Wilfred Owen: El poeta de la guerra seguido de El verdadero Wilfred

Traducciones de Amanda B. Zamuner, Fabiana Datko y Miguel Ángel Montezanti

1. El poeta de la guerra[1]

El rostro de Wilfred Owen, con bigotes y peinado con raya al medio, nos contempla eternamente desde 1916. La producción de una nueva edición[2] aparentemente definitiva de sus poemas casi medio siglo después sugiere que, a partir de ahora, estaremos en condiciones de separar su obra de los accidentes temporales de su vida. Sin embargo, son esos accidentes precisamente los que condicionan la naturaleza de sus logros y hacen muy difícil una evaluación crítica independiente.

Un poeta “de la guerra” no es aquel que elige conmemorar o exaltar una guerra sino alguien que reacciona contra el hecho de que le han impuesto una guerra: está encadenado, en otras palabras, a un hecho histórico –y bastante anormal–. Sin importar el éxito que tenga en esa tarea –aunque convengamos en que la guerra sucedió y que debe escribirse sobre ella– persiste en nosotros una tendencia a abstenerse de brindar nuestras mejores loas porque creemos que la opción realizada por un poeta acerca del tema debería al menos parecer acción, no reacción. Tenemos la sensación de que “The Wreck of Deutschland” habría sido muy inferior de haber estado Hopkins entre los pasajeros sobrevivientes. Por otra parte, el poeta de primer nivel debería ignorar el escuálido accidente de la guerra: su visión debe ser lo suficientemente poderosa como para no tenerla en cuenta. Cierto es, sin embargo, que la guerra podría acercarse demasiado como para poder sustentar esta visión. Aun así, es esencialmente irrelevante.

En el caso de Owen, podría decirse con toda justicia que no sólo lo que escribió sino la manera en que lo escribió era históricamente predecible. Owen era parte de lo que D. S. R. Welland llama “la Fase de Protesta”, la ola de indignación visceral que surge de las batallas de Somme y Passchendaele y que produjo las campañas de paz de “no a las anexiones y no a las impunidades” de 1917, además de un nuevo y estremecedor realismo en el arte y la literatura:

 

El lugar estaba podrido por los muertos: piernas verdosas inútiles
con botas altas, tumbadas y humilladas a lo largo de las zanjas
y troncos con rostros hacia abajo, en el barro que los incorporaba
nadaban como sacos de arena pisoteados y a medio llenar;
y nalgas desnudas empapadas, marañas de cabellos,
cabezas sobresalientes y ensangrentadas dormían en el lodo arcilloso…

 

También había sido precedido, como lo muestran estas líneas, por Siegfried Sasoon –poeta algo mayor que Owen–, quien desde 1914 se había independizado de la escena de la retórica bárdica del Dr. Welland (“Y, luchando por nuestra libertad, somos libres”) a una retórica que Owen adoptó casi de inmediato. Estos dos hombres se conocieron en un hospital de guerra en agosto de 1917. Ambos estaban allí por problemas de nervios: Owen, porque acababa de pasar tres meses en un sector malo en el frente occidental; Sassoon, porque había enviado una carta a su comandante que decía: “Creo que esta guerra, que era de defensa y liberación, se ha convertido ahora en una guerra de agresión y conquista”. Sassoon ya era conocido por sus poemas de guerra (o, más bien, poemas antibélicos), y Owen de inmediato asumió una postura de pupilo admirador. Los dos tenían ansias de que la guerra fuese revelada, de que la masacre, la pérdida y la explotación fueran conocidas en su tierra por los inocentes no combatientes. En Siegfried’s Journey, Sassoon, cuya característica voz era de amarga apatía (“¿Importa acaso… que pierdas las piernas?”), ha despreciado la idea de que su propio ejemplo haya sido crucial para el desarrollo de Owen; lo llama “una de esas situaciones en las que las personas logran efectos imperceptibles por unir sus mentes en un momento favorable”. Sea como fuere, es difícil imaginar que Owen hubiera escrito “Smile, Smile, Smile” (“Sonría, Sonría, Sonría”) o bien “The Dead-Beat” (“Fundido”) sin este contacto fortuito y afortunado.

Pero en verdad tenemos muy poca idea del desarrollo de Owen, sea en ideas o técnica: lo único que parece ser cierto es que experimentó un año y medio de intensa actividad poética entre 1917 y 1918 hasta su muerte siete días antes del Armisticio. El editor de este volumen no sigue el vago orden cronológico de la edición realizada por Edmund Blunden en 1931 (de la cual se reimprime la nota biográfica): comienza con una impresionante ráfaga constituida por las piezas más efectivas de Owen, dejando para después, para después del boquete que abre, los primeros poemas y aquellos menos importantes. Un soneto, “1914”, está plagado de presagios (“ahora el Invierno del Mundo/ se cierne con una oscuridad que muere”), pero no refleja si el punto de vista que Owen tenía sobre la guerra había cambiado. En “Exposure” (“Exposición”) –se supone que data de febrero de 1917, a pesar de que el Dr. Welland cree que fue revisado varias veces con posterioridad– aparece la estrofa:

 

Ya que no creemos que de otro modo puedan arder los fuegos buenos
y que los soles sonrían verdaderamente al niño, al prado o al fruto.
Ante la invencible primavera de Dios nuestro amor tiene miedo
por eso, no por odio, aquí estamos, por eso vinimos al mundo,
porque el amor de Dios parece estar muriendo.

 

Esto se parece mucho a lo que los obispos de Sassoon decían. Pero en una carta escrita alrededor de un mes después desde el hospital, adopta una visión muy distinta: 


Ya he comprendido una luz que nunca podrá filtrarse en el dogma de ninguna iglesia nacional: es decir, que uno de los mandatos esenciales de Cristo era: ¡pasividad a cualquier precio! Sufrir el deshonor y la desgracia pero nunca recurrir a las armas. Se puede ser intimidado, llevado a la ira, asesinado, pero no matarás. Puede ser un principio quimérico e ignominioso, pero ahí está… Así queda demostrado cómo el cristianismo puro no se corresponde con el patriotismo puro.

 

El segundo fue el punto de vista que prevaleció. Pero, a pesar de la capacitación religiosa que tuvo Owen (durante casi dos años fue asistente laico de un vicario en Oxfordshire), su pacifismo no era tanto un principio cristiano; era más bien “la filosofía de muchos soldados”, una convicción apasionada de que cualquier cosa es mejor que la guerra y sus aniquilamientos:


¡Oh Vida, Vida!, déjame respirar: una rata
desenterrada. Nuestra experiencia no vale
más que la de las ratas. Husmeando por la noche
una ruta segura encuentran una casa
que es a prueba de bombas antes de malograrse.
Bien podrían los muertos envidiar a las garrapatas
que viven en el queso…

 

Es difícil hallar una declaración que exprese más claramente que lo terrible de la guerra es la muerte prematura (“Y hubo un conmoverse / de la vida abortada que brotaba”) o la incapacidad que trae aparejada:

 

“Extraño amigo”, dije, “aquí no hay razón para el lamento”.
“Ninguna”, dijo el otro, “salvo los años deshechos…”

 

La convicción iba a penetrar toda la conciencia nacional durante los siguientes veinte años; alcanzó a Baldwin en su negativa a rearmarse, a Dick Sheppard y la Peace Pledge Union, y a Chamberlain, que voló a Berchtesgaden. “Es la poesía de Owen, creo” –escribe C. Day Lewis en la introducción– “que caló hondo entre los miembros de mi generación, de modo que ya nunca más pudimos pensar en la guerra sino como un mal, si bien necesario, vil”. Ese “si bien necesario”, que no podría haber existido antes de 1939, demuestra que, en general, las implicancias de los poemas de Owen han sido inaceptables. Esto no motiva que lo honremos menos, aunque fortalece las limitaciones históricas que acompañan su trabajo.

Éste no es, sin embargo, el final de la historia. Owen no escribió “Mi tema es la Guerra, y el horror de la Guerra” sino “la compasión de la Guerra”: tanto él como Sassoon volvieron a sus unidades para estar con sus compañeros. Mientras que Sassoon buscó transformar la insensibilidad que permitía la continuación de la guerra en disgusto, Owen intentó transformarla en compasión. Sassoon se concentró en lo particular (“Cuando mataron a Dick la semana pasada se veía así, / sacudiéndose como un pez en la línea de fuego”); Owen deliberadamente descartó todo menos las generalidades:

 

Pero sean malditos los imbéciles
a quienes ningún cañón sacude;
deben ser como piedras:
miserables, mezquinos,
con la estrechez que nunca ha sido simple.
Por su propia elección se han vuelto inmunes
para apiadarse de lo que se queja
en el hombre. Y delante
del mar extremo y míseras estrellas;
cualquiera cosa sea
la que lamente cuando muchos dejen
estas costas; cualquiera
cosa que tome parte
en la reciprocidad eterna de las lágrimas.

 

“Parece que escapé de la batalla…” No fue un escape sino más bien un urdido retiro hacia la impersonalidad mitopoiética que, lejos de apagar sus palabras, les otorgaba una resonancia extraordinaria:

 

y Ella, asumiendo el modo del gusano
que a medias sus lesiones en la tierra escondía
aunque sin reptar más, sus pies me revelaba
los pies de muchos hombres, también una cabeza
recién decapitada. La cabeza era mía.

           

Que Owen (“su densa cabellera oscura… ya con toques de blanco por encima de las orejas”) alcanzase este grado de identificación imaginativa a los veinticuatro años sugiere que su respuesta había sido tan poderosa como violento el estímulo. “Este libro”, advirtió, “es sobre la guerra”:

           

el largo trecho duro, desolado
desde el día largo a la más larga noche.

 

Pero, al final, la guerra de Owen no es la guerra de Sassoon sino sencillamente la guerra; no un sufrimiento en particular sino todo sufrimiento; no un desperdicio en particular sino un desperdicio absoluto. Si sus versos no dejaron de ser válidos en 1918, se debe a que las cosas continuaron, y, con ellas, la necesidad de compasión. Esto lo convierte en el único poeta del siglo XX que puede leerse después de Hardy sin una sensación de pasar de lo sublime a lo trivial. Su secreto está en la respuesta que había escrito cuando W. B. Yeats realizó su fatua condena “El sufrimiento pasivo no es un tema para la poesía”: “Por encima de todo, mi interés verdadero no es la Poesía”.

 

1963
Traducción de Amanda B. Zamuner

 

2. El verdadero Wilfred

 

La reputación de un escritor tiene dos facetas: lo que pensamos sobre su obra y lo que pensamos acerca de él. Aun más, esperamos que las dos facetas se relacionen: si no lo hacen, entonces una u otra de nuestras opiniones cambia hasta que las facetas se relacionan. Sin embargo, cuando un escritor muere joven, este doble proceso de valoración crítica y biográfica se ve afectado. Se publica la obra sin agregados posteriores; y comenzamos a formar nuestra opinión sobre ella. La vida del escritor, por el contrario, es protegida por la viuda, la familia, los amigos, los fideicomisarios, y pueden pasar cincuenta años antes de que se brinde una imagen acabada. Esto no quiere decir que nosotros no tengamos una imagen del escritor mientras tanto: casi siempre la tenemos, pero desdibujada precisamente por la gente (viuda, familia, etc.) que no permite que se complete la documentación. Puede haber razones humanas válidas para hacerlo;  de todos modos, en el ínterin, la imagen distará de ser falsa, aunque casi con certeza necesitará modificación final, la cual (nuevamente casi con certeza) producirá una especie de conmoción. No se sabe con seguridad si el proceso se ha llevado a cabo por completo en el caso de Rupert Brooke, o incluso en el de Edward Thomas. El libro actual de Jon Stallworthy[3] muestra que sí está llevándose a cabo en el caso de Wilfred Owen.

Stallworthy se apropia de lo que puede llamarse la historia de Wilfred Owen en un punto particularmente interesante. Cuando sus poemas –o una selección– aparecieron por primera vez en 1920 (dos años después de su muerte) el editor, Siegfried Sassoon, hizo una extraña y audaz propuesta: mantener la Vida de Owen oculta: “Lo más fuerte de Wilfred Owen sobrevive en sus poemas; cualquier impresión superficial sobre su personalidad, todo registro de su palabra, comportamiento o apariencia no sería pertinente ni apropiado”.

Sería interesante saber a quién se le ocurrió esta idea y por qué fue propuesta. En consecuencia, los principales poemas de Owen existieron durante aproximadamente diez años en un vacío, como si fueran expresiones de The Spirit of the Pities en una versión moderna de The Dynasts. La reputación de los poemas iba a aumentar lentamente (es difícil creer que Owen no haya aparecido siquiera en la segunda edición –1953– del Diccionario Oxford de Citas, por ejemplo), pero después de que se vendieron los 2.250 ejemplares de la primera edición, resultó evidente que era necesaria una colección más importante, con una reseña biográfica, tarea que fue asumida por Edmund Blunden.

La reseña biográfica realizada por Blunden, publicada en 1931, contó tanto con el consentimiento como con la colaboración de la familia de Owen (en realidad, de su madre, como veremos) y, por ende, con acceso a una gran cantidad de sus cartas y documentos. El retrato que traza es el de un joven dedicado a la poesía y admirador de Keats, de salud delicada a veces, atrapado en el holocausto de una guerra europea. La mayor parte de ese retrato se concentra en las experiencias de Owen en el ejército, cuando fue por primera vez a Francia con el Regimiento de Manchester a comienzos de 1917. Se incluyeron muchos de los fragmentos ahora conocidos de las cartas entonces no publicadas, junto con el relato inolvidable de la muerte de Owen que hace su oficial amigo, el teniente Foulkes, quien lo vio moverse entre sus hombres a orillas del Canal Sambre aquella mañana, alentándolos en la acción bajo el fuego intenso del enemigo que minutos más tarde lo mató. Es una narración sobria y responsable –dentro de su limitación– y la imagen de Owen que propone se adapta apropiadamente a los poemas: “Fue uno de aquellos seres elegidos por el destino quienes, sin orgullo de sí mismos (las palabras de Shelley nunca serán superadas), ‘Ven, como desde una torre, el fin de todo’. Por fuera era tranquilo, discreto, con un gran sentido común; por dentro, no podía evitar juzgar el mundo con la dignidad de un visionario”.

Blunden no conoció a Owen personalmente; sin embargo, trató de brindar una impresión de cómo era Owen publicando las evocaciones de dos personas que lo habían conocido cuando estuvo convaleciente en el Hospital de Guerra Craiglockhart, cerca de Edimburgo. Una de esas personas fue Mary Gray, miembro de un grupo que entretenía a los oficiales convalecientes; la otra fue Frank Nicholson, bibliotecario de la Universidad de Edimburgo, quien conoció a Owen en la casa de los Gray y, posteriormente comenzó (a pedido de Owen) a enseñarle alemán. Ambos insisten en que Owen era consciente del sufrimiento que había causado la guerra; la Sra. Gray recalca su sensibilidad y compasión (quizá un tanto jocosamente en vista del comentario que Owen hace a su madre de que su nuevo amigo Sassoon era tan “tranquilo … comparado con la Sra. Gray, quien habla con excesiva efusividad de mí”).

Desde ese momento la vida de Owen quedó en un letargo durante unos treinta años. Para el lector de los poemas, consciente de su componente incomparable de compasión visionaria, el poeta parecía un genio prominente de naturaleza extraordinaria. Ser capaz no sólo de soportar la Primera Guerra Mundial, sino también de aceptarla de un modo que hizo posible una expresión artística madura de ella, y al mismo tiempo aborrecer con vehemencia sus horrores y ganar la Cruz Militar… todo esto indica una personalidad a la vez fuerte y altruista, una naturaleza espiritual firme y profunda. Sobre todo su modestia (su deferencia para con las figuras literarias destinadas a parecer inferiores a él) le dio afinidad con las grandes aptitudes negativas; si Hardy o el mismo Shakespeare hubieran muerto en acción a los veinticinco años –así lo sentimos– habrían sido recordados de esta manera.

Sin embargo, en la década del sesenta, la bien protegida área de estudios sobre Owen fue progresivamente desbordada por una sucesión de volúmenes que arrasó tanto con el espíritu de Blunden como supuesto amigo, cuanto con la voz de Sassoon exclusivamente. Los volúmenes incluyeron las tres partes de las memorias de Harold (el hermano menor de Owen), Journey from Obscurity (1963-5), y Collected Letters del mismo Owen, inteligentemente editadas por John Bell con la ayuda de Harold Owen, que aparecieron en 1967. Estas importantes obras –Journey from Obscurity, de 800 páginas, y las Letters de alrededor de 600, sin contar la elaboración editorial– cambiaron la situación radicalmente. Pasamos, de pronto, de saber muy poco de Owen a saber mucho. Si hasta ese entonces había parecido casi un espíritu cuya existencia es reclutada por la bestialidad sin precedentes de la Primera Guerra Mundial a fin de dispensar compasión y humanidad, ahora era un ser humano común, cuya “palabra, comportamiento [y] apariencia” estaban, quizá, excesivamente documentados.

Siendo Stallworthy el siguiente biógrafo de Owen –y uno podría decir, en realidad, su primer biógrafo– tuvo como principal obligación clasificar este nuevo material, ordenarlo y calcular el efecto que tenía en la imagen de Owen tal como había sido perpetuada por Blunden (las contribuciones menores realizadas por Sassoon en 1945 y Osbert Sitwell en 1950 no habían necesitado enmiendas significativas). Esta tarea resultó importante por diversos motivos. En primer lugar, y sorprendentemente, el material nuevo era de difícil lectura. Harold Owen era un escritor propenso al circunloquio y a veces repetitivo, y las cartas de Owen –hablando sin rodeos– eran a menudo francamente aburridas. En segundo lugar, sin importar la cantidad de nueva información suministrada, ésta debía ser examinada imparcialmente ya que había sido provista por la familia o el mismo Owen. Y, en tercer lugar, por primera vez nos dijeron que existía un “problema Owen”. En las páginas finales de su último tomo, Harold Owen describe cómo su madre se dedicaba a perpetuar la memoria de Wilfred; cómo guardaba todo lo que él había escrito o poseído (incluso su revólver, aún cargado, fue encontrado después de la muerte de su madre); cómo fue ella quien trató con Sassoon y Edith Sitwell, y más tarde con Blunden, cuando las ediciones y las memorias estaban en curso. También aclara que esto no era de su agrado:

 

Sabía sin lugar a dudas que el verdadero Wilfred divergía considerablemente del concepto que mi madre tenía de su Wilfred… Ella se había creado para sí una imagen inviolable: una imagen que no sólo se parecía a lo que ella creía que él era, sino también una imagen de lo que ella sencillamente deseaba con todo fervor que él fuera…

 

¿Fue Owen el Wilfred que nos dio a conocer la Sra. Owen, luego, el Wilfred de Blunden? ¿Fue alguno de ellos el verdadero Wilfred? ¿O el verdadero Wilfred fue sencillamente el Wilfred de Harold?

Stallworthy cumplió bien la primera de sus responsabilidades. Aunque considera su obra como un retrato de Owen como artista, que viene a complementar el retrato en las Cartas de Owen como hijo mayor y el retrato de Harold Owen de Owen como hermano mayor, su obra es, esencialmente, una paráfrasis de calidad constante (con citas directas) de sus dos fuentes principales. Su tono es ágil, imparcial y pintoresco. De las cuarenta ilustraciones, menos de la mitad pueden hallarse en libros anteriores, y tuvo la feliz idea de reproducir los manuscritos originales del poeta siempre que necesita citarse un poema (esto por sí solo le da al libro un valor único). Ha investigado las fuentes con una minuciosidad fructífera, y su estudio de la propia biblioteca de Owen (que se conserva en Oxford en la actualidad) ha revelado algunos paralelismos de pensamiento y expresión interesantes.

Sin embargo, su libro es menos satisfactorio en cuanto a su falta de énfasis y la abstención general de abrir juicio sobre la clase de persona que ahora sabemos que fue Owen, y en cuanto a cómo este conocimiento nuevo se relaciona con su obra. La evidencia está allí pero, quizá mediante la misma escrupulosidad que asegura su fiel presentación, Stallworthy se abstiene de interpretarla. Por ejemplo, ahora es evidente que el hecho biográfico fundamental acerca de Owen es que era el niño mimado de su madre: la situación familiar se asemeja lo suficiente a la de D. H. Lawrence como para hacer la comparación. Las diferencias entre los temperamentos de sus padres, exacerbados por la pobreza (y la figura del Tom Owen galés, musical, gracioso y algo histriónico nos es aún más atractiva que la de Arthur Lawrence), parece haber causado una división en la familia: Tom Owen poniéndose del lado del segundo hijo, Harold, y Colin, el menor; contra Susan Owen, Mary, la hija, y Wilfred. En realidad, el motivo por el cual Harold escribió su libro (subtitulado “Memorias de la familia Owen”) fue, en parte, para remediar esa división, rescatar a Wilfred de la imagen construida por su madre, y reivindicar a Tom Owen y a sí mismo como figuras significativas en la educación de Wilfred. La Sra. Owen tenía grandes ambiciones con respecto a su hijo (guardaba un mechón de su cabello con la inscripción “el cabello de Sir Wilfred Edward Salter-Owen a los 11 meses y medio –Salter era su apellido de soltera–), y esa ambición se transfirió a Wilfred por una suerte de ósmosis psicológica. Según Harold, Wilfred era demasiado adulto cuando niño y, ya adolescente, pasaba de estar “muy animado” a estar deprimido y sufrir ataques de cólera durante los cuales tendía a sermonear a toda la familia con furia por no tener el nivel apropiado según su criterio. Harold atribuye esto al eterno estrés doméstico y a la insatisfacción consigo mismo. En realidad, Wilfred parece haber contribuido considerablemente a tal estrés. Su actitud para con Harold era constantemente desalentadora. Cuando, a los quince años, se enroló como marinero (un hijo ambicioso en la familia era suficiente, y los deseos de Harold de estudiar arte no fueron tomados en cuenta), y fue a despedirse de su hermano, que estaba en la cama, Wilfred concluyó la conversación llamándolo cuando Harold se iba para “recordarme cuán atroz era mi inglés todavía y me vociferó que si –cuando nos viéramos nuevamente– advertía el mínimo vestigio del acento de Liverpool, negaría toda relación conmigo para siempre”.

¿Fue simplemente una broma? Podría haber encontrado una mejor ocasión. Un incidente menos ambiguo se produce cuando Wilfred se desempeñaba como tutor no oficial de Harold:

 

Cuando le mostraba mis esfuerzos, experimentaba un placer diabólico en hacerlos mil pedazos verbalmente, fingiendo todo el tiempo una sonora carcajada poco natural en él; pero se divertía sobremanera y mucho tiempo después me dijo que me daba ejercicios demasiado difíciles para que él pudiera disfrutar del placer de su crítica destructiva.

 

No sorprende que a Owen, envuelto en el amor de su madre y en su propia ambición, le haya sido difícil adaptarse al mundo a través de los canales corrientes de la amistad, el amor y el trabajo. Su educación formal se interrumpió al cumplir los dieciocho años pero, aunque su familia no podía mantenerlo, él se ocupó de no someterse a un empleo convencional. Durante más de un año fue auxiliar laico del vicario de Dunsden, y cuando este nombramiento llegó a su misterioso final, se fue a Francia como maestro de inglés, primero en una de las escuelas Berlitz, y luego (cuando la rutina de Berlitz resultó ser una pesada carga) como tutor en algunas familias. En una carta a su padre dijo: “Si he eludido la idea de un Negocio, u Oficina o una Escuela Primaria, es porque tengo una visión más clara que los demás; y entiendo que una vez que se toma un Camino de nivel bajo uno queda de por vida [sic] en ese rumbo: intelectual, social y económicamente también”.

El problema del alto nivel de exigencia de Owen (que su familia no logró alcanzar) fue que él mismo tuvo serias dificultades para alcanzarlo. “Un joven bastante común, claramente de provincia”, fue la primera impresión que Sassoon tuvo de él, y las Letters tienden a confirmarlo. No se destacaba por su inteligencia tampoco. Aprobó el examen para el ingreso a la universidad sin honores (esto lo llevó a quedarse en la cama todo aquel día), y aunque pensaba constantemente en obtener un título universitario, sus esfuerzos por alcanzarlo indican que le habría resultado mucho más difícil que a Lawrence (“un experto en aprobar exámenes”, como Huxley lo llamaba). Incluso con sus aspiraciones respecto de la poesía no logró nada que pudiera constituirse en un intento concreto y un logro posterior. En efecto, él admitió todo esto: era la razón misma de su depresión. “Necesito ayuda –le dijo una vez a Harold– y no puedo encontrarla”.

Más notable fue su evidente dificultad para establecer una relación importante con alguien ajeno a la familia –incluso Leslie Gunston, el poeta, era su primo– hasta que conoció a Sassoon en 1917. Su apodo doméstico era “el lobo solitario”: en 1914 le escribió a su madre desde Bordeaux, donde se desempeñaba como maestro: “Comienzo a sufrir la falta de Intimidad. En el fondo, el problema es que debería estar enamorado y no lo estoy. Aunque tengo muchos conocidos, y miles de amigos más que en Inglaterra, (desde que me fui de la Familia, no tengo ninguno en Inglaterra) no tengo ninguna demostración de ternura”.

Se advierte una terrible ironía cuando Owen le dice a su madre que debería estar enamorado y no lo está. Porque lo que las Letters claman en casi todas las páginas es que era ella quien magnetizaba su amor, su intimidad, su ternura. Esto no queda tan obviamente demostrado por el hecho de que 631 de las 673 cartas de Owen que se conservan fueron dirigidas a ella: él podría haber escrito otras 600 cartas a destinatarios que no las conservaron. Incluso el hecho de que no fueron dirigidas a “Queridos Mamá y Papá” como podría haber sido, sino a “Mi queridísima madre”, “Madre mía”, “Mi querida, querida madre” podría concebirse como una estrategia infantil de supervivencia. Es la asiduidad, la atmósfera de ser escritas a alguien que comprende y aprecia todo, y principalmente todas las explícitas declaraciones de ambos lo que aclara la cuestión. Cartas firmadas “El hijo de mamá”, “Tu querido y amoroso hijo” y extravagancias similares pueden contener afirmaciones tales como

 

Aún así, me siento muy desdichado esta noche, y te extraño mucho. ¡Ay, tanto! Si consideramos el mundo como realmente es, no todos los de mi edad pueden jactarse (o, como dirían muchos, confesar) que su Madre ocupa un lugar absoluto en sus afectos. Pero creo que siempre será así para mí, siempre.

No escribió esto durante su adolescencia, sino a los veinticinco años, a tres meses de su muerte. Un año antes, Owen había escrito: “Sólo una vez desde que crucé el bombardeo en Feyet sentí tal regocijo… La «única vez» fue cuando te vi deslizarte hacia mí, cubierta con un velo azur, en el Caledonian Hotel. Pensé que te veías muy, pero muy hermosa…”

Viene a la mente el comentario de Lawrence vertido por Jessie Chambers: “La he amado, como un amante. Por eso nunca pude amarte”.

Sólo que no existió “otra”. “Todas las mujeres sin excepción me irritan” escribió Owen a su madre en febrero de 1914, y es evidente que este tema es uno en el que él y Harold no estaban de acuerdo. “Por supuesto que ustedes, los marineros, son heterosexuales por naturaleza”, le decía Wilfred, y una de sus más graves peleas provino de su intento ingenuo pero despiadado de buscarle a Harold una mujer cuando éste lo visitó en el campamento. Uno quisiera saber más sobre la invitación a Canadá de la madre de sus alumnos, la Sra. Léger, en agosto de 1914 (“Soy consciente de que a la señora le agrado mucho”), pero sin ninguna duda la Sra. Léger hubiera coincidido finalmente con la Sra. Gray en que “puede decirse que la experiencia personal y el desarrollo individual casi no existieron para él.” Ocasionalmente en las cartas a su madre hace alusión a tentaciones (“Si supieras qué manos se han posado en mi brazo, a la noche, por las calles de Bordeaux”), pero, en realidad, no existen pruebas de que Owen haya logrado “Intimidad” con una mujer.

Preguntarse sobre su posible homosexualidad ha sido inevitable. Mientras que Stallworthy reconoce las numerosas alusiones a la belleza masculina en los primeros poemas –y nos hace observar que uno comienza “Era un joven marino, tan recatado, tan aseado”– sugiere que todo el problema de Owen provenía de la simple (y en esos tiempos usual) ecuación que la madre le había inculcado: “mujer=impuras=malas”, lo que presumiblemente implicaba “hombres=limpios=buenos”, conceptos que él podría haber abandonado a medida que lograba más experiencia. Harold Owen siempre insiste en que Wilfred resultaba atractivo a las mujeres y éstas le atraían: “Era Wilfred mismo quien no dejaba que esa atracción creciera”. Esto sucedía, dice, porque la devoción de Wilfred por la poesía era religiosa en su fervor, y exigía que fuera célibe. Tampoco mencionan la descripción de Owen como “un homosexual idealista con educación religiosa” que Robert Graves agregó a la edición norteamericana de Goodbye to All That, y que luego suprimió a pedido de Harold Owen.

Es cierto que no hay evidencia de práctica alguna en esa dirección por parte de Owen, pero no podemos ignorar que durante el último año de su vida se movía dentro de la sociedad homosexual. Sassoon le presentó a Robert Ross, a quien conoció en noviembre de 1917. Ross, conocido como “el primer muchacho que tuvo Oscar”, lo invitó a almorzar dos días seguidos, y en mayo de 1918 Owen vivía en el departamento de arriba del de Ross en la calle Half Moon. A comienzos de 1918, también, se lo ve en un bar de ostras en Scarborough con “un nuevo amigo… Philip Bainbrigge”; Stallworthy, en un comentario revelador, nos remite a una mención de Bainbrigge en Love in Earnest (1970) de Timothy d´Arch Smith, en el cual él aparece como el autor de “un diálogo obsceno en latín entre dos colegiales”, y una obra en verso, Achilles in Scyros, en la cual un fragmento no deja dudas acerca de su personalidad. La segunda de estas obras fue dedicada a C.K. Scott-Moncrieff, quien fue después el traductor de Proust, a quien Owen conoció en enero de 1918 en compañía de Eddie Marsh, quien en mayo trataba de conseguirle a Owen un puesto de instructor para un batallón de cadetes. Con semejante compañía, resulta natural preguntarse cuánto tiempo pudo cualquier homosexual idealista haberse mantenido idealista.

No obstante, durante el último año, o los últimos ocho meses, de vida de Owen se advierte una diferencia marcada del resto, aunque Stallworthy no toma en cuenta este punto de vista: “Él disipa la idea –como dice la propaganda– de que la conmoción de las trincheras hubiera producido un poeta de madurez inmediata”. En todo caso, puede decirse que el compromiso de Owen con respecto a su tema –el sufrimiento de los hombres en batalla– fue lento. A pesar de que Blunden afirma (y Sitwell lo repite) que Owen no regresó y se presentó como voluntario en agosto de 1914 debido a los términos de su “compromiso como tutor”, lo hallamos abandonando a la molesta Sra. Léger en octubre de 1914, y ocupando un puesto nuevo en diciembre, el cual mantuvo hasta el verano siguiente. Durante este período sostuvo una actitud de distanciamiento hacia la guerra:

 

Siento mi propia vida aún más inapreciable y querida en presencia de esta desfloración de Europa. Aunque es verdad que las armas producirán un desmalezamiento bastante útil, yo estoy furioso y mortificado al pensar que están aniquilando las grandes Mentes que estaban destinadas a sobresalir en la civilización de los siguientes diez mil años…

Tampoco su comprensión hacia el Cuerpo Expedicionario Británico fue tan profunda como podría haberse esperado: “Lamento las muertes de los soldados regulares ingleses menos que las de los ejércitos franceses, belgas, o incluso los rusos o alemanes: porque los primeros son todos unos pobres soldados rasos, mientras que los ejércitos continentales incluyen las mentes más refinadas de ese suelo”.

En agosto de 1915 juega con la idea de “trabajar en el área de municiones en Birmingham y ganar cinco libras por semana”. O “¿el Tío no puede ser más preciso acerca de lo que significa ‘Buen trabajo en el Ministerio de la Guerra’?” O “debería agradarme seriamente unirme a la Caballería Italiana; por razones tanto estéticas cuanto prácticas”. Sería tentador decir que no tenía una apreciación real de la naturaleza de la guerra si no fuera por una carta que le escribió a su hermano Harold Owen el 23 de septiembre de 1914 en la cual relata con detalle las heridas de los hombres que ha visto en un hospital francés. Esta carta (“Deliberadamente les cuento esto para instruirlos sobre las realidades de la guerra”) prefigura la posterior costumbre de Owen de llevar fotos de víctimas de guerra para mostrarlas en ocasiones apropiadas, pero también es un ejemplo más de su actitud represiva hacia su hermano, quien en ese momento navegaba en aguas patrulladas por submarinos y muy probablemente esa educación no era de su agrado.

Sin embargo, su primer período en las filas (desde enero hasta mayo de 1917; su segundo período transcurrió desde fines de septiembre de 1918 hasta su muerte, a principios de noviembre) fue una conmoción terrible. Hoy día requiere esfuerzo de nuestra parte darnos cuenta de cuán desprevenidos estaban, imaginamos, los hombres de 1914 y 1915 respecto del horror que encontrarían: la literatura no ha dicho nada sobre “los paisajes monstruosos, los ruidos espantosos… todo lo que fue anormal, destruido, consumido” en el Frente Occidental. Esto probablemente explica el sarcasmo ocasional de Owen (“las tonterías lacrimosas de los poetas”; “Ante todo, mi interés verdadero no es la Poesía”) hacia la literatura convencional, cuando sugiere que sentía que había sido engañado. Si miramos las aproximadamente treinta cartas que datan de este tiempo, no podemos menos que darnos cuenta de hasta qué punto comparte su sentimiento de furia con sus familiares más cercanos:

 

No veo excusa para engañarlos con respecto a estos últimos cuatro días. He sufrido el séptimo infierno.
No he estado en el frente.
He estado frente a él.
He mantenido una posición avanzada, es decir, una “trinchera” en el medio de la Tierra de Nadie.
Tenemos una marcha de tres millas sobre un camino bombardeado; luego alrededor de tres por una trinchera inundada [etc.] …

 

Mientras que este fragmento, y los muchos otros que concuerdan con él, sin duda alguna, no son exagerados, contrastan considerablemente con la tradición de que la imaginación de las esposas o madres no debería ser atormentada inútilmente. Cuando el teniente Kenneth Garnett escribió a su madre, después de un año de guerra, en noviembre de 1915: “¿Te acuerdas del fuerte en Sea View cerca del Cabo que construimos una vez los Curwen y yo? Este juego es como ese, sólo que juega más gente y no nos ponemos en fila para desordenar la ropa…” [4] , de ningún modo podía engañar a nadie, pero al menos lo intentaba. Un tono más cotidiano era el que utilizaba el padre de Christopher Isherwood, cuando le escribía a su esposa, en noviembre de 1914:

 

No puedo creer que Jackson haya tenido el descaro de decirte que me he expuesto innecesariamente. Fue una mentira total. Soy muy cuidadoso. Por supuesto que uno tiene que guiar a los hombres hacia adelante y correr riesgos al hacerlo, pero nunca hago algo innecesario ni insensato, te lo prometo, y tengo en lo más recóndito del pensamiento la determinación de volver a verte. [5]

 

Las cartas de Owen no son histéricas. Ni siquiera expresan compasión por él mismo de un modo particular. Son mero producto del instinto con una “horrible aversión” –como una de sus tías lo expresa aguda aunque graciosamente– por todo el asunto, que es un horror que los hombres deban sufrir de tal modo, que él deba sufrirlo, y no tiene ningún remordimiento de hacérselo saber a su madre. A la vez, sus cartas no nos preparan verdaderamente para los poemas. Hay pocos indicios del sentimiento de “Futility” o “Greater Love” –si los hay–. Sólo una o dos veces al final se trasluce: “Salí para ayudar a estos muchachos: directamente, guiándolos tan bien como lo hace un oficial; indirectamente, observando su sufrimiento de manera que pueda hablar de ellos como lo hace un abogado defensor. He hecho lo primero”.

Leer el libro de Stallworthy y volver a las dos obras de las cuales es, en gran medida, amalgama, mueve a la conclusión de que varios elementos en la vida y personalidad de Owen –al principio sumergidos o no resueltos– fueron precipitados por el catalizador de la guerra de trincheras hacia la comprensión o la cuasi comprensión. Esta precipitación en algunos casos fue tan radical que causó un cambio completo de opinión. De ser indiferente a la guerra, y a las tropas que luchaban, pasó a estar profundamente compenetrado. De ser un poeta de poco relieve y secundario, se convirtió en un poeta original e inolvidable. De no tener “un toque de ternura” pasó a ser el portavoz de una compasión profunda y sincera. De ser un joven desagradable pasó a ser un hombre agradable y admirable.

Uno no puede culpar a Stallworthy por no resolver este complejo problema; se puede lamentar, quizá, el hecho de que no lo haya podido reconocer. “Todos lo moldearon [a Owen] según conviniera a su tema”, sostiene, suponiendo un desarrollo suave y armonioso, pero aunque uno entienda su impaciencia para con la leyenda de la “madurez inmediata”, ésta sigue siendo una simplificación conveniente para la evidencia que tenemos. Sería fácil adivinar: decir que su servicio en el batallón de Manchester le dio a Owen su primera experiencia de pertenencia en una empresa comunitaria e hizo desaparecer al “Lobo Solitario” para siempre; decir que su encuentro con Sassoon y sus poemas le mostraron cómo la poesía podía y debía tratar las cosas como eran y como no debían ser;  decir que su relación con homosexuales lo introdujo en un clima emocional que fue para él liberador y crucial; y decir, finalmente, que las tres experiencias estuvieron relacionadas. Pero aun si existiera evidencia para apoyar esas hipótesis, nosotros no contamos con ella.

No sabemos si tales consideraciones son la clave para conocer al verdadero Wilfred o no, pero lo cierto es que la biografía que proyectó Blunden del escritor en dos dimensiones se ha ido para siempre. En su lugar debemos aceptar una personalidad mucho más complicada, e incluso contradictoria: común, y aun así extraordinariamente dotada, compasiva y a la vez insensible, alguien satisfecho consigo mismo y al mismo tiempo inseguro, caracterizado por la madurez artificial de todo aquel dominado por su madre que conserva, no obstante, la impaciencia y la hilaridad de la juventud más plena“. “Esta unión de opuestos fue, creo, característica de toda su personalidad”, escribió Frank Nicholson, “y puede, quizá, explicar su poder de inspirar ternura tanto en hombres como en mujeres”. Ternura no es, en general, lo que uno siente por el tema del relato de Stallworthy; aun si dejamos de lado la mitad de las anécdotas de Harold Owen acerca de la formación de un feudo familiar, queda lo suficiente como para sugerir que en ciertas ocasiones Wilfred Owen fue un joven bastante desagradable, y que distó de ser el modelo de generosidad que recuerda la Sra. Gray.

Esta nueva visión de Owen, ¿afecta nuestra opinión sobre los poemas? Al principio uno piensa que no. Todavía están allí, como un monumento eternamente evoca uno de los resquicios más espantosos de la historia. En retrospectiva, dos oraciones fortuitas en una carta que Robert Graves le escribió a Owen parecen adquirir mayor relevancia: “Por Dios, alégrate y escribe con más optimismo –la guerra no ha terminado todavía, pero un poeta debe tener un espíritu por encima de las guerras”. Es como si Graves supusiera intuitivamente que para Owen la guerra no era una calamidad impersonal de la que uno podía liberarse tan rápido como fuera posible, sino un compromiso personal, algo que parecía parte de su aislamiento, sus frustradas ambiciones en cuanto a la poesía, sus problemas sexuales. Con esto no pretendemos acusar a Owen de faltar a la verdad. Versos tales como “La Poesía está en la compasión” y “en la reciprocidad eterna de las lágrimas” nunca perderán el enorme impacto que es absolutamente sincero. Es sólo que ya no parecen expresiones del Espíritu de la Compasión. Detrás de ellas, en algún lugar, existió un problema humano que, incluso después de cincuenta años, distamos mucho de comprender.

1975

Traducción de Fabiana Datko

 

 

3. “Extraño encuentro” de Wilfred Owen [6]

 

Pareció que yo escapaba de la batalla
por un profundo, obtuso túnel, mucho tiempo atrás cavado
a través de granitos que abovedaron guerras titánicas
y sin embargo allí gemía gente que dormía apilada;
demasiado firmes en el pensamiento o en la muerte para ser
                perturbados.
Entonces, al tantearlos, saltó uno, y observaba
con piadoso escrutinio en sus ojos clavados.
Como para bendecir alzaba manos angustiadas.
Por su sonrisa recordé esa sala lóbrega,
por su sonrisa muerta supe que estábamos en el Infierno.
La visión de esa cara estaba graneada con mil sufrimientos.
Sin embargo, no llegaba a ese lugar sangre desde el suelo
ni tableteaban las armas ni gemían los morteros.
“Extraño amigo”, dije, “aquí no hay razón para el lamento”.
“Ninguna”, dijo el otro, “salvo los años deshechos,
la desesperanza. Cualquiera sea la esperanza de que seas dueño
también lo fue mi vida. Yo me lancé, violento, a la caza,
de la belleza más agreste que hubiera bajo el cielo
que no yace en los ojos mansos ni el pelo trenzado
sino que se burla del paso firme del tiempo
y si se lamenta, más rico que aquí es su lamento.
Pues podrían haberse reído muchos hombres por mi alegría
y de mi llanto algo había quedado todavía
que debe morir ahora. Hablo de la verdad no dicha:
la lástima de la guerra, la lástima que la guerra destiló.
Ahora pueden irse contentos los hombres con lo que hemos
                mancillado
o bien, descontentos, hervir sangrientos y derramarse.
Irán rápidos, con la rapidez de la tigra,
nadie romperá filas, aunque las naciones tomen otra vía,
no la del progreso. Mío fue el coraje y yo tuve el misterio,
mía fue la prudencia, y yo fui diestro
en esquivar la marcha de este mundo en retroceso
hacia alcázares no amurallados, hueros.
Entonces, cuando mucha sangre haya atascado las ruedas de los
                carros
yo me levantaré a lavarla en los manantiales gratos.
Incluso con verdades que estaban demasiado hondas para el
                engaño
volcaría mi espíritu sin resguardo
pero no por las llagas ni la letrina de la guerra.
Han sangrado las frentes de los hombres donde no había desgarro.
Soy el enemigo, amigo, que has matado.
Te conocí en esta oscuridad porque así ayer mostrabas
el ceño cuando, a través de mí, has punzado y matado”.
Le repliqué, pero mis manos estaban reacias y frías.
“Ahora durmamos…”

 

Versión de Miguel Ángel Montezanti

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. N.B.: La traducción de la mayoría de los fragmentos de los poemas citados aparece en Montezanti, Miguel et al. Extraño encuentro: la poesía de Wilfred Owen, Cuadernos de Lenguas Modernas, UNLP Año 2 nºo 2, La Plata, 2000; las demás me pertenecen. (N. de la T.)>>
  2. The Collected Poems of Wilfred Owen, editados por C. Day Lewis (Londres: Chatto & Windus, 1963).>>
  3. John Stallworthy. Wilfred Owen. OUP/Chatto &Windus, Londres, 1974.>>
  4. Letters from the Front, editado por John Laffin, 1973, p. 7.>>
  5. Christopher Isherwood, Kathleen and Frank, 1971, p. 303.>>
  6. Strange Meeting // It seemed that out of battle I escaped / Down some profound dull tunnel, long since scooped / Through granites which titanic wars had groined. / Yet also there encumbered sleepers groaned, / Too fast in thought or death to be bestirred. / Then, as I probed them, one sprang up, and stared / With piteous recognition in fixed eyes, / Lifting distressful hands as if to bless. / And by his smile, I knew that sullen hall, / By his dead smile I knew we stood in Hell. / With a thousand pains that vision’s face was grained; / Yet no blood reached there from the upper ground, / And no guns thumped, or down the flues made moan. / “Strange friend,” I said, “here is no cause to mourn.” / “None,” said the other, “save the undone years, / The hopelessness. Whatever hope is yours, / Was my life also; I went hunting wild / After the wildest beauty in the world, / Which lies not calm in eyes, or braided hair, / But mocks the steady running of the hour, / And if it grieves, grieves richlier than here. / For by my glee might many men have laughed, / And of my weeping something had been left, / Which must die now. I mean the truth untold, / The pity of war, the pity war distilled. / Now men will go content with what we spoiled. / Or, discontent, boil bloody, and be spilled. / They will be swift with swiftness of the tigress, / None will break ranks, though nations trek from progress. / Courage was mine, and I had mystery, / Wisdom was mine, and I had mastery; / To miss the march of this retreating world / Into vain citadels that are not walled. / Then, when much blood had clogged their chariot-wheels / I would go up and wash them from sweet wells, / Even with truths that lie too deep for taint. / I would have poured my spirit without stint / But not through wounds; not on the cess of war. / Foreheads of men have bled where no wounds were. / I am the enemy you killed, my friend. / I knew you in this dark; for so you frowned / Yesterday through me as you jabbed and killed. / I parried; but my hands were loath and cold. / Let us sleep now…”>>