Los compañeros en el jardín

(René Char y Raúl Gustavo Aguirre: Correspondencia y poemas
Ed. de Marie-Claude Char, con prólogo de Rodolfo Alonso

Traducción y notas de Magdalena Cámpora – Edhasa) 

La aparición de este volumen me ofrece una buena ocasión para agradecer, ya que la poesía de René Char, en la traducción de Raúl Gustavo Aguirre, [1] ha sido una obra que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida literaria, deslumbrándome, enriqueciéndome, fortaleciéndome. Un milagro incesante que se ha dilatado a lo largo de casi medio siglo, ya que compré la edición original del libro no bien este apareció, en 1968. Recuerdo perfectamente que a fines de ese año, en un viaje que hicimos juntos a Mar del Plata, fui leyéndole a mi padre los fragmentos que más me gustaban de Hojas de Hipnos. Con el mismo espíritu congenial de entonces, destaco uno de esos fragmentos ahora: “Sólo se combate bien por aquellas causas que uno modela por sí mismo y con las cuales uno se quema identificándose”; palabras que se hicieron carne en mí.

Cuento en mi biblioteca varias versiones de la poesía de René Char[2] , todas las que he podido conseguir, pero ninguna de ellas logra transmitir el tono entrañable de la voz del poeta con la gracia y la calidad con que lo hizo Aguirre en su inspirada traducción del gran poeta francés, la primera realizada a nuestra lengua. Esa vieja antología -que ahora se reedita en su mayor parte, acompañada de un epistolario ejemplar- tiene además la virtud de brindar una selección de extraordinaria potencia, algo que supone la posesión de una aguda inteligencia crítica. Nunca he sentido al leer esas versiones que estaba ante una traducción; más bien, por el contrario, siempre tuve la convicción de estar leyendo un texto original; tan es así que hoy me animo a afirmar que ese libro es de Aguirre, y que es además el mejor libro de Aguirre. Esta convicción la corrobora la lectura de las otras versiones de Char que existen, ya que en ellas sí se hace patente la sensación de estar ante textos traducidos.

Como lo prueba la correspondencia que complementa provechosamente la antología, se trató de una rara simbiosis de almas gemelas, cimentada en una inquebrantable relación de discípulo a maestro, tan fervorosa que se podría encuadrar en la más remota antigüedad, ya que la modernidad (la modernidad argentina, por lo menos) no ofrece muchos ejemplos de una humildad y una devoción similares a la de Raúl Gustavo Aguirre. Y es que el argentino en ningún momento vacila en su certidumbre de hallarse frente a un ser superior, superior en todos los sentidos, tanto en edad como en experiencia de vida, tanto por la originalidad de su expresión poética como por la fecundidad de su estro. En una carta de diciembre de 1957, Aguirre escribe: “En cuanto a nosotros, pienso en cierta afinidad. Pero no soy vanidoso… esa afinidad es sólo admiración”. Dieciséis años después, en una carta de febrero de 1973, le confía a Char: “Me siento seguro de ser su amigo, si esa palabra tan sólo fuera, como creo, inmensa. Pero no estoy tan seguro de ser poeta”.

Consecuentemente, la correspondencia ofrece una asimetría notoria: las cartas de Aguirre son más numerosas que las de Char, son también más extensas. El maestro distante, aunque siempre cordial, se toma su tiempo en responder a ese admirador incondicional y perseverante. Aguirre manifiesta su necesidad de la obra del maestro con una pureza que conmueve, necesidad en el sentido más exacto de la palabra: hambre, podríamos decir, hambre de poesía, hambre de la única poesía que verdaderamente lo sacia. He aquí el secreto que acabó brindándole una consumada belleza a sus versiones de la poesía de Char. No hay una teoría de la traducción interfiriendo las relaciones entre el verbo del maestro y la palabra discípulo, no hay majaderías al estilo de las actualmente reputadas -“productividad de la literalidad”, por dar un ejemplo-; hay simplemente genuino amor y voluntad de ser fiel a la vida que late en la poesía del gran poeta francés. “Pura técnica y puro amor” (Simone Weil), tales son los instrumentos necesarios para hacer un buen trabajo, sólo esos.

Ahora bien, ese maestro distante que es Char en ningún momento se muestra elevado sobre un pedestal; todo el tiempo está con los pies bien plantados en la tierra. Las disculpas por sus demoras, por sus prolongados silencios, hacen referencia a la precariedad de su salud, a su dificultad para vivir. Este compañerismo en la penuria salta a la vista más de una vez. Por otra parte, la fidelidad de Aguirre no es mera palabrería; por el contrario, se manifiesta en hechos, en sólidas contribuciones al conocimiento de la obra de Char en nuestra lengua.

En 1974, al aparecer la antología de Aguirre Poetas franceses contemporáneos, Char se rinde ante la devoción del discípulo, abre su corazón y escribe estas líneas memorables: “Ese bello libro lúcido y fervoroso, donde su atención está presente en todas partes, hasta en las más mínimas notas, me ha hecho un enorme bien: el río subterráneo de la poesía sigue su ruta a pesar de los miedos de todo tipo por el horror de este mundo, sigue su ruta hacia lo desconocido que estará acorde quizá, aunque sea un poco, con lo que nosotros poetas hemos sentido en nuestros mejores días, hemos vivido y sentido porque dependía de un deseo solitario, siempre diezmado y siempre renaciente: el de las tres dimensiones del espíritu y del corazón, no ya rechazadas por los hombres, sino instauradas por un rayo en esta vida misma, sin derivar ya nunca hacia sus cánceres”.

En ese mismo año de 1974, Aguirre viaja con Marta, su mujer, a Francia; va finalmente al encuentro personal con el ser vivo; momento delicado, de gran fragilidad, como es sabido por todo aquel que haya realizado una experiencia similar. Del encuentro queda el siguiente testimonio: “Usted es el hombre de sus poemas, y de eso estaba yo seguro”. “¡Oh gracias, gracias, gracias! ¡Su carta, su generosidad, su hermandad, bien valen mi vida! Me emociona hasta las lágrimas”. Char, por su parte, se define a sí mismo sin piedad: “¡yo el mudo y el único favorecido! En fin, no me guarde rencor”. En cartas sucesivas, el afecto de Char por Aguirre va creciendo; su simpatía por Marta, me parece evidente, contribuye a ello: “Querido Raúl, se lo pido, si por caso hay algún derecho `mío´ que el editor vaya a pagarle, que se lo dé a usted para que le haga algún regalito a Marta de mi parte. Seguramente no será importante, pero será hecho desde el corazón”.

En 1979 hay un nuevo encuentro entre los Aguirre y René Char. De una breve carta que le sucedió al encuentro, fechada en septiembre de 1980, quiero rescatar dos observaciones del poeta francés acerca de la personalidad de Raúl Gustavo Aguirre, dos observaciones nada altisonantes, más bien de deslumbrante exactitud: “Su discreción es demasiado grande y sensible” es una, y la otra “Una vez más, gracias también por su sagacidad y por su delicadeza”. Sobre la calidad de las virtudes señaladas por Char puedo dar fe, ya que conocí a Raúl Gustavo Aguirre. Sin haberle dado otra cosa que mis primeros libros, recibí de él real apoyo: reseñó mis Coros del prisionero y me incluyó en su monumental Antología de la poesía argentina. Tuve el privilegio de compartir con él y su mujer una comida que se realizó en Villa Dolores, en la casa de Alejandro Nicotra, en noviembre de 1982. Aguirre estaba viviendo sus últimos días y, probablemente consciente de ello, hizo el esfuerzo inaudito de viajar hasta la provincia de Córdoba para despedirse del poeta amigo. Habló de Char esa noche, por cierto; me quedó claro que su amistad con el poeta francés era el más alto honor que había recibido en su vida.

Sólo resta agregar que la edición de edhasa es un lujo, un libro valioso de punta a punta, excelentemente traducido por Magdalena Cámpora, quien ha contribuido a la calidad de la edición con un imprescindible cuerpo de notas.

 

Ricardo H. Herrera

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Aguirre, Raúl Gustavo (comp. y trad.), René Char. Antología, estudio preliminar de René Menard, Buenos Aires, Ediciones del Mediodía, 1968.>>
  2. Las de Edison Simons (las hojas de hipnos), Santiago González Noriega y Catalina Gallego Béutes (Furor y misterio [sin Hojas de Hipnos]), Alicia Bleiberg (Común presencia), Jorge Riechmann (La palabra en archipiélago, El desnudo perdido, Poesía esencial [que contiene Furor y misterio, Los matinales y Aromas cazadores]) y Javier Zugarrondo (Los matinales).>>