Editorial

Ricardo H. Herrera

Yo persigo una forma… Estas cuatro palabras, incipit de uno los más célebres poemas de Rubén Darío, podrían muy bien considerarse como un epítome de su poética, ya que aluden tanto a la búsqueda de la perfecta proporción de la forma artística trabajada con maestría como a la poderosa atracción erótica de la forma femenina, obsesión de su temática a lo largo de toda la trayectoria literaria del poeta. Ambas tendencias –formalismo y erotismo– constituyen la vía regia del modernismo rubendariano. Mi propuesta es releer hoy ese poema de Prosas profanas, contrastándolo con otro igualmente logrado de César Vallejo, con el cual guarda un paralelismo evidente. Creo que del cotejo entre estas dos composiciones emergerá más clara la singularidad de la imagen del mundo propia del gran poeta modernista, como así también esa otra que avasalló a uno de los mejores poetas de lengua hispana del Siglo XX.

Si bien diferentes en su dicción e imaginería, tanto el poema de Rubén Darío como el de César Vallejo guardan semejanzas en su tema, estructura y desarrollo. La forma que organiza ambas composiciones es el soneto. En las dos piezas la impotencia creativa puesta de manifiesto en el verso inicial (“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo” en uno, “Quiero escribir pero me sale espuma” en el otro) se articula en cadencias melódicas e imágenes eróticas que plasman adecuadamente la dificultad inherente a la poesía que aspira a la plenitud.

Construidos a partir de esa premisa de radical precariedad –la insuficiencia de la potencia imaginativa– ambos sonetos se presentan como fracasos existenciales, si bien para la literatura de nuestra lengua constituyen logros poéticos de extraordinaria jerarquía. Leamos el poema de Darío:

 

Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,
botón de pensamiento que busca ser la rosa;
se anuncia con un beso que en mis labios se posa
al abrazo imposible de la Venus de Milo. 

Adornan verdes palmas el blanco peristilo;
los astros me han predicho la visión de la Diosa;
y en mi alma reposa la luz como reposa
el ave de la luna sobre un lago tranquilo. 

Y no hallo sino la palabra que huye,
la iniciación melódica que de la flauta fluye
y la barca del sueño que en el espacio boga; 

y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,
el sollozo continuo del chorro de la fuente
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.

 

El verso usado es el alejandrino; vale decir: dos heptasílabos ligados, pero con cesura obligada. Hay una brevísima pausa al concluir el primer heptasílabo y una pausa menos breve al final del segundo; cada verso, por otra parte, constituye una unidad rítmico-semántica. Otro tanto puede decirse de cada estrofa; los espacios en blanco que median entre una y otra estrofa no son arbitrarios, las rimas abrazadas de los dos cuartetos ciñen circularmente la estrofa, dándole independencia. En los tercetos la pausa entre estrofas es menor, está señalada con un punto y coma, pero la unidad de cada uno de ellos es igualmente neta y diferenciada. Darío pone especial atención en las pausas del verso, en los silencios, lo que da como resultado un ritmo remansado y ceremonioso, y una espléndida pureza en la dicción. El poema es una barcarola, una ensoñación que boga hacia la plenitud de la forma inaccesible, que imaginativamente coincide con el cuerpo de Venus. La forma perfecta, la inalcanzable forma en la cual el poeta quisiera disolverse en plenitud, no se logra; la aspiración al acmé se frustra, la poesía deseada no consigue albergar la totalidad del ser deseante. Hay un seguro avance hacia el tema propuesto en los cuartetos e, inmediatamente después, ya en los tercetos precipitándose en cascada, una vivaz huida hacia un silencio enigmático. En términos musicales, el tempo de los cuartetos podría definirse como un andante, el de los tercetos como una fuga. Las rimas elegidas para los cuartetos acentúan ambos movimientos rítmicos: la rima en ilo preanuncia el movimiento de la fuga, si bien las palabras que la poseen contrarrestan ese movimiento con su apelación a lo que se mantiene firme (estilo, Milo, peristilo, tranquilo). Las rimas en osa, acorde rotundo elegido para representar la manifestación de la poesía en su plenitud (rosa, posa, Diosa, reposa), aplaca la tendencia hacia la fuga, la contiene. En el plano icónico, la imagen dominante de los cuartetos es la de un templo circular, situado en el centro de un lago presumiblemente también circular, dentro del cual mora el arquetipo de lo femenino. La blancura del templo se ve realzada por el verdor de las palmas. La desnudez marmórea de la diosa, coloreada por el deseo del poeta, tiene un fulgor rosado, carnal. En el paso de los cuartetos a los tercetos se produce una súbita aceleración rítmica. De pronto, la poesía se sustrae a la imaginación, no puede ser capturada por la palabra. La fallida posesión da lugar a un estado de vértigo en el que el poeta logra la perfección en la derrota. De hecho, con los tercetos el poema da una nota magistral. Se desvanece la Diosa y el ritmo se precipita en fuga hacia la muerte; el destino inescrutable, representado por la figura apolínea del cisne en reposo, mora en esa atmósfera solar como una luna diurna. En los tercetos se alternan tres rimas: una en uye (huye, fluye), otra en ente (fuente, durmiente) y otra en oga (boga, interroga). El sonido avasalla a la visión; el elemento acústico-acuático se impone a la contemplación; el ritmo líquido se acelera, el lago se transforma en un surtidor sollozante, en lágrimas. Al tiempo que la melodía de la flauta pánica se funde al fluir del agua, el cisne mudo (presentimiento de la muerte que la belleza literaria momentáneamente obtura) se desplaza a primer plano y evoca la irrevocabilidad del fin.

Cuarenta y un años después de publicado “Yo persigo una forma…” en Prosas profanas, César Vallejo, el discípulo más genial de Rubén Darío, escribe “Intensidad y altura”, soneto fechado en 1937, el año de España, aparta de mí este cáliz. Leamos el poema:

 

Quiero escribir, pero me sale espuma,
quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita sin cogollo. 

Quiero escribir, pero me siento puma;
quiero laurearme, pero me encebollo.
No hay toz hablada, que no llegue a bruma,
no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo. 

Vámonos, pues, por eso, a comer yerba,
carne de llanto, fruta de gemido,
nuestra alma melancólica en conserva. 

Vámonos! Vámonos! Estoy herido;
Vámonos a beber lo ya bebido,
vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.

 

Desde el punto de vista formal, este soneto es tan clásico como el de Darío. También aquí cada verso constituye una unidad rítmico-semántica; otro tanto sucede con cada estrofa, todas ellas concluidas con un punto y aparte. No hay blancos gratuitos, no hay ni un solo enjambement, no hay la menor ruptura. La brevedad del verso endecasílabo y el uso constante de la anáfora –la palabra “quiero” se repite cuatro veces, la palabra “vámonos” cinco– hacen que el poema obtenga un ritmo mucho más rápido y acentuado que el de Darío. El verso endecasílabo posee una mayor flexibilidad que el verso alejandrino; no hay en éste cesura fija sino móvil, lo que da ocasión a mayores variaciones rítmicas. No obstante esta diferencia métrica, es posible que Vallejo haya tenido bien presente el soneto del maestro al escribir el suyo: hay curiosas coincidencias entre ambas piezas. Incluso los violentos contrastes rítmicos e icónicos guardan, por oposición, cierto paralelismo con la entonación y la imaginería de Darío.

Los arranques de ambos poemas son similares: el deseo vehemente y la impotencia patente; esa precariedad de la inspiración –un brote– recibe prácticamente el mismo nombre: “botón” en Darío, “cogollo” en Vallejo. Pero el sentimiento es otro; hay en Vallejo una rabia expresiva que define su estilo tardío por un antagonismo poco menos que total al modernismo rubendariano en el cual se formó. La necesidad de expresarse ahoga al poeta, se enreda en su propia vehemencia, no logra desarrollar el brote del formidable primer verso. ¿Qué está intentando hacer? Una “pirámide escrita”, dice, un monumento bien distinto del “blanco peristilo” rubendariano, distinto en su definición, aunque no en su intención, que es una y la misma. Hay un dejo de ironía en esa definición del soneto, corroborado por su deseo de “laurearse” con él. La locuacidad de los dos cuartetos iniciales –una críptica argumentación sobre la necesidad de coherencia y claridad, cuando en realidad sólo hay tos y bruma– se desbarata al dar el salto de los cuartetos a los tercetos finales. Al igual que en el poema de Darío, en el poema de Vallejo hay una aceleración rítmica en ese punto: la reflexión en torno de una hipotética abundancia que se sustrae a la enunciación, da origen a una fuga, –o, mejor dicho, a una huida lisa y llana–, una evasión mucho más amarga que la de Darío: espeluznante, en realidad. La imaginería de Vallejo no podría ser más oscura: la Venus y el cisne rubendarianos se han transformado en una pareja de cuervos; todo vestigio de parnasiano helenismo modernista ha sido desterrado por obra y gracia de la turbulenta orfandad de un temblor telúrico. Por otra parte, las rimas extrañas crean una música siniestra que está en las antípodas de la música casi impresionista de Darío, toda transparencia y luminosidad. Del exquisito solo de flauta del nicaragüense no quedan vestigios en el aquelarre del peruano; aquí lo que se oye es únicamente un tantán siniestro llamando a muerte adentro de un tabuco: “vámonos”, “vámonos”, “vámonos”, “vámonos”, “vámonos”, repite el poeta. En Darío, la obsesión por la pureza de la forma coincidía con un genuino deseo de la mujer sensual; había un “pensamiento que busca[ba] ser la rosa”, acaso paradisíaca. En Vallejo, en cambio, la presión ética (ese “decir muchísimo” que lo acosa como una obligación ética, recordándonos el endecasílabo “hay, hermanos, muchísimo que hacer” de otro poema suyo) lo “atolla”, lo enreda, conduciéndolo a una rutina sexual que droga la avidez de la imaginación exhausta, empujándolo a la aniquilación. En los dos tercetos finales, seis endecasílabos vertiginosos, el poeta logra plasmar no sólo su propia desesperanza, sino la de sus semejantes. El sexo-somnífero –condena que transforma al poeta y a la amada en aves carroñeras destinadas a alimentarse de dolores– da la medida de la desgracia de la época. El cisne, ave emblemática que Darío evoca por su atributo apolíneo –“representaba a la poesía con su canto quimérico en la hora de la muerte” (Lugones)– desaparece del horizonte poético. En las antípodas de la Arcadia modernista, de la Francia ideal decimonónica que generó la poética de Darío, los cuervos del infierno vallejiano se presentan como los heraldos negros de la España desgarrada sumida en plena guerra civil: son criaturas engendradas por una cultura que ha perdido el equilibrio y la posibilidad de soñar, una cultura forzada a hundirse en la miseria, a perder el sentido de la forma y de la belleza, a percibir tan sólo una ilusoria liberación estética en el vértigo de la caída.