La perfección de Borges

Franco Bordino

Los espejos, los laberintos, las aporías filosóficas, las bibliotecas y los libros: todas estos objetos tienen en común, tanto como la sugestión de infinito y las duplicaciones ilusorias, ser célebres atributos del escritor argentino Jorge Luis Borges. Éste los ha querido y una copiosa bibliografía sobre su obra no cesa de ratificárselos. Yo creo, sin embargo, que a la larga, con la frecuentación de sus páginas, los mencionados atributos acaban pareciéndonos un decorado plomizo; creo que son una parte secundaria de la obra de Borges y, tal vez, la más fabricada. Reincidimos en ellos, no obstante, cuando evocamos al autor de El Aleph porque son símbolos todavía satisfactorios de su obra, porque logran abreviar con eficacia otra cosa, lo que verdaderamente nos atrapa cuando leemos a Borges: en verdad, en esos blasones decorativos resuena el tono singular de su escritura. Prescindiendo de estos símbolos (quizás, simplemente apoyándome en otros), intentaré definir en estas páginas aquello en lo que consiste, según lo entiendo yo, el perenne atractivo de la escritura de Borges. Me ocuparé del estilo literario y de la idiosincrasia particular de la inteligencia del ciego. 

 

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En muchas de sus páginas puede leerse a Borges oración por oración, como si se tratase cada una de ellas de una pequeña obra maestra. La organización informativa de las partes, la adjetivación lapidaria, los inusitados verbos de decir que escoge o inventa, la explotación irónica de la negación, los comienzos sentenciosos y digresivos, cada minucia, cada palabra, todo, parece estar reflexionado en Borges para lograr un máximum de inteligencia, quizás, hasta el conocimiento de su obra, insospechado en nuestro idioma. Su prosa no es menos fantástica y asombrosa que los argumentos de sus cuentos, lo cual es una hipérbole encomiástica sólo a medias. Ella pareciera ser la ejecución afortunada de un ideal literario imposible; uno de esos ideales que los escritores franceses de antaño solían proponerse, y enunciar tan bellamente, y con los que todavía hoy se ganan muy a menudo nuestro aplauso (aunque, a diferencia de las de Borges –que nunca enunció para sí un ideal semejante–, sus piezas literarias disten de aproximarse a ellos o, a veces, de parecer siquiera sus intentos fallidos). 

Borges tiene en suerte ser, además de uno de los mejores escritores nacionales, uno de los más leídos, por lo que los recursos que he enumerado más arriba –supongo– han de resultar familiares a muchos. Si me permito a continuación citar algunas líneas del autor de El Aleph, lo hago tan sólo por deleite personal y –espero– para el del lector, sin el menor afán demostrativo. 

El primer ensayo del libro Discusión irrumpe de la siguiente manera:

 

Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus nocturnos y que respondió: «Toda mi vida». Con igual rigor pudo haber dicho que requería todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó. De esa correcta aplicación de la ley de causalidad se sigue que el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita del menor de los hechos. Investigar las causas de un fenómeno, siquiera de un fenómeno tan simple como la literatura gauchesca, es proceder en infinito; básteme la mención de dos causas que juzgo principales.

 

Borges no es Valéry: no le obsesionan, al ciego, ni el análisis ni el desvelamiento de los artificios implicados en el arte, sino tan sólo la sustancia pura de la maravilla y sus formas reiteradas. Pero, sin dudas, Borges es un hombre de ingenio y, en tanto tal, adivina existentes aquellos artificios y los estima valiosos. A un hombre así, elucubraciones poéticas como las de Rilke (semejante a la ínfima y menos elocuente teoría pictórica de Whistler), quien dijo que para escribir un sólo verso es necesario antes haber vivido mucho, pueden parecerle deshonestos aderezos de misterio y oscuridad adosados a una obra sin otro propósito que el de fomentar la fascinación de sus lectores. Digamos, por nuestra parte, que la cuestión es discutible: clasicistas y románticos no cesan, a lo largo de una discusión centenaria e inconducente, de caricaturizarse mutuamente e ignorar la verdad parcial subyacente al punto de vista de cada uno. Sin embargo, sea cual sea nuestra posición en la disputa, Borges logra hacernos sentir, irremediablemente, la posición que él deplora como una imbecilidad rotunda. No menos sorprendente que esta fulminante estocada irónica es el hecho de que una semblanza de un argumento de Santo Tomás de Aquino a favor de la existencia de Dios (el de la regresión infinita de las causas) y otra de las explicaciones escolásticas del Medioevo (que remitían todo fenómeno a su causa primera –el Creador–, para poder incurrir en la comodidad, al fin, de no tener que explicar nada) preludien un ensayo sobre “La poesía gauchesca”. Alguien me confirmó una vez que este ensayo de Borges es lo mejor que se ha escrito sobre su tema. Yo carezco de lecturas críticas sobre la gauchesca para poder corroborar ese juicio, pero carezco de ellas por la misma razón que considero banal la constatación empírica de semejante perogrullada: lo poco que leí sobre poesía gauchesca lo leí porque leía a Borges. Yo agregaría, incluso, que lo mejor que escribió Borges sobre la gauchesca fue la historia de un vanidoso pintor norteamericano que pronunció ante una corte londinense un afortunado y absurdo aforismo (no exento de encanto y agudeza), y un argumento metafísico según el cual la naturaleza infinita del mundo, o la de su duración, vuelve vana toda empresa explicativa, incluso aunque ésta trate sobre el hecho más minúsculo e insignificante, o sobre “un fenómeno tan simple como la literatura gauchesca”. Creo que esta referencia despectiva a la gauchesca sobre el final del mencionado argumento nos permite conjeturar que Borges compartía nuestra preferencia. 

En su prólogo a las Novelas ejemplares de Cervantes, Borges nos refiere una opinión ajena sobre el autor del libro de un modo un tanto inusual. Exóticamente, el verbo declarativo que escoge para dar lugar en la suya a aquella voz vecina es el verbo «estampar». Podríamos juzgar la preferencia de esta palabra en lugar de los verbos declarativos usuales (por ejemplo: escribir, decir, afirmar, argüir, etc.) una extravagancia estilística, un embellecimiento barroco e innecesario del discurso. Sin embargo, si consideramos a quién pertenece la opinión referida y el desacuerdo manifiesto de Borges con ella, la elección de la palabra “estampar” resulta pertinente y significativa. El pasaje en cuestión dice así:

Lugones ha estampado que los largos períodos de Cervantes no aciertan nunca con el fin; la verdad es que casi no lo buscan. Cervantes los deja caer sin premura, para lectores que no se esfuerza en interesar y que sin embargo interesa. (Prólogos con un prólogo de prólogos, p. 62.)

Consideremos en toda su eventual riqueza el destino de que es pasible una opinión que ha llegado a la estampa. Digamos que la primera vicisitud de su autor, generalmente, es tener una ocurrencia: lo primero que hace es pensar su opinión. Luego, irremediablemente (si ésta ha de llegar a la estampa), la escribe. (Esta segunda vicisitud creativa no carece, muchas veces, de una dignidad mayor que la primera, ya que la forma o el estilo de la escritura de algunas opiniones –que en cuanto a su ocurrencia o contenido pueden ser famosamente triviales– puede ser a veces su única virtud.) Por último, como nos informa Borges que hizo Lugones, nuestro autor estampa su opinión. El uso de «estampar» como verbo declarativo nos remarca que, al parecer del poeta de Fervor de Buenos Aires, el accidente editorial de su publicación es lo más prominente y digno de ser mencionado de la opinión de Lugones sobre Cervantes. 

Un efecto similar puede notarse en un pasaje de su ensayo “El arte narrativo y la magia” (Discusión, p. 103). En él, Luego de ponerse a resguardo de las acusaciones de imprecisión que pudieran levantarse en su contra, advirtiendo que el fin que persigue en su análisis del libro Vida y muerte de Jasón de William Morris es literario y no histórico, Borges compendia o acude, sin embargo, al saber riguroso que ha despreciado (por si el lector, acaso, lo echara todavía de menos). Lo hace de la siguiente manera:

Mi fin es literario, no histórico: de ahí que deliberadamente omita cualquier estudio, o apariencia de estudio, de la filiación helénica del poema. Básteme copiar que los antiguos –entre ellos, Apolonio de Rodas– habían versificado ya las etapas de la hazaña argonáutica…      

El saber banal y refractario a la inteligencia de los diligentes estudiosos ni siquiera admite, para Borges, la síntesis o la paráfrasis (formas de la actividad intelectual que suponen el reconocimiento de una naturaleza semejante en el objeto al que se aplican –por ejemplo: para resumir la idea de un texto, es necesario que éste contenga alguna idea–); sino que es, según nuestro autor, sólo pasible de ser referido mediante el acto físico y mecánico de la copia. Cuando leo el pasaje citado, puedo imaginarme a Borges consultando un manual y copiando sus datos con fastidio, desdeñando entre dientes a quien pudiera importunarlo con la exigencia de una tarea tan escolar. Tal fastidio y tal reproche se dejan sentir tan sólo por la minúscula y significativa elección de la palabra «copiar». Ignoro si Borges hacía estas cosas adrede, mediante un cálculo explícito, o si el genio del idioma lo poseía espontáneamente. También es posible que yo sobreinterprete decisiones casuales.    

Termino estas glosas admirativas con una última cita. En el prólogo biográfico que Borges dedicó a Macedonio Fernández se hace oír, al comienzo, la siguiente compadrada prosódica:

No se ha escrito aún la biografía de Macedonio Fernández, hombre que raras veces condescendió a la acción y que vivió entregado a los puros deleites del pensamiento.

El segundo periodo de la oración pareciera ser una concesión a la falta que se reprocha en el primero, sin merma alguna, sin embargo, del tono enfático y categórico del inicio; el conjunto entero trasunta una ironía honda y encantadora. 

 

Muchos resienten de la lectura de Borges la solemnidad del estilo, una perfección marmórea que infligiría a su obra una apariencia de cosa fija y acabada (muerta, querrían apurar sumariamente sus detractores). Pensar así implica suponer que la perfección alcanzada por Borges es en realidad un atributo del idioma, un resultado automático del uso neutro e impersonal del castellano arquetípico. Esta suposición sobre el estilo de Borges se apoya en verdad en otra más vasta sobre la literatura. Se trata de una concepción de la literatura según la cual toda la tarea de los escritores consistiría en dar carnadura a una idea neutra y platónica del idioma; se trata de la concepción de que todo efecto literario afortunado sólo ocurre por lo regional, polifónico o subjetivo de la escritura. En definitiva, suscriben a esta concepción quienes pueden apreciar en la literatura solamente aquello que es expresado bajo el tono personal de la confidencia: éste es el origen probable del disgusto que produce a algunos la supuesta perfección impersonal del estilo de Borges. Sin embargo, la mentada perfección estilística no es, como se supone, la reminiscencia de un arquetipo neutro del idioma desenterrado del barro del habla vulgar, sino una invención exclusiva y personalísima, algo que le debemos a Jorge Luis Borges. Si nuestra época tiene por virtuosa la escritura dialectal y distendida y desprecia la perfección compositiva, es tan sólo porque intenta evitar –sabiamente– la poderosa tentación de imitar a Borges, la quimera insana de repetir su persona.

Ese castellano ideal, elástico, reflexionado, plenamente imbuido por la inteligencia, capaz de significar en cada palabra, de anticipar, conjurar y juzgar (sobre todo de juzgar) independientemente de la cópula y del contenido afirmado; ese castellano perfecto que nosotros deformamos y malogramos con el único beneficio –patético consuelo– de poder hacer patente nuestra insignificante subjetividad; ese castellano, en realidad, no existía antes de Borges. 

«Purificar el lenguaje de la tribu» fue la misión que Mallarmé encomendó al poeta. El castellano puro es una invención de Borges. Sin embargo, nada más lejano a los cisnes y a las piedras preciosas del parnaso simbolista que la ironía cómplice y pendenciera del inventor tardío de nuestro idioma. Creer que su perfección es impersonal, que es el resultado de una operación meramente sustractiva, de la abstención de todo efluvio subjetivo y de toda declinación local del idioma, y no ver en ella la manifestación positiva de una voz singular, es no comprender el humor, la irreverencia, la audacia y, en una palabra, la total libertad lúdica de la escritura de Borges. Pero es un defecto de la inteligencia parecer seria y afectada a quienes no la comprenden…  

Agregaré una observación más, ésta menos idolátrica que la precedente. La inteligencia de la escritura de Borges podría ser reducida a su economía verbal sin mayor perjuicio de los hechos. La máxima obtención de efectos con la menor cantidad posible de palabras: tal ecuación podríamos proponer para describir el tipo de inteligencia que implica su escritura. Su brevedad, su concentración, su eficacia; en estos rasgos detectan algunos una prevalencia del Borges poeta sobre el Borges prosista. (Recordemos que la función de la métrica y de las formas estróficas regulares es sintética además de prosódica: obliga a concentrar la expresión y a eliminar los ripios). Pero no es la misión poética de Mallarmé precitada la que inspira a Borges y determina los rasgos estilísticos de su obra. Es otro aspecto de su inteligencia, uno idiosincrásico, el que da la razón del minimalismo del ciego. Es la de Borges una inteligencia inmediata que se complace en la aprehensión de la esencia pura del efecto literario (convengamos que sea éste una suerte de placer o azor estético) prescindiendo de sus procedimientos y acompañamientos incidentales. Esta afición (que es, ante todo, la afición de un lector –la de uno ansioso y exigente) es lo que rige y dictamina, según lo entiendo yo, las características de la escritura de Borges. Por ejemplo, es ella la que le veda como vana cualquier empresa novelística. El amante de los laberintos y de sus equivalentes intelectuales, los sofismas (las abominables urdimbres mentales que la inteligencia embrolla bajo la ilusoria idea del infinito), prefiere resumir una trama cualquiera antes que ejecutar las fatigosas aunque finitas páginas de una voluminosa novela. Borges no sólo resume tramas ajenas (y decir que las resume es injusto; decir que las interpreta, un pleonasmo irrelevante dado el prestigio masivo de que gozan en la actualidad las ideas de Friedrich Nietzsche; habría que admitir, simplemente, que las mejora; a veces, hasta que las inventa) sino también propias: la noticia de libros inexistentes es un procedimiento habitual de sus relatos. No hay otra prueba mejor que ésta del furor de inmediatez de su inteligencia creadora.     

En el caso del cuento, esta vocación de inmediatez le permite el recurso del diálogo sólo en contadas ocasiones. Los personajes de los cuentos de Borges toman la palabra sólo si se juega o se figura en ello el destino de alguno de ellos. El narrador sólo cede al estilo directo cuando la palabra de los personajes forma parte del desarrollo de la trama o de la ejecución del artificio cuentístico. 

Por otra parte, es natural que Borges se haya iniciado como escritor con la poesía y el ensayo. Éstos son géneros literarios cuya virtud esencial es poder medirse con su asunto de manera directa, sin la necesidad –como ocurre en la narrativa– de tener que inventar o referir un escenario que sirva de marco al asunto.                       

Sin embargo, su afición de inmediatez tenía predilección por las ideas filosóficas y las tramas ingeniosas. Era ella de naturaleza intelectual, e incapaz de contentarse con un contenido exclusivamente afectivo. Los rasgos idiosincrásicos de la inteligencia de Borges lo condenaban a la poesía, al mismo tiempo que le impedían ser un poeta puro. Es cierto que no falta el sentimiento en sus versos, pero este nunca es afrontado de manera directa, sino subordinado siempre a una narración o a un razonamiento. Sólo en su madurez tardía Borges comprendió la importancia de la dimensión expresiva de la literatura. Progresivamente fue abandonando el estilo razonado y perfeccionista de los libros que yo he citado, en favor de un estilo más cálido y distendido, un estilo más próximo a la conversación. Pero durante su juventud y hasta bastante entrado en sus años de madurez Borges no consideró lo expresivo en tanto tal como susceptible de una composición inteligente, sino más bien como un indicio claro de la falta de composición, si no de inteligencia literaria. Que sólo en su vejez haya logrado considerar valioso lo expresivo, que, siendo tan crítico y reflexivo como lo era, haya necesitado de casi toda su vida para alcanzar ese conocimiento, prueba que su inteligencia y su habilidad literaria eran eminentemente intelectuales, aunque haya renegado de esta condición en los últimos años de su vida.

Borges, en tanto que es el escritor nacional de mayor jerarquía, ha constatado y figurado en el suyo el destino del escritor argentino. El oráculo de su ejemplaridad reza de la siguiente manera: “en suelo argentino, no importa si un escritor es un genio; lo que importa, ante todo, es que escriba bien.” Este destino literario es nuestro y es singular. (Diferente e inverso, por ejemplo, es el destino de las letras germanas –su oráculo reza: “no importa si un escritor germano escribe mal, lo único que importa es que sea un genio”–; ajeno e infame el de las letras francesas –rezaría este otro: “un escritor francés, ante todo, debe escribir mal; luego, convencer de que es un genio”.) Si escasean actualmente los escritores notables en nuestra patria es por la alienación imperante: nuestros escritores se han plegado en el impotente rechazo de lo inevitable y se han enfrascado en una protesta absurda contra su destino, la cual es, en el fondo, una protesta contra Borges (“parricidio” es el nombre con que suelen autodenominarse estos berrinches que, más que a un asesinato, se parecen siempre a la broma escolar de pintarle bigotes al retrato de un prócer). Es tal el espanto que la responsabilidad de tener un destino literario propio (revelado éste por Borges) nos ha producido, que hemos preferido persistir en el desvarío lastimoso e inverosímil de que somos franceses, antes que asumir nuestra propia identidad y, incluida en ella, la grandeza imponente del ciego.