Editorial
Ricardo H. Herrera
“Tanto más bello es Racine cuanto más francés es. Y Leopardi cuanto más italiano”. Este escueto apunte de Umberto Saba sobre la consanguinidad que puede llegar a establecerse entre un poeta y su idioma, basta y sobra para advertir lo que significa acercarse a la poesía de Leopardi desde otra cultura y otra lengua, por próximas que éstas se sientan a las suyas. El ponderado retraimiento natural de Leopardi hacia la esencia de su idioma y su región natal tiene consecuencias previsibles para el lector y traductor español o hispanoamericano: equivale a afirmar que cuanto más italiano se revele Leopardi más inasible se hará, más inalcanzable. Esta cualidad esencialmente poética del genio leopardiano (ser intraducible, además de esquivo a la interpretación definitiva) ha sido subrayada indirectamente por Eugenio Montale al referirse a la labor crítica en torno de su poesía: “… nadie escribiría versos si el problema de la poesía fuese hacerse entender. El problema es tornar comprensible ese quid al cual las palabras no llegan por sí solas. Eso no les sucede solamente a los poetas reputados de oscuros. Yo creo que Leopardi se reiría a reventar si pudiese leer lo que de él han escrito sus comentaristas”.
En 1987, al celebrarse el sesquicentenario de la muerte de Leopardi, Mario Luzi publicó un valioso ensayo que incluimos en el presente número, en el cual se encomia la labor crítica que se estaba desarrollando en torno del pensamiento del poeta. Desde una perspectiva opuesta, haciendo hincapié en los valores estrictamente poéticos, Gesualdo Bufalino esbozó una página polémica, que sintetiza de otro modo la cuestión de fondo: “Se impone preguntarse qué queda en pie, a la luz de las más recientes investigaciones críticas, de aquella imagen virginal y condenada, como de una brasa y una luz que se consumen juntas. La respuesta es que providencialmente el misterio permanece (digo misterio en orden a una cualidad de inverosimilitud y de enigma que acompañan infaliblemente el destino de todo lírico supremo) y que el abuso ideológico, el debate inagotable entre las hipótesis progresivas y regresivas, entre la lucha y el rechazo, la asunción de la así llamada filosofía leopardiana como motor móvil de su acción creadora, no alcanzan a explicar nuestro estupor frente a la extraordinaria captación –no solamente en los Cantos, sino también en otras obras de un abandono menos efusivo– de una pena, de una música y de una memoria. No propongo con esto una lectura ‘inefable’, si bien me tentaría hacerla. Quiero más bien no olvidar que se está hablando de un poeta. Y que el milagro en él es justamente el de haber sabido traducir en carne de sílabas pensamientos que son también fábulas y sueños”.
Carne de sílabas… Esta eficaz imagen de Bufalino, creada para aludir al núcleo del arte de la poesía, me estimula a engrosar la selección de opiniones contundentes de escritores italianos de primera categoría con un breve aforismo de Umberto Saba:
LITERATURA ITALIANA Podría quedar, de siglos de aburrimiento, un verso: el más bello, el más inútil, el más melancólico, el más perfecto que jamás se haya escrito:
E chiaro nella valle il fiume appare.
Se trata de un verso del poema “La calma después de la tormenta”, de los Cantos; impecable reedición, por así decirlo, de otro momento cumbre de la lírica leopardiana: Dolce e chiara è la notte e senza vento. Hay una tácita reivindicación de valores poéticos detrás de la elección de Saba: el más clamoroso de ellos es la musicalidad, ya que toda la belleza del verso está dada por su exquisito ritmo yámbico. María de las Nieves Muñiz Muñiz, en su monumental edición española de los Cantos, vierte el verso del siguiente modo: “Y claro el río por el valle emerge”. No voy a juzgar negativamente esta traducción, que tiene el mérito de entregar un endecasílabo sáfico que genera una parecida sensación de apertura; diré solamente que quien escucha hablar a María de las Nieves Muñiz Muñiz en italiano (y lo habla a la perfección) se verá afectado por una sensación similar a la que producen la dos líneas citadas al aproximarse entre sí: no logrará hacer coincidir la imagen de mujer que aparece cuando ella se expresa en italiano con esa otra que se muestra cuando ella habla su español cotidiano; son dos mujeres distintas, en el mismo cuerpo. Por increíble que parezca, la voz cambia la totalidad de la persona, le agrega cualidades y le quita limitaciones, la hace otra. Lo mismo sucede con este verso: la redacción original y la versión dicen casi lo mismo, pero la dulzura que provee la lengua italiana desaparece en la traducción. Obviamente, esto no es un reproche; la musicalidad propia de un idioma es un fenómeno que no puede ser traducido. Por desgracia, en este caso, la musicalidad tiene nombre propio: Giacomo Leopardi, poeta “intraducible”, como afirma Montale sin admitir réplicas. Curiosamente, sin embargo, puede darse el caso de que el lector italiano se vea seducido por la traducción de ese verso al español, por la inesperada aparición de un Leopardi menos tierno, menos vago, menos desgastado por las interpretaciones, más firme, más categórico, más hermético.
De Leopardi y sobre Leopardi hemos publicado muchas páginas en la revista: versiones de tres Cantos (“El infinito”, “La noche del día de fiesta” y “El pájaro solitario”), fragmentos del Zibaldone (acerca de “La aspiración al infinito”) y ensayos sobre temas leopardianos escritos por Giuseppe Ungaretti (“La soledad humana”) y Mario Luzi (“Leopardi en el siglo que le sucede” y “Vicisitud y forma en Leopardi”). Esta vez hemos intentado aproximarnos a su obra desde diferentes ángulos de visión, dándole un lugar de preferencia en todas las secciones de la revista. Lo fundamental, naturalmente, sigue siendo su palabra. De ella hemos elegido ahora un documento de índole privada –“Memorias del primer amor”– y dos de sus Opúsculos morales (u Obritas morales, según reza la traducción de Trinidad Blanco de García, por la que hemos optado): el “Elogio de los pájaros” y el “Cántico del gallo silvestre”. Si bien ambas Obritas están escritas en prosa, su materia, como el mismo Leopardi lo advierte en el segundo de ellos, es “cosa poética”. A propósito de las Operette morali, conviene recordar lo que ha escrito el eminente crítico crociano Mario Fubini: “surgen en un momento de relativa calma, distante de la desesperación y del entusiasmo, del triste recuerdo de un pasado irrevocable y de la agitación de una pasión actual: son siempre –incluso en las [obritas] que pueden parecer más fantásticas y conmovidas, como el Elogio de los pájaros y el Cántico del gallo silvestre– la exposición que un espíritu sereno extrae de los resultados de su meditación, la cual se anima de vida poética por el valor sentimental que esas conclusiones tienen para él, pero que de ningún modo pueden transmutarse en una expresión de sus particulares afectos, ni en una vivaz y desinteresada representación fantástica, en la cual los personajes interesen de por sí, independientemente de los conceptos que son llamados a exponer en su diálogo”.
En las Memorias del primer amor –cuyas dificultades de traducción he afrontado sin dejarme tentar por la posibilidad de reestructurar sus laberínticas frases sin respiros con una sintaxis menos latina, con una puntuación más ágil– Leopardi perfila lo que llegaría a ser el pensamiento dominante de su madurez poética, la tiranía de la pasión amorosa, proféticamente vislumbrada en sus papeles juveniles como la cifra fatal de su destino: “heme aquí, a los diecinueve años y medio, enamorado. Y bien veo que el amor debe ser cosa amarguísima, y que yo lamentablemente (me refiero al amor tierno y sentimental) seré para siempre su esclavo”. En un reciente libro, Pietro Citati ha arriesgado la siguiente conjetura: “Las Memorie del primo amore constituyen el más bello texto analítico de Leopardi y el más bello, quizá, de la literatura italiana”. Lo cierto es que de la angustiante exploración llevada a cabo por Leopardi emerge un autorretrato sombrío que probablemente hubiese asustado a Gertrude Cassi, la poseedora del encanto femenino que puso en marcha el proceso de conocimiento que se despliega en las atormentadas anotaciones de un adolescente genial.