El inconsciente y la forma – Del maravillarse
El inconsciente y la forma – Del maravillarse[1]
Pierre Jean Jouve
El inconsciente y la forma
El hombre de nuestro tiempo está ante un cruce de caminos. Se ve frente al principio de un hallazgo, frente a sus misterios, sus tesoros, y comienza a caminar bajo la bóveda de sus peligros. Descubre un lenguaje para nombrar las cosas de nuevas proporciones. Puede considerar, como nunca antes jamás había podido hacerlo, el problema de la alimentación de su arte.
Todos los movimientos de lo que llamamos arte moderno están dominados por la búsqueda de forma. ¿Y qué es la forma? El inconsciente, ese desconocido (para hablar de él debemos recurrir al pronombre indeterminado: eso) es una materia enorme, inasible, incierta, impersonal, indiferente al tiempo, verdaderamente informe. ¿Cómo asociarlo a la idea de forma? Y sin embargo el inconsciente es el gran generador de formas. ¿Y cómo la materia inconsciente, mejor abordada por nosotros, podría ayudar nuevamente al arsenal de las formas?
Debemos comenzar por la cuestión del problema de la forma. Dejando de lado los conceptos corrientes (forma clásica, forma pura, forma gratuita, etc.), debemos despejar eso que queremos limitar y definir. En el terreno del inconsciente sólo hay un límite: la muerte; por lo tanto, el interés por la forma está necesariamente ligado a la muerte. El inconsciente juega con la muerte. Su visión de la muerte no es tanto una imagen cadavérica como una imagen del sentido del límite. Es por la especulación sobre la muerte que el espíritu de deseo infinito se acota, se siente a sí mismo, se separa de sí mismo y de su propio oleaje y comienza a pertenecer a un ser particular, a una persona, comienza a depender de un sujeto antes de poder dirigirse a un objeto. No es raro que furtivamente encontremos placer en “morir”, en nuestro regocijo de tener que acabar, y en ello cumplimentar cualquier cosa de nuestra vida, alcanzar su forma. Al respecto, el artista es aquel que acaricia los mejores de tales pensamientos, que piensa activamente en la muerte y sabe utilizarla, al contrario que la mayoría de los hombres. El artista es aquel que sabe darle valor a su muerte.
El proceso original de la forma cambia totalmente al pasar por los canales de la representación consciente. La lógica quiere usos pragmáticos, y el bienestar. La forma será entonces la condensación feliz de la vida, la concentración en el fragmento de una vida en la que es posible gozar más. Sin embargo la belleza de la forma, la belleza ligada a la forma o al vínculo de formas, da al amor una duración solemne, un ritual que apunta a la duración infinita, a la eternidad. Este gozo de eternidad inconmovible sirve de reparación al proceso original.
La forma artística ha recorrido todos los circuitos, ha atravesado todos los procedimientos y estilos, siempre velándonos su nacimiento. Ahora que, nuevos buceadores de perlas, intentamos sondar la oscura región de nuestros instintos, un cierto reconocimiento de los circuitos velados es posible. La muerte, como el erotismo, estarán muy evidentemente presentes. Pero la forma será lo necesario. Todo automatismo deberá ser rechazado (el azar, diría Mallarmé) dado que la vía inconsciente la produce fácilmente.
Vengo de encontrar una remarcable ilustración de estos principios en la opera Wozzeck, de Alban Berg. En la obra es manifiesta la acumulación de formas, una verdadera pirámide. Es una invención formal tiránica y constante, situada al borde del inconsciente dramático, y en ella las formas complejas se encuentran con las elementales, se pierden y en ellas devienen invisibles. Queda entonces librado a nuestro inconsciente el notarlas y responderles, de absorber esas formas y traducirlas en emociones, lo que sucede acabadamente en la escena del teatro. El círculo se cierra sobre sí mismo, bajo el alto patronazgo de la muerte.
El diablo, sin lugar a dudas, quiere que el hombre, desde el momento en que se acerca a su meta, invente también unos enérgicos poderes que lo dejarán atrás. Las intromisiones de la mecánica y la técnica llegan a producirse en el arte; para suprimir el sentido de nuestro profundo juego, deben arrasar con la forma –con la idea misma de la forma. El cine, la pintura abstracta y la música concreta no tienen ninguna relación con la obra de arte –ni emoción, ya que no hay forma, ni forma ya que un mecanismo extranjero remplaza estúpidamente la fuerza trágica del límite que el hombre escucha en sí.
Del maravillarse
Me sucede muchas veces ver delante de mí el caos del mundo presente, acompañado del pánico público –o de su apatía– y al mismo tiempo ver la maldad excepcional de las inteligencias; y de ver todo eso como quien ve abatirse una tormenta sobre el mar. En esos momentos me pregunto si el pánico del mundo prefigura un final apocalíptico del que tenemos una oscura conciencia, o si se trata simplemente de la necesidad del mundo de adaptarse a un cambio de escala. No tengo respuesta, si no es a un nivel completamente distinto. El poeta conoce una permanencia, la de la emoción positiva, la del maravillarse. Si la pierde, está perdido, como un nadador exhausto que se hunde bajo las olas.
Ahora bien, el maravillarse no es sólo el don de los poetas, y no hay dudas que no hay otra cosa que el maravillarse para salvar la vida del hombre corriente. El maravillarse es la ciencia de la infancia. Todo espectáculo profundo tiene que ver con la maravilla. Los santos y los grandes artistas han vivido en el maravillarse.
Le Fauconnier, uno de mis amigos de la juventud, decía: “Una pintura hermosa provoca un shock como el que provoca un sendero insospechado al costado del camino”. No dudaba nunca de la buena fe del viajero, ni de sus medios de apreciar lo que veía, ni de la validez de su mirada… ¿Qué decir, mi Dios, de aquellos para quienes lo mejor consiste en nunca verse conmovidos? ¿De esos importunos que están por todos lados, que miran todo y devoran todo, que dan vuelta por las exposiciones con sus lentes oscuros? Y sin embargo los museos y bibliotecas, teatros y conciertos, los grandes monumentos, no tienen nada que decirle a su deseo apagado. Y aunque ya no sienten nada, viven bajo el continuo influjo de impresiones artísticas. Y ese es justamente el punto. Porque nada escapa al poder destructor de la repetición. Se dice que los confesores de gran experiencia alertan a los fieles sobre los peligros de la comunión demasiado frecuente.
El arte, al mismo tiempo que tiene por función eternizar, debe en primer lugar resucitar en nosotros un estado de infancia, es decir, debe maravillarnos. El maravillarse es la capacidad de transferir a un objeto, en un aura de felicidad, un estado erótico de alta intensidad, hasta el punto que un objeto imprevisible nos colma con el encanto de su presencia. Paul Valéry lo supo al elegir su título Encantos. El niño se maravilla continuamente por todo, llevado a ello por su narcicismo; distinto es el caso del adulto, que debe sortear más obstáculos para llegar a ese estado, pero que obtiene un maravillarse más secreto, más solemne y significativo, en parte porque ha sido más inusual que el del niño. Para que el arte, después de tantas experiencias acumuladas por el genio, albergue lo que nos maravilla, lo que nos vuelve eternos un instante, es necesario que nuestro contacto con él sea inusual, y producido por nosotros mismos, por eso que nos contiene mejor, por nuestro Daimon.
Escribir, ennegrecer el papel con los signos de una frase, es inquietante, doloroso muchas veces, y sin embargo maravilloso. Yo he sentido muchas veces compasión del hombre que vive sin jamás intentar expresar su vida. Su maravillarse es probablemente difícil porque él quisiera no solo recibir, sino producir. Yo escribo este libro para gente que ni siquiera conoce mi nombre. Y este libro, que contiene tantos exámenes de mí, tantas confesiones, muchas veces coloreadas por la angustia, este libro no puede existir sino porque –en alguna parte– el milagro existe. Y entonces una nueva definición del poeta está a la vista. Es aquel que conoce, o sea que trasciende, y que nombra lo que conoce. Lo que él conoce, y porque lo conoce, sobrepasa continuamente su voluntad, su vanidad, y la voluntad de todo el mundo. De cara a la poesía, todos los hombres se encuentran iguales.
Todas las influencias que me han conducido a través de los tiempos difíciles me han servido para comprender una sola cosa: que yo faltaba al rol principal escrito en mi cabecera si me rendía a su seducción. Era necesario permanecer desnudo, expuesto a los vientos. El cometido era la transformación incesante de la materia personal. Ahora bien esta materia, cuanto más personal, más pertenece todo el mundo. Y ese es el rol del poeta.
Aunque somos falibles, frecuentamos, como yo lo he hecho, a los místicos cristianos o los exploradores del espíritu. Y descubrimos finalmente que todos los apoyos eran inútiles. No hay, una vez y otra vez, más que un único maravillarse que cuenta: el propio, pero comunicable.
Traducción de León Vila
- De En miroir – Journal sans date (1954).>>