Attilio Bertolucci:La carpa india y otros poemas


Nota preliminar de Cesare Garboli
Nota final de Pier Paolo Pasolini
Traducción de Ricardo H. Herrera

Desde la primera cuarteta de Viaje de invierno, Bertolucci nos sale al paso, el rostro curtido y socarrón de paternal animal casero mimetizado con su tierra, como llegado por milagro desde lejanías agrestes y resignado a vestir entre los hombres los exóticos, improbables hábitos de la civilización, en toda su leyenda de poeta provinciano, residente en la ciudad, construida mediante inalcanzables e imperceptibles golpes de petit-maître según una receta insólita, y justamente por eso magistral, a veces virgiliana, invernal, vale decir, neblinosa, de lumbre mágica, casera y crepuscular, y a veces solar, tórrida y teocritea, esto es, fragante de humores e intensamente cromática, del D’Annunzio pánico y silvestre: «Oh fortunatos nimium agricolas», si todo tiene el mismo derecho de existir, la enfermedad y la salud, la piedad y la maldición, la guerra y la paz, la putrefacción y la muerte, la tragedia y el olvido, en el inmenso santuario de la naturaleza omnipotente, y no obstante benéfica, onírica y redentora, cruel y materna divinidad escondida «entre realidad y visión» en el pacífico retorno de las estaciones, en el período eterno de los años y de los meses indiferentemente laboriosos como rústicos y majestuosos artesanos de un bajorrelieve románico. De pronto, un poeta se nos manifiesta en su madurez, en su esplendor, y se deja reconocer en todas sus mediaciones culturales, en todas sus ambiciones profundas.

Habíamos dejado a Bertolucci, hace una veintena de años, excéntrico y solitario pedaleador, junto al florentino Luzi y al lombardo Sereni, en las últimas horas del mediodía hermético, al abrigo de la tríada victoriosa, lanzada hacia metas metafísicas: Ungaretti, Montale, Quasimodo (o Saba). Pero era difícil distinguir la modulación de la tenue «zampoña» bertolucciana y padana en el gran concierto de aquellas otras voces del siglo XX. Y más que pedalear, Bertolucci parecía avanzar a pie, un poco aparte, infatigable caminador menos atento al valor simbólico de las palabras que a la afectuosa y afable verdad que se cumple en la luz natural del día, a algún modesto plein air, a algún detalle insignificante como podría ser la silenciosa caída de una castaña en la hierba húmeda, o al primer, punzante anuncio de un frío de nieve. Si se alejaban de los huertos o de la plaza de Parma, fresca, de verano, «como una sábana nupcial», entonces los versos bertoluccianos volvían a subir —cada vez más parecidos, también ellos, con el tiempo, a largos pies que midieran con tortuosa, obsesiva lentitud, un recorrido implacable— las inaccesibles callejuelas de montaña tosco-emiliana, hasta descubrir la planta trepadora que crece salvaje sobre el campanario agrietado, el muro derrumbado de la cartuja, el retablo restaurado en el espeso e inaccesible rincón del bosque por las manos anónimas de un albañil devoto en un día sin fecha, gloria y majestad de la Italia humilde a dos pasos del estiércol y de las madrigueras de las culebras. En algún momento, en los largos veranos pasados sobre los montes del Apenino, Bertolucci registra sobre grandes papeles rayados, de deberes escolares, con caligrafía incierta y cursiva, también los hechos destacables de la vida de Casarola, rica en asnos, en castañas y en piedras. Entonces el verso dominical se hace sociable, se une al corretear amigo de la gente del pueblo llamada por las campanas de las vísperas a lo largo de la áspera pendiente de piedra, y el poeta se demora entre las pilastras del pórtico, o canta a coro con las jóvenes del pueblo «sobre bancos que el transcurrir del tiempo / enciende de dorada beatitud»

Sería inadecuado definir como narrativo el realismo agreste de Bertolucci. Pero a fuerza de permanecer fiel a las pobres apariencias del día, cuando aparece la línea de luz o de sombra sobre el revoque de la casa, se termina siempre por contar algo. ¿De quién habrá tomado el gusto Bertolucci, en toda la poesía contemporánea, el gusto por empastar con tierra sus versos, de trabajarlos como lo haría un picapedrero, y asimismo el gusto por la hora que pasa, por la escena dejada de lado, por la tarea doméstica descuidada en la monótona fuga de la existencia, fijada con la suprema perfección de un Chardin o de un Vermeer?

Alumno de Roberto Longhi, Bertolucci nunca ha ocultado las deudas contraídas en la larga frecuentación de ese maestro. El Trescientos boloñes, las cosas lombardas del Quinientos, la elegía corotiana y morandiana se entrelazan en la más exquisita combinación literaria y figurativa. Pero al final esas imágenes de verdad natural, de humilde luz cotidiana, reconquistadas con tanta fatiga, terminan por reservarnos una sorpresa. El poeta las alcanza de espaldas, las contempla de nuevo con ojo póstumo, las copia y las rescribe en tanto ello permite mostrarlas como portadoras de un sueño o de una quimera.

Parece que la mirada de Bertolucci, por momentos, examinara toda su experiencia italiana y «románica» a través de la lente de un decorativo impresionista tardío, intimista, un Bonnard o un Vuillard enamorado del instante irrevocable, del instante fugitivo y excepcional, con equivalentes que hacen «época» como el crepúsculo que baja sobre el gris mar de hielo, la falena que se arroja contra la lámpara encendida, el rastrillo del pequeño futuro macho inconsciente y «el sombrero de paja violeta descolorido» colocado sin gracia sobre la cabeza de la niña en vacaciones con un ocho o un nueve en su libreta de calificaciones. Este podría ser el Bertolucci coetáneo y coterráneo (o casi) de Antonio Delfini. Pero es una impresión falaz. Esa nostalgia por el momento doliente y perfecto, esos muros cubiertos de rosas, su autorretrato en el café Greco, o en bata, visto con los ojos de un enfermo, suponen el estrago y la ruina del tiempo, implican a Proust, y quizás, en los límites bertoluccianos, incluso los exceden, si es de Bertolucci la percepción continua y angustiosa, permanentemente mitigada, de que el presente siempre esté a punto de vacilar y caer en la nada.

Viaje de invierno es un libro egoísta, sin heroísmo, sin arrojo y sin esperanza. Pero es un libro de goce infinito para quien frecuente técnicamente la poesía y sepa ver bajo la humilde cáscara del verso, siempre de rústico carmesí, la móvil, inquietante organización de exterminadas citas indirectas. En este sentido, Bertolucci es todo lo contrario de alguien que está aislado. Es un poeta que trasuda cultura, soberbio ideólogo de todos los poetas «menores», como si todos los poetas así llamados «menores» atentos a lo verdadero, se diesen cita en él, en su experiencia, hasta formar un absoluto. Pocos artistas podrían superarlo en su capacidad de articular todas sus dispersas visiones, todas sus casuales y desordenadas lecturas, toda su cultura, en una palabra.

Si, entre los contemporáneos, Sandro Penna es un clásico de la enfermedad, hasta el punto de mostrársenos como el poeta más inevitable del siglo XX italiano, Bertolucci nos parecerá un alejandrino que toma y asimila de todos, sin escrúpulos y sin miedo, del mismo modo en que llena la superficie de la poesía de innumerables detalles, todos objetivos, todos minuciosamente agregados con atormentada precisión. En realidad uno termina por comprender que Bertolucci no acepta nunca préstamos de los menores, sino sólo de los grandes, y de éstos siempre un grado más abajo, un tono más abajo, como un pintor que atenúa el excesivo efecto de luz, o un gran actor baja la voz. Es aquí donde el poeta se eleva, de pronto, a un «fortissimo» de ambición.

 Basta no dejarse impresionar demasiado, para comprender cuánto hay de verdaderamente inusual en el taller de Bertolucci, de difusa modernidad, de disonancia un poco «up to date» en alguna tardía y engañadora composición. Basta inclinarse, en cambio, a escuchar un ritmo, una cadencia en el discurso tejido por frases modernas pero cimentado sobre una música inmemorial, que ya forma parte del común patrimonio mnemónico de la poesía, la música sáfica, alcaica o asclepiada de la poesía que conocimos en la escuela, leída por primera vez en los bancos del liceo, el hexámetro de Virgilio, la modulación de Horacio, el acento de uno que hubiera alcanzado la edad imprecisa y soñada de una eterna juventud senil. Todas las poesías más hermosas de Bertolucci se miden sobre esta base, sobre estos pies de «vides ut alta stet nive candidum Soracte…» Helo aquí, pues, al poeta confiándose a ese metrónomo en sus más intrépidas combinaciones, hacer suyos los ritmos ingleses, seguir al Tasso de Metauro, o ese otro narrativo de la «Jerusalén», aproximar a Hardy, o al más llameante Dylan Thomas, al Teócrito de los «Segadores»: «Todo aromaba fuertemente en la estación opulenta, todo aromaba a otoño».

 También podría ser Bertolucci un anónimo «poeta novus», un «Atilius» cuyos papeles se perdieron un día, o bien se confundieron con los de los más conocidos del grupo. Pero así como hemos visto al poeta recorrer, como pequeño propietario y padre, poco menos que todas las disyuntivas de la moderna cultura europea, así el rostro a un tiempo bárbaro y alejandrino del «príncipe de los poetas de provincia» no dejará de provocarnos una última vez. ¿No es acaso Bertolucci el testigo fiel, el celoso custodio de una ideal poesía italiana que ha existido desde siempre, en algún lugar, sin haber sido nunca escrita? Existe también un manierismo de la naturaleza, y se piensa de buena gana que sobre tantos imaginarios, humildes versos italianos perdidos a lo largo de los siglos, parecidos a las innumerables imágenes que pasaron sólo por un instante en la retina de gente anónima y campesina, rápido borradas, sumergidas, tragadas por el tiempo desatento, atareado y veloz, Attilio Bertolucci se haya curvado con piedad redentora, y ahora se someta a ponerles al pie una débil firma reconocible, su modesto nombre y apellido, con toda la alegría de un crítico descubridor y restaurador.

De esta poesía «menor» (y obsérvese cuán excelente), Bertolucci sostiene ser el único poseedor del códice. Con respecto a los poetas-estetas que creen transformar en oro todo lo que tocan, Bertolucci peca de un orgullo superior. Piensa que no es necesario transformar lo que se toca en una imagen de belleza. La belleza está allí, en todo lugar donde una religión terrible sepa perdonar a los vivos «la ignominia de vivir». La piedad y la recusación de la vida quizás nunca han estado tan cerca, tan entrelazadas. Por ello faltan, en Viaje de invierno, un libro hecho íntegramente con cosas humildes, los otros, los interlocutores. Bertolucci sólo se ve a sí mismo, tiene corazón sólo para sí mismo, y cree en un sólo valor: los hijos, la propia continuidad carnal. Si las cosas no se corrompiesen tan fácilmente, si las adormideras no fuesen una gramínea, ningún triunfo de los dorados mensajeros heriría al poeta, y lo haría cantar. Sin embargo, nadie está más aterrorizado por la celeridad, la caducidad, la fugacidad de las cosas, y por el pensamiento de que el paso por el mundo esté destinado a corromperse, sepultos todos los colores en la noche del frígido invierno. Pero, ¿es una contradicción? ¿No es sagrada, no está viva también la sombra que recorrerá hasta el fondo los caminos? ¿No está vivo también el «mal»?

En los últimos poemas, Bertolucci finge romper la estructura tradicional del verso, y simula un lenguaje áspero, imperfecto, atonal… después de Stravinsky, Schönberg. Pero es una impresión falsa. Esos poemas, en realidad, son un único verso —y así han de leerse—: un único largo verso desesperadamente aplicado a restituir y a facetar en todos los aspectos una cosa vista, fugitiva. Estos versos tortuosos, que se dilatan como una espiral hasta ocupar el espacio de todo un poema, son deudores de la sintaxis de la «Recherche», y recuerdan la huella dejada en un pliego por un carbón o un pincel que no se separase nunca de su trazo. Todo se cierra, se consagra en ese punto finalmente privilegiado de eternidad. Si la vida fuese digna de existir, de consumarse, ¿la seguiría el poeta con tan ávido tormento, con semejante necesidad de detenerla para siempre?

Cesare Garboli


La carpa india

I.

Tras de la casa se alza en la neblina
de noviembre su cima vacilante:
una sencilla construcción rural
al borde de los campos, una esbelta
apariencia en la bruma que se esfuma;
hace pensar en una carpa india.
Aquí, donde los trastos de trabajo
quedan guardados luego de que el sol
del verano termina con el tiempo
de la siembra, con mano habilidosa
fueron unidos entre sí los palos
con el propósito de construir
un cobertizo inmóvil en otoño.
Sobre la tierra dura que conduce
al solitario emplazamiento salta
el pajarito que llaman del frío,
sin que perciba las otras presencias
sobre el sendero, quizás atraída
su pupila tranquila y penetrante
por algún último y distante fruto.
Pero a nosotros, a nosotros, ¿qué
promesa nos impulsa en este frío
aire de la mañana a perseguir
tanto abandono? ¿Qué dulce alimento
para nuestras bocas infantiles
más allá del silencio familiar,
más allá de la paja macilenta
donde el sendero acaba, donde el sendero muere?
Ahora el día se aquieta sobre toda
la llanura, hasta donde la ciudad,
entre el desnudo tronco de las plantas,
se ve —cerrada ensoñación, secreta—
con sus rojas y grises casas mudas.
Oh, hará un tiempo así de apacible
pautado sólo por la oferta amable
del vendedor ambulante en el sol
de las doce, por el sonido nítido
del guijarro en la canaleta azul.
En esa paz se escucharán los gritos
de nuestros padres, cada vez más cerca
y ansiosos, luego débiles, perdidos
en la niebla (que rápida se adensa)
de estos días, cuando el sol no dura
más allá de la siesta, y el crepúsculo
parece descender sin esperanza.


La fría hierba que nos roza el cuerpo
acurrucado adentro de la sombra
—nuestros rostros ocultos, las rodillas heridas—
ya es la dura hierba de invierno, muerta.
No obstante es el tiempo más grato del año
cuando el cercado seco que rodea
el desierto dominio con su brazo
se le hace alcoba íntima al perdido
pajarito del color de la tierra.
Aquí llegamos a donde queríamos,
no cansa caminar en la brumosa
mañana, y cuando pasa una carreta
con un rumor de leche zarandeada
en el tarro que brilla por un rayo
fugitivo de sol, el hombre duerme,
también duerme el caballo y se despide
incierto con su trote resignado.
 

La casa apenas si se distinguía
raptada por la triste ensoñación
del alba de noviembre, en el recodo
donde en Pascua se escuchan las campanas
trepidar en la tierra que la oculta.
Era la hora en que tras las persianas
despierta la familia amargamente,
la última mosca zumba moribunda
en el cerrado hogar donde la brasa
de los primeros fuegos otoñales
dura y le alcanza a la primera friolenta
doncella bruja, montañesa falsa.
Con su soplido y el hábil manejo
de las astillas se ilumina el cuarto
que la ventana abierta ahora llena
de una neblina que afluye a oleadas.
Pero transcurre el tiempo, otras ventanas
van abriéndose al día sin deseo,
tocan lentas la hiedra destrozada
y el endeble revoque. Nos sentamos
tranquilamente, en la tierra arada,
mirando alrededor, desmenuzando
terrones empapados por el vaho
de la bruma que se levanta lenta
al paso de dos adolescentes solos
al principio, después, ya de más cerca,
se ven avanzar juntos y esfumarse,
mientras hablan entre ellos, los amigos
de tantos días largos en un tiempo
que no termina nunca.

Qué dulce, gratamente crece el día
en el llano sembrado, listo ahora
para el sueño de invierno, y sin embargo
hoy perdido detrás de ese sol último
que madura en las ramas raros frutos
abandonados por los estorninos.
Le da tibieza ese calor al muro
de la casa, se desprende un cascote
con un golpe atenuado por las ramas
del árido romero, una mujer
canta feliz desde una pieza abierta
que de aquí no se ve, el solitario
sonido de la dicha y del olvido.
Ya nadie lo recuerda, tan querida
es la hora que transcurre por la tierra
que un pájaro lejano y silencioso
la marca con su sombra fugitiva,
hoy no se acuerda nadie de nosotros.

 

II.

El invierno vendrá y de la carpa
hará un pesebre desierto, una casona
rústica en el lejano occidente.
Una tarde de nubes encendidas y azules
para los ojos húmedos, la puerta
de casa se abrirá con muchos gritos,
el crepúsculo entrando en los zaguanes
largos coincidirá con los muchachos
que vuelven de aclamar la aparición
de la estación afable.
Oh, encontrarme entonces en la luz
que al acercarse de la noche tórnase
más y más pura, ennegrece la tierra
dichosa, gruta intacta, apenas
azul claro en la boca de nevados reflejos.
El que ha entrado primero, con un salto
ligero, inclinándose, dice
alta la maravilla del calor
que lo acoge, que besa sus mejillas
y sus rodillas ásperas de juegos.
Pero el aire se muestra demasiado
oscuro afuera… Breve dicha, ya
te has consumido al acabar el día,
quién sabe cuándo, si ayer o mañana,
en el tiempo que el invierno acorta.
Las estaciones vienen y se van,
mayo llegó y no nos dimos cuenta
hasta el día en que vimos vacilar
con alegre fulgor la claridad
entre la espesa sombra del jardín
e inundar el mantel, realzar el rojo
de las cerezas, los ojos hechizados
ya grávidos de sueño, ya, tan rápido,
mientras con humo y charlas va la noche.
Y tú, voz luminosa que mañana
nos sacarás del sueño en el verdor
de cerrados postigos, ahora abiertos, te has ido.
Hemos caído en una red de oro,
mezcla de luz y de hojas. La mañana
se alarga, el tiempo no termina más.
Un día es como el otro, los distingue
la sangre que desde una herida surca
—desnuda y fresca— el brazo mientras corre,
tiene una mancha el bello rostro
sombreado por las plantas; otro día
señala con su ocaso la llegada,
el lento aproximarse polvoriento
de un adorado huésped, todavía
no se acerca su voz, pero riente
me habla su ojo negro, ladra el perro
desembocando de las vides bajas
tinto de sol. Y cuántos, cuantos días
han pasado, filtrados, miel análoga,
por tu frondoso terraplén, Cinghio
guardián, que suavemente extiendes
un camino real lleno de hierbas
y margaritas frías
a nuestros pies en fuga.
¿Hacia dónde nos encamina el nuevo
verano, uno detrás del otro, mudos,
separados, perdidos, y no obstante juntos
en el deseo unánime del juego?
Detrás de los confines toma el río
otro curso: un amado terror y
maravilla suscita la región,
tan bella con sus plantas extrañas,
quietas nubes y pájaros en vuelo.
El silencio nos ciñe en pajonales
y de improviso, súbito sosiego,
un oscilar de hojas en los árboles
que dolorosamente nos reprueba,
como absortas en algo, si volvemos
interrogante el rostro y las miramos.
Qué largo fue el camino de seguirte,
ir tras tus pasos para llegar donde
ahora se desliza inesperado
un viento misterioso y tenso,
presagio de futura beatitud,
de ese infinito que nos atormenta.
Guía sin titubeos, tú encontraste
en ti la fuerza para arrebatarnos
y en el confuso margen el sendero
nos retomó confiados: la aventura
transcurrió en la mañana, húmeda
de rocío y de voces familiares,
después, ya más cerca de casa, el pacto
de silencio, y el cansancio en los huesos
cuando apoyados contra el muro cálido
comienza a apaciguarse el corazón.
Nunca más volveríamos, pensamos,
al lugar fascinante, en tanto el mediodía
iba animándose, nos invadía
el tedio de la vida, y observábamos
que el día iba cambiando, por las nubes
y el vuelo bajo de las golondrinas,
su alboroto se oía por la casa
oscura ya y fresca por la lluvia.
Al llegar el crepúsculo, los campos
mostraron cauces relucientes, tierra
negra y tierna, muros que se han secado
despaciosamente, una absoluta
felicidad de ser colmaba el aire.
Como concluye agosto, a la mañana,
tras la noche de lluvia, ya se siente
(se hace profundo el cielo) que el otoño
se acerca, uno contempla en torno,
sin saber qué hacer, todo
está fresco, cubierto de un barniz
melancólico de perplejidad.
Ahora haraganeamos, nos callamos,
sabemos que aún hay tiempo; sin embargo
no ignoramos que el año morirá, igual que el cielo
y el verdor esmaltado de las plantas,
el rojo de las ruedas de los carros,
el yunque que repica a la distancia,
lento pulso del día, todo habla
de una partida próxima, un adiós.
La memoria es un camino que se pierde
y se encuentra tras una momentánea
impaciencia; en el sol de septiembre,
calcinante en la espalda, vuelve el verano
que las avispas doran zumbando en las cestas
de la uva blanca, a sus revoloteos
se mezcla el escondido
perenne rumor del trigo que airea
un viejo diligente y polvoriento.
En tanto él anda cerca,
se prolonga el buen tiempo entre nosotros…
 

III
¿Adonde fue el pájaro que en la hora
más calurosa te ha sobrevolado
alto, y los palos, los troncos nuevos
de acacia que te forman, carpa
desierta, se estriaron por el frío
un instante en la calma del sol?
Iba hacia el este, y el llano desnudo
se escapaba debajo, este lugar
de nuestro corazón, del tiempo en que vivir
es lo más dulce, igual que un agua
bajo hojas caídas, el fluir
incesante. Aquí dejaba alguna
hora del día, en tanto lo apuraba
la muerte de la luz, con la pupila
fija en ciudades grandes y lejanas, en ríos
más amplios que el nuestro, en la inminente
oscuridad de puentes y de torres.
Dejaba aquí el momentáneo, el postrer
saludo que a la tierra envía el cielo,
en el ocaso, y a los ojos cansados
de perseguir un ave que se pierde
los consuela la sombra de las plantas
en los campos, el centelleo tierno
y alto, alto, del sol que muere
en una frágil cornisa de casona absorta.
Un lugar se parece a la gota en la mente
del niño, en esos días en que la golondrina
se va y vuelve…
Al fin llegamos donde queríamos.


La capanna indiana
 

I.

Dietro la casa s’alza nella nebbia / di novembre il suo culmine indeciso; / una semplice costruzione rurale / ai limiti dei campi, una graziosa / parvenza sulla bruma chi dirada, / si direbbe una capanna indiana. / Qui dove gli atressi da lavoro / giacciono rovesciati poi che il sole / estremo di stagione ha chiuso il ciclo / delle semine, con accorta mano / i pali furono incrociati l’uno / contro l’altro così da ricavarne / un padiglione quieto nell’autunno. / Sulla terra indurita che conduce / al solitario ritrovo saltella / l’ucellino che chiamano del freddo / e non s’accorge delle altre presenze / sul sentiero, diretto forse a qualche / ultima bacca rosseggiante al suo / occhio acuto e tranquillo, di lontano. / Ma noi, noi quale promessa porta / nell’aria fredda del mattino a tanto / abandono? Quale dolce cibo / per le nostre bocche di fanciulli / al di la del silenzio famliare, / oltre l’ultima paglia marcia, dove / iI sentiero finisce, dove il sentiero muore? / Ora il giorno è sereno su tutta / la pianura sin dove la città / appare, chiuso sogno a noi, segreto, / di grige e rosse dimore silenti / frammesso i tronchi nudi delle piante. / Oh, sarà un tempo così calmo, / segnato appena dal gentilo invito / del venditore ambulante nel sole / di mezzogiorno, dal rumore netto / d’un sasso contro l’azzurra grondaia. /Allora nel silenzio udremo il grido / dei nostri cari, sempre più vicino / e ansioso, poi fioco, perduto / nella nebbia che rapida s’addensa / di questi giorni appena il sole volge / oltre il meriggio e pare che la notte / discenda ormai, senza speranza. // L’erba che tocca fredda i nostri corpi / distesi e accovacciati dentro l’ombra, / i nostri visi nascosti, i ginocchi dolenti, / è già una dura erba d’inverno, morta. Eppure è il tempo più dolce dell’anno / quando la siepe brulla che recinge / del suo braccio il deserto dominio / si fa intima stanza allo smarrito / passero già colore della terra. / Qui siamo giunti dove volevamo, / nel mattino nebbioso camminare / non stanca, e quando passa una carretta / con rumore di latte sballottato / nel zinco che luce ad una spera / fuggitiva di sole l’uomo dorme, / anche il cavallo dorme e s’allontana / incerto con il suo trotto paziente. // La casa si vedeva appena, presa / nel sonno triste di un’alba qualunque / di novembre, a una svolta dove al tempo / di Pasqua s’odono le campane sciolte / vibrare nella terra  che si bacia. / Era l’ora che dietro alle persiane / la famiglia si desta amaramente, / l’ultima mosca ronza moribonda / nella chiusa cucina ove la brace / dei primi fuochi autunnali dura / sino alla prima donna freddolosa, / giovane strega, montanara falsa / Al suo soffio, al suo abile maneggio / di stecchi già s’illumina la stanza /che la finestra aperta ora riempie / di nebbia a folate intermittenti. / Ma il tempo passa ed altre finestre / si disserrano al giorno senza voglia, / toccano lente l’edera stracciata / e l’intonaco fragile. Ci siamo / seduti sulla terra arata, quieti, / guardandoci attorno, sgretolando / una zolla appena umida del flato / di bruma che si va alzando adagio / sul passo di due ragazzi soli / prima, poi sempre meno distanti, / finchè si vedono avanzare insieme / e scomparire parlottando, amici / di tanti giorni lunghi in un tempo / che non finisce mai. // E come dolcemente iI giorno cresce / sulla pianura seminata ormai / pronta al riposo dell’inverno, eppure / oggi perduta dietro il soJe ultimo / che matura sui tralci rari grani / abbandonati anche dagli storni. / Al suo calore il muro della casa / intiepidisce, un calcinaccio cade / con un tonfo attutito dai rametti / del rosmarino  arido, una donna / Canta felice da una stanza aperta / che di qua non si vede, solitaria / voce del tempo bello e dell’oblio. / Nessuno si ricorda, tanto cara / è l’ora trascorrente sulla terra / che un uccello lontano e silenzioso / segna della sua ombra figgitiva, / nessuno si ricorda più di noi.
 

II.

Verrà l’inverno e della capanna / farà un presepe deserto, una villa / rustica nel lontano occidente. / Una sera di nubi rosa e azzurre / agli occhi inumidite, la porta / di casa s’aprirà con molti gridi, / il crepuscolo entrando negli anditi / lunghi si scontrarà con i ragazzi / usciti a festeggiare la stagione / mite improvvisamente. // Oh, ritrovato allora nella luce / che all’appressarsi della notte più / e più limpida abbuia sulla terra / felice, antro intatto, appena / celeste sulla bocca di nevosi riflessi. / Chi è entrato per primo leggero, / con un salto, chinandosi, dice / alta la meraviglia del tepore / che l’accoglie, che gli bacia le guance / e le ginocchia ruvide di giochi. / Ma l’aria si rivela già troppo / scura di fuori… Breve gioia, ormai / sei consumata al finire d’un giorno, / chi sa quando, ieri o domani, / nel tempo che l’inverno declina. // Le stagioni vengono e vanno, maggio / è tòrnato e non ce ne siamo accorti / che quando abbiamo visto tentennare / con giocondo barbaglio una lucerna / fra le ombre del giardino e inondare / la tovaglia, verniciare il rosso / delle ciliege, i nostri occhi incantati / presto gravi di sonno, troppo presto / mentre in chiacchiere e fumo va la sera. / E tu voce assolata che ci svegli / l’indomani nel verde delle imposte / chiuse, aperte già, e te ne sei andata, / siamo caduti in una rete d’oro / mista di raggi e foglie, la mattina / indugia, il tempo non finisce mai. // Una giornata è uguate all’altra, solo / il sangue che da una ferita riga / il braccionudo e fresco correndo, / a una macchia il bel volto / ombrato di piante; un’altra segna / nel radioso tramonto l’apparire / e il lento avvicinarsi polveroso / d’un caro ospite, ancora non arriva / la sua voce, parla l’occhio nero / di lontano ridente, il cane abbaia / sbucato fuori dalle viti basse / tinto di sole occiduo. Ma quanti, / quanti giorni sono passati, colati / via, miele indistinto, nella curva / del tuo erboso argine, Cinghio / custode, cui soavemente inoltra / una carraia fitta di gramigne / e margherite fredde ai nostri piedi / in fuga. // Dove ci conduce l’ora di prima / estate, uno dietro l’altro, muti, / ciascuno separato, perso, eppure / chiuso nell’unanime impegno del gioco? / AI di là del confine altro corso / prende il rio e una cara paura / e meraviglia fa intorno un paese / bellisimo di piante sconosciute / sotto nuvole ferme e uccelli in volo. / Il silenzio ci stringe d’erba alta / e d’improvviso, subito quetato, / muoversi diminute foglie in alberi / che dolorosamente ci respingono, / quasi d’altro pensosi, se volgiamo /ad essi il volto interrogando. // Com’era stato lungo dietro i tuoi / passi sicuri arrivare là dove / ora ci sconvolgeva inaspettata / un’aria ignota, vibrante, / presagio di futura beatitudine, / di quell’eterno chi ci strazia. Tu / guida senza incertezze trovasti / in te la forza di strapparci via / e nel confuso margine il sentiero / ci riprese fidenti: fu una corsa / nel tempo del mattino umido / di rugiada e di voci familiari, / poi più vicino a casa, l’intesa / silenziosa, e la stanchezza alle ossa / contro il muro tiepido / nel battito del cuore che si placa. // Mai più pensammo, mentre il mezzogiorno / s’animava d’intorno, rivedremo / un luogo così dolce, e ci prendeva / fastidio della vita. Intanto / il solé si velava, sentivamo / che il giorno andava mutando di volto / per le nubi e le rondini più basse, / stridule sin dentro le stanze oscure / ormai e fresche di pioggia aspettata. / Quando venne il tramonto la campagna / ci aprì canali illuminati, terra / nera e tenera, muri lentamente / di nuovo asciutti, un’estrema / felicità di esistere era nell’aria. // Come agosto finisce la mattina / dopo una notte di pioggia si sente / (il cielo é più profondo) che l’autunno / sta per venire, ci si guarda intorno / e non si sa che fare, tutto / é fresco, rinnovato da uno smalto / malinconico di perplessità. / Allora si gironzola, si sta zitti, / sappiamo che c’è tempo, ma che pure / l’anno dovrà morire, ed il bel cielo, / il verde verniciato delle piante, / il rosso delle ruote ad asciugare, / l’incudine che suona di lontano, / lento cuore del giorno, tutto parla / d’una partenza prosimma, un addio. // La memoria è una strada che si perde / e si ritrova dopo un’ansia breve, / tranquilla, già nel solé di settembre / scottante sulla schiena è un’altra estate / che le vespe ronzando sulle ceste / dell’uva bianca indorano e si mischia / al loro volo il rumore nascosto / e perenne del grano che ventila / un vecchio attento e polveroso. / Finché c’é lui in giro il tempo è buono / da noi…
 

III.

Dov’è volato l’ucello che nell’ora / più calda ti è passato sopra / alto, e i pali, i tronchi giovani / di gaggia che ti formano, capanna / deserta, si sono rigati di freddo / un attimo nella quiete del solé? / Andava a oriente, la pianura spoglia / gli fuggiva di sotto, questo luogo / del nostro cuore al tempo che più dolce / del vivere si sente, come un acqua / sotto foglie cadute, il fluire / ininterrotto. Qui lasciava qualche / ora di giorno, affrettando a sé la fine / della luce, già presa la pupilla / in lontane città distese, fiumi / piu ampi che da noi nell’imminente / oscurità dei ponti e delle torri. Qui / lasciava quel breve, quell’estremo / saluto che alla terra il cielo invia / al crepuscolo e i nostri occhi stanchi / di seguire un uccello che si perde / consola l’ombra lunga delle piante / sui prati, il guizzo tenero / più sù, più sù in un cornicione friabile / di villa assorta, del sole che muore. // Un luogo è quale stilla nella mente / del fanciullo ai giorni che la rondine / va e torna… / Qui siamo giunti dove volevamo.
 

Hacia Casarola

 Dejen que me encamine por la senda que sube
y a la primera alarma del corazón me retrase,
ya exaltado y oprimido por el cansancio y la alegría,
a mirar los valles azules a lo lejos,
azules los valles y los años
que espacio y tiempo distancian.
Justamente en una curva, tan próxima
a la frescura de tupidos avellanos y de un agua
siempre borboteante en el fresco recodo sombrío
que llega hasta aquí donde el sol y el aire rozan las manos y la frente
de quien supo vencer la tentación al letargo.
Dejen que vea asomar a mis acompañantes y maravillarse de todo
con la inquieta esperanza de los emigrantes y de los prófugos,
mientras dan las doce en el cielo del mediodía campestre
del 9 de septiembre del ’43. Oh inocentes campanas
de Montebello, Belasola, Villula, Agna,
deslúmbrennos a nosotros que vamos huyendo,
mientras miran inmóviles de un lado y otro,
desde arriba y abajo, en el Apenino extenuado
por el arado, aquellos que deberán pagar por nuestra insolvencia,
pero que ahora pacíficamente dejan que brille la reja
en el surco inconcluso, se secan el sudor y se detienen
a considerar el hecho
de que un padre y una madre jóvenes, un niño y una criada,
van trepando ágiles, veraneantes fuera de estación
(oh gentil engaño óptico del sofocante mediodía),
hacia Casarola, rica en asnos, en castaños, en piedras.

Si pudiesen oírnos, estos que aún nada saben,
oírnos a nosotros que hablamos yendo un poco más atrás,
mientras la muchacha y el niño se han perdido adelante
en un triunfo de dulcísimas moras tardías;
si yo pudiese oír, apartado de aquel joven
intrépido consejo de familia en marcha,
llevado a cabo después de haberlo decidido todo, de haberlo arrojado todo
en el plato de la balanza, con un santo sentido de lo que es justo,
hoy que en la oreja envejecida y flaca me zumba
el vacío de estos años malgastados. Porque,
 ¿quién mejor que un hombre y una mujer en edad
de amarse y de amar al fruto del amor,
hubiera podido elegir, repensando en ese cálido
y demasiado apacible día de septiembre, el camino
para la salvación del alma y del cuerpo, enlazados
estrechamente como esposa y esposo en el abrazo?
Baja, o sube, hacia sus casas, por los campos
gente de Montebello primero, después de Belasola, absorta
en un moroso pensamiento, y ya el grupo de extraños
se ha reordenado, aparece empequeñecido más arriba,
hasta que se lo traga la boca fresca de un bosque de robles: allá
hay una fuente fresca en el recuerdo
del que guía y ha decidido
hacer un alto en la sombra, hasta que los vencejos
irrumpan en el cielo que fue de las alondras. Entonces
será el momento de cargar al hijo sobre los hombros
para que a la salida de la espesura vea maravillado
mezclarse humo y estrellas sobre Casarola. 

 

Verso Casarola

Lasciate che m’incammini per la strada in salita / e al primo batticuore mi volga, già da stanchezza e gioia esaltato ed oppresso, / a guardare le valli azzurre per la lontananza, / azzurre le valli e gli anni / che spazio e tempo distanziano. / Cosi a una curva, vicina / tanto che la frescura dei fitti noccioli e d’un’acqua / pullulante perenne nel cavo gomito d’ombra / giunge sin qui dove sole e aria baciano la fronte le mani / di chi ha saputo vincere la teniazione al riposo, / io veda la compagnia sbucare e meravigliarsi di tutto / con l’inquieta speranza dei migratori e dei profughi / scoccando nel cielo il mezzogiorno montano / del 9 setiembre ’43. Oh, campane / di Montebello Belasola Villula Agna ignare, / stordite noi che camminiamo in fuga / mentre immobili guardano da destra e da sinistra / più in basso nel faticato appennino / dell’aratura quelli cui toccherà pagare / anche per noi insolventi, / ma ora pacificamente lasciano splendere il vomere / a soleo incompiuto, asciugare il sudore, arrestarsi / il tempo per speculare sul fatto / che un padre e una madre giovani un bambino e una serva / s’arrampicano svelti, villeggianti fuori stagione / (o gentile inganno ottico del caldo messodì), / verso Casarola ricca d’asini di castagni e di sassi. // Potessero ascoltare, questi che non sanno ancora nulla, / noi che parliamo, rimasti un po’indietro, / perdutisi la ragazza e il bambino più sù in un trionfo / inviolato di more ritardatarie e dolcissime, / potessi io, separato da quel giovane / intrepido consiglio di famiglia in cammino, / tenuto dopo aver deciso già tutto, tutto gettato nel piatto / della bilancia con santo senso del giusto, / oggi che nell’orecchio invecchiato e smagrito mi romba / el vuoto di questi anni buttati via. Perchè / chimeglio di un uomo e di una donna in età / di amarsi e amare il frutto dell’amore, / avrebbe poluto scegliere, maturando quel caldo / e troppo calmo giorno di settembre, la strada / per la salvezza dell’anima e del corpo congiunti / strettamente come sposa e sposo nell’abbraccio? / Scende, o sale, verso casa dai campi / gente di Montebello prima, poi di Belasola, assorta / in un lento pensiero, e già la compagnia forestiera / sè ricomposta, appare impicciolita più in alto / finché l’inghiotte la bocca fresca d’un bosco / di cerri: là / c’è una fontana fresca nel ricordo / di chi guida e ha deciso / una sosta nell’ombra sino a quando i rondoni / irromperanno nel cielo che fu delle allodole. Allora / sarà lempo di caricare ¡I figlio in cima alle spalle, / che all’uscita del folto veda con meraviglia / mischiarsi fumo e stelle su Casarola raggiunta.
 

Páginas de un diario de vacaciones

Casarola, 5 de agosto

Aquí, la Virgen de la Nieve marca
la divisoria de aguas del verano,
por detrás queda un tiempo de hierbas y de flores,
a la vista está el heno, el trigo y la cebada,
las papas, las manzanas y por fin esas dulces
castañas que por miles de años alimentaron
al pueblo de este valle solitario.
Fruto completo, madura con lenta
paciencia, bien encerrado en su erizo,
con los soles de agosto y de septiembre,
templado por corrientes de aire frío
se la recoge con la lluvia fina,
telón gris que inaugura el invierno. Escucha,
hay tiempo para las grandes nevadas, otra
nieve —la tímida leyenda
de una danza de campanas rústicas—
irrumpe en la atmósfera sombría.
una mañana como esta cae,
enharina el mundo, maravilla
increíble, una nieve santa,
dejando visibles, de hierba brillante,
las líneas rectas y curvas que forman
el dibujo de nuestra iglesia. No,
sobre otro monte, bien distante
del Apenino que nos acoge, se dice
que ya aconteció el hecho. Pero la golondrina
que trina en lo alto no anuncia nieve
sino buen tiempo, desflora nubes de arenisca,
y nos recuerda que donde vuela, pronto
su señora posa su leve pie
y florece la tierra de milagros.

 

más tarde, tres de la tarde

Qué alegre que retumba el órgano
en armonía con la voz de las mujeres,
pocas aún, las pocas jóvenes
del pueblo, las otras están atareadas
junto a sus hijos en las negras
cocinas anudándose pañuelos
en torno de sus cabellos, último
lento acto de su excitado preparativo,
ya por el abrupto camino de piedras,
al penetrar en la dulce ola creciente
de órgano, voces, flores, incienso y rayos
de un sol que nadie se esperaba,
y ahora quema, salido de las nubes,
sobre las nucas de los hombres detenidos
entre las pilastras del pórtico, viejísima
licencia que aflige al nuevo diácono.
Son las Vísperas, grata costumbre
que reúne gente tranquila,
ya no en ayunas, a cantar sentada
sobre bancos que el transcurrir del tiempo
enciende de dorada beatitud.
Yo, espectador-actor en esta fiesta
que se cumple entre sones, cantos y humos
en suave ebriedad, pienso en la golondrina
de la incierta mañana, mensajera
de una tarde magnífica, y sereno medito
sobre la familia que impaciente
está a mi lado, contra el revoque azul,
color que representa el paraíso.

 

Foglli di un diario delle vacanze

Casarola, 5 agosto // La Madonna della Neve quassù/ segna lo spartiacque dell’estate, / alle spalle è un tempo d’erbe e fiori, / in vista stanno fieno grano e orzo, / patate e mele e infine quelle dolci / castagne che per mille anni nutrirono / la gente in questa valle solitaria. / Frutto completo, matura con lenta / pazienza tutto chiuso nel suo riccio / ai soli agostani e settembrini / temprati dalle fresche arie correnti, / si coglie nella pioggia fina, grigio / sipario che aprirà  l’inverno. Ascolta, / c’e tempo a quelle lunghe nevi, d’altra / neve la timida leggenda / in un bailo di campane rustiche / rompere l’atmosfera nubilosa. / Una mattina come questa cadde / a infarinare il mondo, meraviglia / incredibile, una neve santa / lasciando allo scoperto, d’erba lucida, / le linee rette e curve che compongono / la pianta della nostra chiesa. No, / che su di un altro monte, ben lontano / dall’Appenino che ci accoglie, il fatto / si vuole avvenuto. Ma la rondine / che stride alta e non neve ma sereno / annuncia, e sfiora nubi d’arenaria, / ci ricorda che ovunque voli, prossima / la sua signora posa il piede lieve / e fiorisce la terra di miracoli.


più tardi, tre pomeridiane

Come allegro l’organo rintrona / in accordo alle voci delle donne, / poche ancora, le poche zitelle / del paese, le altre stanno svelte / intorno ai figli nelle cucine / nere, ad annodarsi fazzoletti / lenti sull’onda dei capelli, ultimo / atto dell’eccitaio prepararsi, / già per la strada ripida di sassi, / entrate nella dolce onda crescente / d’organo voci fiori incensó e raggi / di un sole que nessuno più sperava, / e ora scotta, uscito dalle nuvole, /sulle nuche degli uomini attardati / fra i pilastri del portico, vecchissima / licenza che addolora il nuovo diacono. È il Vespro, istituzione piacevole / che aduna gente in riposo, / non più digiuna, a cantare seduta / su banchi che il trascorrerée dell’ora / accende di dorata beatitudine. / lo spettatore-attore in questa festa / che procede fra suoni e canti e fumi / in mite ebrietà, pensó alla rondine / nell’incerto mattino messaggera / d’una sera stupenda e quieto medito / sulla famiglia che mi sta impaziente / al fianco, contro l’intonaco azzurro, / colore che figura il paradiso.


Pequeño autorretrato (Café Greco)

No podían los años, divididos
cada uno en meses, los meses en días,
y los días en horas, en minutos,
cambiar más justamente un rostro, el mío

que se contempla en la luna oscura
de un antiguo café donde implacable
se abre paso la última moda,
de la que estoy al margen por la pura

sonrisa de mi boca y el hechizo
tierno de mi observar la herida
de un amor victorioso sobre el tiempo
y la gordura, oh no exigente narciso.

  

Piccolo autoritratto (Caffè Greco)

Non potevano tanti anni, diviso / ognuno in mesi i mesi in gioni, / i gioni in ore, minuti, attimi, / alterare più giustamente un viso, / il mio, che guarda in uno specchio scuro / dell’antico caffè dove impietosa / si scatena la moda ultima, io, / da questa escluso forse per il puro // lampo degli occhi e intenerito riso / della bocca alla consunta ferita / di un amore vittorioso su anni / e adipe, oh non esigente narciso.

 

Los decoradores son pintores

Primero llegó el hijo, en esa hora
clara tras la comida, el sol y el vino,
silenciosa no obstante, hasta el punto
de escucharse el pincel en la pared
extendiendo el celeste. No miraba
hacia afuera —su juventud,
su fortaleza, le bastaba— atento
al detalle de los rebordes índigos,
entre los cuales el azul, secándose,
ya deslucía como es justo. Entonces
llegó el padre trayendo un molde,
y el verde y el carmín y el rosa,
y la fatiga de años y su palidez.
Debía, en ese cielo preparado
con cuidado, hacer florecer rosas,
pero el verde para las hojas
no le servía, no se parecía (a sus débiles ojos)
al verde que brillaba afuera
con una intensidad desesperada,
ya muriendo la tarde y los colores.
Las corolas bermejas con sus sombras rosadas
florecieron más tarde, una aquí, otra allá,
coincidiendo con las últimas del huerto.
La oscuridad, adentro y fuera
del dormitorio, cumplió una faena
no inútil, que le deja a quien venga,
y duerma y se despierte entre estos muros,
el placer de las rosas y del cielo.

 

Gli imbianchini sono pittori

Arrivò prima il figlio, in quell’ora / lucente dopo il pasto il sole e il vino, / eppure silenziosa, tanto che / si sentiva il pennello sul muro / distendere il celeste. Non guardava / fuori, la sua giovinezza / e salute gli bastava, attento / alla precisione dei bordi turchini / entro cui asciugando già l’azzurro / scoloriva com’era giusto. Allora / venne il padre che recava uno estampo, / il verde il rosso e il rosa, / e la stanchezza degli anni e il pallore. / Doveva su quel cielo preparato / con cura far fiorire le rose, / ma il verde stemperato per le foglie / non gli andava, non era un verde quale / ai suoi occhi deboli brillava all’esterno / con disperata intensità appressandosi / la sera che si porta via i colori. / Le corolle vermiglie ombrate in rosa / fiorirono più tardi la stanza, / una qua una là, accordate / alle ultime dell’orto, e il buio, / fuori e dentro, compì un giorno / non inutile che lascia a chi verrà, / e dormirà e si sveglierà fra questi / muri, la gioia delle rose e del cielo.

 

Desde el balcón

Mirábamos juntos desde arriba sentíamos
al unísono era un momento privilegiado
veíamos al niño con su rastrillo
solitario mansamente amontonar

hojas del principio del verano
ya finas y pálidas más allá
arrancaba yuyos y escardaba radiante
por una luz que excluyendo al niño la

envolvía una monja jardinera vigorosa
vieja y sin embargo no domada por los años
polvorienta de tierra arenosa santificada
por el sol ya recortada por la sombra el hijo terrenal

de una madre joven internada en la clínica el mirlo
llegó curioso con su negrura a anunciar
la noche inminente portadora de insomnio
dejándonos sin bienes que compartir entre tú y yo

separados por el muro cubierto de rosas.

 

Dal balcone

Guardavamo insieme dall’alto sentivamo / all’unisono era un momento privilegiato / vedevamo il bambino con il suo / rastrello solitario quietamente adunare // foglie di principio dell’estate / già in lamine e in colore perso più in là/ strappava gramigne e sarchiava radiosa / per una luce che lei il bambino escludendo // avvolgeva una suora giardiniera vigorosa / vecchia eppure non domata dagli anni / impolverata di terra arenosa santificata / dal sole ormai radente in ombra il figlio secolare // d’una madre giovane in clinica il merlo / venuto curioso con il suo nero a dire / la notte imminente portatrice d’insonnia / non più bene divisibile fra me e te // separati dal muro intrecciato di rose.

 

Eliot a los doce años (de una fotografía)

Hoy un viento ardiente pasa sobre la tierra,
ni árido ni seco como será más tarde,
arrastra hojas de cobre con un sonido
que imita al infierno, prepara el purgatorio

y su adormecimiento otoñal. Es
marzo, con el sol que te hace
apretar los ojos insondables, violetas oscuras
sobre las que se encrespan los cabellos, tanto

cuanto lo permite, o exige, la etiqueta de la
Nueva Inglaterra exiliada sobre las costas
meridionales-, tú nunca querrás combatirla
violentamente. Vencerla —

hoy la amarga boca adolescente revela
tal intención y empeño mientras
contra la pared de ladrillos el fotógrafo
finge tu ejecución y las rodillas

desfallecen culpablemente en la tibieza
de la estación y de la edad — y ya vencida
abandonarla sobre las costas del tiempo,
vacía y luminosa, es decir, vivir y escribir

hasta el gélido enero, el invierno en los huesos. 

 

Elliot a dodici anni (da una fotografía)

Oggi un vento caldo corre la terra, / non arido non secco come sarà più tardi, / trascinando foglie di rame in un suono / che imita l’inferno prepara il purgatorio // e la sua sonnolenza autunnale. Questo / è marzo con il sole che ti fa / stringere gli occhi fondi, brune violette / su cui s’aggrondano i capelli scomposti / quanto permette, o esige, l’etichetta della / Nuova Inghilterra esule su rive / meridionali: e tu mai di petto / vorrai combatterla. Vincerla — // se oggi l’amara bocca adolescente tale / proposito e impegno significa mentre / contro il muro di mattoni il fotografo / finge la tua esecuzione e i ginocchi / illanguidiscono colpevolmente al tepore / della stagione e dell’età — e vinta / abbandonarla vuota sulle rive del tempo, / e lucente, vorrà dire vivere e scrivere // sino al gennaio inclemente, all’inverno delle osa.

 

Las gaviotas

Nunca había visto gaviotas sobre las márgenes del Tíber
cambian en este fin de invierno las plumas y las aguas.

Me apoyé en la piedra como hacen aquellos
que velan sobre su propia vida o muerte valiéndome

de una ardorosa paciencia pero mis ojos distraídos
seguían los vuelos rapaces de los pájaros plumbeoargénteos

hasta que se saciaron sus vientres ahusados los picos
ya resplandecientes sobre otras olas bajo otro sol

por el inevitable paso del tiempo mis
pupilas cansadas pero todavía voraces se volvieron

hacia el mercado inquieto de las populosas calles de Roma
a la búsqueda desesperada en la hora de la hipoglucemia

de un alimento insospechado que sólo yo reconozco
en la revelación jubilosa y estéril de la sombra-luz

sanguinolenta de los áticos y las cornisas al mediodía
mientras humean sobre las colinas las ramas de la poda

hasta entenebrecer el piadoso cielo del retorno. 

 

I gabbiani

Non avevo mai visto gabbiani sulle rive del Tevere / cangianti in questa fine d’inverno le penne e le acque. // Mi sono appoggiato al granito come fanno quelli / che vegliano sulla propia vita o morte usando // un’intenta pazienzia ma i miei occhi distratti / seguivano le planate rapinose degli uccelli plumbeoargentei // sino a che furono sazi i ventri affusolati i becchi / già risplendendo su altri flutti a un sole diverso // per il procedere  inevitabile del tempo le mie / pupille stanche e ancora voraci ormai volte // sull’emporio mobile delle vie popolose di Roma / alla cerca disperata nell’ora dell’ipoglicemia // d’un alimento improvviso soltanto a me noto / in una rivelazione gioiosa e sterile nell’ombra-luce // sanguigna da attici e cornicioni meridiani / fumigando sui colli i rami verdi della potatura // sino a ottenebrare il cielo pietoso del ritorno.

  

Solo

Arde el sol de septiembre todavía
estaba absorto en su consumación
el prado al cual arribo, casi llano,
es un altar con un mantel de hierba.
Lo realzan cólquicos de un rojo lila
lo adornan los espinos del Señor y esos de la
maldita propiedad hoy humillada
por la lenta ruina de la agricultura.
Lo ensangrientan las bayas tempranas
adelantándose al otoño lo suavizan
el coral vegetal de la rosa canina
y el penacho tenaz que ciñe la avellana.
¿Puedo improvisarme cura — vocación en retardo —
para oficiar en la hora impía del mediodía
sobre esta mesa natural del vasto apenino
ofreciendo carne y sangre personales
a las mulas a las lagartijas a las mariposas en yunta
los únicos que testimonian con sus matronímicos desertados
mi fe y mi inquieta beatitud —
mientras el avión postal se aleja e hila
una lana que en la soleada lejanía brilla?

 

Solo

Di settembre qui arde ancora it sole / cero presso alla sua consumazione / il prato al quale accedo pianeggiante / è un altare la cui tovaglia è erbosa. // La trapungono colchici dall’incarnato lilla / l’orlano gli spini del Signore e di quella / maledetta proprietà che oggi è umiliata / dalla rovina lenta dell’agricoltura. // L’insanguinano le bacche in forte anticipo / sulla stagione autunnale l’addolciscono / il corallo vegetale della rosa canina / e il ciuffo tenace che stringe la nocciola. // Mi posso improvvisare prete — vocazione ritardata — / per celebrare nell’ora empia del mezzogiorno / su questa tavola naturale dell’appennino spazioso — / offrendo carne e sangue personali // agli asini alle lucertole alle farfalle in coppia / i soli che testimonino per i matronei disertati / la mia fede e la mia beatitudine inquieta -/ mentre l’aereo postale si allontana e fila // una lana che nella dístanza assolata scintilla?

 

 

“¡Basta, si no por compasión, al menos por pudor!” (Ricardo III, Shakespeare) ¿Pero por qué tendría que callarlo? Tres o cuatro veces he llorado leyendo Viaje de invierno de Attilio Bertolucci.

Por qué lloré, me pregunto ahora, después de algunos días: he intentado establecer, reconocer los pasos de lo que me sucedió, pero sin resultados: cualquier página del libro pudo haberlo ocasionado. He tratado de concentrarme y recordar: han venido a mi memoria horas y momentos de una vida vivida en Italia, aquí y allá a lo largo de la cadena del Apenino, a la mañana, a la siesta, a la tarde; en cualquier estación, indiferentemente. No se trataba, en cada caso, de situaciones «conmovedoras»; y no se trataba de las queridas personas de las cuales el autor habla, o al menos no de ellas de modo particular. Quizás se trataba de él, del autor, en cuanto persona: pero sería extraño, porque él ha hecho de todo para no exponerse a la compasión, aun a ésa que no hiere: la de un pequeño, breve y ridículo llanto cumplido en soledad.

Attilio Bertolucci nunca trata de eludir su obsesión. Sin embargo, ha cumplido de una vez por todas un acto inaugural de atenuación, de tranquila corrección, de «manera». Así, él puede obedecer a su obsesión y escribir siempre los mismos versos, que tanto le gustan y lo consuelan. Al mismo tiempo, él puede velar esa obsesión y, justamente bromeando con ese velo, puede escribir versos siempre infaliblemente nuevos con respecto a sí mismos.

La obsesión es la obsesión de perder, de una vez para siempre, la capacidad de velar la obsesión, vale decir: de gozar en paz de la vida. La ficción católica (que es un absurdo total en este libro) no logra enmascarar la «filosofía de la nada» que lo determina, y la consiguiente locura, llamémosla hedonística, de gozar la vida. Es muy simple: Bertolucci no cree en nada para poder ser feliz de todo: de un todo, sin embargo, dividido en sus fenómenos y en sus apariciones — y cuanto más particulares, parciales, circunscriptas, lábiles, irrisorias sean las cosas de todos los días, mejor es. El loco epicúreo no pretende gozar el cosmos, sino más bien una reposera o la sombra de los castaños. Pero este pobre epicúreo que sonríe —allí sobre la reposera o bajo la sombra de los castaños— miente piadosamente: la otra cara del epicureísmo es la conciencia deshecha por una pérdida que es peor aún que la muerte, porque la precede, como si después del entierro hubiese otro entierro.

Por lo tanto: el catolicismo es elegido por una opción que forma parte del sistema de opciones «inaugurales» aptas para mitigar o corregir la obsesión; es necesario ser o decirse cristianos y creyentes, porque si no es peor. Por otro lado el cristianismo es, desde hace siglos, en el mundo campesino y en la burguesía agrícola, un aspecto del poder. Es necesario llevarse bien con él. La elección a favor del poder (la conservación, naturalmente iluminada) está comprendida por definición en el sistema de las opciones inaugurales -hechas quizá sobre el cuerpo de la madre, en la circunstancia fúnebre de los primeros años de vida, de los cuales Bertolucci no ha hablado jamás, pero de los cuales ha descrito todas las horas y estaciones posibles.

Todas estas elecciones -la Iglesia, las instituciones, la vieja burguesía, la gran cultura del siglo XIX (y, en fin, también la tecnología: uno de los puntos más lacerantes del libro es ése en el cual describe con alegría ciertos modernísimos tractores pintados prepotentemente de amarillo) son por cierto sinceras, porque han sido hechas en pobreza de espíritu, y también por una invencible piedad hacia sí mismo -piedad corruptora que, sin embargo, no se puede no perdonar- y no obstante, justamente porque son «elecciones», son también inevitablemente insinceras: si Attilio Bertolucci fuese sincero del todo, entonces debería admitir su terror frente a la Iglesia, su terror frente a la sociedad burguesa, su terror frente a sus clásicos… Tal terror no está resuelto por ninguna de estas cosas, en la vida. Lo está en la poesía. En esos versos en los cuales el poeta juega con velos con los que, maniobrando hábilmente, pacientemente, ha logrado envolver realidad y conciencia sin tornarlas del todo invisibles.

En el sistema de las elecciones eufemísticas, iniciales, también está la voluntad de no desagradar nunca, en modo alguno, al lector; más bien, de cautivarlo, buscando complicidad allí donde él puede encontrarla, sin traicionar su honestidad y su integridad; nunca vilmente, nunca cediendo algo. Parece imposible, pero esta complicidad es realizable: esos monstruos de vulgaridad que pueden ser los lectores, también los lectores de poesía, ofrecen la posibilidad de ser alcanzados.

El exorcismo es entonces tanto interno (la muerte, más la muerte de la muerte) como externo (una sociedad perdonada).

Todo podría pues marchar de maravilla: si la inspiración en Bertolucci no es otra cosa que terror, este terror está velado a sus propios ojos y a los ojos de los demás; establecido todo un inexpugnable sistema de seguridad, no queda nada más que el «hacer», que, si por una parte es, por feliz elección, artesano, no puede sino ser confiado, cada vez, al milagro, y por lo tanto a una tensión tan desesperada que de ella parece depender la existencia misma, también en su sentido práctico.

Attilio Bertolucci no escribe un poema que no esté todo él literariamente trabajado de punta a punta, en todas sus superficies posibles, pero al mismo tiempo, no por ello deja de ser absolutamente riesgosa su escritura, en cuanto es única, única cada vez. Solamente Dylan Thomas escribía poesía así -Attilio Bertolucci es el Dylan Thomas italiano-, por lo tanto yo he llorado sobre sus páginas.

Pero Attilio ha hecho de todo para que no se llorase, y lo ha hecho perfectamente, cada poesía suya es una sonrisa, él se ha pertrechado con una suprema habilidad poética y con todo un sistema ideológico no dicho: ¿y entonces? Toda la planificación inicial -acaecida, como yo creo, quizás, sobre ese cuerpo materno sin vida, en aquel día lejano de luto (¿en Parma? ¿o dónde? ) del cual, en cada libro del hijo, nada se dice- paulatinamente en el curso de Viaje de invierno pierde su energía, su potencialidad de protección: los puntales ceden.

La relación directa, de terror, de Attilio Bertolucci es con el tiempo y con su transcurrir: sus exorcismos conciernen sobre todo a los cambios de hora o de estación: él debe hacer de cuenta, cada vez, que el aterrador cambio es consolatorio y que no prepara otra cosa que nuevos placeres: ¿no son más las tres de la tarde con su sol y su vacío? Y bien, llegarán las seis, con sus dulces, domésticas sombras -y así sucesivamente.

Y es justamente el tiempo el que, transformándose en el tiempo de un libro de poemas, en una sucesión de versos, se toma su desquite.

Es en el tiempo de este libro, vale decir, en el sucederse de estos versos, donde todas las maniobras iniciales poco a poco se tornan inoperantes, pierden sentido, se disipan: y ahí está Bertolucci solo con sus velos inmóviles. Y es ahí donde no se pueden contener las lágrimas: sobre su piedad por sí mismo ya inerte y muda. Esto puede suceder en la cuarta poesía, en la decimocuarta o en la cuadragésima: es necesario que se acumule el tiempo poético, exorcizado, coloreado, visto como un niño que mira sonriendo al verdugo para agradecérselo. La acumulación de materia termina por tornar inútil la ilusión, y, en un punto cualquiera, igual a otro precedente, igualmente bello, en un punto cualquiera, se realiza ese acto cognitivo de la realidad vivida -muy anterior a su sentido histórico, o muy posterior al inevitable fin de tal sentido- que consiste en compartir un dolor que nos es extraño.

Pier Paolo Pasolini