De cara a lo perdido, de cara a lo sagrado
Alejandro Bekes
De cara a lo perdido, de cara a lo sagrado
(Una lectura de “Paseo sentimental”)
El último libro de poesía de Ricardo Herrera[1] consta de dos partes: la primera, “Paseo sentimental”, es un único poema extenso dividido en secciones; la segunda, “La última nostalgia”, comprende diez poemas breves. Intentaré a continuación una lectura detenida de la primera parte, con algunas referencias a la segunda.
“Siempre me ha conmovido la indefensión de la poesía, la carencia de esa comprensión y ese aprecio mínimos que le son absolutamente necesarios para vivir. La historia, incluso la historia literaria, le ha arrebatado a la poesía esos favores sin ni siquiera darse por enterada.” Esto escribía Ricardo Herrera en el prólogo a su meditativo libro de prosas y versos En la paz de la página, de 2012. Subrayo, en la primera frase, la palabra indefensión; en la memoria tiendo a separarla del resto, que precisa y restringe su sentido. Ese sentido contextual no encierra mayor misterio: a Herrera le conmueve el hecho de que la poesía carezca hoy de aprecio y de comprensión, y agrega, lo cual no es obvio, que estos favores, que le han sido arrebatados, le son necesarios para vivir. Lejos estamos de aquella estrategia que esgrimía Pessoa contra el silencio y el olvido de sus coetáneos: dejar un baúl lleno de papeles, que revelara a la posteridad el poeta que nadie supo ver en su tiempo; estrategia que estaba ya implícita, pienso, en aquella cábala de Mallarmé, de que la eternidad convierte al poeta en sí mismo. Acaso para concederse semejante consuelo uno tiene que tener trato asiduo con los espíritus: un modo de sentirse parte de la ecclesia invisibilis, de la dispersa comunidad de los justos; de sentir, como Juan de la Cruz, que nuestra música callada se hace también soledad sonora… Y en cierto sentido esto es connatural a la tarea del poeta. Una poesía compleja y consciente de sí misma es siempre una palabra lanzada al futuro, para un lector que no existe al momento de ser escrita: un lector que esa poesía debe crearse para sí. Es claro también que, en nuestra actual condición, la poesía se presenta en un escenario mal iluminado y ante unas pocas butacas que no estén vacías; el poema debe crear su lector a partir de una general indiferencia e ignorancia, cosa que no ocurre con otras formas de arte. Y esta situación es trágica: no sólo para los poetas, sino para todos, si consideramos que la poesía está entre las necesidades primordiales del zôon lógon éjon, “el viviente que tiene palabra” de Aristóteles. Y es paradójico, además, que la escritura de poesía pulule quizá como nunca antes en la historia, solo que sin criterios más o menos admitidos para separar en ella el trigo de la paja.
Es posible que esta situación ya no tenga remedio, que resulte inútil indagar más allá. Me detengo entonces, como dije, en la primera frase, y busco aislarla de su contexto. De hecho siento (y creo poder justificar esta intuición), que a Ricardo Herrera lo conmueve la indefensión de la poesía, sin más: la poesía se presenta, nace, ante el vacío abrumador de una existencia cuyo sentido nos ha sido arrebatado; como una palabra que encarna nuestra condición indefensa, y que lo hace de un modo inerme, ingenuo, expuesto: es decir, indefenso también. No es un juego de palabras: la poesía es una indefensa declaración de la indefensión humana.
En la urbana y escéptica madurez del mundo antiguo, Epicuro dijo que todos, frente a la muerte, habitamos una ciudad sin murallas. Acaso hoy pudiéramos corregir incluso la elocuente imagen del filósofo: no hay murallas que nos defiendan tampoco de la vida, que puede ser más terrible que la muerte. Y sin embargo (y sin embargo), esa palabra indefensa puede ser también nuestra salvación. Por eso conmueve.
En ese mismo libro de Herrera que he citado al principio hay un poema, “A la orilla del mar”, que reaparece ahora en la segunda parte de La última nostalgia; en él se expresa la vergüenza de estar todavía vivo:
De la muerte
ya no tuve deseo, sino vergüenza
de no haberla elegido todavía…
El poema describe un atardecer apacible, una ribera donde hay cascos viejos anclados para siempre y la voz de un niño que juega; se diría, al principio, una marina impresionista de tintes amables; pero la voz de la persona lírica irrumpe:
Un día de festiva claridad,
a las seis de la tarde. Atrás del faro,
en un lugar tranquilo donde oía
sonar cencerros y la voz de un chico
jugando en paz al lado de los cascos
de viejos barcos, junto al ancho mar,
solo, sentado. Ahí alcancé, tal vez,
el límite de mi dolor humano.
La poesía de La última nostalgia nace, ciertamente, de una experiencia de dolor extremo, de extrema indefensión, de catástrofe; y ese mismo nacimiento de la poesía redime al dolor y ofrece al poeta (como él mismo ha dicho en otro lugar) “una posibilidad inédita de vida”. La tragedia expresada en tal escritura nos toca en tanto se vuelve emblemática, en tanto podemos reconocernos en ella; Herrera podría decir, con Eugenio Montale (uno de sus poetas, a quien ha traducido y comentado extensamente), “el mal de vivir a menudo he encontrado”. De esa comprobación nace, sin embargo, un decir que busca elevarse al canto, y que en el canto redescubre la fe perdida, así sea fugaz, así sea precaria y ambiguamente.
Otra tensión se suma a la que acabo de señalar; en Herrera conviven el poeta y el crítico de un modo conflictivo y dramático. El impulso lírico se ve a menudo amonestado, ceñido a veces por la desvelada conciencia crítica, y esta no es ajena al espíritu de la época; dicho de un modo más abierto, hay un impulso que busca la perennidad de lo lírico (aquel canto que por el solo hecho de ser canto aspira a perpetuarse, a vivir más allá de la época) y hay un freno que le impone a ese impulso la historia, la necesidad de tomar en cuenta el entorno, así sea para negarlo. Se dirá que en todo escritor consciente de su arte tienen que convivir forzosamente estas dos personas: la que siente su tiempo histórico (o se resiente de él) y la que aspira a lo perdurable, porque anhela librarse de la historia. Se dirá también, no sin justa razón, que en el poeta esa tensión suele ser más evidente, por cuanto la poesía es más sensible que otros géneros a la resonancia de las palabras, a la gravitación de la tradición y de la época en ellas, y porque el poeta no tiene, como el narrador, la facilidad de repartir su discurso en diversos personajes, donde las tensiones latentes se hagan explícitas, se ventilen, se discutan. El poeta y el crítico conviven en la misma frase, eligen o desechan juntos cada adjetivo o verbo, cada giro sintáctico, cada figura de lenguaje. Y bien: esto, que en algunos se resuelve en armonía o al menos en algún modus vivendi, en Herrera se vive como conflicto, como herida.
Con una hermosa herida vine al mundo;
fue todo mi bagaje…
La frase, según declarara el propio poeta, está sacada del alucinatorio relato de Kafka “Un médico rural”; ha sido arrancada, más bien, para hacerla propia, y de un modo también problemático, pues si consideramos el nuevo contexto en que el poeta la pone, ese contexto la escucha desde una distancia extrañada. Aparece, en efecto, en un extraordinario poema (extraordinario para la época y aun dentro de la poesía de Herrera en particular), donde el poeta ha querido dramatizar el desdoblamiento, de tal modo que las dos personas de que hablábamos se midan, se consideren, sin piedad incluso, pero en un litigio donde la propia voz poética hace de tribunal y donde lo que está en juego es la posibilidad misma de seguir viviendo. Su ironía no es, así, la ironía cínica y fácil que prodigan tantos de sus coetáneos; es una ironía que de algún modo recuerda la cervantina, donde la puesta en jaque del anhelo vital no implica su destrucción; es diálogo consigo mismo, incluso desgarramiento, no mera distancia. El poema se titula “Paseo sentimental” y fue publicado primeramente, en 2014, en el número 30 de Hablar de poesía; está dividido en veintiuna secciones, casi todas breves; copio el incipit:
No se apiada de mí mi corazón…
Un exordio exigente. Duda y sigue:
Con una hermosa herida vine al mundo;
fue todo mi bagaje… Después calla,
abandona su ensayo de lirismo
y sale a caminar,
como quien da su adiós definitivo
a lo imposible con un rictus póstumo.
El primer verso, aclara en nota el poeta, es una traducción propia (y libre) de un verso de Ungaretti: Il cuore mi é crudele. El texto se presenta así desde el inicio como una polifonía en varios niveles. Ya el título alude a una tradición que se remonta, por lo menos, a la Promenade sentimentale de Verlaine, mediada por Wilcock, y quizá más allá, a las Rêveries du promeneur solitaire de Rousseau. [2] La soledad ejemplar del filósofo se parece, en efecto, a la del poeta; pero este último se ha puesto en guardia contra la tentación del resentimiento, se defiende de él mediante su meditada ironía. En su primera versión el poema tiene además un epígrafe, la primera línea del Prufrock de Eliot, que es asimismo la apertura de un desdoblamiento del yo: Let us go, then, you and I… Es una polifonía en varios niveles porque, como se puede ver, la voz que conduce el discurso habla de su alter ego lírico en tercera persona: el yo poético se comenta a sí mismo, toma distancia de sus propios conatos o bocetos y los discute: “Un exordio exigente”, dice; y luego: “Después calla, / abandona su ensayo de lirismo / y sale a caminar…” En diversos momentos del poema hallaremos esta misma puesta a punto, qué digo, esta voluntaria reducción del impulso lírico. [3] Ya veremos, sin embargo, que el lúgubre anuncio de un adiós definitivo sellado por la muerte (el “rictus póstumo”) se verá desmentido por la evolución del propio poema.
Al inicio de la sección 2 se lee:
Caminemos, mi perro, caminemos…
(Aún lo escoltan las voces de los otros.)
En realidad, son tres los perros que lo siguen.
Los cachorros retozan en luchas fratricidas,
en tanto el Zoilo corre tras los teros.
Basta la mención del Zoilo y de los teros para rebajar la sugestión del primer verso, que es también una cita. Un hombre que pasea solo con su perro forma parte de la tradición lírica; uno que pasea con tres, de los cuales uno es el Zoilo, sólo puede corresponder a la cruda realidad, lo mismo que los teros. Imposible no pensar en Cervantes: también Herrera exhibe el arte delicado de contrastar algo fuertemente poético con un entorno prosaico, pero sin matar lo primero. La poesía sigue estando allí, aunque vista desde una distancia paródica que ciertamente la enjuicia, pero también la pone en evidencia.
El paseo continúa; el poeta parece buscar en su andar algo así como un soplo, algo que anime la ilusión del canto. El ocaso le regala una “oscura golondrina” que desciende al río y allí “bebe la ínfima gota que la sacia / sin detener su vuelo, sin dañar el cristal”. Ese pájaro mensajero que llega del ocaso trae consigo una larga y delicada reminiscencia, que se remonta a tiempos muy antiguos. [4] El viento trabaja en las hojas de los álamos y dinamiza su letargo “como el verbo / de una frase latina enmarañada” y con él se inicia “la bucólica del alma”. (El lector recuerda quizá los versos de Banchs: “Los álamos están como soñando / quietos en la dulzura vespertina…”) Estamos, pues, en el corazón de la tradición, es decir, a los ojos de Herrera, en lo más entrañable del sentir poético. Y sin embargo, al llegar a la sección 5, leemos esto:
Continúa el paseo vespertino
y la cosecha del azul es nula.
No le llegan refuerzos del lenguaje.
Arde la biblioteca: no hay palabras,
no hay ilusión verbal. La mente en blanco
pierde al antagonista y al interlocutor.
Se impone dar un golpe de timón.
Buscando ese otro tono, anota escuetamente:
“Has llegado a la edad
en que tu otro yo te es necesario…”
Se diría que el “yo crítico” se excede: acusa de nulidad lo que ciertamente es pululación de vida en germen. La biblioteca, pensamos, no arde: habla; el lenguaje lo acosa sin que “él” parezca darse por enterado. Ya en las cuatro secciones precedentes hay huellas, como vimos, de una populosa tradición, que incluye a Bécquer, a Banchs, a Virgilio… En la sección 6, hay pues una palinodia, un reconocimiento:
Pero el silencio amenazante es siembra,
actividad opuesta a la apatía…
El paseo, por otra parte, se detiene casi a cada paso para contemplar el entorno. El mundo de voces que va por dentro no invalida la plétora de sensaciones que invaden el ojo y el oído. El universo entero, pleno de perfumes, de colores y de sonidos, lo invita a esperar la poesía; pero algo falta; hay una ausencia que desdibuja ese paraíso: sin duda, el paraíso estaba donde estaba Eva. Hay sin embargo un momento de exaltación en que la soledad se concede una parodia de amor; hay en el río -un río que ha desertado, serpenteando, del Edén- una piedra lúcida, un “canto de cuarzo”, que podría ocupar el lugar del corazón (sección 7); el caminante se alegra con esta imagen cristalizada de la vida:
Del pedregal del río
-que pausado serpea desertando el Edén-
toma un canto traslúcido de cuarzo
y lo hunde en su esternón. Hecho el conjuro,
inhala la fragancia del crepúsculo: menta,
menta de las vertientes, de los sitios umbríos.
Se expande un hálito de calma y poderío.
¡Alegría de la transformación!
Pronto la alegría, sin embargo, descubre el vacío interior que la corroe y destruye. Con el anochecer llega la desolación; como si todo lo conquistado hasta ahora fuera ilusorio. No obstante, algo musical y mágico aguarda al protagonista: aparece un motivo nuevo, el sonido (“la oda submarina”) de un corno, que guarda relación con una entrañable melodía de Edipo en Colono: la que nos muestra al ciego suplicante amparado por sus hijas. Ya veremos que en este poema los motivos son retomados, a veces desarrollados como en una obra de cámara. El regreso de la caminata tiene un fondo de profundo significado. La sección 10 dice:
Cunde el silencio al ocultarse el sol,
se embeben en tiniebla los colores
y las formas extreman su agonía;
en la calma se plasma un espejismo
en el que fin y para siempre se unen.
Él vuelve a su morada con la idea
de repasar Edipo (el de Colono).
Roza un primer murciélago su sien
y la página astral exhibe el lujo
del texto arcaico que ya nadie lee.
Otra vez la reminiscencia de Banchs, poeta intensamente leído y amado (“Todo está quieto como siempre cuando / la ilusión de las formas se termina”, escribía el poeta de La urna; Herrera: “y las formas extreman su agonía”). Otra vez el sutil rebajamiento de la posible pompa de alguna palabra: “vuelve a su morada”, pero no es la tremenda morada final del rey ciego, sino sencillamente su casa, adonde vuelve para leer. Y en extasiada síntesis se unen la sublimidad de la tragedia ática con la del cielo estrellado: ambos son textos arcaicos “que ya nadie lee”. Los lee alguien, sin embargo… Así desembocamos en el centro de gravedad del poema, que es la sección 11. Allí se describe un sueño, allí la voz lírica se expande al fin, libre de su censor enigmático, que se ciñe ahora a la tarea de referir lo vivido. La intención es inequívoca desde el inicio:
Cae la húmeda noche, esposa urania
de párpados azules…
Como el cuerpo se entrega al descanso, se diría que el espíritu se abandona por fin a la poesía, que venía llamándolo desde lejos:
El tiempo del durmiente se dilata,
se transforma en un vasto mar que fulge
con la luna viajando por el cielo. [5]
El verso, aunque de a ratos vuelva a crisparse, se atreve a dejarse llevar por su propia música, olvidado del cancerbero que lo arrinconaba:
Perplejo, absorto, en el umbral del día,
rociado por el sueño femenino
se rinde en gratitud el corazón.
¿Qué hará el poeta con esta visión? ¿Qué hace el hombre, en general, con el don de la vida? Dije antes que la poesía es una necesidad; no lo sería, si no supiéramos que vamos a morir, o si no hubiera sueños. En el sueño, las empresas “de gran hondura y relevancia”, acariciadas y abandonadas, la mujer amada y perdida (perdida en todo el ambiguo sentido de la palabra), las máscaras que ocultan rostros ominosos… todo está vivo y regresa con el pavor de lo sagrado. El sueño, como la poesía, es la negación de la historia, es todo aquello que la historia no puede medir, ni reducir, ni dañar. El mal, el dolor sin fondo, la angustia, no están allí mitigados por ninguna conciencia de lo relativo; tampoco la música, el amor que no se resigna a morir.
Mientras él se desgasta día a día,
la figura del sueño ignora el tiempo:
encarna una dación que no declina.
Amó una vez, a nadie quiso tanto…
Y torna el contracanto, de rondón:
La esperanza no pierde su osadía,
secretamente aguarda todavía;
no se apiada de mí mi corazón.
Así es como las pasiones nocturnas ceden a la cordura del día. La sensatez, aunque sea también banal, vuelve por sus fueros, mil veces convalidados en la terrible lucha por la vida. El poeta está crucificado entre esos extremos, sin poder librarse de ninguno. Su fidelidad a su propio corazón le juega en contra; ¡qué fácil sería, si fuera posible, olvidar, olvidarse, hacerse otro, acallar las voces ignotas y reducirse a lo tangible y práctico! No obstante, lo característico de esta poesía “última” de Herrera es la distancia (que no implica acaso desconfianza, sino una especie de pudor) ante el propio arrebato lírico. Por eso el segundo cuarteto, con rima consonante abrazada y que parece sacado de un soneto, aparece en cursivas y con un verso inicial que disminuye su tensión, presentándolo como el discurso de otro, o mejor dicho, del otro. La sección siguiente (13) es casi demasiado explícita: el sueño “sucumbe a la conciencia, su reverso” y vuelven “reminiscencias despiadadas” donde “ella” (la mujer del sueño, la poderosa visión que ha llamado el espíritu a la poesía) “juega a ser la Magdalena”… Es la visión de una mascarada siniestra,
donde ella juega a ser la Magdalena,
leyéndoles la Biblia a maniquíes
que tatúan sus senos desvalidos
con signos negros como la obsidiana.
Strangers in the night exchanging glances,
entona uno. Y, tras los antifaces,
las pupilas se avivan con las llamas
del fascinante abismo musical.
La Magdalena aparece (cito de nuevo al propio Herrera) como “el aspecto tanático del anima”. El eros del sueño pierde terreno, se desdibuja, no solo en la cordura de los hechos diurnos, sino en la conciencia de su propia aniquilación. El aquelarre de las vocales lo revela:
Cae al caos su mente si pregunta:
¿Fue sólo máscara lo más amado? (…)
Así el paseante ha llegado, se diría, al fondo. Y desde allí vuelve con una de las imágenes iniciales del poema, casi perversamente tergiversada:
Esgrimiendo una imagen,
la Santa del Abismo le responde:
Con una hermosa herida vine al mundo,
fue todo mi bagaje…
Advirtamos, ante todo, el sabio manejo de los motivos; cuando aparece uno nuevo, se repite uno anterior a modo de ligazón y de anclaje; pero la repetición no implica identidad; la frase, en su nuevo contexto, adquiere otras resonancias, incluso, se diría, inesperadas para el propio artífice… Del “fascinante abismo musical” ha surgido esta “Santa del Abismo”, sintagma que nos remite a un poeta insospechado hasta ahora: Nerval. Este había escrito, en una de sus Quimeras: “La Santa del Abismo es más santa a mis ojos”. La alusión no parece casual, pues apunta a un texto cuyo tema es el retorno: la misteriosa decimotercera hora, que es también la primera. La Magdalena es una santa para el culto oficial de la Iglesia, pero la tradición popular la ha visto siempre como una mujer inquietante; es aquella “mujer pecadora” que regó con sus lágrimas los pies de Jesús y los ungió con perfumes que traía en un vaso de alabastro y los secó con sus cabellos (Lucas, 7: 37-50), en un ritual de imborrable belleza que algunos ven como la escena erótica más sublime de la literatura y otros como el gesto de amor más desgarrador que se pueda concebir. No entenderíamos bien esto sin un poema ulterior, incluido en la segunda parte de este volumen: “Magdalena y la lumbre”; Herrera la describe, meditativa, penitente, asociada también allí a la imagen de una herida:
De aflicción es el rostro pensativo,
tras la lectura, ante la lumbre hipnótica.
Pero su hombro desnudo la delata:
aún enamorada del don de prostituirse
y, al mismo tiempo, herida por el Verbo.
La herida de la Magdalena no sería así meramente su sexo, sino la llaga espiritual abierta por el Verbo divino, que condena su profesión, que condena quizá su deseo, su ansia de poseer al hombre en que ese Verbo se encarna. Pues el cristianismo encierra justamente la negación del afán genésico, del natural apetito de la carne, y la Magdalena es la síntesis de esa negación, de ese impulso trunco. ¿No hay aquí, entonces, una metáfora del conflicto entre el impulso lírico, hijo de Eros, y esa mirada crítica, hija de la conciencia de la muerte? Quizá. Pero hay otra cosa, sin duda. Porque no es esta una mera cuestión de estética, no es sólo un discurso vuelto sobre sí mismo, en un afán solipsista de puesta a punto y cálculo de probabilidades. Este desdoblamiento no es realmente un juicio a la lírica; el hombre se enjuicia a sí mismo, de cara a lo perdido, de cara a lo sagrado. La gravedad de lo que está en juego se nos advierte en la sección 14 del poema:
Ironía, ironía,
tan sólo sobrevive la ironía.
Es un lema sencillo,
da para su epitafio o un estribillo.
No da risa la ruina,
no da risa la vida que termina.
El segundo dístico comenta al primero, a la manera de la primera sección (el poeta suelta una frase, su alter ego toma distancia para justipreciarla). Entre el segundo y el tercero hay un silencio elocuente, un “sin embargo” implícito. Todo se reduciría a una broma ingeniosa, si no hubiera que morir. La “vida que termina”, la inminencia del fin, vuelve inviable la ironía… En la sección 15, reaparece, en “oblicuo vuelo”, “la golondrina del verano” bosquejando su adiós. El poeta traduce ese vuelo, y esa traducción es “un ejercicio, una pregunta intensa urdida en vano”. En la 16, nos encontramos con un nuevo intento: cuatro estrofas sáficas bien medidas, subrayado incluso su método, porque en la forma estricta y antigua se busca un equilibrio y también un suelo donde hacer pie. Se trata de una tregua, pero también se logra aquí (magia de la sintaxis plegada a la métrica y del delicado juego de los acentos rítmicos) uno de los momentos más melodiosos, más bellos del poema:
Algo breve que capte la perlada
lágrima dolorosamente pura
de otro día que inútil se retira
sin dejar huellas;
algo breve que diga la extrañeza
de habitar un presente dividido,
donde existencia y porvenir parecen
obra del sueño.
A partir de aquí (en las secciones 17 a 20), la meditación vuelve al endecasílabo y a una sensación de ruina, de derrumbe. La ilusión del canto se ha quebrado.
Para decirlo con palabras viejas:
la llama de su espíritu vacila,
no logra darle forma al extravío
de sus pasos perdidos. El paseo
comenzó en luces y concluye en sombras.
El “yo crítico” parece complacerse amargamente en la inutilidad del esfuerzo. Así como el sol no se esfuerza en volver, la palabra que pudiera devolver el sentido al todo no puede nacer de la mera voluntad.
La voluntad no basta, la palabra
ilumina cuando arde con sentido
y gracia, no cuando discurre a tientas
por laberintos de abstracción y duda.
¡Imposible ser más consciente de sí mismo! No en vano ha dicho antes (sección 13) que la conciencia es el reverso del sueño y que este sucumbe ante aquella. Cabe recordar aquí lo que sostiene Jung sobre un pensar que “precede a la conciencia” y que sobrevive en nosotros “mientras nos protejan símbolos tradicionales”; a lo que agrega sibilinamente: “lo que traducido al lenguaje de los sueños equivale a decir: mientras el padre o el rey no hayan muerto”. [6] Y ese rey aparece, de hecho, en el poema: es Edipo, el que busca en Colono la paz final, la aceptación del misterio último, el retorno a las Madres. No lo ignora el poeta que escribe:
Esta es la bella aurora del peligro.
Avanza hasta Colono, rica en yeguas,
y arranca fe de vida de tu epílogo.
La última sección del Paseo no alcanza, sin embargo, una salida o una resolución; creo que ni siquiera lo busca; busca un aquietamiento, una suerte de entrega valerosa, que se consuma en estos versos magníficos, inolvidables:
La atención es extrema en el jardín;
se aquieta en el silencio la palabra.
No obstante el horizonte que despliegan
las turbulentas nubes magallánicas,
el corazón se ofrece en la hornacina
de las manos que se unen en el pecho.
El pecho hiende el viento – es la proa
de un navío llamado Soledad.
El aquietamiento supone un tiempo casi infinito: un tiempo tan desmesurado que, en él, la evolución de las Nubes de Magallanes en torno a la Galaxia resulta turbulento. El gesto de las manos unidas, que contienen como una hornacina (notemos esta palabra de temple votivo) la ofrenda del corazón, no solo es un retorno al principio; es el exacto reverso del otro gesto, el que leíamos en la sección 7, cuando un trozo de cuarzo venía a ocupar simbólicamente el lugar del latido. La hornacina puede proteger la llama que vacila. Y las manos así unidas forman sobre el pecho, en una postrera transformación, una proa (una proa que aparece tras un hiato en el verso, deteniendo por un segundo el ritmo endecasilábico), capaz de afrontar decididamente, hendiéndolo, el viento de lo fatal.
Comprendemos así, en este final, el carácter religioso del Paseo; su aparente fracaso encierra una oculta victoria, la paradójica victoria de la entrega y de la aceptación. También este paseante solitario podría decir, quizá, como el Cristo de Nerval: “Dios falta en el altar donde yo soy la víctima”. Pero el gesto perdura, sobrevive a la pérdida; el gesto de la devoción apasionada augura o espera (“la esperanza no pierde su osadía, / secretamente aguarda todavía”) la resurrección, el amor.
Concordia, 30 de enero de 2016
- La última nostalgia, Pre-textos, Valencia, España, 2016.>>
- Agradezco a Irene Weiss esta observación, realmente interesante y que merecería un desarrollo más extenso. Agradezco también a Celina Giorgio su precisa y sugestiva lectura del poema.>>
- En el mito homérico, Odiseo, que quiere oír la música insaciable de las sirenas pero no ceder a él, tapona con cera los oídos de sus marineros y se hace encadenar al mástil. En el relato de Kafka “El silencio de las sirenas”, Ulises se tapa los oídos para no oír las voces de la tentación. El héroe del presente poema, como el de Homero, las escucha a todas, pero no tiene cadenas que lo pongan a salvo de ellas: a cambio, las discute, trata de razonarlas…>>
- La golondrina de Virgilio, que sobrevuela los lagos anunciando lluvia; la golondrina primaveral del Pervigilium Veneris (quando fiam uti chelidon…?); la golondrina solitaria que no hace verano, en el refrán de remoto origen griego recogido en el siglo xv por el Marqués de Santillana y aún vivo en la lengua popular; las golondrinas que volverán pero no volverán, en las Rimas de Bécquer.>>
- Estos versos me evocan irresistiblemente el dístico de Virgilio (Eneida, VII, 8-9): Adspirant aurae in noctem nec candida cursus / luna negat, splendet tremulo sub lumine pontus.>>
- Carl Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo, trad. de M. Murmis, Paidós, 2015, p. 47.>>