Una fuerza del pasado – A propósito de dos poemas de Paola Pasolini

[FRAGMENTO. Artículo completo en las páginas 33 a 41 de Hablar de Poesía n° 50]

 

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El poema tiene una fuerza extraordinaria. Pero lo cierto es que, contrariamente a cuanto afirma Pasolini, no somos los hijos monstruosos de una madre muerta. Si aún –prosigamos con la metáfora– estamos convencidos de que nuestra madre está muerta, es en buena medida porque no la hemos conocido. Nadie nos habló de ella. Nuestra madre es la tierra que fue nuestra, las iglesias abandonadas, la herencia que hemos perdido. Nuestra madre es el futuro que al perder su pasado –al perderse a sí misma como madre y verse museificada en un ente abstracto, una “obra de arte”– se vació de sentido y precipitó en la nada. Llamamos nihilismo a la experiencia de ese futuro vaciado por un presente sin sentido. Los jóvenes que en los años 70, poco después de aquellos otros que habían pedido lo imposible (¿a quién?, ¿a sus padres?, ¿a las autoridades que decían despreciar?), es decir, la nada; los jóvenes que en los años 70 –los punks– gritaban que no había futuro, tal vez lo habían intuido: somos, en efecto, los huérfanos de una guerra que no queremos reconocer. La guerra moderna. La revolución permanente de la Modernidad, que no ha hecho –como afirma un viejo poncif– que todo lo sólido se desvaneciera en el aire, sino que ha puesto el aire como la única forma de lo real. La Modernidad fue la promesa imposible de darle forma al agua, y gracias a esa promesa acabó creyendo que podía disolverlo todo en el aire y en el agua. Pero lo sólido no se disolvió. Allí está la phýsis con sus leyes, idénticas, racionales, inmutables, esperando ser comprendida. Porque la naturaleza ama abrirse a la inteligencia. Lo que en efecto se disolvió en el aire fue la percepción de la phýsis como un orden racional. Pero volvamos a la metáfora. Nuestra tragedia en buena medida consiste en que hemos creído que nuestra madre estaba muerta antes de que naciéramos, y que nuestro padre nos había abandonado. Así crecimos convencidos de que nunca tuvimos familia, es decir, historia, cultura, tradición. El dolor de creernos abandonados nos hizo asumir un carácter monstruoso. Nos despreciamos a nosotros mismos. Envidiamos la suerte de los demás, que no tendrían nuestras ventajas materiales, pero tenían al menos una historia que se podía contar, mientras que nuestra historia fue reducida a fragmentos y balbuceos, al relato vergonzoso de una familia incestuosa. Ellos, por el contrario, los primitivos, los salvajes, los pueblos no tocados por los valores modernos, sabían quiénes eran. Tenían padres, y por eso tenían hermanos. Nosotros estábamos solos en nuestra mítica libertad.

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 [FRAGMENTO. Artículo completo en las páginas 33 a 41 de Hablar de Poesía n° 50]