La última primavera de Horacio

[FRAGMENTO. Artículo completo en las páginas 93 a 101 del número 36 de Hablar de Poesía]

por Alejandro Bekes

 

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Horacio es un irónico y oftálmico sujeto urbano, amante de la conversación y del vino selecto, que siente la añoranza del campo, y que cuando está en el campo extraña el ruido de Roma. Virgilio es la fe y Horacio la duda; Virgilio es el amor y Horacio la angustia; Virgilio tiene esa cara campesina y Horacio enarca las cejas; Virgilio me abraza y Horacio me deja a la intemperie. Virgilio es un maestro entrañable y Horacio un amigo genial, de a ratos un cómplice o, más precisamente, un alter ego. Abstracción hecha del talento poético, es más o menos como yo; como todos nosotros, si vamos a ser sinceros: es un cobarde con arrestos de valentía; un descreído con bruscos accesos de misticismo; un extremista partidario del justo medio; un moralista que se confiesa inmoral; un dormilón que admira a los que madrugan; un haragán que hace el elogio del trabajo; un grafómano que se acusa de parquedad; un alma, en fin, “siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos”, como la del imborrable Juan de Mairena.

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Me había topado con unas Odas selectas de Horacio, bien impresas entre unas modestas y desteñidas tapas en rústica; no ofrecían traducción, pero sí un profuso cuerpo de notas que ayudaban a descifrar el difícil latín de la era de Augusto. Así que me puse a traducir la oda

 

III.13, O fons Bandusiae:

La hora implacable del verano ardiente
no te sabe tocar; tu amable frío
ofreces a los toros que el arado
fatiga y al ganado vagabundo.
Serás también famosa entre las fuentes
pues yo canto esa encina, que aprisiona
las rocas huecas, de donde locuaces
se despeñan tus aguas.

 

Había en ellos algo que sin saberlo estaba buscando: una precisión única, una palabra tan exacta que resultaba intocable. Y también el amor por lo concreto, el detenimiento en lo sensible, el valor íntimo del detalle: el sonido vivo del agua que corre, el morro del buey cansado que busca el frío de la fuente, las raíces de la encina que se meten en la roca. Cosas de la tierra, delicias de este mundo que aun en el Elíseo, si lo hay, añorarán con nostalgia los afortunados. Las cosas que merecen el canto de los hombres.

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[FRAGMENTO. Artículo completo en las páginas 93 a 101 del número 36 de Hablar de Poesía]