Una buena invitada en este mundo (poemas & entrevista a Robin Myers)

[FRAGMENTOS. Ensayo completo en las páginas 65 a 82 de Hablar de Poesía n° 39]

 

Por Ezequiel Zaidenwerg[1]

 

¿Cómo empezaste a leer poesía? ¿Fue un descubrimiento o un gusto adquirido?

Sea lo que haya sido, empezó en la secundaria. No me acuerdo de cómo empecé a leer poesía seriamente. Pero sí me acuerdo de un primer encuentro que fue significativo: una vez, cuando estaba en quinto grado, nos dieron de tarea buscar un poema y llevarlo a clase, y yo me puse a hojear una antología de poesía en inglés que tenían mis padres en casa: me sentí cautivada por un largo poema de Dylan Thomas. Por supuesto, no entendía casi nada. Me acuerdo que lo llevé a clase y lo leí en voz alta y maté a todo el mundo de aburrimiento. Recién algunos años después, en la secundaria, empecé a leer poesía con más intensidad. Tuve una profesora maravillosa, que me daba consejos sobre mis poemas y me prestaba libros. Me acuerdo de leer algunos poemas por primera vez –uno de Robert Hass, otro de Louise Glück– y sentirme totalmente desarmada. Quería volver a experimentar esa sensación, fuera lo que fuera, y la poesía era el lugar donde siempre la encontraba.

 

(…)

 

AL-KHALIL

Había que pasar por un puesto de control afuera de la mezquita
donde había ocurrido la masacre. Los soldados se llevaron nuestros pasaportes
y desaparecieron, lo cual quería decir que no nos íbamos a mover de ahí
por un rato largo. Otro, en la entrada, estaba sentado en una plataforma
como el vigía de un barco. Como la mayoría de los traductores, era el policía bueno.
Saludaba a las mujeres con mucha educación, se sabía los nombres
de los chicos, bromeaba sobre fútbol en árabe. Shadi lo miraba
con expresión sombría. Él nunca había estado en Al-Khalil
y pasó un rato hasta que me contó qué fue
lo que se dijeron. “¿De dónde sos?”,
le preguntó el soldado, en hebreo. Haifa, dijo Shadi, en árabe.
“¿En serio?”, le preguntó el soldado, en hebreo. “¿En qué calle?”. Abbas,
le dijo Shadi, en árabe. “Mirá vos”, dijo el soldado,
en hebreo. “Somos vecinos”. Y, señalando el puesto de control,
“¿Cuánto hace que estás esperando?”. Sesenta años,
dijo Shadi, en hebreo. “Mirá”, le dijo el soldado,
en hebreo, “ustedes deberían estar agradecidos con nosotros. Antes
de que llegáramos, ni siquiera tenían autos, sólo camellos”.
El abuelo de Shadi había sido taxista, en árabe.
Shadi no dijo nada, en ningún idioma. Cuando nos devolvieron los documentos,
bajamos por una calle donde todo era de piedra y gris
y cargado de tensión como si fuera estática: gatos raquíticos,
un nene con un solo brazo, un padre que lo agarró más fuerte
cuando nos vio. Seguimos caminando hasta que vimos a otro soldado.
Un chico más grande, que tendría doce, andaba por ahí.
“¿Adónde van?”, preguntó el soldado, en hebreo. “Estamos paseando”,
dijo Shadi, en hebreo. “Tienen que volver”, dijo el soldado, en
hebreo. “¿De dónde sos?”, me preguntó el soldado,
en inglés. Nueva York, le dije yo, en inglés. “Ah, Nueva York”, dijo
el soldado, en inglés. Le hizo un gesto al chico. “¿Sabés
dónde queda eso?”, le preguntó el soldado al chico, en inglés. Estados
Unidos, dijo el chico, en inglés. “Estados Unidos”, dijo el soldado, en inglés.
¿Te gusta Estados Unidos?, le preguntó al chico, en inglés. El chico
no dijo nada, en ningún idioma. Por supuesto, pasaron otras cosas
ese día. Un chico que remontaba un barrilete en una azotea; rollos
de paño negro con florcitas carmesí bordadas; queso dulce;
un olor espeso y áspero como una especie de marihuana
del quinto círculo; un enrejado como un velo sobre los pasillos
de la ciudad vieja, donde los colonos a veces le tiran
comida podrida o agua de la cloaca a la gente que pasa; un restaurante
y rotisería donde preguntamos si podíamos entrar a hacer pis;
la voz de Shadi, en árabe, que saludaba a la gente que nos dijo
donde estaba lo que buscábamos –la salida– como si hubiera sido
la primera vez que venía. Y a lo mejor lo fuera,
aunque no estoy seguro de qué respondería si se lo preguntaras.

 

AL-KHALIL

You had to pass through a checkpoint outside the mosque, / where the massacre had been. The soldiers took our passports / and vanished, which meant we weren’t going anywhere / soon. Another, at the entrance, sat high as a lookout / on a ship. Like most translators, he was the good cop. / He greeted the women politely, knew the names / of little boys, joked about soccer in Arabic. Shadi / watched him darkly. He’d never been to Al-Khalil / before and it was some time before he’d tell me / what they’d said to each other. Where are you from? / asked the soldier, in Hebrew. Haifa, said Shadi, in Arabic. / Really, said the soldier, in Hebrew, What street? Abbas, / said Shadi, in Arabic. Look at that, said the soldier, / in Hebrew, We’re neighbors. And, gesturing to the checkpoint, / How long have you been waiting here? Sixty years, / said Shadi, in Hebrew. You know what, said the soldier, / in Hebrew, you people should be grateful to us. Before / we came, you didn’t even have cars, just camels. / Shadi’s grandfather had been a taxi driver, in Arabic. / Shadi said nothing, in anything. IDs returned, we made / our way down a road where everything was stony and gray / and charged with a sort of static unease: skinny cats, / a child with one arm, a father who pulled him closer when / he saw us. We walked until we met another soldier. / An older boy, maybe twelve, hovered by the curb. Where are / you going? asked the soldier, in Hebrew. We’re just walking, / said Shadi, in Hebrew. You have to go back, said the soldier, in / Hebrew. Then, Where are you from? the soldier asked me, / in English. New York, I said, in English. Ah, New York, said / the soldier, in English. He gestured to the boy. Do you know / where that is? the soldier asked the boy, in English. America, / said the boy, in English. America, said the soldier, in English. / Do you love America? he asked the boy, in English. The boy / said nothing, in anything. Of course, there were other things / that day. A child flying a kite on a roof; bolts of black / cloth threaded with crimson blooms; sweet cheese; / a dense, harsh smoke-smell like some kind of fifth-circle / marijuana; overhead grates veiling the open-air aisles / of the old city, where settlers would sometimes fling / rotting food or raw sewage onto passers-by; a roast / chicken restaurant we where asked if I could go in to pee; / Shadi’s voice, in Arabic, greeting the people who told us / how to get where we were going—out—as if it were / the first time he’d ever come. Which, again, it may have been, / although I’m not sure that’s what he’d say if you asked him.

 

 

[FRAGMENTOS. Ensayo completo en las páginas 65 a 82 de Hablar de Poesía n° 39]

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Ezequiel Zaidenwerg nació en Buenos Aires en 1981. Publicó Doxa (Vox, 2007); La lírica está muerta (Vox, 2011), Sinsentidos comunes (Bajo la luna, 2015); Bichos (Bajo la luna 2017, en coautoría con Mirta Rosenberg) y Cincuenta estados (Bajo la luna 2018). Administra la página web zaidenwerg.com dedicada a la traducción de poesía.>>