En el antiguo espejo de la canción
Walter Cassara
Antes, cuando no existían esos abrumadores y gélidos bancos de datos que en la actualidad nos documentan acerca de todas las materias, condenándonos a una amnesia y a una indiferencia paulatinas, el renombre de un poeta se iba haciendo de boca en boca, casi siempre al margen de los suplementos literarios y en paralelo a los badenes académicos, y sus libros –casi siempre levísimos, casi siempre furtivos– pasaban de mano en mano como los viejos cromos, como las cañas, entre unos pocos connaisseurs que eran, por lo general, jóvenes y tenaces postulantes a la Musa. No se trataba de elitismo o esnobismo, sino más bien de lo contrario, se trataba de una vía de acceso natural –y hasta cierto punto, popular– al discurso poético, a medio camino entra la oralidad y la palabra impresa. Esto promovía las relaciones interpersonales y la trasmisión de una suma de valores y categorías, heredados de una generación anterior, que aun pudiendo ser arbitrarios y espurios, conformaban un pequeño ecosistema en el cual la gente se movía con cierta libertad de acción, y en el cual se iba gestando el consenso o el disenso en torno a determinados autores. Más allá de la superficie escrita, se imponían las voces irisadas de los poetas, a diferencia de lo que ocurre ahora, cuando la voz se nos aparece como un mero accidente de los textos, un compuesto inorgánico más en la polución enciclopédica y en la desertificación casi absoluta de la memoria oral.
Hacia finales de los ochenta, cuando yo empecé a leer poesía a conciencia y empecé a hacer mis propias incursiones de campo entre mis coetáneos, en un Buenos Aires donde apenas existía el teléfono de línea y la hiperinflación galopaba hacia un nuevo record histórico, el panorama lucía bastante más lacónico que lo que se muestra ahora: por un lado, campeaban los seguidores de Juan Gelman –que junto con las legionarias de Pizarnik formaban todo un frente zombi de infantería–, y por el otro estaban los simples y anónimos lectores de poemas, ansiosos por descubrir algún territorio nuevo. Por lógica, si los primeros se movían en un hemisferio más común y establecido, los segundos se aventuraban –o trataban de hacerlo– en cotos de lectura menos rastrillados, que podían abarcar desde Héctor Viel Temperley y Leónidas Lamborghini, pasando por Joaquín Gianuzzi y Amelia Biagioni, hasta llegar a Francisco Madariaga o Arnaldo Calveyra, por aludir sólo a unos pocos autores locales que resonaban, desde las sombras, en aquellos tiempos. A estos nombres, vendría a sumarse unos años después, la figura señera de Hugo Padeletti.
¡Qué extrañas son las madrigueras de la memoria! Yo, que no podría enumerar de corrido una lista de presidentes constitucionales de mi país, me acuerdo perfectamente, aunque no soy muy aficionado al futbol, de casi todas las luminarias del Mundial de México’86: Sócrates, Francescoli, Platini, Rummenigge, Butragueño, Laudrup… y por supuesto, Diego Armando Maradona. Me acuerdo también del primer poema de Padeletti que leí y que memoricé casi al instante, pese a que no tengo grandes habilidades mnemotécnicas: “Me he sentado a la puerta y he mirado pasar// los años como ramas hacia el humo./ Los pesados membrillos fueron humo/ también. Y las granadas,// alveolada codicia de incendiados// veranos,/ se abrieron sin salvarse:// amarilla, astringente, con amargo// sabor medicinal,/ la cáscara en el clavo”. Eran apenas diez líneas, fáciles de retener, diez líneas incluyendo la primera que funciona también de título; diez líneas que se destacaban por su precisión conceptual y por su ostensible musicalidad, brillando solitarias en un paisaje inmediato que propendía a insonorizar y a uniformar toda textura elocutiva; diez líneas que no castigaban con el típico chorro onanista de imágenes, que no apelaban a la televisión por cable ni al obligado falsete de la voz, y que “cantaban” de cabo a rabo, sin avergonzarse de las rimas y sin disculparse por esgrimir una dicción acendrada y lírica. Pocas veces uno tenía la oportunidad de leer un poema así, que no se desmereciera y se humillase frente a la prosa. ¿Cómo dejarlo pasar, cómo no almacenarlo en el menguado repertorio de las ofrendas sonoras?
En la época a la que me refiero, una buena parte de los poetas locales que frisaban los cuarenta años, algunos ya reconocidos como adalides por las nuevas generaciones, cuando no sonaban como pésimos traductores de inglés (era el caso de los autollamados “objetivistas”), sonaban como enloquecidos profesores de semiótica (era el caso de los autollamados “neobarrocos”). Luego, existían también, como siempre, unos pocos sastres que esquilaban endecasílabos y cortaban ajados sonetos a medida. En cambio, Padeletti –nacido en 1928– venía de mucho más atrás, con un bagaje propio que nada tenía que ver con los gustos dominantes de la época, al margen de que se había pasado veinte años destilando su obra casi en secreto, impasible a las modas y las discusiones que empezaban a calentar los ánimos. Lo novedoso en su forma de escribir era que simplemente “sonaba a poesía”.
Por lo demás, oscilaba entre el verso libre y una pauta métrica bien nítida, y empleaba (esto era, sin duda, lo que más llamaba la atención) toda clase de rimas y paronomasias, exentas de los habituales guiños paródicos. En lo personal, me sorprendió la cantidad de versos que se ponían cómodamente a tiro de mi memoria, por lo general –como ya dije– bastante nula a todo ejercicio de retentiva. Como si hubieran madurado o preexistido en napas de agua subterráneas, mucho antes de llegar a la página impresa, aquellos versos aceptaban el papel sólo como un estadio de transición, una fase secundaria en su ciclo natural, que continuaría y se transformaría más allá de las sedimentaciones provisorias en su devenir-libro. Y cuando digo que “sonaba a poesía”, apunto tan sólo a señalar que sus imágenes se materializaban ante todo en el oído, ya que se sostenían en una cadencia reconocible a simple vista, una gramática acústica que cualquier persona con un grado mínimo de escolarización, podía llegar a percibir como poesía o música hecha con palabras. Y ello se debía, entre otras cosas, al rescate de la rima.
Acaso con excesiva simplificación, W. B. Yeats afirmaba que una persona humilde, cuando lee una historia, cualquier tipo historia, lo que espera en el fondo es que le relaten el clásico cuento de la abuela. Algo parecido podría decirse respecto de un poema, la gente común espera siempre, de un modo u otro, que contenga rimas, espera el sonidito, el sonsonete o lo que sea. En el plano de la narrativa, este patrón popular, en la actualidad, puede haber variado ligeramente, puede que esa persona aguarde que le cuenten una crónica policial, un relato pornográfico o uno de vampiros, pero si se trata de un poema, todavía hoy seguirá esperando que rime, que produzca alguna clase de sonido o tenga algún “cantito”. Esto no es tanto una prueba de lo desfasada que ha quedado la lírica moderna respecto de los paradigmas tradicionales –o viceversa–, como un testimonio de que ningún placebo retórico, en el pasado o en el presente, ha conseguido substituir la eficacia que tiene una buena rima.
“Volverán las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar/ y otra vez con el ala a sus cristales/ jugando llamarán…”, la poesía moderna, con todas sus variantes espectaculares y agónicas, en el fondo, quizás no sea más que esto, pero ¿cómo explicárselo a los críticos, y sobre todo a los poetas? En realidad, lo que la gente común espera no es tanto la rima como ciertas pautas rítmicas que acompañen el significado de las palabras; espera una gradación, un canon –si cabe llamarlo así–. Huelga decir que las volubles estructuras del verso libre, a grandes rasgos, no cumplen en absoluto con estas expectativas. Y en buena parte, la gente común tiene razón al no entender la “atonalidad” de la poesía moderna; los textos que recordamos, los que han pasado a formar parte de nuestro imaginario y nuestra sensibilidad, son aquellos que nos subyugaron con algún tipo de cadencia implícita, que por algún motivo nos sigue resonando, cercana y verosímil. Pienso que tal vez esa sea la brecha que separa a César Vallejo de Pablo Neruda, por mencionar dos autores fundamentales en la construcción de la modernidad hispanoamericana. Aun con todo lo abrupta que es su sintaxis, puedo recordar unos cuantos versos de Trilce, incluso he llegado a memorizar algún texto entero; en cambio, no podría recordar una sola línea de Residencia en la tierra, por más que lo intentara y por más que haya sido una lectura impactante en mi juventud.
Más allá de las connotaciones morales o eclesiásticas que puede acarrear el término, para mí “canon” es sinónimo de canto y polifonía, remite a la dimensión órfica de la música, al misterio de la voz humana y su anhelo supremo: la unicidad. En poesía, yo llamaría canon a ese tipo de resonancia que emerge desde las canteras inconscientes de la lengua, a ese relumbrón de palabras que se nos impone y nos domina antes de que podamos medirlo, antes incluso de que cristalice en imagen o en símbolo. Es la fuerza encantatoria que trasuntan algunos tópicos clásicos, pero es también la forma que adopta cualquier frase que nos emociona o deslumbra, no tanto por el sentido como por el modo de enunciación, que nos impulsa a repetir y a continuar el paso. “La Andrómeda del Tiempo, impar en la belleza y el agravio”, no sé muy bien qué significa este verso de Alberto Girri, no sé si podría afirmar con rigor que se trata de un verso, pero a pesar de su longitud y de su oscuridad conceptual, yo reparo ante todo en su erizada cadencia, que reverbera en mi mente con el fuste de un tópico, la extrañeza de un dictamen esotérico. Pienso que en la memoria de todo poeta, en el backup sentimental de todo lector de poesía, discurren libremente estas líneas sueltas, este semillero de acuñaciones sonoras –voluntarias e involuntarias– que a veces pueden llegar a fijarse, mediante el uso y la pericia técnica, en un canon objetivo o en una fórmula admitida por la tradición.
Desbrozar el vasto campo teórico que sugiere el concepto de tradición o canon en el horizonte de la literatura moderna, podría conducirnos a digresiones mayores. Además, en el ámbito hispanoamericano, la dificultad quizás estribe en hallar una obra, posterior a la de Rubén Darío, que funcione como un paradigma consensuado en ambas márgenes del Atlántico. A diferencia de lo que ocurrió con la poesía angloamericana, no tuvimos un autor que ejerciese un magisterio universal sobre la lengua, como lo hicieron Pound y Eliot a comienzos del siglo XX. A lo sumo encontramos algunos referentes locales, que raras veces logran saltar las empalizadas vernáculas. En la poesía argentina, los críticos han dudado mucho a la hora de establecer un patriarca indiscutido de la vanguardia; para unos debería ser Oliverio Girondo, para otros Borges, algunos mencionan a Juan L. Ortiz o Alfonsina Storni, pero son contados con los dedos de la mano los que hablan de Ricardo E. Molinari. La poesía de Padeletti abreva en la lírica pura de Molinari, pasada por el tamiz experimental de Edith Sitwell.
Quizás sería más correcto hablar de lo que T. S. Eliot llama “imaginación auditiva”, vale decir: un tipo de sensibilidad encaminada al pensamiento y al ritmo, “que confiere vigor a cada palabra, que se hunde en lo más primitivo y olvidado, disolviendo la mentalidad antigua en la mentalidad moderna”. Creo no equivocarme ni simplificar demasiado las cosas si digo que en la poesía producida en Argentina, al menos en buena parte de ella, hacia fines de los años ochenta, hubo un empobrecimiento generalizado e intencional de la imaginación auditiva, un desapego absoluto de las sonoridades tradicionales del poema. En todo caso, se empezó a trabajar con un oído más bien empastado y puesto en el grotesco, en el trash y en la neutralidad de la prosa —el barroquismo acromático de John Ashbery como máxima exaltación—. No es un juicio de valor, no podría serlo de ninguna manera puesto que yo mismo hice mi lúdica contribución a la orquesta con unos poemas de corte neoclásico o decadente, que en su momento, cuando se publicaron en una revista, me valieron el mote (a mucha honra) de “Píndaro lo-fi”; pequeños himnos paganos, totalmente robotizados por el oído de la época, que divirtieron por un rato a dos o tres amigos de Apolo. El hombre que ha sido educado en una escuela artificiosa –señalaba Wallace Stevens– “se vuelve furiosamente realista. El mallarmeano se convierte en literato proletario”. Baja fidelidad, era todo lo que las Musas nos pedían.
Desde el principio, desde la aparición de Poemas 60/80, el ya legendario “libro de tapas blancas”, a Hugo Padeletti –que dio a conocer su obra tardíamente, a los sesenta y un años de edad– se lo consideró un maestro, pese a que su poesía, ostensiblemente culta, refinada y musical, iba a contrapelo del criterio que predominaba en aquel momento. ¿Pero se lo leyó realmente o sólo se lo podó en función de las necesidades y los gustos de la época? Sin duda, se insistió hasta el cansancio en lo más obvio, se remarcaron sus filiaciones vitales con las filosofías del Oriente y con el arte zen; se habló de Carl Jung, del yoga, el Ying y el Yang, el haikai, etc., pero se descartó lo que sobraba o incomodaba, se prescindió del talante esencial de su escritura, apuntalado sobre todo en elementos prosódicos heredados de la tradición lírica, elementos tan perceptibles, tan difíciles de disimular como la rima y el verso aliterativo.
¿Qué lugar ocupaba la rima en la imaginación acústica de mil novecientos ochenta y nueve, y en la tradición de la poesía moderna escrita en español? Yo me atrevería a afirmar, grosso modo, que hasta la aparición de Poemas 60/80, la rima –pura y dura– era un recurso estilístico olvidado en el baúl de la abuela, que nadie se arriesgaba a emplear abiertamente, sin el disfraz de la asonancia o sin el amparo de una broma. El modernismo no había hecho mucho más que exhibirla como un animal exótico, de modo que seguía durmiendo allí su sueño eterno, sepultada bajo la imponente fragosidad de oro del barroco. Padeletti se puso a hurgar entre las reliquias, exonerando a la rima de la cárcel culterana y de todas sus servidumbres métricas, para devolverle esa naturalidad con la cual fluía en los cancioneros medievales, antes de que se convirtiese definitivamente en criada de la Retórica. En poesía, el tamaño y la decoración cuentan tan poco como en la cama. ¿Cuánto valen los diez mil hexámetros de la Eneida comparados con un fragmento de Safo? ¿Qué pueden todas las proezas sintácticas de Góngora contra la sencilla excelencia de las cantigas galaico-portuguesas? En una época fuertemente prosaica, que se recreaba en sonoridades enrarecidas o desangeladas, Padeletti nos recordó que en ocasiones, basta sólo con sacarle brillo a la vieja rima para que un poema libere el antiguo potencial mítico que subyace en su articulación.
Chesterton escribió alguna vez que rimar es un ejercicio asequible a la mayoría de las personas, cualquiera puede hacerlo, como nadar o correr, pero sólo unos pocos consiguen hacerlo muy bien. Indudablemente, la rima exige un gran dominio técnico, ya que debido a su poder de cohesión y su seducción, puede hacer que un poema suene perfecto o puede arruinarlo para siempre. Padeletti trabaja las homofonías –así como toda clase de paralelismos fonéticos– con tal desenvoltura que casi no se advierte el artificio (y no se advierte porque no intenta disimularlo); su modelo no pareciera provenir exclusivamente del idioma español, donde la rima siempre nos suena algo pesada y pobre, sino también de la lengua inglesa, donde es un recurso que ha sido empleado, históricamente, con mayores libertades estéticas, en acertada convivencia con la aliteración y con estructuras métricas mucho más volubles que las nuestras. Hay que reconocer con Pound que el estándar renacentista terminó atrofiando el gusto por la lírica, al menos terminó por asfixiar a la rima en una pauta puramente desinencial, condenándola a cumplir con las labores de bordado en la artesanía del verso. Para comprobarlo, basta echarle una mirada, por ejemplo, a los sonetos de Garcilaso: la abrumadora cantidad de sonidos estacionarios, de monótonos “ados” e “idos” que saturan los finales de línea, testimonian que el recurso no ocupaba un rol muy protagónico, o que en todo caso tenía sólo una función secundaria, la de acompañar el movimiento armónico del endecasílabo. En cambio, en la lírica provenzal, cabe suponer que la rima y la aliteración funcionaban como instrumentos más destacados, capaces por sí mismos de crear nuevas sonoridades y de introducir variantes rítmicas, así como de producir fortuitas acuñaciones sintagmáticas, que actuaban como una regla de construcción inherente al verso. En la poesía actual escrita en nuestra lengua, Padeletti es de los pocos que detentan el secreto de este arte que consiste en hacer que el poema se refracte en el antiguo espejo de la canción, consiguiendo que el sonido de una palabra se engarce y metamorfosee en el otro, para forjar maravillosas aleaciones de significado, totalmente persuasivas y únicas.
Pocas cosas
y sentido común
y la jarra de loza, grácil,
con el ramo
resplandeciente.
La difícil
extracción del sentido
es simple:
el acto claro
en el momento claro
y pocas cosas—
verde
sobre blanco.
Este breve poema es un auténtico prisma sonoro en miniatura, además de una lección de austeridad. Si nos detenemos a analizarlo, notamos que sobre el primer sintagma, “pocas cosas” –que contiene, aparte de la aliteración, una asonancia en “o-a”– van germinando y esparciéndose las demás gradaciones vocálicas y los acentos, con pinceladas que parecerían aleatorias en principio, pero que en verdad se ajustan con absoluta precisión a las imágenes y al concepto. Hay una sola consonancia (“cosas/loza”) que no es pura, pero que funciona como si lo fuese a nivel de la equivalencia semántica, ya que el primer sustantivo, abstracto, queda como lacrado por la rudimentaria materialidad que propone el segundo. Hay también paralelismos fonéticos que solapan un significante con el otro, quizás no tanto auditivamente como a través del ojo y por el contraste de vocales abiertas y cerradas, como ocurre en “grácil/difícil”, donde se esconde entre líneas una rima perfecta: “grácil/fácil”, por lo demás sugerida en la sinonimia que “fácil” establece con “simple” y “claro” en los versos siguientes. En conjunto, el texto podría funcionar a la vez como un bodegón pictórico y un Ars poetica; de hecho, las palabras adquieren una notable resolución plástica, sostenidas como lo están en un mínimo bastidor discursivo, que aproxima el poema al género aforístico, a un tiempo que lo desvía de la elocuencia musical del verso, en un sentido estricto.
Cuando se afirma de un verso que es o suena “musical”, no es porque se reconozca de suyo eufónico, sino porque todo su andamiaje enunciativo nos hace participar de una idea y una imagen muy precisas, nos inclina a considerar el poema en concreto en la escala de atención más adecuada. Lo mismo podría decirse de la rima, su valor no está en el ingenio o en el brillo de los significantes, sino en la exactitud con que hace que una materia tan aleatoria y huidiza –como lo es la materia sonora– se nos revele en los términos de un orden significativo, necesario, pregnante… Pregnancia, prégnance. He aquí un giro exótico, tamizado por el francés, que proviene del campo de la Gestalt y que suele utilizarse en las artes visuales para explicar el modo en el cual pensamos la forma, o mejor dicho: el modo en el cual la forma se piensa en nosotros, se perfila en nuestra mente, se pregna o se impregna de una historia, de una mirada y de una voz en particular, al margen de toda configuración objetivable. Lo que llamamos rima, en definitiva, no vendría a ser sino un caso específico, la prueba más conspicua de esa rara pregnancia entre las palabras y las cosas, de esa impregnación esencial del sonido y el sentido que trata de recoger la escucha del poeta. Yo creo que sin esta impregnación, sin esta imposición de tímpanos, sin este modesto estado de resonancia no podría entrar nada auténtico en el poema, porque si a algo debería remitirnos la poesía es precisamente a esto, a un lenguaje cargado de su máxima pregnancia.
No obstante, ni la rima ni la métrica por sí solas bastan para que el poema alcance esa secreta pregnancia a la que me refiero, esa mágica y natural cohesión de todos sus materiales que apenas resulta –o debería resultar– perceptible para quien se apuntala en ella. Es más, en algunos casos, en manos inexpertas, dichos recursos suelen cargar un lastre innecesario, ya que una rima desafinada o un endecasílabo chanflón no pueden disimularse con ningún otro maquillaje de estilo. Tampoco la praxis del verso libre, por sí misma, es garantía de nada. Lo realmente complejo no es el dominio pleno de este o aquel instrumento, sino el hecho de descubrir una línea melódica y un tono que se amolden a la voz de uno y al fluir del propio discurso. Entonces, cuando esas piezas encajan, poco importa –en mi experiencia, al menos– si se trata de versos regulares o irregulares, de estructuras cerradas o abiertas. Lo que importa es que las palabras expresen, en el terreno de lo imaginario, el orden justo que se proyecta en la cadencia de la línea. Y en la actividad poética, muchas veces se trata sólo de justificar esta línea caída del cielo, el destello lejano de una melodía que recordamos imperfectamente, y que por eso mismo hemos de deletrear como niños o como pequeños dioses, en la total y anónima oscuridad de la conciencia.
Sin duda, en el proceso de toda escritura, en el viaje sigiloso hacia esa esquiva línea melódica, existe un vaivén constante entre la ejecución mecánica y la audición crítica que hace que el oído del poeta serpentee, aleatoriamente, entre patrones rítmicos más estandarizados y entre otros que no lo estarían tanto, aproximándose y alejándose de ese propio espectro acústico, tanteando esa impregnación, esa casi intimación de una palabra o de una imagen, como un sordo que se mueve en la neblina de los murmullos cotidianos. Las preceptivas métricas podrán informarnos acerca de la posible morfología exterior de esa línea, pero nada podrán decirnos acerca de su nervio interno, su verdadera respiración o su aura. A partir de allí, luego de que ese surco primigenio ha sido abierto, se trataría de emprender una difusa excursión a tierras desconocidas; porque a partir de allí, a partir del hallazgo de esto que también podríamos llamar “punto de cadencia”, empieza el verdadero baile, así como empiezan a intervenir –según las reflexiones fundamentales del poeta irlandés Seamus Heaney– los genuinos conocimientos técnicos con los que nos desafía cada poema. Y dichos conocimientos, que nunca nadie ha podido sintetizar en ningún vademécum retórico, no sólo involucran –escribe Heaney– “el modo en que el poeta trabaja las palabras, su dominio de la métrica, del ritmo y de la textura verbal, sino también una definición de su actitud hacia la vida, una definición de su realidad; implican el descubrimiento de modos de salirse de sus límites cognitivos para adentrarse en lo inarticulado.” El poeta, como se ha dicho ya muchas veces, no tiene ningún saber de reserva, aunque su materia le demande un conocimiento directo y preciso, que se conquista a través de un largo estudio de sí mismo, en el continuo interrogarse sobre sí mismo.
El orden justo que la melodía más simple puede suscitar es el orden natural que intuimos se refleja en todas las cosas. Sería vano y presuntuoso de nuestra parte querer alterar ese orden poniéndole un precario bagaje cultural o técnico al frente, añadiéndole algún adorno de dudoso buen gusto, alguna idea o fórmula de discutible legitimidad. Como afirmaba María Zambrano, “no hay poesía mientras algo no queda en las entrañas dibujado.” El poeta no desea sino articular ese orden natural y entrañable, con un arte translúcido, callado, dejando la menor huella posible en el poema. A propósito de esto último, me gustaría traer a colación un poema de Ricardo H. Herrera que pertenece a Imágenes del silencio cotidiano (1999). Se trata de un soneto escrito en pareados –una disposición poco habitual dentro del género– que se desplazan suavemente sobre el ligero suspenso de las encabalgaduras; las frases –con sus variantes tonales– se van encadenando en torno a ese efecto de ritornelo generado por la duplicación de las rimas, como si intentaran envolver el familiar y recurrente canto del pájaro que se evoca al comienzo. Transcribo el texto:
Amanece. Se escucha al benteveo
llamar entre la niebla. Su deseo
se ahonda en la memoria hasta el olvido.
La opacidad desnuda y el sonido
se van mezclando con la luz naciente.
Y largamente, apasionadamente,
límpido insiste; inmóvil, sobre un leño.
La casa está callada como un sueño.
Una calle con plátanos regresa
a avivar en la mente su promesa.
El silencio se funde al infinito
y el silbido amarillo, el frágil mito
de improvisada música, arde, mana,
en el bosque de oscura sangre humana.
La primera virtud de un buen soneto debería consistir en hacernos olvidar que estamos leyendo un soneto. Pero esto no siempre resulta tarea fácil, dado lo notorio del patrón, y dada la notable cantidad de malos sonetos que se han escrito. Con este pequeño formato tan trajinado ocurre algo análogo a lo que ocurre con la rima, parece estar siempre a tiro de cualquier bobo que quiera dejarse guiar por sus tres reglas básicas; parece que con él se podría ir a todas partes, parece muy fácil de manejar, como una patineta o un ciclomotor, y sin embargo, no lo es. En realidad, cuando alguien se enfrenta a la ejecución de un pattern fijo, lo que enfrenta en primer plano no es tanto un problema de carácter técnico o estético, sino más bien un problema de carácter ontológico; no es estrictamente la situación –de por sí ya bastante penosa– de que el oído interno deba adaptarse a un molde que condiciona la imaginación, sino el hecho más complejo de que nuestra conciencia extrema del lenguaje nos revela una y otra vez las limitaciones del modelo (y las propias limitaciones frente al modelo); nos revela ángulos que desbordan el modelo por todas partes, ángulos que sólo pueden mostrarse a contraluz de nuestra experiencia de la modernidad; esto es: nos revela el abismo que se abre entre el sonido y el sentido, el terrible fantasma de la disgregación, y en consecuencia, el barranco abrupto en el que se sostiene todo el andamiaje del poema. Así como el prosista más experto debe lidiar cuerpo a cuerpo con el solecismo instintivo de la lengua, el sonetista debe hacerlo contra la dispersión del sonido, la inanidad del sonido; debe sujetar una batuta en una mano y un látigo en la otra para no derrumbarse en ese barranco absurdo al llegar al final de un verso, cuando está obligado a elegir (muchas veces, en frío) entre una palabra y otra, por imperativo del metrónomo o de la rima. Luego, también sucede que una forma cerrada –cualquier forma, desde el más simple soneto hasta la silva más laboriosa– debe albergar márgenes, huecos, conductos fortuitos por donde pueda ventilarse la mente; debe permitir, en una palabra, la suficiente libertad para que uno se pueda mover dentro y fuera de ella, aunque esa libertad haya que ganársela en base a numerosos tropiezos y decepciones. La forma, entonces, sea cual sea, debe dejar atrás el estándar, debe abrirse en algún punto para que el poeta pueda descubrir, en ese conflicto esencial entre el sonido y el sentido, entre el lenguaje y la realidad, su propia cadencia; para que pueda dar cabida a la impregnación, o a “el frágil mito de improvisada música”–como lo dice más bellamente el soneto de Herrera.
Ahora bien, ¿de qué modo habría que interpretar este enunciado en el cual confluyen –a mi juicio– las demás vetas de significación del poema? Yo diría que los vocablos “mito” y “música” suenan aquí definitivos, epifánicos, ya que uno está dispuesto a admitir de buena gana, como lo sugiere este verso y todo el conjunto que lo sostiene, que la música cifrada en el canto de un pájaro encarne el mito por excelencia de la forma, el mito de la poesía sin más. Luego, otra pregunta, desde el punto de vista hermenéutico, ¿bajo qué coordenadas deberían leerse estas catorce líneas, que se publicaron en libro hacia finales de la díscola década de los noventa, y que han sido producidas –si no me equivoco– según las normas más estrictas de la versificación clásica en castellano? En todo caso, ¿cómo debería abordarlas un lector del siglo XX, formado en la tradición de las vanguardias, en la imprevisibilidad y en la versatilidad del verso libre, con todo el horizonte histórico, espiritual y empírico que ello supone? En honor a la verdad, hay que decir nunca se ha formulado una teoría satisfactoria sobre del verso libre, como tampoco nunca se ha formulado una sobre el verso medido, ya que el cálculo liliputiense de sílabas y acentos –convengamos– no satisface, en absoluto, los requisitos de una teoría. Por mi parte, habiendo tantos grandes poemas escritos sólo con una aproximación intuitiva a las fuentes, no veo ningún argumento justificable para que dichas teorías tengan que ser expuestas alguna vez, ni mucho menos imagino el beneficio que podrían procurarle al trabajo sonámbulo de la poesía. Del mismo modo, debo admitir que tampoco advierto, en lo que respecta a la mente moderna –o posmoderna o retromoderna– una distancia tan inconmensurable entre las primeras exploraciones del endecasílabo, hace poco más de medio siglo, y el último poema en verso libre (o en lo que fuese) que pude haber leído esta mañana. Exactitud en la observación, el objeto tallado en la piedra viva, jerarquía en las ideas y verdad en el sentimiento, adherencia espontánea entre la figura y el tema, rigor y plasticidad en el empleo de los términos… ¿no son, acaso, estas mínimas –aunque arduas– preceptivas las que han guiado, desde siempre, a todo poeta? En buena medida, lo que entendemos por “poesía occidental” es una acotación a la lírica latina, que a su vez es una acotación a la lírica griega. Y el sendero que lleva de la una a la otra, el complejo proceso histórico que contrasta la mentalidad griega con la romana, es la distancia que va de Safo a Catulo, estos es: la distancia que va de la música a la prosodia, la que separa los ecos prístinos de la canción y la voz abuhardillada en el intelecto. En relación a la lírica, no se ha ido más lejos, ni parece que haga falta ir más lejos. El paso introspectivo de la melodía a la letra, ¿no es este, también, con algunos matices, prácticamente el mismo camino que ha transitado el discurso poético en la modernidad? Y esto es –me parece– a lo que Herrera se refiere, en parte, con su “frágil mito de improvisada música.”
Si existe un formato mítico, un espejo melódico por excelencia, ese es el soneto petrarquista. En él parece que pudiera caber todo, lo decible y lo indecible de la experiencia poética; su silueta parece haber sido trazada por un compás áureo, parece haber sido cortada exactamente a la medida de algún primitivo arquetipo nemotécnico. Y el embrujo de este pequeño dispositivo –que bien podría haberlo inventado Leonardo da Vinci– no se desprende tanto de su geometría clásica o de sus combinaciones numéricas, como de su composición atómica, su estructura cristalina. Es sabido que muchas sustancias pueden cuajar en estructuras cristalinas diferentes, según las concurrencias ambientales en el momento de la formación del cristal; así por ejemplo el carbono puede cristalizar en diamante o en grafito, o puede también cuajar en algo amorfo como el negro de humo, es decir: el hollín –que contiene, a nivel microscópico, partículas de diamante y grafito–. Sin duda, quien advirtió mejor que nadie todas estas mudanzas químicas ocultas en el soneto, fue Mallarmé, en cuyo célebre Don du poème podemos vislumbrar cómo el verso pasa del diamante al grafito y al negro de humo, en elásticas rimas pareadas que –se diría– van plasmando los distintos enlaces covalentes de la forma-soneto, o más bien de la sustancia-soneto. Recordemos el texto, en versión de Alfonso Reyes:
¡Te traigo la criatura de una noche idumea!
Negra, sangrienta, pálida, implume, aunque aletea,
por el vidrio que al fuego de aromas y oro ardía,
por las ventanas gélidas ¡ay! torvas todavía,
el alba salta sobre la lámpara seráfica,
¡palmas! Y al revelar esta reliquia trágica
al padre que ensayaba una sonrisa fría,
la soledad estéril y azul se estremecía.
¡Oh, nodriza con tu criatura, y la inocencia
de vuestros pies helados! La hórrida presencia
acoge, y remedando con la voz viola y clave
¿oprimirás con dedo marchito el seno suave
donde fluye la hembra en albor sibilino
para labios hambrientos de aire y de azul divino? [1]
A la luz quebrada de esta “lámpara seráfica”, creo que es posible acercarse más profundamente a la apuesta estética que efectúa Ricardo Herrera en el soneto antes citado, y en los restantes veintitrés que componen el breve cancionero de Imágenes del silencio cotidiano, escritos todos con el mismo esquema de rimas y metro. Como salta enseguida a la vista, la distribución de los versos es similar en ambos autores; al menos, en primera instancia, se observa una propensión en común a ceñir los cuatro tiempos estróficos a un solo movimiento encadenado, así como a transferir la fuerza resolutiva, propia del dístico –que solía estar reservada en la tradición para marcar el fade out de la voz– hacia todo el engranaje interno del poema. Esta mínima divergencia del canon, esta casi invisible omisión de la cruz, por más extraño que parezca, cambia por completo el enfoque acústico de la cosa, haciendo que se desvíe ligeramente de su equilibrio armónico y que se ponga a oscilar en una frecuencia rítmica más libre; cambia de alguna manera el estatus marmóreo del soneto, rompe con su progresión geométrica, desahogándolo de ese efecto-pianola, ese efecto como de monodia mecánica que suele cargar su matriz para el oído contemporáneo. En el caso de Mallarmé –y esto obviamente se verá más claro en el original–, el dibujo consecutivo de las rimas (AABBCC…) genera una densidad fonética que repercute de lleno en todo el texto, de manera tal que cada sílaba, cada palabra suena melismática, cada frase destila un timbre inconfundible, metálico, flotante como el sonido de un xilófono; como ese brusco y extraordinario “¡palmas!” (palmes!) al comienzo de la sexta línea, una imprevista cesura que se clava en medio de la nada, que se abraza en espejo a “lámpara” (lampe) y que pone de pronto en abismo el trillado horizonte melódico que supone toda versificación regular, con sus compases, sus pausas y hemistiquios obligados. Por esa ventana furtiva, por ese pequeño agujero negro, me atrevería a decir que Mallarmé hizo entrar definitivamente el soneto en la modernidad, transformando su mecanismo clásico –rectilíneo y descendente– en una espiral sonora y fragmentaria que se podría volver a transitar en una escala menos previsible. Entiendo que también Herrera recorre en sus sonetos esta espiral rota y sinuosa, en una dirección quizás totalmente opuesta a la que trazara Mallarmé, pero el camino es el mismo y la forma no deja de ser una espiral, un círculo cuyo centro ya no nos resulta tan homogéneo ni tan obvio. Sin embargo, no será con el oscuro alambique del maestro de Valvins con el cual habrá que justipreciar los sonetos de Imágenes del silencio cotidiano, sino con el decantador –más modesto y próximo– de Enrique Banchs y de Carlos Mastronardi, a quienes Herrera ha consagrado algunas de sus páginas ensayísticas más interesantes.
Uno suele dar por descontado que todo poeta mantiene un vínculo espontáneo –implícito o explícito– con la tradición. ¿De qué otra manera, sino, podría distinguir qué es cliché y qué no lo es? Dado que toda la poesía que conocemos pasa inevitablemente por la repetición y la variación, por la opacidad o el brillo que se desprende de algún viejo tópico o cliché. No obstante, desde la irrupción de las vanguardias –o más bien desde una lectura muy sesgada y superficial de las vanguardias–, nos hemos habituado a imaginar la palabra poética como un descubrimiento adánico y fortuito, y al poeta como el último morador de una tribu virgen e indómita. Lo cual es, a todas luces, un cliché. En cualquier caso, la forma –sea cual sea su medio de referencia– es siempre una hipótesis, y en tanto tal debe ponerse a prueba en el poema. Y para ello tenemos las impresiones acuñadas en la memoria del cliché. Por eso, la poesía, como afirmaba Montale, es un arte endiabladamente semántico; su música –que se sostiene en las convenciones del lenguaje y la gramática– nunca puede renunciar al sentido ni a la memoria. Esto, quizás, sea su condena y su lastre, pero es también su carácter esencial.
- Je t’apporte l’enfant d’une nuit d’Idumée !
Noire, à l’aile saignante et pâle, déplumée,
Par le verre brûlé d’aromates et d’or,
Par les carreaux glacés, hélas ! mornes encor
L’aurore se jeta sur la lampe angélique,
Palmes ! et quand elle a montré cette relique
A ce père essayant un sourire ennemi,
La solitude bleue et stérile a frémi.
Ô la berceuse, avec ta fille et l’innocence
De vos pieds froids, accueille une horrible naissance
Et ta voix rappelant viole et clavecin,
Avec le doigt fané presseras-tu le sein
Par qui coule en blancheur sibylline la femme
Pour des lèvres que l’air du vierge azur affame ?>>