Ovidio: «Eco y Narciso» (Metamorfosis III, 318-510)

Prólogo y versión de Alejandro Bekes

Imago

Illic, quidquid ero, semper tua dicar imago.
Propercio, Elegías, I, XIX, 11

Entre el pululante bosque de mitos que puebla, sin centro visible y con apabullante horror vacui, las Metamorfosis de Ovidio, la doble historia trágica de Eco y Narciso alcanza el poder de una evidencia: evidencia ambigua, sin embargo, que no termina de entregar su secreto –como la plena luz no permite explorar la sombra que ella misma proyecta- y que bien pudiera ser una clave: una clave ciertamente recóndita, una cifra que inquieta la fantasía y convoca a la memoria de experiencias antiguas, resonando en la bóveda de los primeros recuerdos. La voz del eco que repite las palabras, la imagen especular que nos remeda inversamente, nos buscaron en edades remotas de nuestra vida para enseñarnos que no estamos solos: que subsiste frente a nosotros un otro yo, un compañero imposible que nos mira o nos oye, que a veces juega con nosotros un pasatiempo algo frívolo, pero inseparable; un ser cuya irrealidad no sabe sino alarmarnos, como si pudiera poner en riesgo la aventura que somos.

Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo,
como un claro de luna en la penumbra.
 

Escribió Enrique Banchs. Borges, en un poema congénere, habla del “ilusorio orbe profundo que urden los espejos” (los dos adjetivos se contrarían sutilmente) y abre la idea de que Dios ha creado los sueños y las formas del espejo

Para que el hombre sienta que es reflejo
Y vanidad. Por eso nos alarman.

Ahora, nuestro material vivir puede acostumbrarse a ser apariencia, pero no nosotros: nos resistimos a la seducción de la fuente, al abismo nulo del espejo que nos asusta mostrándonos lo que los otros ven. Mejor dispuestos estamos a comprender el mito de Eco (de la ninfa de las fuentes, la dolorosa y húmida Eco que recordaron Cervantes y Pierre Menard) [1] porque somos hijos de una civilización que inventó el fonógrafo y toda su descendencia, para permitirnos escuchar nuestra propia voz desconocida, libre ya de las resonancias internas que le prestan, fatalmente, los huesos del cráneo: una voz que reconocemos casi con espanto, la voz que oye nuestro prójimo y que parece acusarnos ante ellos, cuando la oímos reproducida.

Aunque el doble mito proceda de fuentes griegas, [2] la forma que le da Ovidio es la que recogerá y recreará la tradición, de un modo semejante a otro mito central en la poesía de Occidente, el de Orfeo y Eurídice, que tiene para nosotros el sello magistral de Virgilio. Si bien Ovidio, siguiendo más o menos de cerca el método alejandrino, no habría inventado los mitos, es más que verosímil que haya sido decisión suya la de juntar en un solo relato la historia de Eco y la de Narciso, [3] así como es suya, indudablemente, la de introducirla con la mutación de Tiresias, más el castigo y el don (ceguera y clarividencia) con que los dioses cargan al famoso adivino. También parece claro el motivo de ubicar este relato no muy lejos de la desoladora historia de Acteón. Acteón es transformado en ciervo y devorado por sus propios perros, por haber visto a Diana desnuda. La desgracia de Tiresias y la de Narciso se vinculan también con el acto de ver: de ver, hemos de pensar, algo vedado al hombre.

Esos árboles, entre cuyas ramas vio el cazador a la diosa, y a cuya sombra espera, impoluta y mortal, la fuente de Narciso, forman un bosque intrincado; un bosque de mitos, dijimos al comienzo: un bosque de senderos que se bifurcan sin esfuerzo o juntura aparente, un caminar de relatos que proliferan dentro de otros, siguiendo un modelo arborescente que invenciblemente nos recuerda, a los lectores modernos, el despilfarro narrativo de las Mil y una noches. Relatos cuya vecindad puede parecer caprichosa, pero donde rige siempre esa ley del contagio que observó tan bien Ítalo Calvino. [4] A lo largo de esta infatigable senda boscosa, rondada de una vitalidad riente pero que a veces asusta, siguiendo las sinuosidades de una trama cambiante, trabaja, goza y padece el Eros ovidiano, siempre en los límites de lo prohibido y aun de lo imposible: una hija enamorada de su padre, una hermana de su hermano, un escultor de su estatua o, como Narciso, un hombre enamorado de sí mismo, o de su imagen.

Quienes han estudiado el desmesurado poema y lo han puesto en contraste con la poesía épica o didáctica inmediatamente anterior (o sea, con la de Virgilio), señalan el acento que pone Ovidio, por regla general, en los aspectos maravillosos de sus leyendas, y no en los conmovedores. Así, resulta  ilustrativo comparar los respectivos relatos que ambos hacen del héroe Orfeo:

[En] el final de las Geórgicas Virgilio había narrado la patética historia de Orfeo y Eurídice. Ovidio puntualmente vuelve a contarla (Met., X, 1 ss.), cuidándose bien de no insistir en aquellas cosas en que más se había extendido Virgilio y en cambio afirmándose en los detalles que su predecesor había apenas sobrevolado. Pero el momento final de la historia, la muerte de Orfeo y su cabeza que flota sobre las aguas del Hebro, reúne a los dos poetas, incluso en los pormenores. Así la representa Virgilio (Geórgicas, IV, 523 ss.):

Tum quoque marmorea caput a cervice revolsum
gurtite cum medio portans Oeagrius Hebrus
volveret, Eurydicen vox ipsa et frigida lingua
a! miseram Eurydicen anima fugiente vocabat:
Eurydicen toto referebant flumine ripae.

[Allí aun, cuando arrancada la cabeza al cuello marmóreo
entre sus remolinos llevándola el Hebro de Eagro
la hacía rodar, a Eurídice la sola voz y fría la lengua
¡ay! a la triste Eurídice con el alma fugitiva llamaba,
y a Eurídice por todo el río recordaban las costas.]
 

Imágenes y expresiones están altamente estilizadas: la cabeza que habla, el juego del eco sugerido por la triple repetición del nombre propio, son efectos que se orientan hacia el mismo fin: lo patético. Allí donde la emoción del narrador se encarna en una exclamación, esta aparece colocada junto a miseram, el adjetivo que emblemáticamente designa la infelicidad de los protagonistas.

La escena correspondiente de Ovidio no ofrece mucha variedad de detalles. Es este uno de los casos en que la poesía virgiliana se proyectaba en la descripción de un portento. Al poeta de las Metamorfosis no le resta esta vez sino rehacer la escena, retocando sólo algún mínimo rasgo (Metamorfosis, XI, 50 ss.):

Membra iacent diversa locis, caput, Hebre, lyramque
excipis: et (mirum!) medio dum labitur amne,
flebile nescio quid queritur lyra, flebile lingua
murmurat exanimis, respondent flebile ripae.

[Miembros dispersos yacen: la cabeza, oh Hebro, y la lira,
rescatas: y (¡oh maravilla!) en medio del cauce que fluye,
no sé qué de lloroso ansía la lira, llorosa la lengua
murmura sin aliento, las riberas responden llorosas.]

Están todos los elementos, pero la exclamación del narrador no está suscitada ya por el punto extremos del pathos: es, en cambio, el mirum lo que la mueve. Nada mejor que este contraste pueda fijar la diferencia fundamental entre las dos poéticas, la virgiliana y la ovidiana. La parte que en la primera tenía la busca, la descripción y la participación en el dolor de los personajes, en las Metamorfosis está sustituida por el análisis de lo milagroso, rebuscado en todas sus manifestaciones posibles. [5]

Y sin embargo… se diría que no es ese afán de lo maravilloso el móvil central del relato que nos ocupa. Tenemos, sí, la transformación de la ninfa en una voz sin cuerpo y la del joven Narciso en una flor que parece contemplarse a sí misma, a orilla de las fuentes. Pero no está puesto el acento en tales transformaciones, como en cambio lo está, sin duda, en la mayor parte de los mitos que componen el vasto poema. Y si no está en ello, ¿en qué? Trataré de bosquejar una respuesta a esta pregunta, releyendo la poesía de Ovidio.

Si hay algo que seduce en ella, es el tratamiento de la materia verbal. La palabra contiene en sí el núcleo radiante del relato. En este caso, la palabra es imago. Imago en latín es “imagen”, “representación” o “retrato”, y en particular las imágenes en cera de los antepasados, pero también es “eco”, “reflejo”, “evocación”, “aparición” y “fantasma”. Imago significa, se diría, todo lo que se parece a algo, aunque pueda ser fiel: imago animi vultus est, dice Cicerón: el rostro es la imagen del alma. En el relato que estamos considerando, la palabra enlaza sin esfuerzo a Eco, la que repite la voz, con Narciso, el que vio repetida su imagen. [6] Ambos, por otra parte, “se consumen” en el consabido fuego del amor: el cuerpo de Eco se seca hasta dejar sólo los huesos, que se hacen rocas, y una voz que resuena en los sitios desiertos; el cuerpo de Narciso se esfuma, y aparece en su lugar una flor con el centro amarillo y pétalos blancos. De ambos cuerpos quedan, pues, imagines.

Pero la palabra aparece antes: en el relato de la transformación de Tiresias leemos que, tras golpear por segunda vez a las serpientes, genetiva venit imago, “volvió su imagen nativa”. La coincidencia podría parecer casual, si no la confirmara, de algún modo, la ominosa profecía del ciego, cuando la madre de Narciso le pregunta si su hijo llegará a la vejez. La respuesta es: “Si no se conoce a sí mismo”. El lector (al igual que los lectores coetáneos de Ovidio) recuerda aquí la máxima apolínea que servía de lema a Sócrates; con igual razón podría recordar la frase de Yocasta en Edipo Rey (drama en que el propio Tiresias tiene un papel decisivo), cuando ve que su esposo e hijo está a punto de descubrir la verdad sobre su origen: “¡Desdichado, ojalá nunca llegues a saber quién eres!” El oráculo del adivino, con su aire enigmático, da un tono serio al relato, sugiere desde el inicio una lectura profunda.

También la desgracia de Tiresias tiene su sentido preciso en el mito. Este empieza, de hecho, con la juntura Forte Iovem memorant… “Recuerdan que casualmente Júpiter…” Forte (“al azar, casualmente”), es un caso de fors, antigua palabra para la suerte, el destino, aquello que ocurre fortuitamente, o sea, por inescrutable decisión divina y no por cálculo humano. Los dioses bromean entre sí y por esa broma queda ciego un hombre. Lo que para ellos es cómico, para los mortales es trágico. Es verdad que Júpiter, para compensar a Tiresias del daño infligido por Juno, le permite ver el futuro: ambigua dádiva. Os deuses vendem quando dão, escribió Fernando Pessoa. Tiresias paga el don de ver lo que nadie ve, al costo de no ver lo que ven los otros. La muerte de Narciso sobrevendrá cuando él vea en el espejo lo que todos veían y a todos enamoraba: su propia imagen. En ambos casos (como en el de Acteón), ver tiene un precio terrible.

El hecho de que Narciso sea objeto universal de deseo y no desee a nadie da pie de manera inmediata a la historia de Eco. Esta ninfa era muy habladora y solía entretener a Juno, para que ésta no llegara a descubrir los amoríos de su regio esposo con las otras ninfas. Otra vez aparece la pareja divina, otra vez castigará la celosa reina del Olimpo. Juno se venga de Eco, haciendo que no pueda hablar nunca la primera ni callar cuando habla otro. Está condenada a repetir las últimas palabras que escucha. Esto no le será provechoso cuando intente acercarse a Narciso, aunque de todas formas éste no parecía inclinado a amar a nadie. Lo cierto que es que Eco, impotente y despechada, se desvanece y sólo queda de ella la voz que eternamente repite: repetirá también, desde el fondo oscuro de los bosques, las angustias del amado.

Uno de los frustrados amantes del hermoso pide castigo para este; lo escucha Némesis; la venganza se presenta en la forma de una fuente. Es una fuente purísima, donde nadie ha bebido jamás, que no ha turbado siquiera la rama de un árbol, que no ha visto siquiera la luz del sol. También Banchs se acordará de ella, en otro de los sonetos de La urna:

Sé de una fuente mansa y silenciosa
que sobre antiguo mármol se derrama
lenta y constante. El agua que rebosa
jamás refleja un rostro ni una rama.
 

A esta fuente impoluta, donde se diría (como sugiere el poeta argentino) que nadie se había mirado antes, a una fuente virgen hasta de miradas, se asoma el joven hermoso. Se ve. Queda en el acto enamorado de sí mismo.

Y admira todo aquello por lo que es él mismo admirable:
se desea, ignorante, el que aprueba es él mismo aprobado
y buscando es buscado, y arde al tiempo que enciende. 

El amor de Narciso se despliega en un largo soliloquio, delicado y desolado. Al principio, parece creer que realmente hay otro en el agua. Pronto, sin embargo, descubre que ese otro es él: nec me mea fallit imago, exclama: “ya no me engaña mi imagen”. Otros amantes lamentan la lejanía del amado; él, la extrema cercanía. Cuando acerca su boca a la imagen, ésta remeda el gesto, pero solo queda agua en los labios; los brazos se sumergen buscando un cuello que se deshace bajo la superficie turbada.

El arte de mímesis de Ovidio mueve toda la artillería retórica; sutiles desviaciones y acumulaciones léxicas, efectos de sonido, como cuando repite Eco la voz de Narciso (vocat illa vocantem), símiles precisos, como el de las antorchas untadas con azufre, o el de las manzanas que enrojecen sobre la blancura, conforman un cuadro poético de alta maestría y belleza, que el traductor sólo groseramente puede imitar. De la delicada sensualidad y de la extraña turbación que emergen del mito, seguramente no hay mejor traducción que la tela de Caravaggio, donde se ve a Narciso inclinado sobre su fuente, eternamente mirándose. Pero la palabra anhela cumplir su oficio; algo en el fondo del lector sigue buscando la indefinida elucidación de la imagen. En la Biblia está escrito que quien ve a Dios se muere; Borges pensó que también moriríamos si pudiéramos vernos, no en la forma sucesiva habitual, en el tiempo que nos va borrando mientras nos dibuja, sino como un todo:

Nos aniquilaría ver la ingente
Forma de nuestro ser: piadosamente

Dios nos depara sucesión y olvido. [7]

Pero lo cierto es que Narciso no muere por haberse visto: muere por haberse enamorado de sí mismo. Acaso bastaría pensar, al hilo del relato, que ese enamoramiento es un castigo por no haber sabido darse a otros; que esa pasión absurda, ese furor, expresa realmente la imposibilidad de amar. Si esa fuese la clave, ya la había respondido (elípticamente y ante litteram) Propercio, en el verso que he citado como epígrafe. El amante declara a la amada que su amor no acabará con la muerte, y que en el otro mundo, sea lo que sea, será siempre su eco, su fantasma, su imago:

Illic, quidquid ero, semper tua dicar imago:
    traicit et fati litora magnus amor.

Allí, sea lo que fuere, yo seré siempre una imagen tuya:
     aun cruza las riberas del hado un gran amor. [8]  

Ovidio, seguramente -puesto que castiga a Narciso-, comparte, en contra de la sentencia délfica, el sentir de Propercio y de Sófocles. No nos conocemos, no podemos conocernos sino viéndonos en el otro, en ese espejo veraz (y acaso implacable) que es el otro. Así lo promulgó también Antonio Machado:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas:
es ojo porque te ve.

Según eso, la paradójica verdad del ser no está en el reflejo solipsista que devuelve el espejo sino en la imagen que nos devuelve el prójimo, una imagen que es, por sobre todo, una mirada; una mirada, por mucho que nos duela, más fidedigna que la nuestra. Todo esto parece bastante razonable e incluso ético. Y sin embargo… ¿No es acaso, sin embargo, ese Narciso que se mira en la fuente, una imagen también del poeta, que busca en sí mismo la imagen que ha de plasmar y en la que ha de mirarse? ¿No está cada uno, en algún momento de su vida, sólo frente a sí mismo, en el espejo de la soledad? Muchedumbre de seres nos solicitan, mientras tenemos algo que dar; pero al fin, allá sigue la fuente, esperándonos, en el centro desconocido del bosque.

Haya lo que hubiere de verdad en estas imaginaciones, si algo queda claro después de leer el mito de Narciso, es que el amor a sí mismo es un amor imposible.

Alejandro Bekes

Concordia, 15 de agosto de 2015

 

Eco y Narciso

(Ovidio, Metamorfosis, III, 318-510)

Cuentan que un día Júpiter, alegre por el néctar, depuso
graves cuestiones y atizó ante Juno, ociosa, indolentes
bromas, diciéndole: “Mayor placer, sin duda, es el vuestro
que el que nos toca a los hombres”. Ella lo niega.
Convinieron pedir sentencia en el caso al experto
Tiresias: una y otra Venus le eran a él conocidas;
pues los cuerpos unidos de dos grandes serpientes
violentó en la selva verdeante con golpe de báculo
y de hombre a mujer convertido (¡admirable!) por siete
otoños vivió; al octavo, otra vez vio a las mismas
y dijo: “Si tanto poder las heridas que os causen
tienen que a su autor en la suerte contraria transformen,
voy a heriros de nuevo”. Al golpear a las mismas culebras
su forma anterior regresó y tornó la imagen nativa.
Árbitro, pues, elegido para aquella disputa jocosa,
confirma el juicio de Júpiter. Más allá de lo justo, se dice,
la Saturnia dolida, [9] ni de lo que el asunto importaba,
condenó aquellos ojos del juez a una noche perpetua;
pero el omnipotente padre (que a un dios no le es dado
anular lo que otro dios hizo) por la visión arrancada
le otorga saber lo futuro y con tal honor le alivia la pena.
Celebérrimo aquel con su fama, por las ciudades aonias, [10]
irreprochables respuestas al pueblo curioso le daba;

asume la prueba primera de esa voz que la fe ratifica
la azulada Liríope, [11] a quien cierta vez el sinuoso Cefiso
la abrazó en su fluir y a la fuerza, impedida en sus ondas,
la tomó: de su henchida matriz la bellísima ninfa
un niño dio a luz, que ya ahí ser amado pudiera,
y lo llama Narciso. Sobre él consultado, si acaso
los largos tiempos vería de una vejez avanzada,
dijo el fatídico vate: “Si no se conoce a sí mismo”.
Vana pareció por años la voz del augurio: el efecto
y el hecho la prueban, la forma de muerte y la insólita insania. [12]
Pues un año a los quince le había sumado aquel hijo

del Cefiso y parecer pudiera ya un niño ya un joven;
jóvenes mil lo desearon, muchachas de a miles,
pero hubo tan dura soberbia en su tierna hermosura
que ningún joven pudo tocarlo, muchacha ninguna.
Lo vio un día apurando a las redes los trémulos ciervos
la ninfa vocal, la que ni ante quien habla a callarse
aprendió ni hablar ella primero, la armónica Eco.
Cuerpo aún era Eco, no voz, y no obstante aquel uso
que hoy gárrula tiene, y no otro, en su boca tenía:
devolver de entre muchas palabras las últimas puede.
Obra era ésta de Juno, pues cuando prender a las ninfas
yaciendo bajo su Júpiter en el monte hubiera podido, [13]
retenía aquella, avisada, a la diosa con largo discurso
mientras las ninfas huían. Cuando esto advirtió la Saturnia:
“De esta lengua, dijo, con que me has engañado, pequeña
potestad te daré y de tu voz un brevísimo uso”.
Cumplió la amenaza. Ella sólo al final de lo dicho
reduplica las voces y las palabras que ha oído repite.
Cuando, pues, a Narciso, que vagaba por campos sin rumbo,
ha visto y se hubo encendido, sus huellas a hurto persigue,
y según lo sigue, más de cerca la llama la enciende,
no de otro modo que, al extremo de las teas untados,
arrebatan las llamas que se acercan los vivaces azufres.
¡Oh cuántas veces quiso acercársele con blandos decires
y dedicarle súplicas tiernas! Su naturaleza se opone,
no deja que empiece, pero, a lo que sí le deja, dispuesta
está: a esperar los sonidos y que a ellos sus voces retornen.
Aquel, del grupo fiel de sus amigos por azar apartado,
dijo: “¿Hay alguien aquí?” Y “Aquí” respondíale Eco.
Él, azorado, hacia los cuatro rumbos la mirada dirige,
a gran voz clama: “¡Ven!” Al que invoca ella evoca.
Se vuelve y al ver que ninguno venía, “¿Por qué -dice-
me huyes?” Y cuantas palabras ha dicho, tantas recibe.
Inmóvil y por el espectro de esa voz alterna engañado,
“Acá reunámonos”, dijo, y respondiendo con más alegría
que a sonido ninguno, repuso “Reunámonos” Eco.
Y a favor de sus propias palabras, saliendo del bosque
iba a arrojar ya sus brazos a ese cuello deseado;
huye él y huyendo “¡Aparta de abrazos tus manos!
-dice-. ¡Antes moriré que entregarme yo a ti!”
Nada ella repuso sino “Entregarme yo a ti”.
Rechazada, se oculta en la selva, en las frondas el rostro
con pudor cubre y desde entonces vive en recónditos antros;
mas se obstina el amor y lo aumenta el dolor del rechazo;
adelgazan el cuerpo miserable inquietudes insomnes,
la flacura reduce su piel y en el aire los jugos del cuerpo
todos se pierden; la voz sobrevive tan solo y los huesos:
la voz queda; los huesos, se dice, adoptaron aspecto de piedra.
De allí en más en el bosque se oculta y no es vista en el monte,
es oída por todos: sonido es, no más, cuanto vive de ella.
Así a esta, así a ninfas del agua o del monte nacidas,
las había él burlado, así antes la unión con varones;
entonces uno, despechado, alzando las manos al éter:
“¡Así deba amar él, así nunca él alcance al amado!”
había dicho; asintió la Ramnusia a la justa plegaria. [14]
Una fuente había pura, argentina, con límpidas ondas,
que ni los pastores ni aquellas cabritas que el monte alimenta
habían tocado, o rebaño cualquiera, ni pájaro alguno
había turbado, ni fiera, ni rama de un árbol caída;
césped en torno crecía, que el próximo humor sustentaba,
y un bosque que al sol no dejaba entibiar el ambiente.
El joven allí, del afán de la caza y del mucho calor fatigado,
se acostó, cediendo al aspecto de aquel lugar y a la fuente,
y queriendo la sed apagar, otra sed se acrecienta,
y al beber lo arrebata la imagen de la forma que ha visto
y ama un ansia sin cuerpo, cree cuerpo aquello que es onda.
Absorto en sí mismo, a su propio rostro se apega,
inmóvil como efigie esculpida en mármol de Paros;
echado en tierra el doble astro de sus ojos contempla,
y sus cabellos dignos de Baco y dignos de Apolo,
las imberbes mejillas y el ebúrneo cuello y la gracia
de su boca y el rubor que al níveo candor se ha mezclado,
y admira todo aquello por lo que es él mismo admirable:
se desea, ignorante, el que aprueba es él mismo aprobado
y buscando es buscado, y arde al tiempo que enciende.
¡Cuántas veces dio besos en vano a la fuente engañosa,
cuántas los brazos hundió, para el cuello alcanzar que veía,
en medio del agua y no pudo quedar preso en ellos!
No sabe qué ve, pero de eso que ve queda ardiendo
y el mismo error que a los ojos defrauda también los incita.
Crédulo, ¿qué simulacros fugaces en vano ambicionas?
¡Lo que buscas no existe; lo que amas, te vuelves y pierdes!
Eso que ves, de una imagen refleja es la sombra:
Nada tiene en sí misma; contigo ella viene y se queda,
¡se apartará contigo, si apartarte tú de ella consigues!
No a él los apremios de Ceres, [15]  no a él el descanso 
de allí pueden sacarlo, sino que en la hierba opaca tendido,
con ojo insaciable contempla aquella mendaz hermosura
y a través de sus ojos él mismo perece; y alzándose un poco,
hacia los bosques en torno tendiendo los brazos:
“¿Alguno –dice- acaso, oh bosques, amó más cruelmente?
Lo sabéis, pues a muchos les disteis refugio oportuno.
¿A alguno, pues de vuestra vida ya tantos siglos pasaron,
que se haya así consumido, recordáis en edad tan extensa?
Me gusta y lo veo, sí, pero aquello que veo y me gusta,
no lo encuentro: ¡tan grave error sujeta al amante!
No nos separa, porque más me duela, un mar desmedido,
ni caminos ni montes ni muros con puertas cerradas;
¡agua exigua lo impide! Y él mismo ser poseído desea:
pues cuantas veces mis besos acerco a las límpidas linfas,
tantas él hacia mí, levantando la boca, se esfuerza.
Y creerías tocarlo: a los amantes algo mínimo aparta.
Quienquiera seas, ¡sal! ¿por qué a mí, joven único, engañas,
o adónde, ansiado, te vas? Ni mi edad ni mi aspecto sin duda
son para que huyas, ¡incluso las ninfas me amaron!
Me prometes no sé qué esperanza con rostro amigable,
y cuando te tiendo los brazos, libremente los tuyos alargas,
cuando río, me ríes; también he notado a menudo tus lágrimas
si vierto las mías, y al gesto también un reflejo devuelves
y por cuanto sospecho de tu hermosa boca al moverse,
restituyes palabras que a mis oídos no llegan.
Ese soy yo: lo he sentido y ya no me engaña mi imagen;
ardo en amor por mí: las llamas promuevo y padezco.
¿Qué haré? ¿Ser rogado o rogar? Pero ¿y qué es lo que ruegue?
Lo que deseo está en mí: la abundancia me ha hecho indigente.
¡Ay, de mi propio cuerpo ojalá separarme pudiera!
Insólito voto de amante, querer que no esté lo que amo.
Ya mis fuerzas me quita el dolor, de mi vida no resta
ya un largo tiempo, y en esta joven edad yo me extingo.
No me es grave la muerte, al morir dejaré mis dolores;
este, el amado, quisiera que más duradero viviese;
ahora concordes en un alma sola los dos moriremos.”
Dijo y a su propio rostro volvió, trastornado,
y con sus lágrimas turbó las aguas y oscura la forma
se puso al moverse el espejo; y al verla borrarse:
“¿Adónde huyes? ¡Quédate y a mí, cruel, que te amo,
no me dejes!”, clamó. “Que se pueda, lo que es intangible,
contemplar y así dar alimento a tan triste locura.”
Y así doliéndose, deslizó su ropa del borde de arriba
y el pecho desnudo golpeó con marmóreas palmas.
Un rosado rubor afloró en ese pecho golpeado,
como suelen hacer las manzanas que, blancas en parte,
en parte enrojecen, o como en los varios racimos
aún no madura la uva un color purpúreo concita.
En cuanto lo vio en esa onda otra vez transparente,
no pudo ya soportarlo, y cual suelen fundirse las rubias
ceras en fuego ligero, o cual las matinales escarchas
por la tibieza del sol, así del amor extenuado
se diluye y de a poco lo agosta su fuego encubierto;
y ya no está ese color que mezclaba al rubor la blancura
ni el vigor y la fuerza y aquello que ver le agradaba,
ni permanece aquel cuerpo que antes Eco hubo amado.
Ella que al verlo, aunque aún rencorosa y airada,
se dolió y cuantas veces aquel desdichado decía
“Ay”, con su voz resonante ella “ay” repetía.
Y cuando aquel con sus manos sus brazos golpeaba,
ella también de los golpes el mismo sonido volvía. [16]
Última voz fue de aquel que miraba en el agua de siempre:
“¡Ay en vano querido muchacho!” que entera devuelve
en palabras el sitio y ya dicho el adiós, “Adiós” dijo Eco.
Él en la hierba verdeante abatió la agobiada cabeza,
cerró la muerte el mirar que admiró la beldad de su dueño:
e incluso después que en el reino inferior fue acogido
se miraba en el agua de Estigia. Lloraron las náyades,
sus hermanas, y en su honor cortaron los largos cabellos,
lloraron las dríades; [17] a todos los llantos, Eco resuena.
Ya preparaban la pira y las agitadas antorchas y el féretro:
no estaba ya el cuerpo; en su sitio una flor amarilla
encuentran, circundado el centro de pétalos blancos.
 

Forte Iovem memorant diffusum nectare curas
seposuisse graves vacuaque agitasse remissos
cum Iunone iocos et ‘Maior vestra profecto est,                   320 
quam quae contingit maribus’ dixisse ‘voluptas.’ 
Illa negat. Placuit quae sit sententia docti 
quaerere Tiresiae: Venus huic erat utraque nota. 
Nam duo magnorum viridi coeuntia silva
corpora serpentum baculi violaverat ictu                             325
deque viro factus (mirabile) femina septem 
egerat autumnos; octavo rursus eosdem 
vidit, et ‘Est vestrae si tanta potentia plagae’ 
dixit, ‘ut auctoris sortem in contraria mutet,
nunc quoque vos feriam.’ Percussis anguibus isdem           330 
forma prior rediit, genetivaque venit imago. 
Arbiter hic igitur sumptus de lite iocosa 
dicta Iovis firmat. Gravius Saturnia iusto 
nec pro materia fertur doluisse suique
iudicis aeterna damnavit lumina nocte;                                335 
at pater omnipotens (neque enim licet inrita cuiquam 
facta dei fecisse deo) pro lumine adempto 
scire futura dedit poenamque levavit honore.
Ille per Aonias fama celeberrimus urbes
inreprehensa dabat populo responsa petenti;                      340 
prima fide vocisque ratae temptamina sumpsit 
caerula Liriope, quam quondam flumine curvo 
inplicuit clausaeque suis Cephisos in undis 
vim tulit: enixa est utero pulcherrima pleno
infantem nymphe, iam tunc qui posset amari,                     345
Narcissumque vocat; de quo consultus, an esset 
tempora maturae visurus longa senectae, 
fatidicus vates ‘si se non noverit’ inquit. 
Vana diu visa est vox auguris: exitus illam
resque probat letique genus novitasque furoris.                  350
Namque ter ad quinos unum Cephisius annum 
addiderat poteratque puer iuvenisque videri:
multi illum iuvenes, multae cupiere puellae;
sed fuit in tenera tam dura superbia forma,
nulli illum iuvenes, nullae tetigere puellae.                           355
Adspicit hunc trepidos agitantem in retia cervos
vocalis nymphe, quae nec reticere loquenti
nec prior ipsa loqui didicit, resonabilis Echo.
Corpus adhuc Echo, non vox erat et tamen usum
garrula non alium, quam nunc habet, oris habebat,          360
reddere de multis ut verba novissima posset.
Fecerat hoc Iuno, quia, cum deprendere posset
sub Iove saepe suo nymphas in monte iacentis,
illa deam longo prudens sermone tenebat,
dum fugerent nymphae. Postquam hoc Saturnia sensit,    365
‘Huius’ ait ‘linguae, qua sum delusa, potestas
parva tibi dabitur vocisque brevissimus usus,’
reque minas firmat. Tantum haec in fine loquendi
ingeminat voces auditaque verba reportat.
Ergo ubi Narcissum per devia rura vagantem                    370
vidit et incaluit, sequitur vestigia furtim,
quoque magis sequitur, flamma propiore calescit,
non aliter quam cum summis circumlita taedis
admotas rapiunt vivacia sulphura flammas.
O quotiens voluit blandis accedere dictis                               375        
et mollis adhibere preces! Natura repugnat
nec sinit, incipiat, sed, quod sinit, illa parata est
exspectare sonos, ad quos sua verba remittat.
Forte puer comitum seductus ab agmine fido
dixerat: ‘Ecquis adest?’ et ‘Adest’ responderat Echo.         380
Hic stupet, utque aciem partes dimittit in omnis,
voce ‘Veni!’ magna clamat: vocat illa vocantem.
Respicit et rursus nullo veniente ‘Quid’ inquit
‘me fugis?’ et totidem, quot dixit, verba recepit.
Perstat et alternae deceptus imagine vocis                           385
‘Huc coeamus’ ait, nullique libentius umquam
responsura sono ‘Coeamus’ rettulit Echo,
et verbis favet ipsa suis egressaque silva
ibat, ut iniceret sperato bracchia collo.
Ille fugit fugiensque ‘Manus conplexibus aufer!                  390
ante’ ait ‘emoriar, quam sit tibi copia nostri’;
rettulit illa nihil nisi ‘Sit tibi copia nostri!’
Spreta latet silvis pudibundaque frondibus ora
protegit et solis ex illo vivit in antris;
sed tamen haeret amor crescitque dolore repulsae;           395
extenuant vigiles corpus miserabile curae
adducitque cutem macies et in aera sucus
corporis omnis abit; vox tantum atque ossa supersunt:
vox manet, ossa ferunt lapidis traxisse figuram.
Inde latet silvis nulloque in monte videtur,                           400
omnibus auditur: sonus est, qui vivit in illa.
Sic hanc, sic alias undis aut montibus ortas
luserat hic nymphas, sic coetus ante viriles;
inde manus aliquis despectus ad aethera tollens
‘Sic amet ipse licet, sic non potiatur amato!’                        405
dixerat: adsensit precibus Rhamnusia iustis.
Fons erat inlimis, nitidis argenteus undis,
quem neque pastores neque pastae monte capellae
contigerant aliudve pecus, quem nulla volucris
nec fera turbarat nec lapsus ab arbore ramus;                   410
gramen erat circa, quod proximus umor alebat,
silvaque sole locum passura tepescere nullo.
Hic puer et studio venandi lassus et aestu
procubuit faciemque loci fontemque secutus,
dumque sitim sedare cupit, sitis altera crevit,                      415
dumque bibit, visae correptus imagine formae
spem sine corpore amat, corpus putat esse, quod unda est.
Adstupet ipse sibi vultuque inmotus eodem
haeret, ut e Pario formatum marmore signum;
spectat humi positus geminum, sua lumina, sidus              420
et dignos Baccho, dignos et Apolline crines
inpubesque genas et eburnea colla decusque
oris et in niveo mixtum candore ruborem,
cunctaque miratur, quibus est mirabilis ipse:
se cupit inprudens et, qui probat, ipse probatur,                425
dumque petit, petitur, pariterque accendit et ardet.
Inrita fallaci quotiens dedit oscula fonti,
in mediis quotiens visum captantia collum
bracchia mersit aquis nec se deprendit in illis!
Quid videat, nescit; sed quod videt, uritur illo,                    430
atque oculos idem, qui decipit, incitat error.
Credule, quid frustra simulacra fugacia captas?
Quod petis, est nusquam; quod amas, avertere, perdes!
Ista repercussae, quam cernis, imaginis umbra est:
nil habet ista sui; tecum venitque manetque;                       435
tecum discedet, si tu discedere possis!
Non illum Cereris, non illum cura quietis
abstrahere inde potest, sed opaca fusus in herba
spectat inexpleto mendacem lumine formam
perque oculos perit ipse suos; paulumque levatus              440
ad circumstantes tendens sua bracchia silvas
‘Ecquis, io silvae, crudelius’ inquit ‘amavit?
scitis enim et multis latebra opportuna fuistis.
Ecquem, cum vestrae tot agantur saecula vitae,
qui sic tabuerit, longo meministis in aevo?                           445
Et placet et video; sed quod videoque placetque,
non tamen invenio: tantus tenet error amantem!
Quoque magis doleam, nec nos mare separat ingens
nec via nec montes nec clausis moenia portis;
exigua prohibemur aqua! cupit ipse teneri:                         450
nam quotiens liquidis porreximus oscula lymphis,
hic totiens ad me resupino nititur ore.
Posse putes tangi: minimum est, quod amantibus obstat.
Quisquis es, huc exi! Quid me, puer unice, fallis
quove petitus abis? Certe nec forma nec aetas                     455
est mea, quam fugias, et amarunt me quoque nymphae!
Spem mihi nescio quam vultu promittis amico,
cumque ego porrexi tibi bracchia, porrigis ultro,
cum risi, adrides; lacrimas quoque saepe notavi
me lacrimante tuas; nutu quoque signa remittis                 460
et, quantum motu formosi suspicor oris,
verba refers aures non pervenientia nostras.
Iste ego sum: sensi, nec me mea fallit imago;
uror amore mei: flammas moveoque feroque.
Quid faciam? Roger anne rogem? Quid deinde rogabo?   465
Quod cupio mecum est: inopem me copia fecit.
O utinam a nostro secedere corpore possem!
Votum in amante novum, vellem, quod amamus, abesset.
Iamque dolor vires adimit, nec tempora vitae
longa meae superant, primoque exstinguor in aevo.          470
Nec mihi mors gravis est posituro morte dolores,
hic, qui diligitur, vellem diuturnior esset;
nunc duo concordes anima moriemur in una.’
     Dixit et ad faciem rediit male sanus eandem
et lacrimis turbavit aquas, obscuraque moto                        475
reddita forma lacu est; quam cum vidisset abire,
‘Quo refugis? remane nec me, crudelis, amantem
desere!’ clamavit; ‘liceat, quod tangere non est,
adspicere et misero praebere alimenta furori!’
Dumque dolet, summa vestem deduxit ab ora                     480
nudaque marmoreis percussit pectora palmis.
Pectora traxerunt roseum percussa ruborem,
non aliter quam poma solent, quae candida parte,
parte rubent, aut ut variis solet uva racemis
ducere purpureum nondum matura colorem.                      485
Quae simul adspexit liquefacta rursus in unda,
non tulit ulterius, sed ut intabescere flavae
igne levi cerae matutinaeque pruinae
sole tepente solent, sic attenuatus amore
liquitur et tecto paulatim carpitur igni;                                490
et neque iam color est mixto candore rubori,
nec vigor et vires et quae modo visa placebant,
nec corpus remanet, quondam quod amaverat Echo.
Quae tamen ut vidit, quamvis irata memorque,
indoluit, quotiensque puer miserabilis ‘Eheu’                       495
dixerat, haec resonis iterabat vocibus ‘Eheu’;
cumque suos manibus percusserat ille lacertos,
haec quoque reddebat sonitum plangoris eundem.
Ultima vox solitam fuit haec spectantis in undam:
‘Heu frustra dilecte puer!’ totidemque remisit                      500
verba locus, dictoque vale ‘Vale’ inquit et Echo.
Ille caput viridi fessum submisit in herba,
lumina mors clausit domini mirantia formam:
tum quoque se, postquam est inferna sede receptus,
in Stygia spectabat aqua. Planxere sorores                          505
naides et sectos fratri posuere capillos,
planxerunt dryades; plangentibus adsonat Echo.
Iamque rogum quassasque faces feretrumque parabant:
nusquam corpus erat; croceum pro corpore florem
inveniunt foliis medium cingentibus albis.                           510

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Quijote, I, 26. El pasaje (que es el de las “locuras” en la Sierra Morena) es una obra maestra de ironía cervantina: el registro se eleva, remedando los pensamientos del caballero penitente, hasta esa evocación de la ninfa cantada por Ovidio, para descender inmediatamente, con gran efecto cómico.>>
  2. Los nombres de los personajes, más la aparición de Tiresias, así lo hacen pensar; pero la opinión de los eruditos está dividida, en cuanto a que Ovidio haya trabajado o no sobre un precedente helenístico. Ver Ovidio, Metamorfosis, edición de C. Álvarez y R. M. Iglesias, Madrid, Cátedra, 1995, p. 293 n.>>
  3. A. Perutelli, “Il fascino ambiguo del miracolo laico”, Ovidio. Le Metamorfosi, Milano, Mondadori, 2007, p. LI.>>
  4. Calvino, “Ovidio y la contigüidad universal”, en Por qué leer a los clásicos, trad. de A. Bernárdez, Barcelona, Tusquets, 1992.>>
  5. Perutelli, pp. XIII-XIV. La traducción del texto italiano y de las citas latinas es mía.>>
  6. Fraenkel dice que Eco es la alteridad pura, y Narciso, la identidad pura. Ver Álvarez e Iglesias, ed. cit., p. 294 n.>>
  7. Borges, “Edipo y el enigma”, en El otro, el mismo.>>
  8. Propercio, Elegías, I, XIX, 11-12. Traducción mía.>>
  9. La Saturnia es Juno, hija, como su esposo y hermano Júpiter, de Saturno.>>
  10. Las ciudades aonias son las de Beocia, en Grecia; la más importante era Tebas, de donde Tiresias era oriundo.>>
  11. El nombre griego de la ninfa significa “la de figura de lirio”; en los mitos griegos los ríos, como aquí el Cefiso, son dioses: tienen voluntad y personalidad propias.>>
  12. Novitas furoris, literalmente, “lo insólito, lo inesperado del delirio”.>>
  13. Hay en el original un delicado juego de palabras; sub Iove significa literalmente “debajo de Júpiter”, pero es una expresión usual para significar “al raso”, “a la intemperie”; Ovidio habla de las ninfas sub Iove suo iacentes, “que yacían bajo su Júpiter” para destacar el doble sentido, y al mismo tiempo hacer sentir la naturaleza divina (o alegórica) de los celos de Juno.>>
  14. Ramnusia es un sobrenombre de Némesis, la Venganza, hija de la Noche >>
  15. Por antonomasia, la comida, ya que Ceres es la diosa que hace germinar las mieses. >>
  16. Plangor es el golpe que uno se da en señal de duelo; también podría
    entenderse como “lamento fúnebre”.>>
  17. Náyades, ninfas del agua; Dríades, ninfas del bosque.>>