Una excursión a la Mujer Muerta

Walter Cassara[1]

 

Estudios

El profundo silencio de la pintura.
Entro al bosque. 

Me descalzo, acaricio hojas,
bayas, cortezas de pino y roble.
Apoyo la espalda sobre una roca.
Estudio al mirlo que danza en la hierba. 

El profundo silencio del bosque.
Entro a la pintura. 

 

*

El amarillo salpicado
de motas grises de las manzanas
golden; el azul oscuro -casi índigo-
que ahora rebosa de la cesta de mimbre,
donde quedaron, finamente apiladas
             las moras que recolectamos
al caer la tarde. Medito sobre esto.
Y en la acuarela del instante,
el verano pasa
            diáfano
            entre esos dos únicos colores. 

*

Sólo somos un poco de calor
almacenado, sólo fuego,
sólo un templo que arde,
una siesta quemada, allí,
en el rincón de la infancia,
una larga siesta antes de partir.

Y despertamos, y no hay nadie,
           de vuelta no hay nadie,
salvo este leve calor desleído
en ráfagas de ternura,
          cenizas de soles,
cenizas de años humeando
en el palacio de una tarde.

Y otra vez, el sonido del viento
que barre la negra escarcha.
 

* 

Cerca de la turba, cerca del fuego
que se quema lento bajo la tierra,
más allá aún, más allá de la hojarasca
que susurra en tintes tornasolados,

el viejo Starosta visitó mi huerta y me dijo
todo lo que sabía acerca de las lombrices;
me dijo algo más sobre las heladas
y los tomates; me dijo que tuviera paciencia,

que tuviera cuidado con la naturaleza;
para ella no somos más que eventuales
residuos orgánicos, compost de un futuro verano;

me dijo, me habló el viejo Starosta de eso
y de qué sé yo cuántas otras barrabasadas
por el estilo: cuántos fantasmas, cuánta verdad.
 

* 

¿Qué es el tiempo? ¿Qué la edad provecta?
              Canta el zorzal madrugador
              en el fiero desconcierto de los años.
Pasa Agustín en overol arreando a sus tres vacas.
Y la burra centenaria, actriz de cine mudo
merodea al otro lado de la cerca. Yo voy
bordeando un seto de bulbos helados,
como quien apila tarjetas navideñas en una caja.
Soy el hombre que custodia un fardo de heno,
el hombre que empuja una carretilla
con guantes de lana, con guantes de piedra
              piedra, verdín y estiércol:
¿huelo acaso a espíritu adolescente? Soy un asterisco
             que sangra en el árbol que falta
             en el tapiz, al norte de la sed. Oigo
la revolución de insectos y raíces
que provoco al pisar la hojarasca,
-ruido de almas en un terraplén vacío-;
              llevo manzanas podridas en una bolsa,
mordiscones infalibles, lesiones de experiencia;
el perfume de la mente se llama enfermedad
y es incurable la inocencia con que respiramos:
              estación tras estación
              canta el zorzal madrugador
en el dulce desconcierto de los años.

 

Portbou 

Así que el ángel de la historia
era esto: el impuro percutir de un ala
contra las olas; rachas enloquecidas
de furia tramontana; luz de cal;

flores de caucho; tumbas en el aire
y un perro lejano, azul, mojado
en una cala, que le grita al mar,
día y noche gime junto al océano,

obteniendo un no por toda respuesta.

  

Hokusai

La playa solitaria y limpia
            al fin, de voces y recuerdos.
Cerremos todas las sombrillas
y dejemos que la gran ola nos hable;
ella sola, encrespada y azul, silente

como el señorío de estos médanos,
la rara tersura de la sal en la piel,
cuando ha anochecido y aún nos queda
algo de sol para llevarnos a casa.

Con la misma bondad que un viejo
mastín bajo la lluvia, la gran ola le tiende
              sus manos de niña a la intemperie.

 

A un cuadro de Georges de La Tour

El aire inmóvil, encantado,
la noche que se niega a ser solo ropa
y murmullos en la oscuridad,
esa habitación que ya no pertenece
a ningún mundo,
la luz crepitante que Magdalena Terf
lleva en sus entrañas: esa única luz
que viene de un candil magnánimo
y que ella sostiene o defiende
como un animal salvaje, sigiloso;
             ¿acaso una gran cigüeña
blanca, meditando sobre la muerte de Dios
en el filo abrupto de un campanario?

Todo cuanto llamamos pesar,
toda nostalgia ha calado hondo en ella,
y la recorre ahora con ese hálito
antiguo de la palabra quizás.
¿Y si volviera de pronto los ojos
hacia nosotros, qué vería?
Tan solo avatares en la mirada
de una deidad escondida, signos remotos,
vestigios de una fábula insondable
y ajena, que se amontonaron
en los surcos de la mente, junto al silencio
hospitalario de la lumbre. Desde su regazo
fluye el instante hacia las sombras.
Y ella lo acaricia, como si jugara con un gatito. 

 

Una excursión a La Mujer Muerta 

Se trata más bien del lento trabajo del tiempo:
materiales de labranza observados
desde la perspectiva de un naufragio,
ofrendas agrícolas a la Virgen, ventisqueros,
socavones, la herida del paisaje, tan discutible
como el fantasma de la doncella
en la memoria popular. ¿O es simplemente
la abundancia de oxígeno, el corpus esotérico,
astral de una Bizancio que se refracta
sobre cristales de nieve? Cierto,
el temblor de la piedra, llevado al paroxismo,
induce a pensar en la austeridad del románico,
que es la conmoción desnuda de lo sobrenatural
sin la máscara ni los atrezos de la inquietud.

Y sin embargo, llevamos hora y media de ascenso;
atrás se quedó la tarde dormida en el agua
dulce de una fuente; nos medimos como ciegos
con una vara elástica. Atardeció, amaneció
y volvió a anochecer al menos doce veces
desde que nos descalzamos para vadear el arroyo.
Ahora, rocas sueltas, perfectamente ordenadas
por volumen y forma, acompañan
nuestra marcha con sus rumores de intemperie.

Por lo demás, los pies quedan suspendidos,
trenzados a las reverberaciones porosas del aire
trémolo/ vibrato
     vibrato/ trémolo/ vibrato
y la supremacía del cielo se advierte en la tensión
de las cuerdas vocales. Caminamos en caravana,
cada vez más encorvados; vamos pasando y pasando;
nos achaparramos, y al mismo tiempo nos vienen
ganas de cantar, ganas de emitir algún graznido,
alguna señal perceptible sólo para los elementos
que nos rodean, el cóncavo lenguaje
de la altitud: grietas, hoyos, aristas, la celeridad
irrefutable de las aves rapaces, todas las declinaciones
del relieve, todos los amarillos de la retama
y el vacío casi absoluto de referencias antropológicas.

¿Esto es lo que tanto nos sobrecoge? Aquí,
en el señorío de la más pura verticalidad, el ojo
es un asceta que huye de la propia mirada;
con razón, ya que la montaña inhibe cualquier tentativa
de voyerismo. Pero la figura está ahí, con sus ocres
moteados de gris y verde. Yo diría que es una chica
de Hopper asoleándose detrás de un cristal; está ahí,
si extendieras la mano, podrías tocarle la cara.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Walter Cassara (Buenos Aires, 1971) los siguientes libros de poesía: Juegos apolíneos (1988), El paseo del ciclista (2001), Máquina de trinar (2006) y Nostalgia y otros poemas (2011). Es también autor de dos libros de ensayos y crítica literaria: El oído del poema (2011) y Conversaciones en la intemperie (2016).>>