Música de Tucumán
Gabriel Gómez Saavedra[1]
Guitarra de hermano
pero queda un rato por suerte
para cantar bien fiero y fuerte
“Pepe” Núñez, El cumpita
Bajo hasta ella
para vernos mutuos. Acompañado
de percudidos cantores
que van a beber de su pozo
y así continuar
el amanecer
con la dimensión de los suspendidos
en el humo interno.
Aquí el vino
entre la fauna de las brasas,
allá el sol
viniendo
a las pálidas sombras.
¿A partir de qué
esta filiación, hermano?
La sangre
es la subterránea
haciendo estela
en el rasguido que
da en la canción
tiempo afuera
tocándonos la boca
con que convoco tu nombre
y acudo.
a Patricio Gómez Saavedra
La música de Tucumán
¿De qué tumulto
se hizo esta música?
¿Hasta qué voces
tuvo que hundirse la voz
para embarrarse de múltiples pulsos
y encontrarse?
¿Por qué la aborda un coro
de asombrosos dioses mutilados
como un azúcar peligroso?
¿Por qué
para nombrarse
toma versos con la boca rebalsada
por un aire verde
y caótico?
… ¿Qué ornitólogo registró
este pájaro desvariado
que bebió el pulmón de todo pájaro
para darse el tiempo del vuelo
en la búsqueda desesperada
de la síncopa?
¿De dónde viene la música de Tucumán?…
¿Hasta dónde se irá…
mientras mis manos, pies y oídos
sangran el agua incinerada
de su entidad?
La bailarina finaliza su danza
y herí con mi afilada desnudez de navajas el aire
Vaslav Nijinsky
y ahora que
nos hemos desarmado por sus pies
no sabemos desde dónde
respirar.
Urge recuperarla
colocarse
frente al viento fantasma
junto a los fósiles
que con ella recorrían la muerte vieja
como niños
en los ríos del verano.
Para traerla
invocamos:
algarrobo
galope mitológico
cuero para la chacarera
y líquidos del pañuelo.
Pero no
el aire la niega
y se clava una piedra sin fuego
en la boca.
Aire, ¿ahora qué
nos habitará
que estamos en caída?
a Mariana Dorado
El desintegrado
Lo primero en desintegrársele
fue el puño:
asiduo percutor
que rotulaba aguijones por mi rostro
y al que yo ofrendaba desde
una aturdida estoicidad,
con desprolijas mariposas
rojas y negras
en sombras.
Luego
y como desharinándose en atiborrados crepúsculos,
se le esfumó el pie;
perdiéndose
con la última de las patadas
que implosionaron por mi útero.
(Tal vez
buscaba en el trueno
el porqué de tanto jaguar pasado
cebado de desgarraduras sobre el niño que le devoraron,
y que él también glutía
sin saber frenarse;
sin conseguir que le responda
si alguna vez
tuvo aliento de luz.)
Finalmente
se le desbarrancó la boca
y todo lo demás hasta no ser,
atropellando de lejanías
los atrofiantes adjetivos
que solían abonarme de hematomas
los tímpanos al amanecer.
(¿Podré realimentar al viento rama
que despertaba las cortinas?…)
Ahora
a su polvo
los hijos de los ojos ahogados y puestos al revés
lo barren bajo las alfombras,
un poco
para que esta hembra pecho
no se sepa más de rodillas
y, otro poco,
para que el nieto
nunca lo aspire.
S/t
Estoy en los perros de la calle
si miro hacia mi sangre
y me descubro inventariando
los últimos charcos de la ceniza.
Estoy en los perros de la calle
cuando mi sombra sube
desde la huella hasta mis muslos
para ser acariciada
en su dureza semipreciosa.
Estoy en los perros de la calle
junto a la luna
que sella la espalda amada
como única resistencia
ante la noche sin fondo.
Estoy en los perros de la calle
(sobre todas las cosas)
por contemplarme
alimentado por la luz
muerta y tardía
de una constelación.
Callada
¿Algo la puso
a traducirse el fondeo?
Dicen,
que el mudo suelo de la luna…
Y pensar que uno
apretaba el tiempo
solamente
para darse a entender
con la lengua henchida de los remolinos
- Gabriel Gómez Saavedra (Concepción, Tucumán, 1980) ha publicado Huecos (2010) y Escorial (2013).>>