Ser clásico hoy

Bernardo Schiavetta

En Ser clásico hoy he reunido ensayos que tratan, desde diversos puntos de vista, tres aspectos mayores de los trabajos literarios de Ricardo H. Herrera: su propia creación poética, su reflexión crítica sobre la poesía y, last but not least, su generosa difusión de las creaciones de otros poetas, especialmente por medio de la revista Hablar de poesía. [1]

“El yo lírico de Herrera”, dice Beatriz Vignoli en su artículo, “está a horcajadas entre lo romántico y lo clásico”. No disiento con Beatriz, pero me ha parecido que el adjetivo “clásico” sería el más adecuado para sintetizar en una sola palabra cuanto tienen en común los tres aspectos de la obra herreriana evocados más arriba. Debe quedar claro que no utilizo ese término para significar alguna pertenencia al canon de los poetas difuntos y consagrados (muchos de los cuales no son clásicos sino barrocos, románticos, modernistas, etc.), sino que lo tomo en su más lata acepción estilística, la de una escritura equilibrada, sin ningún exceso, una actualización o adaptación contemporáneas de modelos, límites y jerarquías cuyos parangones se encuentran en la Poética de Aristóteles y en el Arte Poética de Horacio. En segundo lugar, hoy como ayer, lo clásico implica la impecabilidad de la factura formal tanto en la gramática como en la prosodia. Herrera pertenece sin ningún lugar a dudas a estos dos niveles de definición.

En tercer lugar, simplificando muchísimo, es decir dejando de lado toda una serie de matices genéricos, lo clásico (tanto antiguo como moderno) implica una división neta entre poesía seria y poesía no seria. Dentro del marco clásico de la Antigüedad greco-latina, ambas eran “poesía” porque estaban escritas enteramente en verso, y no por sus contenidos (así, por ejemplo la poesía didáctica o científica, como el De Rerum Natura). Dentro del marco clásico existía además una anti-forma híbrida, que no era considerada como poesía porque se escribía mayoritariamente en prosa: el “prosímetro”, una alternancia de verso y prosa (antecedente olvidado, me parece, del verso libre moderno). El prosímetro fue utilizado por primera vez por el filósofo cínico Menipo de Gadara, en un anti-género burlesco de su invención, el cual recibiría posteriormente el nombre de sátira menipea. Viene al caso que mencione esta anti-forma y este anti-género, en razón de su importancia transhistórica, como lo subrayaré más adelante.

En la Antigüedad, y hasta los tiempos premodernos, la poesía seria, en su variedad trágica y épica, utilizaba registros nobles de la lengua y temáticas elevadas; sus protagonistas eran siempre de clase alta, mientras que los plebeyos y los esclavos permanecían en un segundo plano. El marco social era más amplio en la lírica, y sobre todo en la bucólica, donde los protagonistas eran pastores, pero idealizados: su lenguaje permanecía en registros serios (aunque a veces rústicos). En cambio, la poesía no seria, la cómica y la satírica principalmente, utilizaban los registros mixtos, bajos y hasta groseros del lenguaje así como temáticas antiheroicas o simplemente cotidianas, como en los Mimos de Herondas; los personajes plebeyos o esclavos eran protagónicos en la comedia, y en la sátira se atribuían comportamientos antiheroicos o indignos a todas las clases sociales. Además de las sátiras en verso (recordemos. en passant, las del mismo Horacio), existían, como lo he dicho, las sátiras menipeas. Los escritos de Menipo no sobrevivieron, salvo como fuente de las elegantes burlas griegas de Luciano de Samosata, pero su influencia conservó su fuerza grotesca en la versión romana, aclimatada por Varrón: la satura, verdadera etimología de la palabra “sátira” (que no deriva de sátiro). La sátira menipea, estilo cómico con intención seria (o viceversa), realmente serio-cómico, realmente mixto en sus niveles de lengua, en sus personajes, temas y formas, tuvo y tiene una importancia inmensa.

Herrera, para volver a él, pertenece al campo de la poesía seria actual, en su variedad lírica clásica sin mezclas. Quiero decir que no hay en tal lírica lugar para la comicidad irónica[2] ni para los juegos conceptistas del ingenio, como lo sugiere García Helder en la entrevista que figura en la última sección de este libro. Herrera, el poeta, está pues en el polo opuesto del gusto menipeo, característico, a mi parecer, de todas las variedades extremas de nuestras antipoesías contra-culturales contemporáneas. Baste pensar en Osvaldo Lamborghini.

En lo que atañe a la creación poética de Herrera, seré brevísimo, no sólo a causa del marco exiguo de este prefacio, sino también porque sus poemas son el objeto de varios ensayos en este volumen: los de Anadón, Bekes, Cassara, Romera, Vignoli y Zonana. Haré sin embargo una excepción en lo que concierne a su oficio métrico. Herrera pertenece a una minoría significativa de poetas contemporáneos reacios al versolibrismo exclusivo y rutinario. Estos poetas son testigos, en Argentina y otros países, de la práctica ininterrumpida del verso propiamente dicho, del verso verso (sin adjetivos). Herrera y otros no versolibristas de su generación figuran en antologías de referencia como, por ejemplo, 200 años de Poesía Argentina de Jorge Monteleone (Alfaguara, 2010). Sin embargo, a pesar de la indiscutible calidad de sus mejores exponentes, esta tendencia de sesgo claramente pro-cultural no recibió sino recientemente una etiqueta académica: ya sea la denominación  de “postclásicos”, ya sea la mucho más polémica de “epifánicos” [3] .

Lo más conspicuo, cuando se analiza la prosodia herreriana, es el utilización casi exclusiva de la silva blanca modernista, polimetría no ordenada en estrofas regulares y sin rima. Herrera usa pues endecasílabos que alternan con heptasílabos (simples o dobles, es decir alejandrinos) y a veces algún pentasílabo. La primera forma fija que utilizó fue la sextina, la cual tampoco tiene rimas propiamente dichas. Lo menos que se puede decir es que Herrera ha evitado la rima durante unos veinte años. En 1991 escribe su primer soneto, “Pasión de Pierre-Jean Jouve”, que junto con otros siete, aparece en Estudios de la soledad (1995). Su libro De un día a otro (1997) contiene diez, dedicados a Mastronardi, y en 1998 publica un conjunto de veinticuatro sonetos cuyo esquema formal es inusual (una serie continua de siete pareados): Imágenes del silencio cotidiano (1999). Estamos sin duda ante una obra mayor de nuestra literatura. Sintomáticamente, allí la rima sirve de matriz semántica: el primer soneto de la serie nace de las resonancias aliterativas y consonantes de la palabra “claustro”, origen de una serie de glosas subconscientes pero sin duda largamente maduradas, como lo narra en el epílogo de su antología personal El Espíritu del Páramo (2011). Esos ecos de la imaginación creadora no son sin embargo un fenómeno aislado en la escritura herreriana como, por ejemplo, en el poema comentado en este libro por Bekes, ciertos versos ajenos que afloran entre los propios. Su paralelo exacto se encuentra en el soneto 21, a la vez una glosa (en el sentido preceptivo o prosódico del término) y una suerte de poética en miniatura, donde el factor desencadenante es una línea de Hofmannsthal, colores que evocan el símbolo existencial de las flores:

El silencio otoñal de los colores
Vuelve la frase mágica. Unas flores
a punto de expirar tornan tangible
la cifra de su hechizo, un apacible
estar suspenso por la muerte. Vida
en vilo, impenetrable y abstraída,
el alma del instante de la frase
de intimidad herida se deshace
como la llama inmóvil de una vela;
tenuemente ilumina con su estela
de sangre. ¿Esto es poesía? ¿Luz carnal
que está viva por saberse mortal,
no por negar la muerte? ¿Los fulgores
del silencio otoñal de los colores?…

No por azar el primer verso es calificado de “frase mágica” y no por azar es un préstamo de Hofmannsthal, autor sobre el cual Curtius ha opinado lo siguiente, que podría también aplicarse a la estética humanista de Herrera: “Siempre que la visión del poeta o del artista opere en el sentido de conexiones mágicas, el hombre será visto como punto de encuentro de enlaces cósmicos. La poesía mágica, como todo pensamiento mágico, tiende siempre a restablecer estas conexiones, que en su alcance rebasan al hombre y la tierra. El hombre ya no es el centro de la existencia. Ocupa simplemente un lugar en esta escala jerárquica, que se prolonga por arriba y por abajo hasta el infinito”. [4]

La predominancia de la silva, en su variedad modernista y blanca, la casi ausencia de estrofas regulares y de rimas, muestran que Herrera no pertenece a una práctica típica dentro de la tradición prosódica castellana. Es “clásico” solamente por contraste con los versolibristas. Sus parentescos están con la gran poesía argentina de los años cuarenta y con los poetas del “retorno al orden” de las primeras postvanguardias del siglo veinte. No por nada es un traductor de Montale y de Ungaretti.

Para clasificar por fin su propia poesía me apropiaré de lo que Herrera escribía sobre la de Rodolfo Godino: “podría situarse sin demasiados obstáculos en el ámbito del clasicismo, o, más precisamente, dentro de una tendencia postclásica: una suerte de clasicismo después del clasicismo (esto es: de un clasicismo que no se ha sustraído a la experiencia de la modernidad) y que, en un tiempo vacuo e irresponsable, pugna por reintegrarle su dignidad a la creación poética.” [5]

La posición “postclásica seria” de Herrera se revela con máxima plenitud en sus escritos polémicos, de los que tratan aquí los ensayos de Crotto y de Pérez Carrasco. Herrera los escribió contra algunas de las diversas variantes de la antipoesía que se fueron sucediendo en Argentina desde hace más de medio siglo. Los he reunido en Qué importa la Poesía (2015), el primer volumen de esta Colección Cuadernos de Hablar de Poesía.

Las antipoesías latinoamericanas abandonaron (moderadamente al principio) los registros “nobles” del lenguaje, después el verso métrico (aunque Nicanor Parra, por ejemplo, lo practicó con maestría) y fueron luego tomando una actitud cada vez más contra-cultural, más burlona ante el “lirismo” (lo poético patrimonial), cuya tan cacareada muerte ha sido proclamada una vez más por Alejandro Rubio. Como lo decía muy claramente César Fernández Moreno: “Los que hemos llegado a transformar nuestra acción poética en acción política hemos comprendido que nuestra escritura debe ser por lo menos apta para ser leída por el sector más amplio posible de esa sociedad en que se origina. De esa evidencia que es casi una tautología nace el nuevo tipo de poesía que desde la década del 50 se nos impone y se impone en América Latina. Algunos la llaman conversacional, coloquial, deteniéndose en su estilo expresivo, o antipoesía, subrayando su actitud crítica frente a la poesía tradicional.” [6]

A mi entender, en lugar de odiar, según el ucase de Gabriel Celaya, “la poesía concebida como un lujo cultural”, más hubiese valido usar clásicamente el lenguaje, las técnicas y el acervo de la alta cultura para ofrecer al pueblo una poesía lujosa como el lujoso subte de Moscú. Ésa fue en Francia la opción de Louis Aragon.

En Argentina, poesía social, neobjetivismo o realismo poético, neobarroso, etc. utilizan registros orales del lenguaje y formas mixtas (sobre todo el verso libre), así como temas “bajos”. La elección de ese tipo de temas proviene de una revaloración filosófica de las clases bajas menospreciadas, ya muy ampliamente difundida entre los románticos. Victor Hugo encontró en el término misérables un equivalente de la palabra phaulos utilizada por Aristóteles en la Poética para nombrar la bajeza de los antihéroes cómicos: gentes indignas, plebeyas o serviles, con las cuales las clases altas no se identificaban. La risa antigua, como la de los héroes homéricos que se burlan de Tersites, se funda en un desprecio social. Por cierto, el género bucólico permitía una cierta identificación de las clases altas con personajes populares idílicos. Sin embargo, contra quienes superponen clasicismo y clasismo, nada vale que María Antonieta se disfrazase de aldeana.

Después de la Revolución Francesa, después de los Derechos Humanos, después de la abolición de la esclavitud, los antiguos antihéroes adquieren la dignidad de las víctimas de la injusticia, y muchos filósofos se identifican política y psicológicamente con ellos. Los antipoetas también.

Todas las formas de la antipoesía argentina reciente fueron influenciadas, a veces directamente, a veces de oídas, por los cuestionamientos sociopolíticos del arte y de la literatura que surgieron o, mejor dicho, que resurgieron después de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de esa línea continua que va desde Adorno y la escuela de Fráncfort, pasando por la contra-cultura norteamericana de los sixties, hasta llegar a los autores de la French Theory y de otras doctrinas posmodernas.

Por esa razón, las diversas poesías contra-culturales fueron deslegitimando o, para decirlo más derridianamente, “deconstruyendo” las formas y los contenidos de la alta cultura, y por consiguiente las bases mismas de la poesía clásica seria y las del clasicismo a secas.

Fue un proceso de desdefinición, neologismo que tomo prestado al libro The De-definion of Art (1972) de Harold Rosemberg. Más exactamente, las antipoesías contemporáneas constituyen una cuarta fase de la desdefinición de la poesía, la cual fue mucho más precoz que la desdefinición de las artes plásticas. En efecto, una primera etapa aparece ya en los siglos XVIII y XIX, con el progresivo abandono del verso métrico. Se manifestó en las epopeyas en prosa de Macpherson y otros, luego en los poemas en prosa de Aloysius Bertrand y de Baudelaire, en los versículos de Whitman y en el verso libre de Kahn. La segunda etapa, verdaderamente radical, que llega hasta el asemantismo, es la futurista y dadaísta de principios del siglo XX, un radicalismo rápidamente temperado, o, mejor dicho, repoetizado por los ilogismos surrealistas. La tercera son las neovanguardias, que comienzan con los letristas de los años cuarenta en Francia, los cuales vuelven al asemantismo. La cuarta fase de desdefinición es la neo-neovanguardista que florece o se marchita actualmente. Nuestra antipoesía llegó a invertir lisa y llanamente los criterios definitorios de la gran poesía patrimonial, pero dejó de lado el asemantismo e ilogismo, demasiado clasistas o antipopulares. Como lo sabemos de los escritos perdidos y quizás censurados de Menipo, filósofo cínico, lo subrayo, la antipoesía escarnece los valores aceptados, y privilegia lo mezclado, lo impuro, lo feo, lo banal, lo barato, lo obsceno. Las antiguas diatribas cínicas y las poéticas deconstruccionistas posmodernas comparten medios literarios muy similares porque comparten también (pero no exactamente por las mismas razones) un rechazo de la sublimación de la realidad. Este rasgo implica el abandono la “suspensión de la incredulidad”, de esa aceptación de un mundo alternativo que no es ni falso ni verdadero, la refinada raíz psicológica del placer estético que produce la ficción poética, es decir la poesía que no es antipoesía.

Para Herrera el polemista, el verdadero problema es que nuestra antipoesía, primero crítica pero idealista, luego sarcástica y nihilista, no le parece haber dado frutos estéticos dignos de tan refinadas raíces político-filosóficas. No toda sátira menipea es necesariamente eficaz para el gusto clásico de Herrera, porque no cualquiera es Rabelais o Lautréamont.

Personalmente, tengo un gusto moderado por lo barroco, lo manierista y lo menipeo. Puedo apreciar, digamos, Cadáveres de Perlongher y afirmar que es un poema logrado, pero al mismo tiempo debo reconocer que el abandono sesentista de los registros lujosos del lenguaje, en su esfuerzo por “abrir la poesía al sector más amplio posible”, ha tenido como efecto tardío y perverso, sobre todo entre los noventistas, una miserable identificación de lo popular con lo indigno, lo vulgar, lo grosero y lo lumpen… cayendo así (diría yo) en el peor prejuicio burgués que se pueda imaginar.

No hay que confundir poesía solemne (en el sentido despectivo) y poesía seria. No hay que confundir conservadurismo y resistencia. Herrera, como creo haberlo mostrado (demasiado brevemente) en lo que concierne a su prosodia, nada tiene de un conservador encallecido. Menos aún si examinamos sus opiniones críticas positivas sobre los poetas modernos que ha traducido o comentado. Esa moderación se extiende y se intensifica cuando emite juicios sobre poetas que él ha publicado en diversas antologías. Cuestión de luz (2013), por ejemplo, reúne nuevas voces alternativas de la poesía argentina; en ella Herrera describe elogiosamente los poemas “antiliterarios” de Marina Serrano. Más abundante todavía es el número de poetas actuales, muchos de ellos versolibristas, que Herrera ha publicado durante más de tres lustros en Hablar de poesía. Bastará, para comprobarlo, con recorrer, en este volumen, el rico panorama de la revista que nos ofrece Valeria Melchiorre.

Frente a sus adversarios estéticos, Herrera se ubicó y se ubica decididamente en partidario de la “energía de la civilización”, expresión con la cual él designa[7] , muy acertadamente a mi entender, todas las excelencias que sobreviven y sobrenadan por encima de los errores y los horrores de la Historia. Para la sensibilidad herreriana, de corte típicamente humanista, las excelencias estéticas y éticas se sostienen por sí mismas, y pueden pertenecer a todos, más allá de los grupos de poder que hayan podido apropiárselas o monopolizarlas, como la consabida clase burguesa en la opinión de Gramsci. Dicho de otro modo, aunque no tengamos como referencia una trascendencia extramundana, aunque Dios haya muerto, un poeta humanista puede sublimar la realidad porque reconoce escalas de valores en el seno de la inmanencia, como reconoce en su poética modelos, límites y jerarquías.

París, mayo del 2016

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Los reenvíos a los diferentes autores que aquí se harán, remiten al volumen Ser clásico hoy. Ensayos sobre la obra de Ricardo H. Herrera, Colección Cuadernos de Hablar de poesía, Reflet de Lettres & Alción Editora, 2017. >>
  2. Ejemplo único en la obra de Herrera, la centena de decasílabos intitulada “Después de leer El velador de Guillermo Saavedra” (revista La guacha N° 6, Buenos Aires, marzo de 1999) es una violenta crítica de ese libro de Saavedra, treno sarcástico a la muerte de la madre, también escrito en versos decasílabos.>>
  3. Véase Prieto, Martín. “Neobarrocos, objetivistas, epifánicos y realistas: nuevos apuntes para la historia de la nueva poesía argentina”, en Movimiento y nominación. Notas sobre al poesía argentina contemporánea, Sergio Delgado y Julio Premat (eds.), Cahiers de LI.RI.CO., n°3, Université de Paris 8 Vincennes-Saint Denis-Université de Bretagne Sud, Lorient ADICORE, Saint Denis, 2007,  pp. 23-44.>>
  4. Ernst Robert Curtius, “George, Hoffmansthal y Calderón”. Ensayos críticos acerca de literatura europea, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1959, p. 222.>>
  5. Véase Herrera, Cuestión de luz, p. 62. Huesos de jibia, Buenos Aires, 2013.>>
  6. Citado por Herrera en “Militancia y frivolidad”, La hora epigonal, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991, p. 86.>>
  7. Véase Herrera, “La energía de la civilización” en Lo entrañable y otros ensayos sobre poesía, Ediciones del Copista, Córdoba, 2007, pp. 159-167. Ahora en: http://hablardepoesia.com.ar/numero-12/la-energia-de-la-civilizacion/>>