Una apertura del sentido

[FRAGMENTO. Reseña completa en las páginas 215 a 218 del número 36 de Hablar de Poesía]

 

(Mirta Rosenberg: Cuaderno de oficio – Bajo la luna, 2016)

por Carlos Battilana

 

Mirta Rosenberg incluye dos vocablos significativos en el título de este libro. Son  términos que acuerdan con una concepción de escritura. El término “cuaderno”, por un lado, refiere aquel espacio donde se escribe de manera provisoria, un lugar tentativo sometido a tachaduras y correcciones, un borrador que aún no es la “versión definitiva”. El término “oficio”, por otro lado, alude a una tarea que más que estar sometida a los raptos espasmódicos de lo ocasional y las oscilaciones de una eventual inspiración, supone la constancia del artesanado. ¿Qué “oficio” refiere Mirta Rosenberg en el título? Describe dos: la escritura de poesía y la tarea de traducción. Ambas actividades, en este caso, se retroalimentan. “Conversos” es una sección que contiene fragmentos poéticos de Safo en las versiones de la canadiense Anne Carson, que a su vez son traducidas por la propia Mirta Rosenberg.

Cuaderno de oficio parece formar parte de esa clase de libros que narran, luego de transitar un largo camino de avatares y tensiones, un sabio regreso a las tierras sosegadas del desengaño. No obstante, es exactamente al revés. Lo que se reivindica, como un tesoro inestimable, es la aventura de lo vital. Articulado en distintos registros (diario, relato, comentario, especulación, discurso lírico), el poemario orbita entre una aflicción silenciosa y un anhelo fervoroso por aprender. Los primeros textos reniegan de falsos idealismos y dan cuenta de un punto límite en el que la enunciación sólo es posible si es impulsada por una imperiosa necesidad. Sin redundancias, entonces, la voz poética insiste en testimoniar la huella de una experiencia cotidiana, como se manifiesta en la bellísima sección “Día a día”. La poesía, que ha acompañado largamente al yo lírico, permanece aún como un anhelo y como una oportunidad, un pequeño porvenir asociado a lo más íntimo de la vida.

La poesía como quehacer de escritura es uno de los objetos de reflexión cruciales del libro. A manera de un arte poética, el primer texto postula que no sirve para dar cuenta de la queja. El dolor, el placer, la soledad, y aun el horror pueden ser indicios del poema, pero la queja parece ser impermeable a la experiencia estética; inocua en sus efectos y hasta molesta para el auditorio: “belleza / sólo admite / vida / no queja”. Como siguiendo las sugerencias de Safo en la versión de este libro, la poeta promueve cierta elegancia y dignidad “porque no corresponde en una casa de Musas / que haya lamentos / eso no nos sienta bien”. El poemario plantea que la poesía tiene la virtud de explorar la opacidad de las cosas, un aspecto de lo real reacio al discurso meramente instrumental. Las cosas del entorno no sólo son objeto de nuestra percepción, sino que siguen aconteciendo en nuestra imaginación y en nuestra memoria: “Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo”. Observar las cosas del mundo es un acto de naturaleza óptica, pero también un acto estético cuando se transforma en un hecho de escritura. Las cosas y el paisaje, si nos han afectado, no sólo forman parte de nuestra percepción (un fenómeno ocular), sino que pueden transfigurarse en un fenómeno durativo: una experiencia que no termina de suceder. Si bien la poesía puede proponer una significación a aquello que resulta hermético o misterioso, e incluso vislumbra los huecos de sentido que el lenguaje ordinario no puede aferrar, su fuerza o su valor radican, justamente, en que hace “uso” de un lenguaje completamente extraño a su función pragmática.

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[FRAGMENTO. Reseña completa en las páginas 215 a 218 del número 36 de Hablar de Poesía]