Visiones silenciosas del estar y el devenir

(Celia Caturelli: 91 meditaciones – Huesos de Jibia)

91 meditaciones es el segundo libro de poemas de Celia Caturelli (el primero fue Cantos del carnicero, 2013). Que su título y cada una de sus cuatro partes en que se divide (“meditaciones entre grietas”, “meditaciones bajo las piedras”, “meditaciones desde el día”, “meditaciones del silencio”) se marquen con la palabra “meditaciones”, genera en el lector interrogantes.

Entre los textos de una y otra sección hay ciertas diferencias de dimensiones –las tres primeras con un número bastante equitativo de poemas; la última, casi síntesis, coda, o giro final del recorrido, sólo comprende tres textos. Sin embargo, todo el poemario se sostiene compacto: conforma una trama plástica, homogénea, que se va expandiendo y contrayendo, diría, como un tejido orgánico y sus pulsos.

Pero quiero detenerme en la palabra que me parece orienta la escritura del libro y sus lecturas: meditación. Es un término cuyo sentido es amplio, no tanto en el nivel semántico mediante series de acepciones, como ocurre con numerosos vocablos, sino porque, aunque proviene del campo religioso, hoy también está inserto en prácticas laicas.

La meditación es ejercicio mental que supone un objeto y un sujeto de conciencia, que se detiene en ese objeto y reflexiona sobre sus límites –tal vez un desguace de su naturaleza, sus condiciones, sus características. La meditación ha sido y es una actividad privilegiada en distintas religiones desde épocas remotas: se da en creyentes hinduistas, budistas, judíos, cristianos…, pero siempre en aquellos que buscan una experiencia personal, un plano que traspase el estudio o el mero análisis. Y hoy la meditación también aparece como ejercicio psicológico afianzado y puesto en práctica bajo guía de terapeutas que, a partir del siglo XX, abrevaron sobre todo en fuentes del budismo zen y sus distintas escuelas.

Creo que es necesaria esta introducción para ubicar la meditación en el libro de Celia Caturelli, ya que la poeta nos posiciona en un espacio diferenciado y polisémico: el de la poesía. Desde allí, el lector puede intentar sumergirse en los textos producidos –inferimos de la acción de un meditar poético–, y esperar, quizá, reconstruir, la experiencia primera o seguir con asombro e invocación al objeto conjurado, en expansión y recorrido estéticos.

Esta homogeneidad del libro que observé más arriba está dada, en parte, por la innegable unidad de sus construcciones icónicas. Las imágenes que sostienen el poemario están íntimamente relacionadas con la plástica, relevante en la actividad de la autora, ya que es una artista que también trabaja en ese campo. Estas construcciones, sobre todo visuales, parecieran asociarse por su cromática y sus figuras, a cuadros de pintores flamencos, como los de Brueghel el Viejo: esas composiciones donde entran y salen niños y ancianos, con un fondo de ciudades nevadas bajo la luz de mañanas o atardeceres indefinidos. O escenas fílmicas, que nos arrastran a una intertextualidad mnemónica, paisajes sin referencia, atópicos, no urbanos, estáticos o cinéticos, donde el sujeto poético observa y, a veces, se involucra en búsqueda de un estado de ataraxia, de suspensión afectiva, construyendo el recuadro de cada meditación. Como en estos versos:


el cuerpo yace cubierto
con una manta
sobre el suelo helado

el frío gris la nieve oscura (…) (poema 9)

(…)
el frío se alza de pronto como dedos
largos de una mano antigua
y bajo tu falda
vuela una enagua de
escarcha (poema 69)

desde el monte frío me llegan los vientos
helados
el granizo lastima mis oídos

las palabras
se borran una a una
implacables
como este frío
que cierra la boca
sin respiros (…) (poema 71)

 

En la segunda parte del libro, “meditaciones bajo las piedras”, nos encontramos con un marco escénico aún más sutil, que acerca el ojo a intersticios o presencias en otra escala. El mundo pequeño o directamente minúsculo, vivo, animal, que la poeta nombra, sitúa y detiene para captar sus gestos o alertas, está tanto en el aire como en el suelo. Allí, entre otros, aparecerán el escorpión, la cucaracha, la luciérnaga, la araña, la mosca, la abeja, la mariposa, la libélula… Estos poemas tienen reminiscencias de los haikus de la poesía japonesa, y aunque se expresan en construcciones más amplias y descriptivas, comparten con ellos la observación atenta y sintética que caracteriza a esos textos:


el saltamontes brinca
en la palma de la mano
entre la línea de la vida
y la de la muerte (…) (poema 36)

en el sendero blanco
las hormigas
bordan
un bordado de seda (…) (poema 39)

 

La tercera parte, “meditaciones desde el día”, es la más extensa. Los poemas conforman trozos o breves fragmentos de una historia que se filtra o subyace en las imágenes –una historia de amor, una despedida, un recuerdo, pasos de un viajero que se alejan bajo una intemperie de territorio sin nombre. Para enmarcar estas imágenes, hacerlas gotear lentamente, el sujeto poético se posiciona en el presente, como observador, desdoblado en una línea real y una zona donde se puede percibir la memoria de situaciones pasadas: quiere captar las escenas y exponerlas a modo de estampas o cuadros.

Los versos, sin puntuación, y en general breves y precisos en sus enunciados, pautan el ritmo mediante los límites de las frases. El silencio entre algunos versos o de poema a poema, va escandiendo la lectura visual y refuerza la percepción del sentido contemplativo. Pero también aparece otro elemento del ritmo: el empleo de una especie de encabalgamiento visual cuando una figura que aparece en un texto, se vuelve a incluir en otro inmediato o cercano.

Lo emocional esta dado más por el efecto que infiere en el lector, que por el sentimiento que pudiera envolver los poemas. Y en este punto de aparente distancia o frialdad, me parece necesario volver a la palabra clave del título del libro; porque la práctica de la meditación, en especial en el budismo zen, implica la observación sostenida de un objeto para luego de poseerlo, dejarlo ir, abandonar los posibles lazos con él –el despojamiento es instancia superior y necesaria del meditar. Y esta pauta de ruta es lo que hará posible aprehender las verdaderas dimensiones de lo que nos rodea, su última entidad. De modo similar, la serena pasividad que pareciera absorber al “yo” de cada una de las 91 meditaciones, no es negación o rechazo de las cosas y los seres, o del cosmos en su integridad, sino la quietud que abre los ojos a una nueva comprensión. Celia Catulli, justamente, reitera la referencia a los ojos, a los párpados, hasta colgarlos, a veces, como prendedores en la espalda.

 

llevo los ojos
en los huesos de la espalda
prendedores lúcidos
caídos de la noche (…) (poema 19)

sobre los hombros se balancean
mis ojos
como un racimo de uvas maduras

hacia adelante
ya no los necesito

ciega veo más lejos (poema 20)

 

El libro tiene una organización plástica y discursiva que permite diferentes recorridos, los que pueden marcar contraste y, simultáneamente, correlato. Porque, por un lado, nos encontramos con una serie de poemas con escenas preferentemente inmóviles, casi ilustraciones, en las que los colores definen el tono y la intensidad de las construcciones: el blanco de la nieve, el rojo de la sangre, el verde de las algas, que podrían situarnos en la manifestación de visiones producidas por la reflexión –en definitiva, restos silenciosos de una “meditación”. Por el otro, es posible hilvanar secuencias mínimas, formas de un relato que se filtra entre los versos, como el del fantasmal gato: “es ser casi el temblor / del gato pequeño / bebiendo / bajo el árbol” (poema 57); “el gato se escurre bajo los rosales” (poema 62); “el aljibe sellado y el gato que murió de sed / esta mañana” (poema 69).

Y al leer el libro completo, habrá más interrogantes sobre la reiteración de ciertas imágenes insertas en estos poemas: ¿quién es esa figura enmascarada, de rostro oculto, que queda como resto de un cuerpo muerto? ¿una anciana? ¿la madre? ¿Y quiénes son esas otras sombras vislumbradas? ¿la lejana amiga? ¿la hermana? ¿la hija? ¿Y el niño que parece mirar absorto y paralizado los despojos de una guerra? Porque vamos a estar frente a una suerte de ritual, de evocación, que podemos armar con versos, representaciones seccionadas, fragmentos, que construyen en secreto y pudorosamente, las consecuencias del tiempo y sus escaras. En estas series hay enigmas para que el aura de los sentimientos –pasión, tristeza, miedo, melancolía–, quede apenas flotando o se diluya en aparente indiferencia.

Un ensayo de Boris Groys sobre el sentido del flujo en el arte (El arte en flujo), analiza justamente esta aparente contradicción o contraste que se da en la obra de arte: por un lado, captura o apresa su objeto, lo detiene para su contemplación o análisis, y por otro, expresa la certeza que tiene el hombre de su devenir –el ser humano, en su materialidad y en su plano metafísico, está sujeto a un fluir constante. La obra de Celia Caturelli enuncia esta paradoja, llave también de toda acción humana: cada uno de sus poemas (sus meditaciones), en su individualidad y como parte de una obra organizada, nos conduce a este planteo asimétrico. Vamos a presenciar breves cuadros, detallados especialmente en su aspecto visual, y vamos a encontrar símbolos de esa constante, infinita corriente que conforman el tiempo y la impermanencia de las cosas: el agua y su fuente, el río, el cambio de las horas.

François Cheng en su “Quinta meditación” (la última de su ensayo Cinco meditaciones sobre la belleza/ Cinq méditations sur la beauté), partiendo de las teorías de la poética china, examina las propiedades que debe tener una obra artística –un poema, una pintura. El tercer principio, el shen-yun, traducido como “resonancia divina”, es la cualidad suprema o mayor que manifiesta la verdadera obra de arte. Aunque se le otorga la categoría de “espíritu divino”, designa, en realidad, el fundamento del universo –el pensamiento chino no diferencia espíritu y materia, no hay entre ambos niveles discontinuidad o separación, y el hombre y todo lo existente, participan de este principio. El artista (pintor o poeta), amplía Cheng, puede establecer el diálogo entre el hombre y lo universal. Mucho hay en esos textos de Celia Caturelli de planteos sobre la muerte y el paso del tiempo. Trazo a trazo, los hilos de sus poemas nos llevan a la creciente percepción de que todo se transforma, cambia, muere, tal vez retorna.

Liliana Ponce