos parece legítimo afirmar que ambos poetas aparecen protagonistas de un verdadero “relato de vocación”. En la interpretación que guía a Le faible Verlaine, el héroe epónimo aparece expuesto a una metamorfosis radical, de la que nacerán el sufrimiento y la verdad de su futuro.

Inscripta en ese nudo de amor y visión que recorre la civilización occidental, desde el Fedro de Platón al Roman de la Rose (hasta llegar al colapso figurativo narrado en la Histoire de l’oiel de Bataille y comentado en las Mémoires d’aveugles de Jacques Derrida), la profana representación de Claudel narra una fulguración conjuntamente existencial e intelectual, que se sitúa dentro de aquel sistema gnoseológico que ha sido definido en los siguientes términos: “Nadie puede decir cuáles hilos componen el tejido de la experiencia de una mirada, salvo reconocerle, en nuestra cultura, la experiencia misma, la experiencia más general de la relación. Ver y ser visto; mirar y ser mirado: juegos de intercambios, de reciprocidades, de espejos. La mirada es, ante todo, relación: se halla dominada por el deseo, siempre parcialmente insatisfecho. La mirada está siempre en otra parte, nunca en sí misma” [5] .

Abandonando el cuadro de una historia cultural dilatada hasta las dimensiones de antropología histórica, parece legítimo decir que, bajo un aspecto estrictamente literario, la descripción de Claudel podría figurar entre las escenas de “amor a primera vista”, estudiadas por Jean Rousset en un libro afortunado[6] . En el momento en que Verlaine se topa con Rimbaud, vemos cómo se realizan las tres características relevadas por el crítico, esto es: fascinación, conmoción y mutación. Una diferencia impide, fundamentalmente, una tal comparación. Respecto de los casos examinados en el ensayo, aquí falta, como se ha dicho, la reciprocidad que sella el nacimiento de algunas de las más célebres parejas de la literatura europea. Parafraseando el título, podríamos decir acerca de nuestros protagonistas que “sus ojos no se encontraron”.

En la segunda de las tres partes que conforman el texto, Claudel retoma el tema del circuito visual con una sugestiva variación, subrayando justamente la importancia de aquel contacto inicial y sus modalidades. Recluido en una cárcel belga, separado para siempre de Rimbaud –“no lo verás nunca más” (tu ne le verras plus) [7] – Verlaine es descripto en el acto de dedicarse a un complicado ejercicio espiritual. Como en una solitaria sesión de cinematografía interior, el prisionero, transformado en médium, procede a la evocación de un ectoplasma. Lo vemos mañana, tarde y noche, con los ojos fijos en la pared. En la mágica pantalla de ese muro, “penetrado de dolor y de sangre como el velo de una Verónica” (pénétré de douleur et de sang comme le linge de la Véronique), el recluso concentra todas sus fuerzas “hasta que pueda nacer esta imagen y el rostro que ella implica, / redivivo desde el fondo de las edades frente a su rostro descompuesto / esta boca que calla y estos ojos que poco a poco lo miran”.

Estamos ante un caso singular de autohipnosis, a mitad de camino entre evocación espiritista y experimento óptico. Podríamos, incluso, hablar de fantasmagoría en cuanto arte de hacer aparecer espectros[8] . Para cumplir el ilusionismo milagroso es suficiente una superficie y un receptáculo óptico similar al velo en que quedó impreso el simulacro del Santo Rostro. Por otra parte, el “hombre extraño” (l´homme étrange), cuya efigie surge en la escena, es Cristo, nacido de los sufrimientos del pecador para entregarle el don de una mirada. En este sentido, hecha la salvedad del carácter religioso de dicho pasaje, la página de Claudel parece llevar a cabo la invitación que Baudelaire dirigió a los grandes viajeros, tras la exclamación “¡Abre los ojos!” (Ouvre l’oeil!): “Haced, para aliviar el tedio de nuestra prisiones, / Pasar sobre nuestros espíritus / Tensos como una tela, / Vuestros recuerdos con sus cuadros de horizontes” (Faites, pour égayer l’ennui de nos prisons, / Passer sur nos esprits, tendus comme una toile, / Vos souvenirs avec leurs cadres d’horizons) [9] .

La voluntad de autosugestión convive aquí con la descripción de una mecánica precisa, dirigida a obtener, aunque más no sea en un plano puramente imaginario, el lenitivo de un resarcimiento psíquico. Gracias a la recreación fantasmagórica, Jesús cumple el gesto negado por Rimbaud. Sólo ahora, invirtiendo los términos del intercambio visual relatado al inicio del poema, Verlaine logra mudarse de sujeto en objeto, mira de un amor tan anhelado.

Como en un blasón, el texto resume el nacimiento de una leyenda signada por la maldición social y literaria. Pero lo que lo hace tan denso de significados, es el hecho de traducir dichas implicaciones en un elaborado sistema de miradas. Es decir, Claudel narra las fases del hecho a partir de una verdadera batalla visual (también ésta de carácter claramente baudelairiano), en primer lugar, entre el antagonista y el protagonista, después enteramente simulada por este último. Es hora de dejar el ingenioso y triste laboratorio físico del pobre prisionero para examinar un segundo caso literario.      

 

II. Breton sobre Valéry: un testimonio

En general, et pour cause, las escenas de los encuentros entre escritores consagrados son tratadas como simple material anecdótico, sin ninguna posibilidad de rescate crítico. Tales parejas, más o menos juiciosas, entre autores que han alcanzado su plena madurez creativa, no tienen quizás ninguna consecuencia –según la opinión de George Painter– “por un fenómeno común e institivo de simple autodefensa” [10] . Es distinto, en cambio, lo que se verifica en caso de que uno de los escritores se encuentre en plena formación y, por lo tanto, en una actitud de apertura y disponibilidad receptiva.

Respecto a la necesidad de no descuidar contactos de este tipo, se pronunció abiertamente el mismo Valéry: “No nos hemos preguntado suficientemente […] acerca de la naturaleza y de la importancia de las relaciones que, en un cierto período, los jóvenes establecen con los viejos. La admiración, la envidia, la incomprensión, los encuentros, los preceptos y los procedimientos que se transmiten, luego rechazados; los juicios recíprocos, las negaciones que se responden, los desprecios, las cavilaciones… Todo ello, que constituiría uno de los aspectos más vivos de la Commedia dell’Inteletto, merecería, por cierto, que no pasara en silencio” [11]

Y bien, justo un contacto de este tipo tuvo lugar el 15 de marzo de 1914, entre Valéry y Breton, después de que éste último, ocho día antes, había enviado una carta de autopresentación al primero. Del encuentro nos hablan los Entretiens radiofónicos recogidos por André Parinaud y transmitidos en 1952. Antes de examinarlos, sin embargo, es indispensable afrontar el nudo, teórico y existencial, representado por la así llamada “noche de Génova”. Dada la resonancia del evento, ya sea en relación con la poética de Valéry en general, ya sea respecto de su reflexión sobre la mirada en particular, no será inútil intentar resumirlo.

Se trata de un episodio unánimemente considerado decisivo. Es digno de nota cómo el futuro autor de la Soirée avec Monsieur Teste haya querido elegir la ciudad de Génova (él, de madre triestina) como lugar de un mito fundacional y autobiográfico. Siguiendo el ejemplo de Descartes, él fijó el acta de nacimiento intelectual la noche entre el 4 y el 5 de octubre de 1892. La referencia al autor del Discours de la méthode resulta clara, si se toma en cuenta que, en la segunda parte de la obra, éste declara haber aferrado el sentido de las propias investigaciones en la noche transcurrida en Alemania entre el 10 y el 11 de noviembre de 1616. Siguiendo, entonces, dicho hilo (por otra parte, evidente en el ensayo Une vue de Descartes), Valéry reorganizó las líneas de su propia experiencia vital en una escena de gran eficacia testimonial, haciendo converger en una única representación los innumerables y disparatados elementos de un malestar mental y sentimental que estaba incubando desde hacía ya mucho tiempo. Entre truenos y relámpagos (documentados metereológicamente y, no obstante, parecidos a elementales recursos teatrales), la noche fatal consume, sobre el altar de una desventura amorosa, las últimas ilusiones del literato simbolista. Se trataba de cumplir una obra de radical distanciación. Valéry confesará más tarde: “Me había convertido en una mirada” (Je m’étais fait un regard) [12] .

Cabe señalar que dicha mirada, en realidad, se entronca, mucho mas allá de Descartes, en una tradición muy ilustre, al recortar en la biografía del joven poeta una especie de Vida Nueva dantesca. De hecho, como ya ha sido recordado, las cartas a Gide, de 1891, sitúan en el centro del idilio fallido, los ojos y el porte “aislados de la mirada en un teatro de la presencia y de la ausencia que es el mismo que codificaron los trovadores y los poetas del Dolce Stil Novo en la definición de enamoramiento” [13] .      

No menos interesante es el intento de distinguir los reflejos de la crisis de 1892 en el nudo de la obra valeriana: “La noche de su Parca es homóloga de la noche de Génova: replanteo acerca del propio pasado, con sus certezas seductoras más ilusorias; acceso a la madurez a través de un auténtico suicidio como poeta; ingreso en el universo de Monsieur Teste, cuya alma llega hasta el extremo de una fría y rigurosa pureza” [14] . A partir de estas lecturas, podemos afirmar que, optando por un régimen basado en el ideal de un completo autocontrol, Valéry fue capaz de rechazar la tentación de una sensibilidad exacerbada. Como un nuevo San Antonio del Pensamiento, se halló a sí mismo transformado por aquello que prefirió describir como un “golpe de estado”. Con una crisis de tal naturaleza, toda forma de concesión estética debió ser necesariamente condenada; a dicha crisis se remonta su decisión de interrumpir toda actividad poética.

De hecho, tras haber entregado algunas composiciones para su impresión, incluidas las prosas de Teste y la Introduction à la méthode de Léonard, hacia 1900 abandonó progresivamente toda publicación. Y, sin embargo, la redacción o la reelaboración de sus cuadernos prosiguió ininterrumpidamente. Si hoy, toda esta información nos es clara, el cuadro fue distinto durante muchos años, pues la crítica no dudó jamás en aceptar la versión del silencio, que el mismo Valéry se habría impuesto cuando contaba menos de treinta años. Muchos lectores, sensibles a la influencia ejercida por sus pocas páginas escritas, aunque desconocedores del enorme trabajo que tomaba forma en los Cahiers, cedieron a la tentación de confundir al autor con el personaje, hasta fundir su imagen con la de una suerte de Monsieur Teste, impasible asceta de la página.

Y, justamente, es éste el caso de Breton. La abstención de Valéry de la vida literaria visible (podríamos decir: de la “tipografía”) constituyó para Breton, como por otra parte para toda su generación, una auténtica leyenda. Lo que caracterizó el imprinting del joven poeta fue el disgusto por el ambiente de la cultura oficial y el rechazo de la literatura entendida como praxis tranquilizadora o consoladora. En los Entretiens, Breton declara no sólo haber amado La Soirée avec Monsieur Teste –obra, subraya, publicada el año de su nacimiento–, sino haberla aprendido casi de memoria. En resumen, hasta la aparición de la Jeune Parque, en 1917, Valéry encarnó el modelo “insuperable y vertiginoso” [15] de la deserción del mundo. Por otra parte, ¿quién más hubiera osado retirarse completamente de la sociedad cultural, después de haber demostrado su proprio valor? No hay sino una única respuesta: “Para mí –responde Breton–, gracias a todo esto, él se veía beneficiado con el prestigio inherente al mito ya asentado en torno a Rimbaud, el de un hombre que, un buen día, da la espalda a su propia obra, como si ésta, una vez alcanzada la cima, rechazase a su propio creador”. 

Se trata de una afirmación significativa, por cuanto la comparación entre Rimbaud y Valéry ha pasado siempre a un segundo plano respecto de la relación de éste último con Mallarmé. No obstante, Gérard Genette ha observado que una confrontación de tal magnitud revela ecos profundos: “Dicho ¿para qué?, este disgusto por la escritura que se adueña de Rimbaud después de haber compuesto su obra, tiene lugar en Valéry antes de que éste la componga y, es más, sin dejar nunca de acompañarlo y, en cierto sentido, de inspirarlo. […] A excepción de los Vers anciens, de la Introduction à Léonard y de Monsieur Teste, la mayor parte de su obra sigue, como en favor de una renuncia perpetua, la seria y definitiva decisión de no escribir más. Se trata literalmente de un post scriptum, un largo codicilo enteramente edificado sobre el sentimiento de su absoluta inutilidad, es más, de su total inexistencia fuera de cualquier término que no implique al todo como mero ejercicio” [16] .

Breton se dirige, entonces, a Valéry con una actitud de admiración que puede hacer pensar, al menos al inicio, en la actitud de este último respecto de Mallarmé. A propósito, existe una carta a Thibaudet, del 10 de marzo de 1913, en que el autor de los Cahiers vuelve a evocar el sentido de dicha relación en términos que corresponden a los del principiante respecto de su obra: “Comprende Usted la pasión que puede existir en un joven de 22 años, ardiente de deseos contradictorios, incapaz de satisfacerlos, intelectualmente celoso de toda idea que, a su parecer, le pueda comportar potencia y rigor […]; enamorado no tanto de almas, sino de espíritus, y de los más diversos, como otros lo están de los cuerpos… En fin, insoportable, sobre todo para sí mismo”. (Vous sentez la passion qui peut exister dans un jeune monsieur de 22 ans, fou de désirs contradictoires, incapable de les amuser, jaloux intelectuellement de toute idée qui lui semble comporter puissance et rigueur […]; amoureux non d’âmes, mais d’esprits et des plus divers, comme d’autres le sont des corps… Insupportable, en somme, et d’abord à soi-même) [17] .

Sin perder de vista esta controvertida actitud de devoción y, al mismo tiempo, antagonismo, podemos volver a los Entretiens, en la edición cuidada por Parinaud. En la entrevista de apertura, Breton reconstruye la escena de su primer encuentro con Valéry a partir de una única directriz ocular. No estamos obligados a seguir paso a paso toda la visita, sino tan sólo la reconstrucción del momento en que se enciende el circuito visual entre ambos protagonistas. Ya casi sexagenario, el autor vuelve a evocar su ingreso en casa de Valéry: “Yo me veo nuevamente entrando en la casa de Valéry, en el número 40 de Rue de Villejust, que no tenía dudas de que algún día cambiaría su nombre por el del escritor. Algunas bellas telas impresionistas estaban expuestas así nomás, obstaculizando los espejos. He allí a aquel hombre, acogiéndome con extrema gentileza, el mismo al que yo, mientras subía las escaleras, no sabía cómo habría de dirigirle la mirada; y he allí, fijo sobre mí, bajo los párpados un poco tajantes, su ojo, de un bellísimo color azul transparente, como del mar cuando se retira”[18] .

Tratemos de reconstruir la última secuencia, siguiendo el ejemplo de la mirada. La descripción no está exenta de belleza. No obstante haya sido esbozada en un simple coloquio, la compleja dirección parece obedecer a una lógica cerrada. Todo conduce a un movimiento ascendente del cuerpo y de la visión. El enfoque sube gradualmente hasta que, entre telas y espejos escondidos, justo en el punto de fuga de la composición, aparece, bajo el velo del párpado, el ojo de Teste, o mejor dicho, de su vicario. Luego, la rigurosa angulación subjetiva llega a su ápice cuando el huésped cruza la mirada del anfitrión, alcanzando finalmente su transparencia marina.

El contacto se produce cuando Breton accede a la visión del iris glauco, a orillas de un azul muy similar a aquel que Verlaine y Mallarmé captaron en el retrato de Rimbaud y que Claudel tradujo en materia de una conmovida invención poética. Como reafirmación de la importancia de dicho pasaje, existe un soneto que el mismo Breton había dedicado a Valéry. El tema es el de una ninfa risueña, sorprendida en “una azul frontera del bosque” (au bleu de quelque orée) [19] . Entre fugas y éxtasis, faunos e hipérbatos, (¡cuánto de mallarmeano tiene el futuro padre del surrealismo!), el segundo cuarteto parece narrar el misterio de una elevación celeste, describiendo la ascensión encantada de la “navecilla dorada de un sueño” (nacelle d’or d’un rêve).

La atmósfera cromática, la insistencia en el tema de la mirada, y sobre todo la ilustración de un irresistible movimiento hacia lo alto, podrían justificar una impresión de vaga parentela entre la anécdota citada más arriba y estos versos. Pero es fundamentalmente su colocación lo que resulta particularmente indicativo: redactado en 1913, y publicado en la «Phalange» para ser incluido seis años después en Mont de Piété, el texto figura al final del primer capítulo de los Entretiens. Hay suficientes elementos para suponer que, en el momento de reconstrucción del primer encuentro con el ídolo de su juventud, el escritor haya advertido, en forma más o menos consciente, el eco de la lírica consagrada justamente a aquél.

De cualquier manera, lo esencial es comprender el clima fabuloso en que se halla inmersa la aparición del maestro. No por nada, en los Entretiens, Breton declaró haber nutrido una auténtica veneración hacia los mayores representantes de la generación simbolista. Si esto valía para Vielé-Griffin, René Ghil o Saint-Paul Roux, imaginémonos cuánto para el destinatario del soneto mencionado. Entonces, sin que lleguemos al extremo de afirmar que el autor se imaginaba en el acto de ascender al departamento del poeta como una ninfa proyectada hacia el cielo, será necesario recordar que, tras la pantalla retrospectiva de la ironía, aquella mágica, fantástica aparición de Valéry se trató de una tormenta de temblores y fervor.

Mucho más interesante resulta la manera en que Breton describió el progresivo agrietarse de dicha amistad (la palabra no parece excesiva, desde el momento en que, en 1921, Breton eligió a Valéry como testigo de su matrimonio). Si al inicio de la relación, él cumplió con el rol tradicional de discípulo en obsequiosa visita a un maestro condescendiente, el equilibrio se modificó muy rápidamente. A partir de 1916 y hasta la interrupción de la relación, las reservas y luego los ataques contra quien había sido llamado incluso “padre espiritual” quedaron cada vez más al descubierto. (El epistolario cesa en 1922; no obstante, según algunos, Breton siguió siendo para Valéry una presencia significativa, al punto de que, a distancia de veinte años, constituyó el modelo de alumno para Mon Faust).

Una prueba de dicho disgusto se lee en un texto compuesto junto a Aragon y publicado en 1918 en «Sic». Treize études consiste en una lista de sendos escritores cuyos nombres aparecen asociados a una serie de temas misteriosos. Pues bien, en este formulario sibilino, a Valéry le cupo el sustantivo “pérdida” (perte) [20] . Como ha sido explicado, una tal toma de distancia indica, por un lado, la desilusión provocada por el retorno del poeta a aquella “publicación comercial” de la que hablaremos más adelante; por otro, el disgusto ocasionado por el rechazo del arte moderno por parte de Valéry. Será el mismo Breton quien ilustrará este segundo punto en una carta a Jean Paulhan: “Pérdida escribía en «Sic». Me vi a mí mismo implorando a Valéry una pupila menos enojosa para Picasso. Me gusta ver –decía–, visto que no entiendo, y verme mientras no entiendo. Esto me ha hecho bastante fuerte” [21]

Estamos otra vez en un teatro de miradas, similar al construido por Claudel. Con una explícita parodia de La Jeune Parque, vuelta sobre sí misma en su “me veía viéndome” (je me voyais me voir) [22] , Breton manifiesta su propio fastidio objetivando el acto de la visión en forma metonímica, hasta acuñar la expresión “implorar a una pupila”. En el momento de separarse del viejo guía, al que considera perdido entre las lisonjas mundanas, la última invocación del joven protégé es en nombre de su pupila. Intuición inútil, pues Valéry se demostrará, antes que indiferente, literalmente ciego respecto del arte de vanguardia y, es más, decidido a reivindicar su propia incapacidad para comprenderla.

En fin, tenemos aquí los presupuestos de un adiós destinado a tener lugar en breve tiempo para luego ser dramáticamente revivido en la entrevista de Parinaud. El primer capítulo de los Entretiens, dedicado en gran parte a Valéry, se cierra con dichas palabras: “Elegí el día en que entró en la Académie Française para deshacerme de sus cartas que un librero me reclamaba con ansia. Es cierto que tuve la debilidad de quedarme con una copia, pero durante mucho tiempo había cuidado del original como de la pupila de mis ojos” [23] .

Más allá de la utilización idiomática, nótese cómo dicha cita, al igual que la anterior, recurre al campo metáforico de lo visual. La imagen de la pupila se ha invertido en este caso. Ahora Breton la atribuye a sí mismo, refiriéndose a su amor por la correspondencia que le enviara Valéry, don extremo de una estima que se esfumó. La renuncia a los originales, el recurso a las copias, suenan como el equivalente de un auténtico enceguecimiento, una suerte de rito considerado evidentemente indispensable para sellar la interrupción de una amistad tan profunda.

En pocos años, dijimos, la situación se deteriora irreparablemente. De la reserva velada explícita en los Treize études se pasa a una carta fechada el 8 de diciembre de 1923, dirigida a Éduard Dujardin, en la que Breton llega a sostener que Valéry, perdido todo derecho a reivindicar una influencia mallarmeana, debe ser equiparado a un Henri de Régnier. Aun así, entre tantas huellas de la crisis, la más significativa es quizás el escrito Notes sur la poésie, en que Breton y Éluard corrigen los primeros cuarenta aforismos de un texto de Valéry, Littérature, publicado en el verano de 1929 en el vigésimo número de «Commerce». Según una especie de aberrante traducción, las afirmaciones del interlocutor son invertidas; su palabra, alterada; su autoridad, recusada. En esta operación de sabotaje sistemático, la inversión, la negación, la antinomia, se dirigen contra el modelo encarnado por Teste, el héroe valeriano al que Breton le había declarado en los Entretiens su ya pasada admiración.

Como una especie de “mot à mot” rectificado, las Notes sur la poésie viven gracias a una fuerte tensión lúdica y desacralizadora. Velozmente, sin embargo, la praxis intertextual supera la dimensión del juego para desembocar en una apasionada reivindicación ético-estética. Imposible ilustrar mejor la distancia entre los surrealistas y el autor de La Jeune Parque: “Semejantes correcciones –ha sido notado, precisamente– revelan el lugar desde el cual se legitiman las proposiciones de Valéry: trabajo fotográfico que vuelve positivo lo negativo y negativo lo positivo, y vuelve solar al cliché” [24] . En fin, Valéry versus Breton. Si el primero afirma que la poesía debe ser vista como una fiesta del intelecto, y la define como la literatura reducida a su principio activo, el segundo contesta que es exactamente lo contrario; si uno ve en el lirismo el desarrollo de una exclamación, el otro lo encuentra como el desarrollo de una protesta; si uno indica la esencia de la belleza en la continuidad, el otro la señala en la discontinuidad; si uno condena como ignominioso el escaso conocimiento de las estructuras de la lengua, el otro lo halla un motivo de orgullo[25] .

Comentando el momento en que el joven tronca su relación con el viejo ídolo, habíamos hablado de enceguecimiento. Tratemos de retomar dicho concepto para aplicarlo al escrito en que Breton transforma la ruptura de su relación con Valéry en una obra al mismo tiempo crítica y mimética. Estamos verdaderamente ante un texto “cortado”, lenta y metódicamente seccionado por el filo de una contra-redacción. Las rectificaciones aportadas a los enunciados originales quieren sobreponérsele, disgregándolo. La admiración se ha transformado a esta altura en una aversión radical, en ciertos sentidos fundacional. La mano del viejo alumno, verdadera “segunda mano”, interviene en el cuerpo mismo de la palabra valeriana para sacarla de su sentido primario y arrancarla de ese modo de su propio origen. Una práctica parecida aparece como el exacto contrario de la tortura, pues el verdugo no pide al torturado que le diga lo que sabe, sino lo que ignora: el revés, lo opuesto, lo otro de sí.

Inspirado en un principio de economía del discurso, el itinerario seguido por Breton recuerda, de cierta manera, la navaja de Occam. Podando toda superflua imputación, la condena cede su lugar a una intervención violentamente intrusiva, quirúrgica, mientras la refutación se reduce en el texto a un simple gesto. Así, la figura paterna es liquidada en el modo más visible y espectacular a través de una verdadera exégesis performativa (o performance exegética). Ya entendimos: un paso más y terminaremos por imaginar la ruptura de la relación con Valéry en términos de ese ojo cortado con el que se abre la obra maestra de Luis Buñuel y Salvador Dalí, Un chien andalou.

Por cierto, como ya ha sido observado, todo el surrealismo se halla recorrido por separaciones y mutilaciones; así resulta, por otra parte, en composiciones como el collage o el ready-made. Justamente, jugando entre la pelea entre cita y tajo, Antoine Compagnon declaró: “Cuando yo cito, amputo, mutilo, relevo” [26] . Y sin embargo, el acto de negación y recusación con que Breton ataca la escritura del adversario no puede no recordar la famosa escena que muestra a un ojo herido por una navaja. La comparación, si bien forzada, puede prestarse a una lectura cronológicamente plausible. Las Notes sur la poésie salieron justamente en el duodécimo numero de «La Révolution surréaliste», en diciembre de 1929, cuando apareció el guión de Un chien andalou.

A esta altura, el relato de la controvertida amistad entre Valéry y Breton puede concluirse. A la reconstrucción del primer encuentro, ofrecida por el más joven en forma de contacto ocular, sigue la descripción del fin de la amistad, presentada nuevamente en términos de una deserción textual. Como en el film de Buñuel, la barra de la corrección bretoniana corre sobre el tejido viviente de la letra correcta. Las Notes sur la poésie representan, por lo tanto, ya sea un manifiesto de poética, ya sea la mise en scéne de una despedida. Son notas –agregamos– que seccionan, separan para siempre a dos escritores y, al mismo tiempo, a dos visiones del mundo.

(Observación al margen. El año 1929, annus orribilis por el derrumbe de las Bolsas mundiales, fue, desde el punto de vista iconográfico, no menos crucial para la representación del ojo. No se explicaría de otro modo que Samuel Beckett haya querido ambientar justo en esa fecha la desconcertante bancarrota de la mirada en torno a la cual gira el cortometraje Film. La obra, llevada a la pantalla por Alan Schneider en 1964 e interpretada por Buster Keaton, se basa sobre la escisión del protagonista en objeto y ojo –el primero en fuga, el segundo, detrás suyo– «para culminar con el descubrimiento de que el perseguidor incipiente no es un extraño, sino él mismo” [27] . Como Acteón, el héroe resulta condenado a respetar una precisa ley óptico-gnoseológica, que se halla en ese ángulo de “inmunidad”, pasado el cual se revela la identidad del cazador y de su presa).

 

Traducción de Alejandro Patat

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. P. Claudel, Le faible Verlaine, en Oeuvre poétique, al cuidado de J. Petit, Pléiade, Gallimard, Paris, 1967, p. 599.>>
  2. P. Verlaine, Oeuvre en prose complète, al cuidado de J. Borel, Pléiade, Gallimard, Paris, 1972, p. 644. Recientemente, Pierre Michon, en su libro Rimbaud, le fils, Gallimard, Paris, 1991, vuelve sobre la misma imagen, en que el héroe aparece evocado a través de sus ojos infantiles, enojados, claros, soberanos.>>
  3. Sobre la prohibición de la visión en el mito y en la literatura, cfr. J. P. Vernant, La mort dans les yeux: figure de l’autre en Grèce Ancienne, Hachette, Paris, 1985; G. Simon, Le regard de l’autre et l’apparence dans l’optique de l’Antiquité, Seuil, Paris, 1988; J. Clair, Méduse. Contribution à une anthropologie des arts du visuel, Gallimard, Paris, 1989; M. Milner, On est prié de fermer les yeux. Le regard interdit, Gallimard, Paris, 1991.>>
  4. B. Chenu, La trace d’un visage, Centurion, Paris, 1992, p. 70. Según Chenu, “a la identificación de la mirada de los discípulos” (ibidem, p. 82) corresponde el hecho de que la “conversión signa un cambio de registro en la mirada”.>>
  5. C. Havelange, De l’oeil et du monde. Une histore du regard au seuil de la modernité, Fayard, Paris, 1998, p.7. Ver además W. Deonna, Le symbolisme de l’oeil, Boccard, Paris, 1965. Un actualizado panorama bibliográfico sobre el problema de lo visible en el pensamiento contemporáneo, puede hallarse en la introducción de M. Jay, Downcaste eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought, University of California Press, Los Angeles-London, 1993 , pp. 1-20.>>
  6. J. Rousset, Leurs yeux se rencontrèrent. La scène de prèmiere vue dans le roman, Corti, Paris, 1984. Respecto al tema del ojo como vehículo amoroso, me limito a señalar el libro de G. Agamben, Stanze. La parola e il fanasma nella cultura occidentale, Einaudi, Torino, 1977.>>
  7. P. Claudel, Le faible Verlaine, p. 600.>>
  8. M. Milner, La fantasmagorie. Essai sur l’optique fantastique, Presses Universitaires de France, Paris, 1982. Ver. también V. Brombert, La prison romantique. Essai sur l’imaginaire, Paris, Corti, 1975.>>
  9. Ch. Baudelaire, Oeuvres complètes, al cuidado de Cl. Pichois, vol. I, Pléiade, Gallimard, Paris, 1975, pp. 130-131. Analizando los fenómenos de “producción icónica”, Carlo Ossola, en su libro Figurato e rimosso. Icone e interni del testo, Il Mulino, Bologna, 1988, pp. 119-171, traza un itinerario que va desde la Iconomystica de San Ignacio para llegar a Baudelaire, pasando por la ascesis libertina de Sade.>>
  10. G. Painter, Marcel Proust. A Biography, Chatto & Windus, London, 1959.>>
  11. P. Valéry, Degas danse dessin, en Oeuvres, II, Paris Gallimard, 1960, p. 1169.>>
  12. Citado por A. Ruoart-Valéry, Introduction biographique, en P. Valéry, Oeuvres, I, Paris Gallimard, 1973, p.20.>>
  13. J. Risset, La nuit de Gênes, in AAVV, Paul Valéry. Teoria e ricerca poetica, Atti del VIII Convegno della Società Universitaria per gli Studi di Lingua e Letteratura Francese, Aosta, 27-30 settembre 1979, Schena, Fasano, 1982, p. 297.>>
  14. R. Fromilhage, La Jeune Parque et l’autobiographie dans la forme, en AAVV, Valéry Contemporain, Congreso de París y de Estrasburgo, noviembre 1971, al cuidado de M. Parent y J. Levaillan, Klincksieck, Paris, 1974, p. 234.>>
  15. Ibid., p. 24.>>
  16. G. Genette, Figures, Seuil, Paris, 1966, pp. 253-254.>>
  17. P. Valéry, enCahiers, IV, cit. p. 911.>>
  18. A. Breton, Entretiens, Gallimard, Paris, 1952, p. 24.>>
  19. A. Breton, op. cit., p. 16. Cfr. también A. Breton, Oeuvres complètes, al cuidado de M. Bonnet y P. Bernier, PLéiade, Gallimard, Paris, 1988, p.6. Siempre a Valéry, Breton ha dedicado otro texto, titulado Monsieur V., donde la cuestión es ahora el “iris de su ojo”. La influencia del maestro se nota también en Étude pour un portrait, aparecido en 1918.>>
  20. Ibid., p. 25. En el número 29 de «Sic», del 18 de mayo de 1918, una errata deformó el sustantivo “perte” en “perce”. La rectificación apareció en el número siguiente.>>
  21. Citado por M. Bonnet en Notes et variantes, ibid., p. 1107.>>
  22. P. Valéry, La Jeune Parque, en Oeuvres, I, Paris, Gallimard, 1957, p. 97.>>
  23. A. Breton, Entretiens, cit., p. 25.>>
  24. M.-P. Berranger, Paul Valéry corrigé par André Breton et Paul Éluard, en «Pleine Marge», I, 1985, pp. 103-106. Un buen comentario gráfico puede verse en las ilustraciones détournées de Enrico Aresu en P. Valéry, A. Breton y P. Éluard, Note sulla poesia, al cuidado de N. Musarra, Edizioni Loplop, Catania, 1986. Para la amplia bibliografía del tema, puede consultarse el número especial de la revista «Revue belge du cinéma» (nn. 33, 34 y 35, 1993), al cuidado de Ph. Dubois y E. Arnoldy, con un estudio de Giovanni Angeli, Surrealismo e umorismo nero, il Mulino, Bologna, 1999, pp. 115-135, acerca de la relación entre Breton, Buñuel y Dalí. Como concepto de intertextualidad en tanto mosaico de citas, cfr. J. Kristeva, Semeotiké, Seuil, Paris, 1969.>>
  25. P. Éluard, Notes sur la poésie, en colaboración con André Breton, en P. Éluard, Oeuvres complètes, al cuidado de M. Dumas y L. Scheler, vol. I, Pléiade, Gallimard, Paris, 1968, pp. 471-481.>>
  26. A. Compganon, La seconde main ou le travail de la citation, Sueil, Paris, 1079, pp. 16-17.>>
  27. 27 S. Beckett, Film, Faber, London, 1967.>>