La fuente y la derrota

(Alejandro Bekes: Virgen de proa – Editorial Pre-Textos)

Recordé unas palabras de Ricardo Molinari al concluir la lectura de Virgen de proa: un breve texto titulado “El diciente”, que el poeta escribió para introducir su poesía reunida, en 1972. Si bien Virgen de proa no reúne toda la poesía de Alejandro Bekes, recoge mucha en sus cuatro capítulos, hasta el punto que bien podrían considerarse cuatro libros distintos, no obstante haber sido escritos en un lapso breve (entre mediados de 2003 y fines de 2007). Hay cierto paralelismo en el modo en que Molinari y Bekes se entregan al ánimo que los embarga a la hora de escribir poesía, una semejanza que justifica, creo, esta aproximación entre obras que no guardan entre sí una relación de filiación estilística, pero que comparten una misma disposición anímica y un mismo modo de acopiar sus frutos.

Definía Molinari la suma de sus intentos literarios del siguiente modo: “Un extenso cuaderno de complejidades, dudas y experiencias, de aprendizaje, ejercicios y busca tensa de un tono de armonía interior saludable”. Y luego agregaba: “Me hubiera agradado escribir sólo unos pocos poemas, los mejores de este conjunto. Los demás son el anhelo, la prueba, la ayuda; la asistencia en algún acierto”. La frase inicial señala dos aspectos del problema que su poesía le suscitaba a la hora de reunirla: por un lado la reiteración de temas y motivos, por el otro la constante búsqueda de un tono de armonía interior saludable que no se le entregaba fácilmente. Ambos aspectos se relacionan entre sí, ya que fueron muchos los esfuerzos de Molinari por trascender el cerco que la melancolía le impuso a su expresión. La otra frase indica qué obstáculos deberá superar el lector que desee llegar a él. Creo que visto desde esta doble perspectiva, el libro de Alejandro Bekes se torna accesible, ya que también en las muchas páginas de Virgen de proa hay un constante empeño por superar los límites que su temperamento le impone a la visión poética, además de logros irrebatibles, contundentes, que lo sitúan entre los más destacados poetas argentinos de nuestro tiempo. Abordaré por lo tanto el libro desde su perspectiva abierta al futuro, dejando para otra vez el análisis de la parte de sombra que subyuga a su palabra, esa sinceridad trágica suya que por momentos le impide soltar amarras.

Que Alejandro Bekes quiere salir de sí y dejar atrás el banco de melancólica niebla que a veces frustra sus intentos de navegación poética, lo dice bien a las claras el soneto que da título al libro. En él se concentra, en imágenes luminosas, toda su ansia de nuevos rumbos:

Para esta proa un joven rumbo pide,
serenísima virgen de los mares:
a las constelaciones tutelares,
a la corriente que profunda mide

el orbe de la sal y la gaviota
o al viento que da vida a nuestra vela.
¿No ves cómo se borra tras la estela
y la ola a tus pies conspira y brota?

Islas de amor, oceánicas fronteras,
palacios de coral, antigua playa
donde muerde su luz la arena viva

y anda la luna sobre las palmeras…
Bajo tu mascarón desnudo vaya
mi destino a esa miel, ¡virgen altiva!

 

La voz irrumpe con impecable don melódico, se abre a la imagen paradisíaca de lo incontaminado, pide –desde esa suerte de bajel esbelto que es la forma poética trabajada a la perfección– arribar a una playa anterior al hombre. En la palabra “miel” cifra el poeta la dulzura de la inalcanzable felicidad. En las antípodas de esas imaginarias islas verbales hacia las cuales tiende su deseo habitan los antagonistas de la poesía de Bekes: el Dios escondido y el hombre ausente, en el “corazón helado de la ciudad”. Ambos socavan el sueño de la felicidad posible, devastan el ánimo. Sin embargo, en el capítulo sucesivo a “Desde la niebla”, en “Soliloquios”, en un par de sonetos en los cuales Cervantes toma la palabra, el vocablo “miel” retorna, pero esta vez ligado a los antagonistas de Bekes, buscando conciliar opuestos. La generosidad cervantina se convierte en la necesaria interlocutora del poeta –la autorizan su alegría y su esperanza, virtudes templadas a fuego en la derrota, la invalidez y el cautiverio:

“No será tan amarga la verdad
que una remota miel no le saquemos”,
un galeote decía, entre sus remos
viendo en un rostro viva la amistad.

 

Es Cervantes quien habla por boca de Bekes, un Cervantes que ha logrado elaborar en su viejo alambique barroco una miel ejemplar, mucho más nutritiva que la miel anterior. Por mediación cervantina, vuelve Bekes a proponer una poética de la aventura, pero esta vez ligada a la responsabilidad. Aquí la andadura del verso es meditativa, deja atrás el canto de las sirenas:

Escribir para nadie, para todos;
ser historia, verdad, literatura;
darle ocasión y espacio a la locura
en lo ancho del camino y sus recodos.

Vivir en otro, y de diversos modos
extraer de mi pobre vida oscura
luz de pasión y brillo de aventura,
porcelana sutil de turbios lodos.

Escribir, escribir versos festivos
y prosa fiel con que espantar la suerte
y dar la libertad a los cautivos.

Escribir para ser dichoso y fuerte
y propagar mi anhelo entre los vivos
más allá de las sombras de la muerte.

 

Este soneto es una de las cimas del libro. En él, la palabra “escribir” es una orden. Es la orden que pauta el ritmo de la navegación poética: un ritmo mecánico que va transformándose, de verso en verso, en ritmo vital. La condena engendra la liberación: un milagro existencial y verbal. Hay también un grafómano oculto detrás de ese cómitre que marca el compás: es el Bekes galeote condenado a la literatura, dando clases, escribiendo ensayos beligerantes y defendiendo encarnizadamente –con obras– su escarpada franja de tierra civilizada, traduciendo a Virgilio, a Horacio, a Ovidio, a Shakespeare, a Nerval, en medio del ominoso silencio de sus contemporáneos.

Podrán éstos argüir que la estética de Bekes llega con un desmesurado retraso al Siglo XXI. Puede ser: también puede ser que las estéticas que están saliendo a horario no lleven a ninguna parte. Lo más probable es que estemos haciendo pie en una zona donde la expresión “hacer pie” carece de sentido. Hay tiempos que no hacen época, tiempos sin época que producen una literatura que quisiera ser de época, pero no lo es. Si esto es así, y es bastante probable que sea así, la poesía de Bekes refleja cabalmente la situación del poeta culto en la Argentina actual. He aquí que, sin proponérmelo, me veo arrastrado a la zona oscura que quise dejar de lado al comenzar esta reseña. La continúo pues dejando sobre la página una evidencia de peso, un testimonio explícito que merece ser elevado a la consideración del tribunal de nuestro tiempo sin época, el poema titulado “La fuente y la derrota”:

La fuente está dormida esta mañana.
Es un jueves. Las nubes te defienden,
árbol querido, del verano inmenso.
Viene del sur un aire mensajero.
No sé qué hacer conmigo. Catastróficos
sueños llenos de lánguidos fantasmas
me han dejado varado en la arenosa
ribera sepulcral de esta mañana.
Callan los pájaros también, esperan
las baldosas, y el nombre de mis años
ya no se llama más. Yo que quería
rememorar hazañas y naufragios,
poblar de selva el ocio de los otros
y quedarme a vivir en una página,
solamente me dejo andar en verso,
apenas sé pulir mis viejas sílabas
y en mañanas de un jueves como ésta,
cuando está pobre Dios y el alma opaca,
escuchar el silencio de la fuente.

 

Veamos brevemente la problemática que condensa este poema. Por un lado es perceptible el latinista, el hombre de letras que se deleita en “encerrar en pies métricos las palabras” –me pedibus delectat claudere verba (Horacio, Sátiras, II.I)–; un latinista humilde, por cierto, pero que no puede sino tener una concepción ilimitada del lenguaje –al modo horaciano (exegi monumemtum aere perennius)– y que coherentemente busca por lo tanto darle un temple de eternidad al idioma. La fuente es su emblema. Por otro lado, cruzando esa tendencia maestra, casi a contracorriente, se abre paso en la mente de Bekes la visión compasiva de Cervantes, con su tendencia barroca a amar y transubstanciar lo limitado, lo que se va; un deseo de transmutación de la nada que tiene en su núcleo un concepto muy distinto del lenguaje, un concepto que se origina en la aceptación del lugar (la Mancha en su caso, que bien podría ser Concordia, la ciudad donde habita Bekes), de ese lugar cualquiera que está en las antípodas del centro imperial que efectivamente fue la Roma de Horacio. El juego de Cervantes no termina de hacerse carne en Bekes, no desciende a la mano que escribe, se mantiene recluido en un rincón de la mente del latinista, ese rincón donde late el fracaso en cautiverio.

Amén del fracaso (siempre al acecho) y de la vulnerable voluntad de superarlo con una escritura que no se da tregua, hay otros temas que logran hacerse espacio en Virgen de proa: el paisaje entrerriano y el amor. En ambas vetas hay logros notables. Mastronardiano viejo, Bekes sin embargo no ha tenido a su alcance la calma que puede ofrecerle al ánimo un río casi íntimo como lo es el Gualeguay. Su río es un río-mar (“Un kilómetro de agua a la otra costa”), el Uruguay –a veces manso, a veces turbulento– que desborda ampliamente las posibilidades expresivas:

¿Cómo esta inmensidad de agua mansa y salvaje
y esta costa que sabe los colores del mundo
cabría en las palabras de los hombres? Sería
como tirar las redes desde un bote a la luna
que aun no vemos. Sería
como querer atar esta brisa a mi lado
y pedirle que diga más despacio el mensaje
que quizá no nos trae.

 

De este medirse con lo desmesurado el poeta obtiene “acuarelas” y “bocetos” que le dan aire al libro; en ellos el soneto depone su tiranía y otro aliento permite que fluyan libremente las coloridas silvas breves.

Finalmente, de la poesía amatoria que prevalece en la última mitad de Virgen de proa quiero destacar un poema magnífico, tortuoso, en el que la martirizada psicología de Bekes da una nota insólita, originalísima. Sorprende el poema –titulado “A tientas”–tanto por las imágenes de apertura y de cierre como por la evolución rítmica, hecha de endecasílabos blancos que al encabalgarse uno tras otro, se pliegan a la naturalidad de una prosa ambigua, lenta, transparente, pero crispada de tensión dramática:

Tus dedos andan por mi corazón
como quien sin mirar tortura un libro
que no piensa leer. Pasan los días
y cada día sube hasta su propia
cima de angustia y baja lentamente.
La noche le da fuerzas a su día
para que sufra un poco más, la noche
atesora y consagra el sufrimiento.
Despierto. Estás ahí. Tu voz no dice
lo que quiero escuchar, tus ojos miran
a otra parte, o se cruzan un instante
con mis ojos ansiosos. Miserable
busco entre mis papeles algún signo
de tu presencia y de tu ausencia. El día
inicia su ascensión. La sangre corre
de nuevo. Por la entraña torturada
tus dedos andan suavemente, tocan
la parte más herida, andan a tientas
por mi amor. Yo callado lo agradezco.

Ricardo H. Herrera