En busca de Rilke

[FRAGMENTO. Ensayo completo en las páginas 11 a 46 del número 36 de Hablar de Poesía]

por Robert Hass


El otoño pasado, en París, un amigo prometió llevarme al café de la Rue Monsieur-le-Prince, donde Rilke tomaba el desayuno a principios del siglo xx, cuando trabajaba como secretario de Rodin. Yo estaba contento con la peregrinación porque, de todos los poetas, Rilke es el más difícil de imaginar en un lugar concreto. Nació un año después que Robert Frost, en 1875, un poco pronto para ser un joven modernista, y las diferencias entre su obra y la de Frost son tantas que el hecho no me sirve para que pueda formarme una imagen de su vida. La casa donde había vivido en Praga durante su infancia no puede ser visitada: fue destruida durante la guerra. Además, Praga –“esa, Dios me perdone, miserable ciudad de existencias subordinadas”, había escrito– parece tener poco para decir de Rilke. En su infancia era la capital de Bohemia. La familia de Rilke pertenecía a la minoría que hablaba alemán y que formaba, en esos años, la clase profesional de la ciudad. Sintió indignación al ser llamado alemán en una ocasión y, cuando su interlocutor se corrigió a sí mismo, “Disculpe, quise decir austriaco”, Rilke respondió: “Tampoco: en 1866, cuando los austríacos entraron en Praga, mis padres cerraron las ventanas”. Durante toda su vida tuvo presente su propia falta de hogar.

Sea como fuere, Rilke llegó a odiar su ciudad natal. Su padre era un fallido oficial del ejército, convertido en oficinista menor en el ferrocarril. Su madre, una mujer complicada, fría y ferviente, guiada alternativamente por su deseo de pertenecer a las clases acomodadas y por un devoto catolicismo, era una carga para él. Posiblemente no había nada más sofocante, en los últimos años del siglo diecinueve, que la vida de una familia europea con aspiraciones en la cual el fracaso anidaba como un huésped que tenía que ser aplacado, o como la cucaracha gigante que aparecería en un departamento de Praga en 1915. Esta sensación de ahogo persistió durante toda su vida. Y ahí estaba yo, atravesando ciudades europeas, intentando ver con los ojos de Rilke. Empezaba a sentir la geografía de ese sofoco en las nuevas zonas céntricas, en las viejas plazas como escenografías con sus iglesias barrocas en orillas de ríos y las fortalezas restauradas en las colinas. Ese sofoco que prorrumpe en el brillante enojo de las Elegías a Duino. En la Cuarta Elegía, por ejemplo, donde las imágenes que el mundo le presenta se parecen tanto a una obra de teatro mala que el yo del poema jura que preferiría en su lugar una verdadera función de títeres, y se imagina como una especie de crítico demente que se rehúsa a abandonar el teatro hasta que algo pase:


Aunque las lámparas
se apaguen; aunque se me diga: “Se acabó”
aunque de la escena llegue el vacío con su
corriente de aire gris,
aunque ninguno de mis taciturnos antepasados
esté sentado junto a mí, ni mujer alguna,
ni tampoco el niño cuyos ojos oscuros están
bizcos: me quedaré, no obstante. Siempre
hay algo que ver. [1]

Este enojo es probablemente parte de la razón por la que las Elegías tardaron diez años en completarse. Rilke parece haber necesitado, desesperadamente, la sensación de libertad que encontraba solamente en espacios abiertos y ventosos: Duino, Muzot.

Merodeando en la mañana del domingo por la vacía maraña de calles cerca del Boulevard Saint-Michel, recordando con cuánta vehemencia Rilke había sostenido que la vida que vivimos diariamente no es vida, empecé a considerar que buscarlo de esta manera era estúpido. Había otro amigo acompañándonos, un periodista holandés llamado Fred, que estaba hambriento y no le podía importar menos dónde Rilke habría tomado su desayuno. Fue Fred quien me preguntó si sabía el nombre de la mujer que había hosMarie von Thurn und Taxis-Hohenlohe. Tratar de imaginar lo que podría significar tener un nombre así me desalentó de la posibilidad de alguna vez entender el entorno social de Rilke. Implicaba toda una clase de gente, percibida a la distancia como pájaros de un plumaje brillante y vistoso, que había sido eliminada con la Primera Guerra Mundial. Fred estaba en París para entrevistar al escritor rumano E.M. Cioran, quien ha sido llamado “el último filósofo de Europa”, sobre el nuevo movimiento pacifista europeo. Nos señaló la pequeña buhardilla, arrinconada como un nido de palomas debajo del techo de un edificio muy cercano al Place de l’Odéon, donde Cioran vivía entonces y trabajaba, como si esperara que eso nos devolviera al presente. Porque era claro que mi amigo Richard también estaba buscando algo que se había despertado con el recuerdo de sus días de estudiante en Paris; algún mapa de su mente se había perdido y se sentía ansioso por recuperarlo.

Y era también claro que no lo iba a encontrar. La transitoriedad de nuestras experiencias más vívidas es otra de las quejas de Rilke en la elegía en la que compara a los humanos con ángeles, la Segunda Elegía:

Pero lo nuestro se desprende de nosotros, como el rocío de la hierba temprana o el calor de una comida caliente. [2]

Abandonamos la búsqueda, parados enfrente de un bar llamado King Kong, donde Richard pudo haber desayunado veinte años atrás, en una vida anterior del establecimiento, al igual que Rilke cincuenta años antes de eso. La temperatura comenzó a subir, y las calles se llenaron de gente. Como muchos jóvenes artistas en el cambio de siglo, Rilke se sintió atraído por París, y allí, bajo la tutela de Rodin, empezó a ser el gran escritor de los poemas de los Neue Gedichte, peronunca terminó de simpatizar con la ciudad, su pobreza o su glamour, ambos, le resultaron chocantes al principio y luego lo entristecieron. Fue difícil para nosotros ver cómo la calle cobraba vida con los comerciantes, los estudiantes con largas bufandas, los profesores que pasaban en sus elegantes sacos dando cátedra con solemnidad a sus acompañantes de la última noche que, tiritando, caminaban a su lado, armados con esa mirada francesa de fanático escepticismo. Era imposible no ubicar detrás de esa escena la mirada fulminante de la Quinta Elegía:

Plazas, oh plazas de París, escenario infinito
donde la modista, Madame Lamort,
enlaza y ata los caminos inquietos de la tierra,
cintas interminables, e inventa con ellos nuevos
lazos, flores y escarapelas,
frutas artificiales
—teñidas de colores inverosímiles— para los baratos
sombreros invernales del destino. [3]

Las Elegías de Duino son un alegato en contra de nuestros modos de vida, en contra de nuestras vidas ordinarias. Y no es sorprendente que lo sean. El don de Rilke como poeta es que no parece hablar desde el centro de la vida cotidiana, sino que siempre está llamándonos a trascenderla. Sus poemas dan la sensación de haber sido escritos en lo profundo de su ser. Lo que los hace tan seductores es la intimidad con la que se dirigen al lector. Es como si los susurrara o los cantara al oído de nuestro interior, insinuándonos la misma profundidad en nosotros. El efecto puede volverse hipnótico. Cuando en 1926 Rilke se estaba muriendo –de una extraña y particularmente dolorosa enfermedad sanguínea– recibió una carta de la joven poeta rusa Marina Tsvetáyeva. “Usted no es el poeta que más me gusta”, le escribió, “porque ‘más’ implica una comparación. Usted es la poesía misma”. Y uno sabe que no es una hipérbole. Esa voz en la poesía de Rilke, llamándonos fuera de nosotros, o llamándonos a los lugares más recónditos en nosotros mismos, está cerca de lo que la gente quiere decir al decir poesía. Es también lo que vuelve a Rilke difícil de leer críticamente. Apenas empieza el susurro, nos induce una especie de trance:

Sí, al parecer las primaveras te necesitaban.
Algunas estrellas te exigían que las percibieras.
En el pasado se levantaba, acercándose, una ola
o cuando pasabas tú junto a la ventana abierta
se entregaba un violín. Todo eso era misión.
¿Pero pudiste con ello? No estabas todavía
distraído por las expectativas como si todo
te anunciara una amada? ¿Y dónde quieres albergarla,
cuando grandes y extraños pensamientos entran y salen
de ti y a menudo se quedan por la noche? [4]

Notemos cómo se ahonda en nosotros. Su tierna voz parece estar hablándole al caminante solitario que hay en cada uno, el que está conmovido por la primavera, las estrellas, el océano, el sonido de la música. Y luego nos recuerda que esas cosas despiertan en nosotros un anhelo más profundo. Primero, nos sorprende afirmando que el mundo es una misión, y nos sorprende aún más cuando pregunta por nuestra capacidad de afrontarla. Entonces, con otra pregunta, nos lleva hacia la intimidad en nuestro anhelo más hondo. Después va un poco más abajo que eso, hasta el ser todavía más solitario, con sus enormes y extraños pensamientos. Es como si estuviera descascarando las láminas de la aparente riqueza del ser, llevándonos a la desnudez de un gran deseo, crudo y sin objeto.

Es por esto que las Elegías son un alegato en contra de la vida ordinaria. Tampoco nos ofrece, como consuelo…

 

(Traducción de Ana Lardies)

[FRAGMENTO. Ensayo completo en las páginas 11 a 46 del número 36 de Hablar de Poesía]

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Hemos utilizado a lo largo del artículo distintas versiones. En este caso, la de Juan Rulfo.>>
  2. Versión de Otto Dörr>>
  3. Versión de Rodolfo Modern>>
  4. Versión de Otto Dörr>>