Recuerdos del forastero
(Horacio Zabaljáuregui: América –Bajo la Luna)
La memoria nunca evoca completamente un acontecimiento ni un conjunto de acontecimientos. El recuerdo no permanece inalterable a través del tiempo. Pertenece a un sistema de selección. Como dice Jorge Luis Borges en “Funes el memorioso”, pensar es olvidar diferencias. Al leer ese cuento, comprobamos que sería intolerable pensar y recordar todo lo vivido, pues es necesario discernir algunos hechos a expensas de otros. Sin embargo, los recuerdos y las reminiscencias no se quedan quietos y reaparecen, sorpresivamente, solicitando nuevas significaciones. En América, de Horacio Zabaljáuregui, los fragmentos del recuerdo se arman y rearman, una y otra vez, a la sombra de tres epígrafes de Felisberto Hernández situados al inicio de cada parte del libro. El recuerdo como noción emerge ya en la dedicatoria donde se invoca a los ancestros (“A la memoria de mis padres y de mi abuela Pepa”); lejos de percibirse como una materia congelada, el recuerdo puede reorientarse en función del afecto. La memoria ampararía lo vivido en relación con el presente, como si portara algún mensaje referido a la descendencia. Uno de los fragmentos de los epígrafes señala: “El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra”. La descripción del crematorio con la que se inaugura el poemario y que recupera las figuras de los padres mediante la visión de sus restos, desencadena aquello que permanecía en el fondo como una reminiscencia. Ese episodio inicial reaviva el pasado. Sin idealización alguna, Zabaljáuregui constata la pérdida de todo y la evidente disolución. Aun aquello que resulta más decisivo desde el punto de vista existencial, aun lo más preciado y amoroso, puede convertirse en “despojos de película clase B”. El recuerdo de los padres se transmuta en un olor cadavérico de “repostería barata”. El tema de la muerte planea en América de manera sensorial, mediante indicios tangibles. No sólo aparece el olor ácido de la muerte, sino también el polvo de los huesos, las fotos de los antepasados, los catastros mortuorios y los cementerios. Las transmutaciones pueden ser más de una, y sucederse una tras otra. La fragancia maloliente de los cadáveres restituye el pasado, resignifica el presente y entrevé, vagamente, el futuro.
El título del libro designa un pequeño pueblo de la llanura bonaerense. América está situada a 505 kilómetros de Buenos Aires. La ciudad capital es el lugar al que se trasladarán los padres y el autor, luego de una quiebra comercial. Los poemas narran la experiencia de un adolescente que vuelve cada verano al lugar donde aún viven sus parientes (abuelas, tías, primos). El joven se dispone a vivir una aventura, una suerte de “western” cinematográfico, sucedáneo de las historietas que leía semanalmente en la revista El Tony. El poeta aparece como el “forastero” de ese film imaginario. Ser forastero consiste en venir de otro lado hacia un sitio que no es propio. Sin embargo, este libro narra el regreso al lugar del nacimiento de quien, mediante el discurso poético, lo torna un lugar íntimo, lejos de la distancia y la extranjería. El largo recorrido en tren hasta la estación del pueblo, casi al borde del desierto, es también una suerte de regreso al origen de la vida por parte del poeta.
El fraseo de los poemas es el propio de los relatos: cuentos mínimos o microrelatos narrados en un presente histórico que describen, paso a paso, los avatares infantiles y adolescentes en el espacio de un pueblo: historias de carnaval, siestas tórridas bajo la parra, los juegos en el maizal, los relatos de la abuela Pepa y la iniciación sexual. De pronto, la trama narrativa se interrumpe, y una especie de relámpago concentra la atención: un verso o un conjunto de versos, por más que no digan yo, condensan toda la enunciación poética e iluminan el resto del poema. En esos destellos radica el carácter poético de los textos; esos destellos son, al mismo tiempo, los detalles medulares que percibe una atención flotante gestada en la duermevela. Dos grandes acontecimientos se cifran en estos poemas: el estupor de la vida en su costado más vertiginoso (“Hay belleza y violencia en el verano”) y el dolor de la existencia en relación con el fin. Un poema cuenta el momento de la vuelta a la gran ciudad, cuando la magia acumulada durante toda la estación está a punto de evaporarse y se aproxima el momento del retorno. Una sombra pasajera se vuelve una terrible revelación y deja desolado al adolescente por la inminente partida (“Puedo oler el fin del verano, / y una sombra fugaz/ se cruza en el recuerdo/ y me hiere de lejos”). El fin del verano es, en alguna medida, una figura de la existencia, una sinécdoque que evoca el sentimiento inevitable de la fugacidad.
Horacio Zabaljáuregui, autor de Fondo blanco (1989) y Querella (2006), entre otros poemarios, transmite con este libro una cierta serenidad: la serenidad del que acepta el mundo y las circunstancias que le han tocado, sin queja. La evocación del pasado puede ser una forma de vincularse con los afectos más queridos y también puede convertirse en una proyección: el reconocimiento de que el afecto sobrevive y, en ocasiones, resulta un legado. Desde la más absoluta lejanía temporal, el afecto no cesa. El aprendizaje que supone aceptar el amor de un ser querido, ausente hace ya mucho tiempo, puede transformarse, más que en una herida nostálgica, en una experiencia desde la cual mirar las cosas del mundo. Los poemas de América –instantáneas de una suerte de novela circular– evocan las experiencias del duelo y la sensibilidad amorosa sin ninguna exaltación ni añoranza estentóreas. La sensación de muerte que se experimenta en el primer poema del libro se transfigura en el último. Lo sensorial (un olor de muerte impregnado en la piel) se desliza a un modo de la sensibilidad que se decodifica poéticamente en términos afectivos. América postula que los avatares humanos pueden perdurar a la desintegración del tiempo si es que ha tenido lugar un hecho cierto perteneciente, en este caso, al orden del infinito amor.
Carlos Battilana