A pie con Bashõ

(Matsuo Bashõ: Diarios de viaje – Traducción de Alberto Silva y Masateru Ito – Fondo de Cultura Económica)

 

¿Qué clase de trotamundos fue Matsuo Bashõ? Puesto que arriesgó su pellejo vagando por senderos poco transitados y murió en camino, no vacilamos en responder: un andariego intachable. Intachable porque lo que predispuso al poeta a realizar sus viajes no fue la mera posibilidad de hacer literatura, sino la necesidad de aguzar el cortante filo de la existencia, de sentir en carne propia tanto la belleza del mundo como el amargo resabio de las penalidades humanas, de habitar la intemperie y transmitirla en pocas sílabas. Así comienza el primero de sus seis diarios de viaje:

 

Un día salí para un viaje de mil leguas. Me fui sin llevar provisiones. Como sobre bastón, me apoyaba en las palabras de un hombre antiguo quien, según dicen, «entró en la nada utópica bajo la luna de medianoche». Corría el primer año de la era Jokyô, en otoño, cuando la octava luna [1684].

 

Fines de otoño… El fastuoso último mes de la moribunda estación no parece un momento propicio para iniciar un largo viaje a pie, un viaje que se prolongará durante todo el duro invierno japonés. No por nada esa primera salida lleva al frente un título tétrico: Diario de una calavera a la intemperie. ¿Quién abandona su hogar, por precario que sea, con un clima cruel, para llevar a cabo una meditatio mortis bajo la lluvia y la nieve? Sólo uno que necesita ir más allá de sí mismo, al encuentro de una soledad más vasta y poblada. “Al salir de mi choza desvencijada a orillas del río Sumida”, anota, “escuchaba el sonido de un viento extrañamente frío”. A poco de caminar, lo sorprende el desamparo más crudo. Observa:

 

Caminaba junto al río Fuji cuando vi un niño de apenas dos añitos, abandonado. Lloraba desconsoladamente. ¿Acaso no pudieron sus padres soportar este mundo flotante, de un oleaje tan agitado como el de estos torrentes, y por eso lo dejaron allí, dándole tan solo la efímera vida del rocío? Bajo el viento de otoño, el niño me hizo recordar al trébol, que cae de noche y se marchita cuando llega la mañana. Bajé mis mangas, le eché un poco de comida y pensé, al pasar junto a él:

 

Los que se compadecen de los monos
¿cómo se portarán con este niño
en el viento de otoño? 

[saru o kiku hito / sutego ni aki no / kaze ika ni]

 

Evidentemente, Bashõ no ha salido a atesorar el oro del otoño ni a cazar mariposas con una red de seda. En todo caso, si llegasen a aparecer mariposas en pleno invierno, ¿quién sabe qué haría con ellas? Todo es posible, ya que unir el instante raro a la trama de lo cotidiano constituye el secreto de su estética. Basta como ejemplo de lo que atrae la atención del poeta, esta magnífica fusión entre lo rudo y lo delicado:

 

Rosas silvestres
al borde del camino:
se las zampa un equino. 

[michinobe no / makuge wa uma ni / kuwarekeri]

 

Vale la pena hacer un alto en el camino de la lectura para llamar la atención sobre las libertades rítmicas y melódicas que se han tomado los traductores al vérselas con los dos haikus que acabo de transcribir: en el primero tenemos dos endecasílabos seguidos por un heptasílabo, con rima asonante en los versos de apertura y cierre (monos/otoño); en el segundo nos encontramos con un pentasílabo inicial seguido por dos heptasílabos con rima consonante (camino/equino). En ninguno de los dos haikus se ha respetado la métrica original, o sea la estrofa sin rima formada por dos pentasílabos, uno en la apertura y otro en el cierre, con un heptasílabo al medio. Sin embargo, el procedimiento seguido es aceptable, e incluso ponderable, ya que tal vez era el único que permitía darle cohesión a los poemas.

En las antípodas de las formas canónicas complejas de la lírica occidental, la dificultad que trae aparejada la hechura de un haiku radica más en dar con el evasivo espíritu del instante raro que en coronar el sencillo esquema métrico al cual está sujeta su brevísima estrofa de apenas tres versos, con un total de diecisiete sílabas. Por lo mucho que importa la frescura en el resultado definitivo, la ejecución del haiku está próxima a la rapidez de trazo que exige la acuarela. Reclama, por parte de quien lo realiza, libertad imaginativa, la cual, a su vez, solicita un lector adiestrado en las sutilezas del género. Por el aire de cosa improvisada que debe alcanzar para ganar su vida, la breve estrofa oriental guarda también cierto paralelismo con algunas formas de nuestra poesía tradicional. En efecto, la resistencia interna del haiku, su dificultad de fondo, se parece a la que presenta la copla, esa expresión de la soledad y de la lejanía que también se vertebra en torno de una simplísima combinación métrica.

En un agudo apunte sobre el tema, Ricardo Molinari ha señalado que la copla es “trabajo de pronto, de naturalidad. Si uno se propusiera escribirla, sentado y tieso a su escritorio, pierde el tiempo”. Sin embargo, esa naturalidad, por fortuita que sea su irrupción ocasional, está saturada de tradición. Esto, para cualquier norteño, fue algo bien sabido en su tiempo: la memoria del coplero llevaba a cuestas un archivo viviente de coplas, y cuando uno de ellos se topaba con otro –en una yerra o en una doma– era más que probable que nacieran coplas nuevas. Otro tanto puede afirmarse del haiku: solicita la compañía, busca el encuentro con otros solitarios; en parte es por eso que su monacal economía lingüística se distancia de cualquier percepción unívoca de la verdad: siempre hay un lugar vacante en el compacto terceto de diecisiete sílabas, un vacío reservado para la hipotiposis (“que consiste en omitir parte de la explicación, y hasta de la oración, dejando al lector la tarea de completar el textos según su personal comprensión”). Se trata, pues, de una forma cerrada en su superficie, pero aleatoria en el fondo; una forma que yuxtapone elementos diversos, sin ligarlos nunca del todo, buscando captar el asombro y sortear el apotegma, comprometer al lector en la incógnita. Fue justamente por esas cualidades aleatorias que el haiku se abrió paso en la poesía europea de la mano de algunos poetas de vanguardia. Hoy el haiku ha dejado de ser una extravagancia, por el contrario, es moneda corriente, incluso demasiado corriente.

Como es lógico, en el trasplante de oriente a occidente el haiku sufrió sus complicaciones: perdió rápidamente lo esencial de su primitivo espíritu. Tomando distancia de la delicada percepción de la naturaleza y de lo humano que estaba en su fundamento, estilizándose hacia lo ornamental, el cuerpo métrico del haiku fue cobrando cada vez mayor autonomía, sobreponiéndose al humilde soplo que animaba la austeridad de su alma ínfima. Dicho brevemente: la forma se desnaturalizó, se transformó en mero esquema. En Argentina, que yo sepa, quien primero dedicó un volumen íntegro al género fue Eduardo González Lanuza, con sus Hai-kais, de 1977, compilación que recogía ciento cuarenta haikais o haikus. En 1999, el uruguayo Mario Benedetti superaba ese record con las 224 piezas de su Rincón de haikus. Si comparamos esos volúmenes con este otro que estamos comentando, las diferencias saltan a la vista. En los diarios de viaje del poeta japonés, las prosas se alternan con los poemitas: los preparan, los enmarcan, los aíslan. Los haikus, por otra parte, no son excesivos. Se diría que Bashõ trata de evitar el debilitamiento de la eficacia estética que puede ocasionar la reiteración mecánica de la modesta estrofa. En los volúmenes de González Lanuza y de Mario Benedetti, en cambio, la autonomía de la forma, su intelectual disociación de una fundante experiencia sensible, genera un considerable desarrollo cuantitativo. Dicha proliferación de un esquema fácil de completar, iniciada hace más de medio siglo con la notable edición de Sendas de Oku realizada de Octavio Paz, dio lugar a una mutación cualitativa del haiku, hoy transformada en epidemia. Era natural que ello acaeciese, ya que la productividad constituye una característica distintiva del espíritu de occidente, inclusive cuando se trata de producir poemas.

Decía, antes de perder el rumbo con la divagación sobre los avatares del haiku en occidente, que Bashõ yuxtapone elementos diversos, sin ligarlos nunca del todo. Un buen ejemplo de ello es el haiku en el cual el poeta traza el bosquejo de la choza de un ermitaño. Dice la bella traducción de Alberto Silva y Masateru Ito (en la cual, nuevamente, se hace pie en la rima asonante -plantadas/ensaña- para darle cohesión estructural a la pieza, formada ahora por un pentasílabo en el inicio y dos heptasílabos en el cierre):

 

Hiedras plantadas,
cuatro o cinco bambúes
¡Y el viento que se ensaña! 

[tsuta uete / take shigo hon no / arashi kana]

 

De la colisión de lo precario con lo violento, de lo bello con lo crudo se forma la estética de Bashõ; un dolor punzante es el núcleo del puñado de sílabas diamantinas que organizan sus haikus. La persistencia y la fugacidad constituyen las dos notas dominantes de su épica minimalista:

 

Llegué a casa de mis padres a comienzos del noveno mes. La escarcha había secado los lirios de día del cuarto de mi madre: no quedaba ni rastro. Todo había cambiado. A mis hermanos y hermanas los vi llenos de canas, con arrugas bordeándoles los ojos: «¡Todavía estamos con vida!», fue todo lo que atinamos a decir: Mi hermano mayor abrió el relicario y me dijo: «Rinde tributo a las canas de nuestra madre. Igual que Urashima con su estuche de joyas, tus cejas se han hecho viejas». Todos rompimos a llorar.

 

Si la tomo en mi mano
se derrite la escarcha de otoño
en ardientes lágrimas. 

[te ni toraba kien / namida zo atsuki / aki no shimo]

 

Tras lo dicho y citado, apenas si hace falta agregar que el volumen traducido por Alberto Silva y Masateru Ito constituye un pequeño tesoro; un pequeño tesoro cedido con compartida alegría y generosidad por un argentino y un japonés que -haciendo gala de cortesía oriental y de cordialidad criolla- se rehúsan por principio a privilegiar la lengua de llegada a la hora de tomar decisiones, optando en su peregrinación a lo imposible por una especie de solución budista -o camino del medio- que fluctúa entre la literalidad y la recreación, entre el moderado respeto a las reglas métricas del texto original y la persistente adhesión a un armónico fantasma de cohesión y brevedad que intenta salvar para nuestra lengua la emoción y la gracia de una voz remota pero viva, inconfundiblemente viva. Dicho de otro modo: ni Silva ni Ito ignoran que si bien cualquier testimonio puede ser traducido literalmente a cualquier lengua, el acento idiomático originario -y la rara poesía que de ese acento inimitable se deriva- permanecen incomunicables cuando los materiales comprometidos en el experimento alquímico provienen de yacimientos verbales tan diversos como lo son el japonés y el castellano; no obstante ello, lo logrado por los traductores da placer, satisface, porque al traducir poesía no entregan prosa quebrada y críptica, sino verso, por lo general bien medido y bien acentuado. No obstante haber tomado nuestras citas únicamente del primer cuaderno del poeta al realizar este comentario, el volumen Diarios de viaje incluye la totalidad de lo escrito por Bashõ en el género: Diario de una calavera a la intemperie, Viaje a Kashima, Cuaderno en la mochila, Viaje a Sarashina, Diario de Saga y el celebérrimo Senda hacia Oku. El volumen incluye un original prólogo firmado por ambos traductores y un nutrido cuerpo de útiles notas aclaratorias.

 

Ricardo H. Herrera