Cavafis y lo traducible en poesía

Cavafis y lo traducible en poesía[1]

Traducción de Edgardo Dobry

 

Desde que, hace más de treinta años, el desaparecido profesor R. M. Dawkins me dio a conocer la poesía de C. P. Cavafis, ésta no ha dejado de influir en mi obra; dicho de otro modo, creo que determinados poemas míos hubieran sido bastante distintos –o tal vez ni siquiera hubieran llegado a escribirse– de no haber conocido yo la poesía de Cavafis. Ahora bien, puesto que desconozco por completo la lengua griega moderna, sólo he podido acceder a la obra de Cavafis a través de traducciones inglesas y francesas.

Este hecho me sorprende y me causa cierta perplejidad. Como todo el mundo que escribe poesía, siempre había sido de la idea de que la diferencia esencial entre prosa y poesía radica en que la prosa puede ser traducida, en tanto que la poesía no. Pero si uno puede verse influido por un poeta al que sólo ha leído en traducciones, esa idea debe ser replanteada.

Existen en poesía determinados elementos que pueden separarse de su expresión verbal original y otros que, en cambio, son inseparables. Por ejemplo, es obvio que una asociación de ideas creada sobre la base de homofonías queda limitada al ámbito de la lengua en que esas homofonías se producen. Sólo en alemán Welt rima con Geld, y sólo en inglés tiene sentido este juego de palabras de Hilaire Belloc: When I am dead, I hope it may be said: / “His sins were scarlet, but his books were read”. [2]

Difícilmente será traducible un poeta puramente lírico, que «canta» en lugar de «hablar». El «sentido» de una canción de Campion es inseparable del sonido y de los valores rítmicos de las palabras que utiliza. Es verosímil pensar que un poeta bilingüe pueda escribir lo que, según su criterio, es el mismo poema en dos lenguas diversas. Pero si alguien intentara hacer una traducción literal de cada versión en la otra lengua, seguramente ningún lector sería capaz de reconocer el vínculo entre ambos poemas.

Por otra parte, las convenciones técnicas y los mecanismos del verso pueden abstraerse del verso mismo. No necesito saber galés para dejarme atraer por la posibilidad de aplicar al verso inglés las rimas internas y las aliteraciones en las que tan rico se muestra el verso galés. Puedo darme perfecta cuenta de que esos recursos no son del todo extrapolables al inglés, y aun así descubrir que, modificándolos, producen efectos originales e interesantes.

Otro elemento de un poema que suele sobrevivir a la traducción es el de las imágenes utilizadas en las comparaciones y metáforas, dado que éstas no dependen de los hábitos verbales de cada lengua sino de la experiencia sensorial, que es común a todos los hombres: no necesito leer a Píndaro en griego para apreciar la belleza y el acierto con los que hace el elogio de la isla de Delos: “…el inmóvil milagro / del ancho aire que los mortales llaman Delos / y que el Olimpo bendice, esa brillante estrella / de tierra azul oscuro”.

La fuente más frecuente de dificultades en la traducción de imágenes poéticas es la necesidad de usar en la lengua a la que se está traduciendo un número de palabras considerablemente mayor que el del original, lo cual hace que éste pierda su fuerza. Esta línea de Shakespeare: The hearts that spanielled me at heels, no puede traducirse al francés sin que la metáfora pierda eficacia.

En la obra de Cavafis no aparece ninguno de los elementos traducibles en poesía que he mencionado hasta ahora. Estamos familiarizados con el verso relajadamente yámbico por el que mostró preferencia. Pero el aspecto más original de su estilo –la mezcla, tanto en el vocabulario como en la sintaxis, del griego purista y el demótico– es obviamente intraducible. No existe en inglés nada comparable a esa oposición, que por otra parte ha desatado grandes pasiones, tanto literarias como políticas. Sólo poseemos el inglés standard por un lado y los dialectos regionales por el otro, por lo que para un traductor es imposible reproducir esos efectos estilísticos, así como ningún poeta inglés podría sacar partido de ellos.

Tampoco podemos hablar de las imágenes de Cavafis, ya que comparaciones y metáforas son recursos de los que nunca se vale; cuando se refiere a una escena, a un acontecimiento o a una emoción, cada línea de su descripción es absolutamente objetiva, por completo despojada de ornamentos.

¿Qué es entonces lo que, en los poemas de Cavafis, sobrevive a la traducción y es capaz de emocionar? Algo que sólo puedo llamar, aunque de forma insuficiente, un tono de voz, una forma personal de hablar. He leído numerosas traducciones de Cavafis, muy distintas entre sí, y puedo asegurar que todas ellas son inmediatamente reconocibles como un poema de Cavafis; nadie más podría haber escrito poemas como esos. Cada vez que leía un poema suyo pensaba: “Aquí se revela una personalidad con una perspectiva única del mundo”. Me parece en verdad muy extraño que el discurso de la auto-revelación pueda traducirse, pero no me cabe duda de que así es. La conclusión a la que ello me lleva es que la única cualidad común a todos los humanos, sin excepción, es la singularidad. Por otra parte, las características que una determinada persona pueda compartir con otras, como las de ser pelirrojo o hablar inglés, implican la existencia de otras cualidades individuales ajenas a esas clasificaciones. Por consiguiente, en la medida en que un poema es el producto de una cierta cultura, no es labor fácil la de verterlo a los términos de otra cultura diferente; pero en la medida en que el poema es también la expresión de un único ser humano el poema será, para una persona de una cultura diferente, tan fácil –o tan difícil– de comprender como lo es para una persona que pertenece a la misma cultura que el poeta.

Pero si toda la importancia de la poesía de Cavafis reside en la singularidad de su tono de voz, la crítica no tiene nada que decir acerca de ella, ya que la crítica sólo puede obrar por comparaciones. Un tono de voz único no puede ser descrito, sólo puede ser parodiado o citado.

De allí que escribir una introducción a la poesía de Cavafis signifique encontrarse en una posición incómoda, pues lo que uno escriba sólo debería ser interesante para quien aún no haya leído esa obra. Una vez se la haya leído, se olvidará por completo la introducción, de la misma forma en que, cuando se conoce a alguien en una fiesta, uno acaba por olvidarse de quién fue el que hizo las presentaciones.

Cavafis tuvo tres intereses principales: el amor, el arte y la política, en el sentido griego original. Cavafis era homosexual, y en sus poemas de asunto erótico no se hace ningún esfuerzo por ocultarlo. Los poemas escritos por los seres humanos no son menos susceptibles de someterse a juicio moral que los actos realizados por los seres humanos; sólo que el criterio con el que se juzga no es el mismo en ambos casos. Entre otras obligaciones, un poema tiene la de dar testimonio de la verdad. Un testigo moral es aquel que da un testimonio verdadero de sus mejores aptitudes, de manera que el jurado (o el lector) esté en mejor posición para hacer un juicio justo del caso; un testigo inmoral es quien dice medias verdades o sinceras mentiras; pero no es el testigo quien debe emitir el veredicto. (Es obvio que en arte debemos distinguir entre la mentira y la historia increíble; de ésta no se espera que el auditorio vaya a creérsela. El contador de historias increíbles se denuncia a sí mismo, mediante guiños o por la evidente cara de circunstancias que pone, en tanto que el mentiroso nato muestra siempre la mayor naturalidad.)

En tanto testigo, Cavafis es de una honestidad excepcional. Ni expurga ni adorna ni intenta hacerse el gracioso. El mundo erótico que pinta está poblado de encuentros furtivos y relaciones efímeras, en las que el amor raramente es algo más que una pasión física, y si aparecen sentimientos tiernos por lo general no son compartidos. Sin embargo, Cavafis nunca pretende hacernos ver que sus recuerdos del placer sensual son amargos o están lastrados por el sentimiento de culpa. Uno puede sentirse culpable de las relaciones sostenidas con otras personas –por haberse comportado mal, por haber causado algún sufrimiento– pero nadie, cualesquiera sean sus convicciones morales, puede arrepentirse honestamente de un momento de placer físico como tal. La única crítica que se le puede hacer es la misma que a cualquier poeta, a saber: que probablemente Cavafis no supo apreciar la enorme fortuna que significa ser capaz de transmutar en perdurable poesía las experiencias que, para quienes carecen de ese don, hubieran resultado triviales e incluso perjudiciales. Las fuentes de la poesía residen, como dijo Yeats, “en la sucia trapería del corazón”. Cavafis lo ilustra con una anécdota: “El ansia de su ilícito placer / se ha saciado. Del colchón se han levantado / y aprisa se visten sin hablar. / Por separado salen, a escondidas, de la casa / y por la calle van inquietos, parece / como si sospecharan que algo en ellos les traiciona / por la clase de lecho en que hace poco cayeron. // Cómo se ha enriquecido, en cambio, la vida del poeta. / Mañana, pasado o años más tarde se escribirán / los versos vigorosos que aquí tuvieron su comienzo.” (“Su origen”[3] ).

¿Pero cuál –podría uno preguntarse– será el destino del compañero del artista?

La actitud de Cavafis con respecto a la vocación poética es de índole aristocrática. Sus poetas no se dan una gran importancia pública ni se sienten acreedores al reconocimiento universal, sino que se ven más bien como ciudadanos de una pequeña república en la que cada uno es juzgado por sus pares, y la norma de ese juicio es estricta. El joven poeta Eumenes está deprimido porque, tras dos años de duro trabajo, sólo ha conseguido escribir un idilio. Teócrito lo consuela así: “Si te hallas en el primer peldaño debes /sentirte orgulloso y feliz. /Aquí, donde has llegado, no es poco; /una gran gloria es lo que has hecho… /Para pisar este peldaño /has de ser ciudadano, /en su pleno derecho, de la ciudad de las ideas. /Y es difícil estar en esa ciudad /y raro que en ella te censen. /En su ágora hay legisladores /que ningún aventurero podría burlar…” (“El primer peldaño”).

Sus poetas escriben porque les gusta escribir y porque quieren transmitir una satisfacción estética, pero nunca exageran la importancia de esa satisfacción: “Que frívolo me digan los frívolos. /En los asuntos graves siempre fui /muy responsable. E insistiré /en que nadie mejor que yo conoce /los Santos Padres o las Escrituras o los cánones de los Concilios. /A cada duda suya, a cada dificultad /en cuestiones de la Iglesia, Botaniates /a mí me consultaba, a mí el primero. /Pero desterrado aquí (igual se vea la pérfida /Irene Dukena) y embargado de terrible nostalgia, /nada hay de extraño en pasar el tiempo /componiendo sextetos y octavas– /entreteniéndome con la mitología /de Hermes, de Apolo y de Dioniso /o de los héroes de Tesalia y del Peloponeso /y componiendo yambos correctísimos, /tales como –permitidme que lo diga– los eruditos /de Constantinopla son incapaces de hacer. /Tal vez esta perfección sea la causa de los reproches”. (“Noble versificador bizantino en el exilio”).

A Cavafis le intrigan las posibilidades cómicas creadas por la relación indirecta de los poetas con el mundo. Mientras que el hombre de acción requiere de la presencia de los otros aquí y ahora, ya que sin público no puede actuar, el poeta fabrica su poema en soledad. Es cierto que desea un público para su poema, pero él personalmente no lo necesita; de hecho, el público más deseado por el poeta es el de las generaciones futuras, que sólo vendrán después de su muerte. En cualquier caso, mientras escribe, su pensamiento no estará ocupado ni en él mismo ni en los demás, sino en su trabajo. A pesar de ello, el poeta no es una máquina de escribir versos sino un ser humano como cualquier otro, que vive en una sociedad histórica, a cuyos avatares está sometido. El poeta capadocio Fernaces se halla componiendo un poema épico sobre Darío, y trata de imaginar los sentimientos y los motivos que llevaron a éste a actuar como lo hizo. De pronto, su criado lo interrumpe para comunicarle que Roma y Capadocia se han declarado la guerra: “Desolado está Fernaces. ¡Qué mala suerte! /Ahora que con su Darío podría estar seguro /de distinguirse y cerrar por fin la boca /a sus envidiosos detractores. /¡Qué retraso, qué retraso para sus planes! //Y si fuera sólo un retraso, enhorabuena. /Pero vamos a ver si es que puedo estar seguro /en Amiso. No es una ciudad especialmente fortificada. /Son terribles enemigos los romanos. /¿Podremos los capadocios acabar /con ellos? ¿Será posible? /¿Podremos medirnos ahora con sus legiones? /Dioses poderosos, protectores de Asia, socorrednos.– //En medio, sin embargo, de toda su confusión y desgracia, /bulle, obstinada, la idea del poema–. /Lo más probable es, seguro, que fuera arrogancia y embriaguez de poder; /arrogancia y embriaguez de poder debió sentir Darío”. (“Darío”).

Excepto en los poemas abiertamente basados en sus propias experiencias, las composiciones de Cavafis raramente están ubicadas en la contemporaneidad. Algunas se refieren a la historia de la Grecia antigua, uno o dos a la caída de Roma, pero sus períodos históricos favoritos son fundamentalmente dos: la era en que los reinos satélites de Grecia caen bajo la égida de Roma tras el desmoronamiento del Imperio Alejandrino, y el período de Constantino y sus sucesores, cuando la cristiandad acaba de imponerse por sobre el paganismo, convirtiéndose en la religión oficial.

Cavafis toma de esos períodos numerosas anécdotas y viñetas de personalidades. Su mundo panhelénico carece de poder político, y en él, por lo tanto, los políticos son vistos con cínico regocijo. Oficialmente, los reinos satélites son independientes, pero a nadie se le escapa que sus soberanos son meras marionetas de Roma. Los acontecimientos políticos más importantes para los romanos, como la batalla de Accio, apenas significan nada para ellos. Puesto que deberán obedecer en cualquier caso, ¿para qué preocuparse por el nombre del amo de turno?: “Las noticias del desenlace de la batalla naval de Accio /eran, desde luego, inesperadas. /Mas no se precisa componer un nuevo texto. /Basta cambiar sólo el nombre. Allí, /en las últimas líneas, en lugar de “habiendo liberado a los romanos /del funesto Octavio, /parodia de César”, /poner ahora ‘Habiendo liberado a los romanos /del funesto Antonio’. /Todo el texto encaja bien”. (“En una ciudad de Asia Menor”).

No faltan quienes, como el sirio Demetrio Soter, sueñan con restaurar la antigua grandeza de su país, pero finalmente toman conciencia de que se trata de un sueño vano: “Sufría, se amargaba en Roma, /cuando sentía –en las palabras de sus amigos, /jóvenes de casas notables, /en medio de toda la delicadeza y cortesía /que hacia él mostraban, hijo del rey /Seleuco Filopátor– /cuando sentía que, sin embargo, existía siempre un secreto /menosprecio por las monarquías helenizantes; /que habían declinado, que ya no sirven para empresas importantes, /impropias para dominar a los pueblos… //Basta encontrar un medio de llegar a Oriente, /lograr huir de Italia–… //¡Ah, si al menos estuviera en Siria! /Salió tan pequeño de su patria  /que un difuso recuerdo tenía de su imagen. /Pero siempre la tenía presente en su pensamiento /como algo sagrado que se siente cerca al venerarlo, /como la visión de un paisaje hermoso, como un sueño /de ciudades y puertos griegos.– //¿Y ahora? /Ahora, desesperanza y tristeza. /Llevaba razón la juventud de Roma. /Era imposible que se mantuvieran las dinastías /que alumbró la Conquista macedonia. //Es igual: él hizo lo posible, /luchó cuanto pudo. /Y, en su negra decepción, /ya sólo piensa en una cosa /con orgullo: que, incluso en su fracaso, /muestra al mundo su propia bravura indomable. //Lo demás –fueron sueños y esfuerzos vanos. /Esta Siria –apenas recuerda a su patria, /es la tierra de Heraclidas y Balas”. (“Demetrio Soter, 162-150 a.C.”).

Como muestra esta composición, Cavafis pertenece a ese restringido grupo de poetas capaces de escribir un poema patriótico que no resulte fastidioso. En la mayoría de las expresiones de patriotismo poético, es imposible distinguir una de las principales virtudes humanas –el amor a la patria– del peor de los vicios : el egoísmo colectivo.

Las virtudes del patriotismo han sido por lo general ensalzadas por las naciones que se hallan en proceso de conquistar a otras naciones, como por ejemplo los romanos en el siglo I a.C., los franceses en la década de 1790, los ingleses durante el siglo XIX y los alemanes en la primera mitad de los años veinte de este siglo. En esas circunstancias, el amor al propio país implica la negación de los derechos de los demás –de los galos, italianos, hindúes o polacos– a amar el suyo propio. Por otra parte, aun cuando una nación no se halle en un momento de activa agresividad, la autenticidad de los sentimientos patrióticos es dudosa en tanto la nación de que se trata sea rica, poderosa y respetada. ¿Se mantendrían esos sentimientos si el país cayera en la pobreza y perdiera su poder y, más aún, si se hiciera evidente que ese declive es irreversible, que no hay esperanza de retorno a la antigua gloria? En ese momento, cualquiera sea la nación a la que se pertenezca, el futuro es lo suficientemente incierto como para que esta pregunta se nos imponga con todo su peso, y los poemas de Cavafis se refieren a ello con más insistencia de lo que puede parecer en una primera lectura.

En el mundo panhelénico de Cavafis existe un objeto de amor y lealtad que las derrotas no han destituido: la lengua griega. Incluso los pueblos para los que ésta no era su lengua materna original acabaron por adoptarla, y el lenguaje se ha enriquecido con ello, al tener que adaptarse a sensibilidades muy distintas de la ática: “La inscripción, en griego, como siempre; /nada exagerada ni pomposa /–mal lo interpretaría el procónsul /que todo lo husmea y cuenta en Roma–… /Sobre todo te ruego /(por dios, Sitaspes, no lo olvides) /de grabar, después de Rey Salvador, /con letras elegantes, Filheleno. /Y no me vengas con ocurrencias, /que “¿dónde están los griegos?”, que “¿dónde /está aquí el griego tras del Zagro, más allá de Fraata?” /Tantos y tantos más bárbaros que nosotros /lo escriben, que nosotros también lo escribiremos. /Y no olvides, en fin, que, a veces, /de Siria nos vienen sofistas, /poetastros y otros buscavidas. /Con que sin helenizar no estamos, creo yo”. (“Filheleno”).

En este poema acerca de las relaciones entre cristianos y paganos en la época de Constantino, Cavafis no toma partido. El paganismo romano era mundano en el sentido de que sus prácticas rituales se orientaban a asegurar la prosperidad y la paz del Estado y sus ciudadanos. El cristianismo, aun sin despreciar necesariamente este mundo, siempre insistió en que el principal objetivo estaba más allá; nunca pretendió garantizar la prosperidad de los creyentes, y siempre ha dedicado una extraordinaria atención a hechos tales como el pecado.

En la medida en que todos los ciudadanos estaban obligados por ley a participar del culto que divinizaba la figura del emperador, convertirse al cristianismo equivalía a cometer un delito. En consecuencia, los cristianos de los primeros cuatro siglos después de Cristo, a pesar de estar sujetos como cualquier ser humano a las tentaciones de la Carne y del Diablo, se hallaban a salvo de las tentaciones del Mundo. Un hombre puede convertirse y seguir siendo un consumado bribón, pero nadie puede convertirse y continuar siendo un gentleman.

Pero después de Constantino los cristianos pasaron a estar en mejor situación que los paganos para las cuestiones de este mundo; y los paganos, aunque no fueron perseguidos, se convirtieron en objeto de ridículo social.

En uno de los poemas de Cavafis, el hijo de un sacerdote pagano se convierte al cristianismo: “Cristo, Jesús, guardar los mandamientos /de tu iglesia sacrosanta /en cada uno de mis actos, en cada palabra, /en cada pensamiento, es mi esfuerzo /cotidiano. Y de cuantos te niegan /me aparto. –Mas ahora lloro; /lloro sin consuelo, Cristo, por mi padre, /aunque él fuera –terrible es decirlo– /sacerdote en el templo maldito de Serapis”. (“Sacerdote de Serapis”).

En otro poema, el emperador Juliano llega a Antioquía para predicar la religión neopagana que él mismo ha inventado. Pero para los ciudadanos de Antioquía el cristianismo es ya su religión convencional, sin que por ello la dejen interferir en ninguna de sus distracciones. Así que simplemente se ríen de Juliano, a quien ven como a un viejo puritano timorato: “¡Sería posible que alguna vez renunciara /a su bella forma de vida; a lo variopinto /de sus diarias diversiones; a la brillantez /de su teatro… /¿Renunciar a todo eso para, luego, fijarse en qué? //En su palabrería acerca de falsos dioses, /en la tediosa jactancia de sí mismo; /en su infantil aversión por el teatro; /en su gazmoñería sin gracia; en su barba ridícula. //Desde luego, preferían la Ji, /desde luego, preferían la Kappa, cien veces”.  (“Juliano y los antioqueños”).

Espero que estas citas hayan servido para dar una idea del tono de voz de Cavafis y de su perspectiva de la vida. Si un lector opinara que estos poemas son exageradamente despiadados sería difícil encontrar argumentos para discutirle. Puesto que el lenguaje es creación colectiva y no individual, los parámetros con los que se puede juzgar un poema resultan relativamente objetivos. Por ello, al leerlo en nuestra propia lengua podemos encontrarnos con una sensibilidad personal que nos resulte antipática, y sin embargo sentirnos impulsados a admirar su expresión verbal. Pero al leer una traducción, todo se reduce a una cuestión de sensibilidad, y esa sensibilidad simplemente nos atrae o nos disgusta. En lo que a mí respecta, está claro que me siento muy atraído por la sensibilidad de Cavafis.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Esta introducción fue escrita por Auden para la cuarta edición de The Complete Poems of Kavafy en traducción de Rae Dalven; Harcourt, Brace & World, Inc., Nueva York, 1961 (la primera edición de los poemas de Cavafis en traducción de Dalven era de 1948)>>
  2. Aquí Belloc juega con la homofonía entre “read”, participio pasado del verbo leer, y “red”, el color rojo.>>
  3. Las citas de los poemas de Cavafis, que Auden las da obviamente en la traducción a la que su artículo sirve de instroducción, las damos aquí en la versión de Pedro Bádenas de la Peña, Poesía completa, Madrid, Alianza Tres, 1985. >>