La escritura como fantasma

(Carmen Iriondo: Fantasmata y Los míos Editorial Mansalva)

“Espíritus, fantasmas de mamá, ¿son presencias o ausencias?” se pregunta Carmen Iriondo casi al comienzo de Los míos (14), cuando está exorcizándose de esa luz/ lastre difusa que es Sylvia Plath, una madre espiritual. La madre de Ted Hughes veía fantasmas, nos cuenta Iriondo; y ambos, él y Sylvia los invocaban con una Ouija como aquí lo hace la voz que narra, antes de recabar esa serie de pergeñados ancestros, desplegados en recortes, trazos, restos fantasmáticos: “Prepara la cuña que conduce el triángulo invertido, lo alista para comenzar una búsqueda”, se nos dice. Y jugada la escena “en soledad” (9) –así también la instancia en que se instala el acuciante deseo de escribir– no deben sorprender estas «apariciones» en dupla: la del libro que rasca y articula en prosa una progenie de artistas propensos al desamparo, asolados por la enfermedad, en su mayoría desatendidos o abandonados; y la del otro libro, el Fantasmata más verdadero –o acicalado y listo para la ocasión–, una plasmación que en el tenor de la poesía vela presencias, fragua ausencias: ¿Fantasma, ta?, balbucearían los niños, se tipea en esa lengua exangüe de los teclados. Y está Carmen Iriondo en la tapa del libro, todo menos nítida su silueta de bailarina, etéreo el tutú detenido en el movimiento –¿es Carmen o es su fantasma rememorando, imaginando acaso? Puesto que ése es el fantasmata: para el coreógrafo, “una pausa que contiene virtualmente la memoria” (Fantasmata: 32), como sintetiza uno de los poemas del libro. Y eso también es la escritura: “El poema es una coreografía compuesta por dicha imagen/ suspendida en el tiempo […]” (32), que en su peculiar Fort-da, “va y viene” (32) entre “lo nuevo” y “el origen” (32).

En el origen están siempre los primeros años, pero también el trayecto recorrido de la obra propia. En relación con esta anterioridad, las cosas se han sosegado. Con el tamiz de la danza, en esa sintonía en que se reúnen los dos hábitos, la palabra podrá entroncar ahora con un estado otro: “Cuando el aire aligera mi noción de las cosas” (12), leemos en uno de los poemas. Al través de ese ritmo se ligarán los dolores, novedosamente desplazados desde el alma hacia el cuerpo –“El dedo de mi pie se ha lastimado y piensa, repite” (12)–; y en ese pensar “con los pies”, se promete un atisbo de libertad: “cada paso nuevo, una celda menos” (40). Aunque quien se dice yo no sepa “[…] pedirle al paño/ que ignore […]” sus “pinchazos” (25), la escritura de Iriondo se ha vuelto menos permeable a la estocada, a lo puntiagudo, al aguijonazo: acaso “eriza la piel” o es “agudo” el “ruido” (11); “las espigas” del “trigo” “pican”, pero son “blandísimos” “los pastos” (16); los bichos se han transformado en “luciérnagas” (12, 34). Se pierde lo punzante, también por arrastrarse lánguidamente el sonido, tan pronunciadamente sibilante: “[…] Susurrante/ la loza en la mesa del pudor por estar solos” (13) o “Sauce, sauce, sauce, mantra y oración” (20). Porque además está la percepción de la naturaleza, difuminada al modo de la danza –“sus tules vaporosos escapan de la niebla” (15)–; los fluidos son los de la vaca “parturienta” (17); y los sonidos, la campana del campo (19). La metáfora del tejido permite zurcir mejor los recuerdos, dejarlos planitos, dóciles como una “brizna de hilo”. Así es esta “voz” (26), que se vale de la textura para “[…] enlazar los/ fantasmas con hebras […]” (27).

La escritura tiene esa función: la de arrobarnos en la senda del sentido. Y el “libro” tal vez constituya la oportunidad de una “pertenencia” “[…] que dé sabor de algo a su destino” (13). Ese algo, lo sabemos todos los que escribimos, se intuye o no desde la infancia; y entonces, cuando los parientes escasean –“Los suyos, los de esa niña, son poquísimos”–, a la “familia muda, univitelina” (13) hay que ventilarle la casa. La puerta de entrada es la que se ve en la tapa de Los míos; tras el pasillo se albergará a la familia postiza, conformada por artistas como Constantin Brancusi o Jacqueline du Pré; y una biblioteca que se nos dispone con la sola regla del gusto. Se pondrán a gravitar los textos, las biografías –uno será el desvelo literario y vital– de una casta de seres frágiles o endemoniadamente apasionados que se toman como se toman los lazos de sangre: “Para mí Marceline es una tía francesa” (22), dirá Iriondo a propósito de Marceline Desbordes-Valmore: “Busco en el marco de esa tía mi propio camino; casi con desesperación quiero creer en sus aparentes e ingenuos deseos de amor incondicional” (23). Y, entonces, esta historia retaceada de lecturas nos abismará en el instante preciso en que al yo lo alcance, por ejemplo, el rayo de Jacques Kerouac. Convertida en ecléctica consumidora de libros, en rastreadora profesional, algo librada al azar del desorden en el “espacio de trabajo”, en el “nido de ratona” (29), la voz que recuenta enhebra también anécdotas tomadas del bajo fondo de la infancia. Desde ese lugar donde todo se cuece se vuelve para advertirnos cuán escuálidas son hoy las emociones, esta actualidad vasta en clics, en emoticones y en redes sociales. Para paliar la nada, Iriondo recurre al Síndrome de Stendhal, que responde con contundencia a cualquier banalidad: “No todo es calentura en este mundo” (74), dice. También hay experiencias de las arrebatadoras, de las definitivamente alentadoras; y se atraviesan con palabras.

 

                                                                        Valeria Melchiorre