Los desbandes de la morfología
(Gabriel Gómez Saavedra: Escorial– Huesos de jibia)
Desde el título mismo de este su primer libro–título alto, incluso altísimo, porque el lector lo asocia espontáneamente con el monasterio edificado por Felipe II en los albores del barroco español– la poesía de Gómez Saavedra descoloca al lector: su temática no guarda relación alguna con glorias monásticas monumentales, sino que se atiene al significado exacto de la palabra “escorial”, significado que ha sido literalmente sepultado por el edificio de marras. “Sitio donde se arrojan o se amontonan las escorias de las fábricas. Este significado tiene originariamente el nombre de la población donde está el célebre monasterio”, informa el diccionario de María Moliner. La población en la que se asienta el Escorial de Gómez Saavedra es más amplia, se identifica con el territorio que ocupa la provincia de Tucumán. Esta suerte de trompe–l´œil entre un título que evoca el esplendor y una temática que excava tenazmente en la miseria, sin duda ha sido buscado intencionadamente por el autor, ya sea para sugerirnos que todo esplendor tiene su fundamento en la miseria o bien que aún en la miseria puede alentar un secreto esplendor. Más allá de estas conjeturas, lo cierto es que el binomio esplendor-miseria está en la base del estilo de Gómez Saavedra, un estilo de una tensión desmesurada, espléndida en su esfuerzo, ya que se propone elevar a la dimensión estética una realidad cotidiana que está abismada en el abandono. Con acierto Fabián Soberón evoca el nombre de Antonio Berni en el prólogo del libro, ya que tanto el pintor como el poeta trabajan con desechos, aunque en el caso de Gómez Saavedra no hay ambiciones vanguardistas ni huellas del didactismo propio de Berni. Su economía verbal puede parecer puro despilfarro, pero en realidad es economía de guerra: desesperación por dar con la presa, porque no ignora que sus municiones están contadas.
No hay una mirada afín a la picaresca en sus merodeos por el escorial tucumano; por el contrario, el estilo está poseído por una enérgica voluntad sublimatoria, lo cual no excluye el uso del sarcasmo. Para pasar de lo bajo a lo alto el poeta sólo dispone del estilo, un estilo en el cual las imágenes son sometidas a violentas torsiones. Su expresionismo exacerbado derrumba a fuerza de ironía todo conato monumental. Léase este poema irónicamente titulado “Impresionismo”, en el cual el célebre monasterio español es reemplazado por el mucho menos célebre edificio legislativo de San Miguel de Tucumán:
El flamante edificio legislativo
descuida su reflejo
y lo vuelca
al agua reventada de la calle.
Las oscuras materias que flotan
deforman y espuman
las rectas precisas de los cristales.
Sólo a las nubes de esta mañana
no les aterran los desbandes
de la morfología.
Este espléndido poema –verdadero epítome de escritura-pintura– podría ser leído como un arte poética, ya que Gómez Saavedra condensa aquí en pocas líneas sus propósitos: dar cuenta de la horripilante deformación que la realidad tucumana le impone a lo flamante, a la ley, a la visión ecuánime y a la retórica al uso (sesentista, objetivista o noventista). No hay línea recta ni luz incontaminada, y esa exclusión de proporciones ideales afecta a la retórica, que se contorsiona y retuerce buscando la expresión de impresiones deformadas por el solazo y el canibalismo circundante. No sé hasta qué punto es adecuado denominar barroco o neo-barroco al estilo de Gómez Saavedra; hacerlo equivaldría a otorgarle una filiación literaria que a mi juicio no es la suya: ni Góngora ni Lezama ni Sarduy ni Perlongher ni Carrera hacen guiños en las páginas de Escorial, no hay regodeo con el lenguaje, hay un decir torturado y atormentado, zarandeado entre la mendicidad y la furia, entre la impotencia y el delirio.
En un poema titulado “El lector” Gómez Saavedra analiza minuciosamente su circunstancia, vale decir la zona y la ocasión en la cual nace su palabra. En la escena poética hay un lector, un perro y un gorrión que acaba de impactar “contra la mampara de la galería”. El perro juguetea con el cadáver del pájaro –“(Arriba una avioneta / repetía / la publicidad de un circo)”– y el lector rescata al pájaro de ese juego cruel. Al examinar el gorrión, el lector “repentinamente sintió / cómo se nublaban y perdían / todas las palabras de su lenguaje. / Metido entero / en aquel analfabetismo…”. Aquí se percibe con precisión de qué tipo de blancura está hecho el papel en el cual Gómez Saavedra escribe, de qué clase de silencio nacen sus imágenes. No sobran palabras, más bien faltan; es esa falta la que se abulta y forma un espejismo de verborrea que puede sugerir lo barroco, pero que de barroco tiene poco. “El lector” es un poema complejo, ya que el gorrión puede tomarse literalmente como tal o bien simbólicamente como humildísima figura de canto. La lectura más rica es esta última. Estamos por ende frente a una escena en la que el tema es la impotencia, ante un poema que ha fracasado porque su canto se hizo trizas contra la realidad, porque su vuelo es similar al de un ser inerme. A partir de esta constatación, el poeta-lector realiza una intervención quirúrgica: “abrió brevemente su torso / con el mejor de sus cuchillos / e insertó allí / el peso despojado / del cuerpo del pájaro”. El resultado de la operación metafísica de multiplicar el desamparo asimilando el vacío de otras criaturas, de intentar vencer a la derrota incorporando más derrota, da lugar a un giro estético. Gómez Saavedra lo manifiesta con una eficaz imagen dinámica:
A partir de aquel hecho
cada vez que lo rapta el impulso
de leer un poema,
arrima el libro al pecho
y, como dichoso entenado
de un cielo prestado,
deja que el gorrión
ladre.
La agresividad es una de las características del giro estético del expresionismo de Escorial. El poeta no busca seducir o encantar, su propósito es herir o, mejor dicho, transmitir la herida, transmisión que en principio tiene al propio poeta como destinatario, ya que debe sentirse herido para poder escribir, es la herida la que legitima su escritura. Hay piedad en el interior de esta dialéctica, es ella la que anima el circuito que se establece entre la realidad y el poeta, entre el poeta y el poema, entre el poema y el lector. La herida tiene las características de una puerta estrecha: puede darle paso a la muerte o bien alumbrar una nueva vida. La figura de la mujer-madre es central en ambos casos: se vuelve a la madre o se nace de ella. Hay ejemplos de ambas posibilidades en el libro. En el remate del poema titulado “El suicida”, se lee lo siguiente: “Entonces, Dios comprendió sus ganas / de elegir un banco, / acurrucarse, inabarcable y fetal, / y abrirse el cuello para que la muerte le entre y se abisme / a falta de madre / que lo arrulle”. Aquí la herida tiene carácter pasivo, el ser ha agotado sus posibilidades de reestructuración, la palabra se ensombrece y pierde toda su energía. En el extremo opuesto, los poderes de la palabra son totales, es el caso de la palabra-saxífraga, lumínica, que Gómez Saavedra encuentra en el canto de Leda Valladares, mujer-madre ideal:
¡Lo que debe haber sido
despertar cierto día
con la conciencia de que la piedra
podía abrirse en hembra
y dar parto
a un agua alucinada!
El agua, como es sabido, es símbolo de poesía. Al “agua alucinada” del poema titulado “Leda Valladares” se oponen “el agüita asesinada” de “El lector” y el “agua reventada” del poema “Impresionismo” que citamos al comienzo. La coherencia simbólica es admirable, no obedece a un sistema, es absolutamente espontánea. Como queda en claro tras nuestra lectura, ni barroquismo ni vanguardismo son etiquetas válidas para clasificar esta poesía. Hay, más bien, una lengua rica nutrida en pobreza, rica en destellos de desesperación y a la busca de vislumbres de calidez humana; hay también un estilo propio, muy trabajado, y un mundo propio, desplegado con pasión y fidelidad.
Ricardo H. Herrera