La ciencia de pertenecer: poesía como ecología

[FRAGMENTO. Ensayo completo en las páginas 55 a 78 de Hablar de Poesía n° 38]

 

John Burnside[1]

 Traducción de Daniel Lipara[2]

 

No estamos limitados, sin embargo, a estudiar solo la obra de los artistas indígenas si podemos encontrar modelos de prosa y poesía ecológica. Dada su inquietud por restaurar al hombre natural, las caminatas de Coleridge en 1802 y 1803 admiten más de un paralelismo: Mandelshtam, Whitman, Clare, Thoreau, Wordsworth y Dante, por nombrar algunos. Los poetas –en especial los líricos– han encontrado en caminar un elemento natural para sus métodos compositivos. Quienes componen así hablan del método como escribir “en los labios” (Mandelshtam) o poesía del “camino” (como el “Yo voy sonando caminos” de Machado). Estos poetas saben que cuando alguien se muere su alma no sube al cielo sino que se va andando bajo el sol para volverse otro. Podríamos relacionarlo con el poema “Despedida” de Lorca de la serie “Transmundo”, en Canciones (1927):

 

Si muero,
dejad el balcón abierto.

El niño come naranjas.
(Desde mi balcón lo veo).

El segador siega el trigo.
(Desde mi balcón lo siento).

¡Si muero,
dejad el balcón abierto!

 

            Estar al aire libre o caminar tiene una influencia fundamental sobre la forma y la música de la poesía, pero los poetas no salen a andar solo por un tema compositivo, sino porque reconocen la importancia espiritual de conectarse con la tierra; la importancia política de estar a pie, de ser abiertos. Una persona a pie –por ejemplo el peón– y una figura montada o en un carro –el caballero– no ven el mundo de la misma forma. La diferencia no es sólo de estatus, sino su vínculo con la tierra y con el tiempo. Esto aparece siempre en los rituales y la iniciación: el símbolo del laberinto en sitios tan distantes como Malta y el Círculo Polar demuestra, por ejemplo, que recorrer un laberinto era una parte esencial para la iniciación del joven. No tanto para entrar en una tradición tribal, de clan, sino para pertenecer al mundo. El laberinto altera la percepción que tiene el caminante del espacio, pero también del tiempo: es una forma de enraizarse en un locus, de conectarse con el genio del lugar. Y de dejar de lado las construcciones humanas inherentes al tiempo –el reloj, el calendario– para reconocer la naturaleza momentánea y eterna de esa durée de la que habla Bergson en Tiempo y libre albedrío. Un caminante –cualquier humano, de hecho, que esté parado al aire libre, expuesto, consciente y en peligro, sin ataduras– puede sintonizarse con la tierra y con la sensación del lugar, con la presencia de otros animales, los elementos, el tiempo sideral y lo divino. Es peligroso estar expuesto así, por supuesto –somos testigos del mito de Eurípides, que se supone que fue asesinado por unos perros de caza mientras visitaba Macedonia– pero es esencial para ser humano.

 

 

[FRAGMENTO. Ensayo completo en las páginas 55 a 78 de Hablar de Poesía n° 38]

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. John Burnside nació en Dunfermline, Escocia, en 1955. Es poeta, novelista y cuentista. Ha recibido el premio T. S. Eliot y el Forward Poetry Prize, entre otras distinciones. Su poesía explora estados de transformación, el límite entre el ámbito doméstico y el mundo de la naturaleza.>>
  2. Daniel Lipara nació en Buenos Aires en 1987. En poesía tradujo Aprender a Dormir, de John Burnside (2017) y Memorial, de Alice Oswald, junto a Mirta Rosenberg. En 2018 publicó Otra vida, su primer libro de poemas.>>