Recuerdos de Wystan H. Auden
Hannah Arendt
Recuerdos de Wystan H. Auden[1]
Conocí tarde a Auden, a una edad en que la confianza espontánea de las amistades de juventud ya no puede alcanzarse, porque no queda suficiente vida, o eso se cree, para compartirla con otros. Así que éramos muy buenos amigos, pero no amigos íntimos. Es más, él tenía una cierta reserva que desalentaba el exceso de confianza, no es que yo haya intentado tratarlo así; respetaba de buena gana su reserva, como si fuera el secreto necesario del gran poeta, que desde joven debe haberse enseñado a sí mismo a no hablar en prosa, libre y desordenadamente, sobre ciertas cosas que sabía decir mucho mejor en la condensación concentrada de la poesía. La reticencia podía ser la deformation professionnelle del poeta.
En su caso, mi idea parecía mucho más probable, dado que gran parte de su obra surgía con total simplicidad de la palabra hablada, de ciertas expresiones idiomáticas del lenguaje cotidiano, como:
Lay your sleeping head, love,
Human on my faithless arm.
[Amor mío, descansa tu cabeza dormida,
mortal sobre mi brazo desleal].
Esta clase de perfección es muy inusual; la encontramos en algunos de los mejores poemas de Goethe y también en la mayor parte los escritos de Pushkin, que se caracterizan por ser intraducibles. Del momento en que son arrancados de su morada originaria se esfuman en una nube de banalidad. Todo recae en los “gestos fluidos”, en “elevar los hechos de lo prosaico a lo poético” (que Clive James bien subrayó en su ensayo sobre Auden, publicado en Commentary, en diciembre de 1973). Cuando se logra esa fluidez nos convencemos mágicamente de que el discurso cotidiano es poético en potencia y, con la enseñanza de los poetas, nuestros oídos se abren a los verdaderos misterios del lenguaje. Fue la mismísima intraducibilidad de uno de los poemas de Auden la que, hace muchos años, me convenció de su grandeza. Tres traductores alemanes probaron suerte y asesinaron sin piedad a uno de mis poemas favoritos: “If I Could Tell You” (de Collected Shorter Poems 1927-1957), que surge naturalmente de dos expresiones idiomáticas coloquiales, “time will tell” y “I told you so”:
Time will say nothing but I told you so,
Time only knows the price we have to pay;
If I could tell you I would let you know.
If we should weep when clowns put on their show,
If we should stumble when musicians play,
Time will say nothing but I told you so.
(…)
The winds must come from somewhere when they blow,
There must be reasons why the leaves decay;
Time will say nothing but I told you so.
(…)
Suppose the lions all get up and go,
And all the brooks and soldiers run away;
Will Time say nothing but I told you so?
If I could tell you I would let you know.
[Lo más que dirá el tiempo es yo te lo avisé,
solo el tiempo conoce el precio que pagamos;
si pudiera decírtelo, te lo haría saber.
Si acaso sollozamos cuando el payaso actúa,
si acaso tropezamos cuando el músico toca,
Lo más que dirá el tiempo es yo te lo avisé.
(…)
De algún lado vendrán los vientos cuando soplan,
Por alguna razón se marchitan las hojas;
Lo más que dirá el tiempo es yo te lo avisé.
(…)
Si todos los leones se paran y se marchan
y todos los arroyos y soldados se escapan;
¿dirá algo más el tiempo que yo te avisé?
Si pudiera decirlo, te lo haría saber].
Conocí a Auden en el otoño de 1958, pero lo había visto antes, a finales de los cuarenta, en la fiesta de un editor. Aunque esa vez no intercambiamos ni una sola palabra, lo recordaba muy bien: un caballero muy inglés, atractivo, bien vestido, amigable y tranquilo. No lo reconocería más de diez años después, porque entonces tenía la cara marcada por esas famosas arrugas profundas, como si la vida misma le hubiese delineado una suerte de paisaje en el rostro para poner de manifiesto las “furias invisibles del corazón”. Lo que más engañaba era su apariencia, si uno lo escuchaba hablar. Una y otra vez, cuando aparentemente no podía salir adelante, cuando hacía tanto frío en su departamento ruinoso que el agua ya no corría y tenía que usar el baño del negocio de la esquina, cuando su traje (nadie podía convencerlo de que un hombre necesitaba por lo menos dos trajes, para poder mandar uno a la tintorería, o dos pares de zapatos, para que el otro pudiera remendarse, un tema que debatimos sin fin a lo largo de los años) estaba lleno de manchas o tan gastado que de repente los pantalones se le rompían de arriba abajo, en resumen, cada vez que uno era testigo de alguna catástrofe, él empezaba a entonar una versión completamente idiosincrática y absurdamente excéntrica de “da las gracias por todo lo que tienes”. Como nunca decía disparates ni cosas tontas y como, además, siempre fui consciente de que era un gran poeta, tardé años en darme cuenta de que en su caso las apariencias no engañaban y de que era un craso error atribuirle lo que había visto y lo que sabía a la inocente excentricidad de un típico caballero inglés.
Por fin percibí la miseria, comprendí de algún modo que él sentía la necesidad de ocultarla con la letanía “da las gracias por todo lo que tienes”, pero igual me resultó difícil entender del todo qué lo hacía tan miserable, tan incapaz de cambiar las situaciones ridículas que volvían la vida cotidiana tan insoportable para él. Sin duda, no era por falta de reconocimiento. Era bastante célebre y, de cualquier modo, ese tipo de ambición no podía tener demasiada importancia, porque era el menos vanidoso de los escritores que conocí, totalmente inmune a las incontables vulnerabilidades de la vanidad corriente. No es que fuera humilde; en su caso, era la confianza en sí mismo la que lo protegía de las adulaciones, y esa confianza era anterior al reconocimiento y la fama, anterior incluso a los logros. (“Voy a ser un gran poeta”, le dijo a Nevill Coghill, su tutor en Oxford). Nunca la perdió porque no la había obtenido por medio de comparaciones ni ganando competencias; era natural, conectada pero no idéntica a su gran capacidad para hacer con el lenguaje, y para hacer al vuelo, lo que quería. (Cuando los amigos le pedían que escribiera un poema de cumpleaños para el día siguiente, sabían que iban a recibirlo; está claro que eso es posible solo cuando no hay inseguridades). Pero esta capacidad tampoco se le subió a la cabeza, porque no se atribuía, y tal vez tampoco aspiraba a conseguir, la perfección última. Revisaba constantemente sus poemas y estaba de acuerdo con Valéry: “Un poema nunca se termina; solo se abandona”. En otras palabras, había sido bendecido con esa rara confianza en sí mismo que no requiere de la admiración ni de las opiniones de los otros y que hasta puede soportar la autocrítica y el autoanálisis sin caer en las trampas de la inseguridad. No tiene nada que ver con la arrogancia, pero suele confundirse con ella. Auden nunca era arrogante, excepto cuando alguna obscenidad lo irritaba, y entonces se protegía a sí mismo con la brusca grosería que es característica de la vida intelectual inglesa.
Stephen Spender, que lo conocía muy bien, señaló que “a lo largo de todo el desarrollo de la poesía [de Auden] […] el tema ha sido el amor” (¿o acaso no se le había ocurrido a Auden cambiar el Cogito ergo sum de Descartes y definir al hombre como “the bubble-brained creature” [la “creatura de cabeza hueca”] que dijo “I’m loved therefore I am” [“Soy amado, luego existo”]?). Y cuenta, al final del discurso que dio en memoria de su querido amigo en la catedral de Oxford, que cuando le preguntó a Auden por una lectura que había hecho en Estados Unidos: “Se le iluminó la cara con una sonrisa que alteró sus rasgos y dijo: ‘¡Me amaron!’”. No lo admiraron, lo amaron: creo que aquí está la llave tanto de su extraordinaria infelicidad como de la extraordinaria grandeza, y la intensidad, de su poesía. Ahora, con la triste sabiduría del recuerdo, me parece que era un experto en las infinitas formas del amor no correspondido, entre las cuales la exasperante sustitución del amor por la admiración debe haber sido una amenaza permanente. Y detrás de estas emociones, debe haber habido desde el principio una cierta tristesse animal, que ni la razón ni la fe podían superar:
The desires of the heart are as crooked as corkscrews
Not to be born is the best for man
The second best is a formal order
The dance’s pattern, dance while you can.
[Los deseos del corazón son retorcidos como sacacorchos,
lo mejor para el hombre es no nacer;
en segundo lugar viene el orden formal,
la figura del baile: baila mientras puedas].
En la época en que lo conocí, no se habría referido con tanta seguridad a la mejor opción si hubiera optado por la que proponía en segundo lugar, el “orden formal”; el resultado fue lo que Chester Kallman llamó tan acertadamente “el más desaliñado de todos los rigurosos”.
Creo que fue esta tristesse animal y su “baila mientras puedas” lo que despertaba su atracción por Berlín y lo hacía sentir casi como en casa allí durante los famosos años veinte, donde el Carpe diem se practicaba a diario con distintas variaciones. Una vez habló de su temprana “adicción a los usos lingüísticos alemanes” como “una enfermedad”, pero mucho más destacada y menos fácil de abandonar era la evidente influencia de Brecht, con quien creo que tenía más en común de lo que él estaba dispuesto a admitir. (A finales de los cincuenta, con Chester Kallman tradujo Rise and Fall of City Mahagonny de Brecht, que nunca se publicó, supongo que por problemas de derechos. Hasta el día de hoy, es la única versión adecuada de Brecht al inglés). En términos literarios, la influencia de Brecht se puede rastrear en las baladas de Auden, como, por ejemplo, en la tardía y maravillosa “Ballad of Barnaby”, el acróbata que después de volverse viejo y devoto “honraba a la Madre de Dios” haciendo acrobacias para ella, o en el temprano poemita
About Miss Edith Gee;
She lived in Clevedon Terrace
At Number 83.
[Sobre Miss Edith Ge;
vivía en Clevedon Terrace
número 83].
Esta influencia era posible porque los dos pertenecían a la generación de entreguerras, con su extraña mezcla de desesperación y joie de vivre, su desprecio por las normas convencionales de comportamiento y su inclinación por “actuar como si nada”, que se manifestaba en Inglaterra, sospecho, usando la máscara del esnob, mientras que en Alemania se expresaba mediante cierta ostentación muy difundida de la maldad, al estilo de la Threepenny Opera de Brecht. (En Berlín, se hacían chistes sobre esta moderna hipocresía invertida igual que se hacían bromas sobre cualquier otra cosa; Er geht böse über den Kurfürstendamm, toda la maldad de la que uno es capaz. Después de 1933, creo que nadie más hizo chistes sobre la maldad).
Tanto en el caso de Auden como en el de Brecht, la hipocresía invertida servía para ocultar una irresistible inclinación a ser buenos y hacer el bien, algo que se avergonzaban de admitir o proclamar. Resulta plausible en el caso de Auden, porque al final se convirtió al cristianismo, pero en un principio puede sorprender que se diga lo mismo sobre Brecht; una lectura atenta de sus poemas y obras me parece que casi lo demuestra. No solo están las obras, Der Gute Mensch von Setzuan o Die Heilige Johanna der Schlachtöfe, sino que también están, y tal vez son más convincentes, estos versos en medio del cinismo de The Threepenny Opera:
Ein guter Mensch sein! Ja, wer wär’s nicht gern?
Sein Gut den Armen geben, warum nicht?
Wenn alle gut sind, ist Sein Reich nicht fern.
Wer sässe nicht sehr gern in Seinem Licht?
Lo que llevó a estos poetas profundamente apolíticos al caos de la escena política de nuestro siglo seguía siendo el zèle compatissant de Robespierre, ese poderoso impulso hacia les malheureux, distinto de la necesidad de acción o de bienestar colectivo o del deseo de cambiar el mundo.
Auden, tanto más sabio (aunque de ningún modo más inteligente) que Brecht, era consciente desde joven de que “la poesía no hace que las cosas ocurran”. Para él, era un disparate reclamar privilegios especiales para el poeta o solicitar las indulgencias que les concedemos tan alegremente por pura gratitud. Lo más admirable de Auden era su cordura y su firme creencia en la cordura mental; todos los tipos de locura eran, a sus ojos, falta de disciplina… “malcriado, malcriado”, como solía decir. Lo principal era no tener ilusiones y no aceptar ideas, sistemas teóricos que nublaran la realidad. Abandonó sus convicciones de izquierda de juventud porque los hechos (los juicios de Moscú, el pacto entre Hitler y Stalin, y también algunas experiencias durante la Guerra Civil Española) habían demostrado que eran “deshonestas”, de un modo “vergonzoso”, como señaló en el Prefacio a los Collected Shorter Poems 1927-1957, cuando descartó lo que alguna vez había escrito:
History to the defeated
may say alas but cannot help nor pardon.
[La historia al derrotado
podrá decirle ay pero no ayuda ni perdona].
Haberlo afirmado era “equiparar bondad con victoria”. Declaró que nunca había creído en esta “doctrina perversa”, pero lo dudo, no solo porque los versos son demasiado buenos, demasiado precisos para ser solo “retóricamente efectivos”, sino porque en realidad todo el mundo creía en esta doctrina durante las décadas del veinte y el treinta. Después llego la época en la que…
In the nightmare of the dark
All the dogs of Europe bark.
(…)
Intellectual disgrace
Stares from every human face.
(…)
[En las tinieblas de la pesadilla
todos los perros de Europa chillan.
(…)
La desgracia intelectual
nos mira en cada rostro mortal.
(…)]
…esa época, cuando por un largo tiempo dio la impresión de que lo peor podía suceder y de que el mal podía triunfar. El pacto entre Hitler y Stalin fue el punto de quiebre para la izquierda, era necesario abandonar la convicción de que la historia era el juez último de los actos de la humanidad.
En la década del cuarenta, muchos rechazaron sus antiguas convicciones, pero únicamente unos pocos entendieron por qué eran erradas. En vez de abandonar las ideas sobre la historia y la victoria, digamos, solo cambiaron de tren; el tren, el socialismo y el comunismo, estaba mal y lo reemplazaron por el tren del capitalismo o el freudianismo o del marxismo refinado o una mezcla sofisticada de los tres. Auden, en cambio, se volcó al cristianismo, es decir, abandonó el tren de la historia por completo. No sé si Stephen Spender tiene razón al afirmar que “la oración se correspondía con su necesidad más grande” (sospecho que su necesidad más grande era la de escribir poesía), pero estoy bastante segura de que su cordura, la enorme sensatez que iluminaba toda su prosa, sus ensayos y reseñas, se debía no en menor medida al escudo protector de la ortodoxia. Su sentido coherente, trabajoso y consagrado, incapaz de ser demostrado o refutado por la razón le ofrecía a Auden, como le había ofrecido a Chesterton, un refugio intelectualmente satisfactorio y emocionalmente cómodo del ataque de lo que él llamaba “basura”, es decir, de las incontables estupideces de la época.
Al releer la poesía de Auden de manera cronológica y recordando los últimos años de su vida, cuando la miseria y la infelicidad se habían vuelto más y más insoportables sin, no obstante, alterar su don divino o su maravilloso talento, me convencí más que nunca de que había sido “hurt into poetry” [“la herida lo empujó a la poesía”] incluso más que Yeats (“Mad Ireland hurt you into poetry” [“la herida de la loca Irlanda te empujó a la poesía”]) y que, a pesar de que era propenso a la compasión, las circunstancias políticas públicas no fueron necesarias para empujarlo a la poesía. Lo que lo hizo poeta fue su extraordinaria capacidad para las palabras, y el amor que sentía por ellas, pero lo que lo hizo un poeta extraordinario fue la buena disposición con la cual se sometía a lo “adverso”, a la maldición: la maldición de ser vulnerable a “el fracaso humano” en todos los niveles de la existencia; los deseos retorcidos, las infidelidades del corazón, las injusticias del mundo.
Follow, poet, follow right
To the bottom of the night,
With your unconstraining voice
Still persuade us to rejoice;
With the farming of a verse
Make a vineyard of the curse,
Sing of human unsuccess
In a rapture of distress;
In the deserts of the heart
Let the healing fountain start,
In the prison of his days
Teach the free man how to praise.
[Avanza, poeta, avanza
hasta el fondo de la noche.
Con tu voz que no se cansa
persuádenos de gozar;
con el cultivo de un verso
haz viñedos de lo adverso,
canta del fracaso humano
en un rapto de tormento;
que en el corazón desierto
broten aguas curativas,
en la cárcel de los días
al hombre libre enséñale a alabar].
“Alabar” es la palabra clave de estos versos, no la alabanza del “mejor de los mundos posibles”, como si al poeta, o al filósofo, le correspondiera justificar la creación divina; sino la alabanza que se arroja contra lo más insatisfactorio de la condición humana terrenal y toma energía de la herida, con la idea, igual que los bardos de la Antigua Grecia, de que los dioses crean infelicidad y horrores para los mortales para que ellos puedan contar los cuentos y cantar los cantos.
I could (which you cannot)
Find reasons fast enough
To face the sky and roar
In anger and despair
At what is going on,
Demanding that it name
Whoever is to blame:
The sky would only wait
Till all my breath was gone
And then reiterate
As if I wasn’t there
That singular command
I do not understand,
Bless what there is for being,
Which has to be obeyed, for
What else am I made for,
Agreeing or disagreeing?
[Yo podría (y ustedes no)
muy pronto hallar motivos
para enfrentar al cielo
rugiendo de ira y desesperación
por lo que está pasando,
exigiendo que nombre
a quien sea el culpable;
el cielo solo esperaría
a que mi aliento se agotara
y después volvería
como si no estuviera allí
a dar esa orden rara
que no puedo entender:
Bendice lo que existe porque existe,
que hay que obedecer, porque
¿para qué más fui hecho
esté o no esté de acuerdo?]
Y la victoria del individuo fue que la voz del gran poeta nunca silenció la voz débil pero penetrante del sentido común, que tan a menudo se pierde a cambio de los dones divinos; Auden nunca se permitió perder el juicio, es decir, perder el “tormento” del “rapto” que sentía:
No metaphor, remember, can express
A real historical unhappiness;
Your tears have value if they make us gay;
O Happy Grief! is all sad verse can say.
[Recuerda, no hay metáfora que exprese
una histórica, auténtica desdicha;
tu llanto vale si nos da alegría;
¡Oh pena alegre! nada más dice el verso triste].
Por supuesto que es muy improbable que el joven Auden supiera el precio que tendría que pagar cuando decidió que iba a ser un gran poeta. Pero creo que es muy posible que al final, cuando, no la intensidad de sus sentimientos ni el don para transformarlos en alabanzas, sino la fuerza física del corazón para soportarlos y vivir con ellos de a poco se agotó tal vez el precio le haya parecido muy alto. Nosotros, en cualquier caso, su público, sus lectores y su audiencia, solo podemos estar agradecidos de que haya pagado hasta el último centavo a cambio de la gloria eterna de la lengua inglesa. Y sus amigos pueden encontrar algo de consuelo en la hermosa broma que hizo Stephen Spender cuando Auden ya estaba en la tumba: que, por más de una razón, “su sabio yo inconsciente eligió un buen día para morirse”. La sabiduría de conocer “cuándo vivir y cuándo morir” no les es dada a los mortales; pero Wystan, me gustaría pensar, puede haberla recibido como la suprema recompensa que los crueles dioses de la poesía les otorgan a sus servidores más obedientes.
Traducción de Eleonora González Capria
- Tomado de Stephen Spender (ed.), W. H. Auden: A Tribute, MacMillan, Nueva York, 1975, pp. 181-87.>>