Ella iba de pana azul

[FRAGMENTO. Artículo completo en las páginas 103 a 107 del número 36 de Hablar de Poesía]

por Silvio Mattoni

 

Cuando se piensa en la obra de Juan L. Ortiz, uno tiende a imaginar un paisaje, un río o unos árboles o una hora del día, a los que se enfrenta alguien que mira, que escucha. Y ahí tendríamos pues al poeta interrogando lo que ve, preguntándoles a otros seres –plantas pero también corrientes de agua que se animan o se personifican– qué quieren decir. En esa misma interrogación, aparecen recuerdos, voces ajenas, melodías; el paisaje expresa su historia, en sentido amplio, pero también la memoria del que está escribiendo, los nombres de la infancia o la juventud que poblaron las orillas del río explícitamente designado. En el poema, el yo se estira entonces y trata de no desatender a los otros, los amigos que no están, que forman un “nosotros” o un “vosotros” para nuevas preguntas, aunque también están ahí los otros que no hablan, gatitos, perros, árboles, yuyos, incluso el agua y el viento. El que escribe tiende a desdibujarse en lo escrito, se sutiliza hasta el extremo de quererse decir como río, o como brizna de pasto.

(…)

El carácter idílico del poema se relaciona, además del entorno, con ese erotismo cortés, anterior a la poética del objeto hallado en la calle. “Ella”, sin embargo, hasta que se transforme en el destino, lo que será fuera del poema, en la memoria de vida del autor, tiene todavía un secreto.

Y ese secreto, un deseo que se disimula en el vestido azul, una intención que no delata la acción de simplemente ir entre flores de primavera, es lo que atrae a quien la mira. Lo atrae como a la abeja la flor. Pero, ¿acaso surge en la abeja el deseo de ir a la flor? ¿No se lo induce

acaso la ebriedad de unos pétalos? La niña –también el chismoso reportaje dice que la futura esposa de Juanele tenía quince años cuando se vieron, en el momento en que se sitúa el poema– es presa del pudor, su voz está indecisa, los ojos a veces se bajan, pero igual sus labios se identifican con los “pétalos ebrios”; la “abeja” se posa sobre sus labios. Están las flores, la profusión sexual de una vegetación que se expande y que tiene sus señuelos para lograr proliferar, señuelos perfumados y coloridos. Y de pronto, ella, en su vestido estridente, de un color poco habitual en la naturaleza, también es un punto de florecimiento: una leve penumbra abre sus labios, el aire es una abeja que le toca los labios. Y el poeta, de alguna manera, incluso viéndose a la distancia, se siente atraído por la chica que pasa, que iba a alguna parte, y al parecer no la dejó irse, obedeció a esa atracción irresistible que lo fija, que lo fijó ahí. Antes incluso, antes de pararse a mirarla fijamente, “ella” comunicaba ya su “nieve ardiente”, corpúsculos del deseo, entre sus pasos y las flores que la rodeaban. Es como si a su paso ella emanara también un polen, un perfume, y siente incluso pudor por el acompañamiento que le hace la naturaleza, aunque sin dudas ella decidió ponerse un vestido, eligió aparecer así para que la viera alguien. Tras el pudor está el secreto de dejarse ver.

 

Ella iba de pana azul…

Ella iba de pana azul entre las manzanillas. Ella.
La mañana pesaba ya dulcemente.
¿De qué color la sombrilla contra el amor de Octubre?
Entre las manzanillas ella iba.
Entre la nieve ardiente ella iba.
¿En qué ligerísima penumbra sus labios florecían?
(Oh, sin la penumbra,
toda la abeja del aire,
toda, sobre sus labios…).
Entre las manzanillas ella iba.
La voz, la voz de niña, algo indecisa aún,
con pudor, con cierto pudor, de los pétalos ebrios…
Esa edad de Jacinto, ay, y ese aire…
Entre las manzanillas ella iba toda de pana azul,
de un azul más grave que el del Domingo, azul, porque ya era el
destino
de ojos a veces bajos o turbados… mi destino.
Mi destino… Y yo a su lado, qué?
Ella iba de pana azul entre las manzanillas. Ella.

(…)

 

[FRAGMENTO. Artículo completo en las páginas 103 a 107 del número 36 de Hablar de Poesía]