Hortalizas, Nietzsche y el goce de la prosa

(Walter Cassara: Conversaciones en la intemperie – Editorial Pre-textos)

 

Quien ha leído El oído del poema no puede menos que regocijarse por la aparición de este nuevo libro en que Walter Cassara, una vez más, recoge sus textos críticos y otras lábiles combinaciones que van desde el ensayo y la reseña hasta el apunte de ocasión, pasando por la confesión y el diario casi íntimo. La imagen de lo auditivo, con su colateral referencia a la oralidad, persiste en ambos títulos, solo que el de ahora ausculta el cambio de rumbo, es fiel a la nueva piel de la prosa, más porosa a los amores que a los odios, menos resuelta a las batallas; más sutil y gozosa cuando afinca en posiciones. Porque se ha mitigado aquí el tono bélico, la inflamada vena –efectiva por lo irónica, grácil por lo jocosa, diestra por lo paradójica– de los escritos anteriores, e importa más el armado de una comunidad de padres-pares, un castillo, choza o techo para tanta intemperie. Las circunstancias, tanto geográficas como anímicas –¡ay, el espacio templa el calibre del alma!– han variado: posiblemente, la transformación requería desmarcarse. Y, por qué no, mudarse.

Así, si en el material que se publicara primero en revistas argentinas, y que diera lugar al deleitoso compilado de 2011, viéramos la insistencia en hablar a contrapelo de lo esperado para cualquier poeta de los ’90 –y Cassara ha pertenecido a esta generación: ha formado parte de la antología de Carrera, Monstruos, como cualquier ejemplar que se precie de tal–; si su opción previa fuera la de la invectiva, a riesgo de provocar a troche y moche, o de convertirse en una fábrica de indignaciones; mutado el contexto muerta la rabia; o rediseñada la artillería. No es que ahora, en estos textos publicados en su mayoría en Cuadernos Hispanoamericanos, el antes aficionado a la diatriba se haya habituado a nadar en las apacibles aguas del consenso. De hecho, una de las frases más felices de este libro –digo felices, porque si algo hay de jugoso en este escritor es su desdén por los caminos ya asignados– es la afirmación de que “El consenso es mucho más nocivo que la fotocopia y el tabaco” (201). Reparte además Cassara en otras direcciones, muy à la page y legitimadas, al ensañarse contra “toda esa fécula teórica pasada por la vulgata deleuziana” (203), tan próspera en un país como la Argentina; y cuando, retomando la mecánica con que Borges desmontara las certezas de la metafísica, propone leer a Deleuze como: “[…] un gran «cómico de la lengua», un discípulo esclarecido de Beckett, Jarry y compañía” (203). El ímpetu transgresor, el que encontraba en la burguesía un enemigo y que sigue de a ratos vigente, le parece una dimensión acabada con la globalización –¿qué sentido tendría ser un escritor maldito en un mundo de tecnócratas?, se pregunta (180-181)–; y, con el humor que lo caracteriza, se burla de ciertas tipologías más que fructíferas y consagradas del campo intelectual –Francia es productora de “intelectuales de izquierda servidos en compota” (203), dice. A los que tienen prejuicios de clase contra la llamada alta literatura, les apunta hacia el final con la bomba más implacable: se trata de una “tilinguería bien pensante” que utiliza tales métodos con el objeto de hacer carrera (209).

Pero, como si la necesidad de diferenciarse hubiera cedido, las balas no son la impronta más relevante de estos textos; y se ven reducidas a dichos ataques tan certeros como generales: de hecho, se omiten aquí, prácticamente, los nombres propios. Seguramente, el cambio de época trajo consigo el sosiego y ni qué hablar del cambio de geografía –el auto-exilio en un pueblo de España–: zarpó de estos lares Cassara, y ahora no interesan tanto los pares generacionales, ni la reyerta de entrecasa en su provinciana Argentina. Y si, en el compilado anterior, tan signado por la afrenta, lo que Cassara enunciaba estaba disminuido, paliado, borrado por la enunciación; si esa lengua viperina barriera como una escoba el felpudo, y la cerda, en virtud de la gracia, se abriera despeinada en más de un sentido –¡qué error entender solo el concepto, mascullar a duras penas el contenido!–, ahora el espíritu de contradicción aflora nítido, cristalizado: “Lo real no es sino el trasunto de una mente que se ha dividido en dos, pero si es perfectamente lógico y admisible ver un asno comiendo un higo, también lo es –o debería serlo– ver un higo comiéndose un asno. Se trata, en definitiva, de un truco retórico, de una simple alteración en el orden habitual de un sintagma, aunque lo que en verdad se transgrede con esta pequeña maniobra es mucho más que eso” (74).

Admitido el truco cabe ahora adoptar esta clave: ver qué hay de gato y qué de liebre en las mentiras que prodiga Cassara; desglosar esa doble vertiente serio, solemne, pro-clásico/ irónico, desmitificador, escritor del siglo XXI a lo largo de este libro que –¡oh!– está –como el pensamiento– dividido en dos secciones.

El primero de los rodeos es el que se genera en torno al término “conversación”: lo que se nos explica en la “Nota preliminar”, transcurridas luego algunas páginas, resulta acotado; y, si ahondamos, hasta engañoso. Al supuesto coloquialismo de esta escritura agrega Cassara otro rasgo de lo que aquí se va a vislumbrar: “al hombre en discusión consigo mismo y con su tiempo” (10). Esta afirmación tan válida se ve coronada con la alusión a Barthes como paradigma: el antecesor inmediato en esta tarea de la crítica, un hombre, si no de “su tiempo”, del aire que Cassara respira y que nos envuelve. Sólo que la “discusión” que se entabla es más encendida y compleja; y lo que aquí se silencia, un mar de fondo que cualquier lector sagaz nadará incluso a ciegas: el afán profundamente humanístico de Cassara: la conversación como “una telecomunicación fundadora de amistad en el medio de la escritura”, que es, Sloterdijk dixit, la “esencia y función del humanismo” [1] . No únicamente porque hay una comunidad implícita de destinatarios; o por el efluvio amistoso que brilla en los homenajes –¿qué otra manera de nombrar la admiración emanada de los textos sobre Calveyra o Padeletti?–, sino también por la factura de una prosa deudora de algunos de sus exponentes; reticente a abandonar las bondades del aceitado decir; dispuesta a hurgar en tradiciones ya algo lejanas; por momentos nostálgica de aquel sitio de la historia, mencionado ya pasadas todas las introducciones –“la mitad de esa larga noche del humanismo”, es lo que viviera resignadamente Kafka (49), dice Cassara. Y menos que menos se nos aclara el intertexto –la fuente, debiéramos llamarlo, contagiándonos del impulso– medular; aquél que en la ausencia resplandece junto a la contextura genérica, al hábito digresivo, a la cháchara y a la algarabía, a la liviandad y a la soltura: el Entre Nos de Mansilla. Recién en el último de los ensayos –justamente, el que da título al conjunto–, leemos: “Ciertamente, como decía Lucio V. Mansilla, es bueno que haya de todo en las conversaciones […]” (164). Y lo que se caía de maduro se completa, de inmediato, al apelarse a una concepción humanista acerca de la literatura: “[…] el fragmento vivo de una conversación que se ha ido astillando en el recuerdo, que se ha ido desdibujando y corrigiendo con el tiempo, hasta llegar a convertirse en poema, en historia, en soliloquio o en diálogo filosófico” (164). Por si fuera poco, el remate final sugiere a Montaigne como uno de los modelos (172-174).

Lo cierto es que, para beneplácito de sus coetáneos, al diálogo y a la sobremesa se suman otros comensales, no sea cosa los rótulos se fijen; y así como la picaresca aporta “el genio oral de una lengua” (207) y ese yo socarrón y afable, agregaría acá, Cassara cuenta con un bagaje de variados aditamentos, fundados en general en la antinomia. Así, aunque uno intuya el privilegio de uno de los polos, aunque uno busque identificar al sujeto que escribe con una de las opciones, se opera siempre entre dos visiones. Cassara revisa y revisita los binarismos que acosan a la historia literaria – “Es sabido que en la literatura argentina se nace bajo el signo de Boedo o de Florida, se nace arltiano o borgeano, se nace erizo o zorro, se nace ciego o jorobadito, se nace para ser rufián o bibliotecario” (91-92); que dividen al lectorado –“lectores ordinarios o lectores a secas” y “filólogos” (174)–; en que se puede distinguir las entonaciones –“el canon de la plegaria” y el “canon de la ironía” (175). Pero el mismo derrotero de la doble faz, esa compulsión a obviar lo estanco y lo culminado a los saltos, roza cualquier actividad que se concite; y la “crítica” no es sólo el regio oficio que el gremio artístico se atribuye para sí, sino también el cotilleo de las señoras que le están dando “a la lengua” en el pueblo (10). Con voluntad de degradar, o de desarticular jerarquías, lo alto tiende a derrapar: “En poesía, el tamaño y la decoración cuentan tan poco como en la cama” (108). Y, por obra y gracia de una agudeza imaginativa sin límites, en la sutura se cosen, al descubierto o más sesgadamente, la tradición elevada y la cultura popular contemporánea: “David Copperfield” no es el personaje de Dickens sino el famoso mago, producto del star system norteamericano (61); Néstor Sánchez se convierte en “[…] una célebre escultura de Alberto Giacometti, pero en realidad es un homeless […]” (21); Bioy: “[…] con la peluca de James Boswell resulta tan divertido como Marcos Zucker contando chistes talmúdicos” (80-81); o el monumento a Juan Manuel de Rosas recuerda a Darth Vader (131). Tal movimiento de prestidigitación es a veces menos desacralizante, y recae simplemente en la comparación con otras artes: Marosa di Giorgio “[…] con la paleta de un Tiziano o de un Giorgione” (68). O puede sostenerse en las similitudes entre áreas muy distantes: ciertos hitos de la literatura uruguaya son relacionables con la misión que cumplió el Apolo 11 (68); los procesos mentales de novelar y de narrar se asocian a “las fuerzas de agregación y disgregación que –según el criterio de la física– discuten en el interior de la materia” (55-56). En realidad, dado que la cadena discursiva se actualiza permanentemente, el engranaje nunca se frena; y entonces de un ámbito se nos lleva a otro, a priori mucho más prosaico y concreto, o a la inversa: “Ahora mismo, por ejemplo, estoy pensando en un serrucho que vi ayer colgado en la pared de una carpintería: si quisiera novelar esta imagen […]” (56). Así sucede, de hecho, en los intercambios orales: el acto de enunciación surge en concomitancia con los quehaceres de la vida doméstica. Es la intermediación de la escritura, o del lapso transcurrido entre la idea y su plasmación, lo que aquí se destierra del texto, lo que se despeja. Y lo que despeja o refresca el modo de encarar un género tan escrupuloso como la crítica literaria, al que supuestamente adhieren estos textos.

Pero obviamente, como anticipáramos, dicha adhesión es más que superflua, acaso un justificativo o, tal vez, una zanahoria puesta adelante para atreverse a un estilo. En lo profundo, y como ese karma del que pocos escritores argentinos despegan –pecaré de retomar el lugar común–, pareciera aquí actuar la «angustia de las influencias»: ¿cómo ser borgeano después de Borges?, ¿habrá que contentarse con un género menor para dar rienda suelta a la elegancia de la prosa? La respuesta está en esa limitación sí, pero a sabiendas de que hay un fenómeno como el de hibridación genérica largamente teorizado por pos-estructuralistas y posmodernos, sabiduría ésta que se asume pero que se destruye automáticamente puesto que las fuentes, por otro pase de magia que también anticipamos, están más lejos: en la causerie y su decimonónica labia digresiva y dispersa. Así, en pleno ensayo sobre Néstor Sánchez –“La odisea del Ätman”– se inserta un relato de Walter Benjamin (26-27); o “La novela guillotinada”, acerca del ecuatoriano Pablo Palacio, comienza con una cita de Kafka y una anécdota ubicada en la Europa de principios del siglo XX. Cassara puede detenerse largamente en un poema de tres versos de Watanabe; puede acatar a pies juntillas las reglas del ensayo y hacer suya la manía argumentativa, así en sus desarrollos acerca del concepto de “epigonal” (88-89); puede ostentar dotes de historiador –por momentos, pareciera que estamos frente a un libro de historia argentina, desde ya, menos acartonado (94)–; pero sobre todo, puede darse el lujo de activar cierto tipo de textos con frecuencia relegados a la zona gris y opacada del marco, pulirlos y sacarles un brillo inusitado.

Podríamos decir, por tal motivo, y basándonos en su facilidad para recrear atmósferas, que Cassara es un escritor ambient: a “[…] la vistosa textura del mundo que tocaba” a Néstor Sánchez la vincula “[…] con cierto aire de época, con la beat generation y con algunos elementos de la contracultura de los sesenta. Algún lector desprevenido podría pensar en velas aromatizadas, mantras y marihuana, la ciudad de San Francisco, fiestas al aire libre, casas rodantes y grafitis, cuartos de pensión, vinilos y personas desparramados por el piso, hortalizas y Nietzsche, travesías astrales y ropa de colores, happenings y Katmandú, pacifismo, psicodelia …” (23). Bastan algunas pinceladas para armar un clima perdido, a veces tamizado por el estereotipo, otras menos previsible: los que tenemos su edad, de hecho, agradecemos la vivacidad con que nos recuerda el mundo escolar de nuestra infancia, valiéndose sólo de las nociones gramaticales que impartían nuestros maestros, en pleno texto sobre Marosa di Giorgio (71). Igual lustre cobran los retratos, por los que –¡albricias!– vuelven los creadores a anteponerse a sus criaturas, a robarles, aunque sea temporariamente, el protagonismo. Marosa di Giorgio aparece de un modo absolutamente conmovedor: “[…] le iban creciendo alas y antenas, estambres, fauces afiladas como las de una mantis religiosa; me parecía –tal era mi fascinación y mi anhelo– que en cualquier momento iría a destilar algún tipo de feromona específica mediante la cual se comunicaría conmigo […]” (66). Algo similar sucede cuando el paisaje que Watanabe mamara de niño, su descripción morosa y minuciosa, antecede cualquier otro análisis (139); y en un acto a simple vista inocuo, pero que de inocente no tiene nada, se reúnen biografía y literatura: la región de Laredo “[…] se deja traslucir en la poesía de Watanabe” (140), leemos.

Con este gesto saint-beuviano por excelencia, abracadabra pata de cabra: una vez más la liebre es gato. Porque, lo sabemos, Cassara no ignora el camino pautado por Foucault y por Barthes –justo Barthes, el tan citado–; y probablemente no desconozca la renovada afición de la academia por mentar al autor, por seguir sus fantasmas, sus máscaras, en el texto; pero con esta cruda y abrupta reposición del lazo entre quien escribe y su obra, Cassara se pone el traje de anacrónico y desestima toda una saga de crítica literaria docta. En un nuevo ajuste de cuentas con lo instituido, la tantas veces fenecida figura autoral resucita; y este resurgir de las cenizas se aviene bien con la irrupción del yo, que reclama un lugar en esta galería de personajes, en este convivio de celebridades que también escriben. Así, no satisfecho con su rol de lector, quien enuncia confiesa haber conocido a Marosa di Giorgio –“Tuve el privilegio de frecuentarla, hacia finales de la década de los ochenta […]” (65)–; y se arroga el derecho a dar datos de sí o a llamar a los autores por su nombre de pila: “Nunca estuve en Gobernador Mansilla, el pueblo natal de Arnaldo […]” (46). Tal forma de la crítica no puede nunca ser neutral; y por ende, como se nos adelanta al comienzo del libro, estas páginas deberán entenderse también “[…] como un impromptu subjetivo donde se podría sorprender al crítico en mangas de camisa, leyendo en la cama, durmiéndose una siesta o jugando con un caleidoscopio antiguo; abriendo y cerrando la pequeña ventana de su covacha, preguntándose seriamente si se dice «concebible» o «conceptible», o pelando una naranja como postre, durante el almuerzo” (9).

De allí que la definición de posiciones estéticas sea muy clara. Por lo pronto, Cassara desbroza a la poesía de lo que considera sus malezas, apelando al diseño del campo poético argentino tal como se le presentara en sus inicios. Advierte, acerca de sus antecesores de los sesenta, que “[…] la palabra «realidad» era casi materia próxima al sacramento; quien no cumplía con el oficio de nombrarla, quien no la difundía, era considerado un apóstata, un disidente”.; y que, a partir de ese entonces, y aún hoy –aquí se lo adjudica al “populismo”- “[…] la palabra que encendía la mecha del furor theologicus, era «misterio»” (44). Fervientemente, desdeña en otra oportunidad la opción por el “ingenio” en poesía (202). Pero es más específico y contundente en el texto dedicado a Padeletti: el ataque va allí dirigido a los «objetivistas», que “sonaban como pésimos traductores del inglés”; y a los «neobarrocos», que “sonaban como enloquecidos profesores de semiótica”, panorama al que se añaden los usuales esquiladores de endecasílabos (103). Este ensayo, “En el espejo de la canción”, es central puesto que constituye una suerte de ars poetica: decanta aquí la importancia que se asigna al descubrimiento de “una línea melódica y un tono” (112); y la preferencia por “el orden natural”, antes que por “un precario bagaje cultural o técnico” (114). Vía Barthes, vía Marosa di Giorgio, cuando se ocupa de esta poeta, defiende Cassara el uso de los adjetivos como “el verdadero órgano del goce” (70) –¡y cuánta eficacia en el despliegue de este don al referirse a ella como una “muñeca herbívora, aterciopelada e inaccesible” (67)!–; mientras que, al tratar la obra de José Bianco, pone en primer plano el valor de la prosa (87).

Toda lectura es únicamente la nuestra; y se inmiscuyen en este trajín nuestros íntimos desvelos. Pero en este caso, la renuncia a la neutralidad ya ha abierto las puertas de par en par a una escritura plagada de subjetivemas; y por tanto, adrede o no, más que proclive a las proyecciones. Entonces, los juicios que versan sobre el modo ajeno de inscribirse en el parnaso aplican de maravillas a los intentos propios. Y en la superación de los juegos dicotómicos que Calveyra ha logrado (45), se intuye el propósito de Cassara; cuando en relación con Néstor Sánchez se da cuenta de la indisolubilidad de “improvisación y composición” (31), también; como en Palacio, “una constante intromisión de la voz autoral” (60) se hace oír en los textos y “[…] bordea la condición existencial del llamado yo biográfico, o del yo a secas, sin ningún artificio ni arreglito ficcional” (60-61). La voluntad de independencia –¿qué otra cosa es, si no, escribir un ensayo sobre el olvidadísimo Enrique Molina?–, el mérito que esto implica, se pone de relieve al destacarse de Bianco su “braceo contra la corriente”; y sin ningún menoscabo se lo tilda de “anacrónico”; puesto que “lo epigonal” puede ser una “reserva ignota de energías”, o una vía para llegar al mismo lugar pero evitando “los tramos más colapsados” (88). Palacio desoye, como Cassara, el imperativo de la “literatura comprometida”; y se subraya su pericia para colocarse “en las antípodas” de lo “que postulaba la tendencia dominante en la época” (55). La distancia incrédula con que se mira a los relatos del poder –“[…] la verdad histórica no está en absoluto desligada del delirio, ni mucho menos de la cópula […]” (132)– y a ciertos acontecimientos de la política vernácula –1999 fue un año marcado por la “compraventa de cadáveres y monumentos ilustres” (131), leemos– lo termina de recortar de sus pares generacionales, muchos de ellos inmersos en el auge de la militancia; y agrega, en el modo atenuado de la nota al pie, matices a la gama de sus predilecciones. Hay aristas auto-reflexivas que calan en otras decisiones. Acaso sea una variante de mise en abyme el inicio de “Fantasmas de la Gran Aldea”, puesto que se nos introduce a la lectura de José Bianco a partir de una conversación que el yo entabla con un amigo en el Parque del Retiro madrileño; y del intercambio de opiniones acerca de Bianco –el personaje–, se desprenden muchas de las condiciones materiales de lectura en que se generan los textos. Tal vez la literatura sea también esa institución que permite armar comunidades; que afianza vínculos como el de Borges y Bioy, que aquí se trae a colación; o como el de Cassara y su ignoto interlocutor, en la anécdota referida, de las que estas “Conversaciones a la intemperie” es, como trama de afinidades, una literaria versión. Quizá, incluso, las razones para que este género sea lo que es, y para que Cassara no incursione en la novela, estén esgrimidas aquí, en “La novela guillotinada”: porque novelar sería “normalizar el relato” (56) y habría que “[…] sustraerse a toda costa del trastorno, del desvío –y el desvarío– semántico que conlleva cualquier acto narrativo” (57). Ni normalizar ni sustraer: Cassara omite dichas operaciones de corazón, especialmente en el ensayo final.

Porque los más descangallado y despaturrado de todo, las verdaderas “Conversaciones en la intemperie”, son éstas: caen aquí todos los velos y la literatura como excusa. Ya la imagen de autor ha sido previamente construida, y quien orondo se siente –y tan dans sa peau– se da el gusto de oscilar entre el trazo autobiográfico, la crónica, la nota tomada al pasar, la cita, o la traducción. La memoria se practica, y ella exhibe las huellas de una generación: “Flashback: zapatillas Pony. Me acuerdo que a los doce años lloré estúpidamente una semana porque mis padres no tenían para comprarme un par de esas zapatillas […]” (166). Como quien habla en voz alta, a expensas de distinguir la vida de la esfera cultural, lo trivial de lo trascendente, se impone el comentario caprichoso o en principio irrelevante –a qué hora se levantaba Kant, o qué tomaba de desayuno (192). Se trata, en definitiva, de las peripecias de un lector que fortuitamente se ordenan o desordenan, ya que “[…] las buenas conversaciones son totalmente aleatorias […]” (170).

De hecho, este libro, como El oído del poema, se escucha de corrido y se lee sin interrupciones; y poco importa que conozcamos los originales. Su miel y su gracia están en la fuerza de la ironía y su excedente de malicia –“los seguidores de Juan Gelman” o “las legionarias de Pizarnik” parecen “un frente zombi de infantería” (102)–; cuyo sustento es la hondura de la metáfora, apañada en la riqueza léxica –los lectores de un manual antiguo de gramática serían “traficantes de sustancias tóxicas” (72); los datos biográficos, “reliquias insignificantes, verdín y microbios” (97); hay “[…] un intenso tráfico de órganos entres la historia y la literatura argentinas” (131)–; condimentada aquí y allá con un vocabulario castellanizado –“calenturienta y cotilla” (132)–; y lista para adornarse de sutileza, de finura –“[…] la mayoría de los poemas discurren por una cornisa anecdótica” (148), dice Cassara. La prosa se vuelve, por momentos, líricamente poética: “Veremos qué echa raíces, qué resiste al oficio del tiempo, puesto que sembrar es eso, no tanto un trabajo de adaptación a la tierra como un modo de plegaria, un arte de amansar la muerte” (159. Y en este empeño por ver qué cuaja, hay coincidencias ocasionales entre las definiciones concienzudas –los amores estéticos– y el ritmo que encarna: “[…] su modesta realidad y sus módicas lecturas, su imperceptible apogeo y su crepúsculo inmutable” (139).

La puja de un escritor consiste en desbordar dicotomías, en sortear categorías. Borges y Arlt, por ejemplo, “[…] escribieron bien y escribieron mal, si por ello se entiende algo más que escribir correcta o incorrectamente, de acuerdo a tales o cuales cánones estipulados […]” (92-93). Y entonces no interesa quién gane, lo que se juzgue, si las opiniones de Cassara son o no como las nuestras. El análisis de un texto, en estas Conversaciones, es solo una coartada convincente para aventurar vuelos no rasos, desde un horizonte ultramarino, tras haber quemado las naves – “[…] como quien dice, todas las naves, y no me importa” (167)–, que es hacer la diferencia. Aunque el que a volar se arriesga pueda terminar “[…] en la cárcel de Sing Sing, amaestrando ratas, coleccionando cactus y garrapateando en un cuaderno sus amarillentas memorias” (209).

 

Valeria Melchiorre

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Peter Sloterdijk, “Reglas para el parque humano (Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger)”, en Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger, Madrid, Akal, 2001, p. 197.>>