Editorial

Ricardo H. Herrera

Fue al llevar a cabo la lectura de una parte no irrelevante de la bibliografía concerniente a la obra de Rubén Darío que di con las páginas del poeta dominicano Osvaldo Bazil que abren el presente número de la revista. Repasar la poética de Darío en la Argentina de hoy, a cien años de su muerte, no es fácil. Los prejuicios sobre su obra están demasiado arraigados; no se lo lee, probablemente ni siquiera se lo respeta. ¿Quién podría escribir hoy acerca de él páginas tan valiosas como las que hace cincuenta años escribieron Enrique Anderson Imbert, Ángel Rama u Octavio Paz? Nadie que yo conozca. De ahí que me haya decidido a rebuscar entre viejos papeles hasta dar con algo que pudiese despertar la curiosidad del lector actual de poesía. Uso la expresión “despertar la curiosidad” con plena conciencia de sus limitaciones, dando por descontado que es imposible estimular el gusto por su arte. El tumultuoso presente avasalla con su impacto, no permite tomar la distancia necesaria para leer a un clásico con calma. Y Rubén Darío es ya un clásico, tan insigne como Garcilaso, aunque esté fuera del canon de nuestra literatura desde hace por lo menos cinco décadas, un canon que de año en año se vuelve más indigente. 

Ningún otro poeta hispanoamericano logró, como logró Darío, llevar a un cumplimiento pleno la propuesta de Mallarmé: “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. La frase de Mallarmé sigue circulando –probablemente porque la palabra “puro” queda neutralizada por la palabra “tribu”– pero la realización de Darío es ignorada. En tiempos en que la alergia a la eufonía tiene las características de una epidemia, nadie puede reconocer su hazaña, y, consecuentemente, nadie sabe sacarle provecho a su obra. No obstante ello, las páginas de Darío aún pueden interpelarnos, definir qué somos y dónde estamos parados. Releyendo el prólogo de Prosas profanas, encuentro un ya antiguo diagnóstico suyo que me parece legítimo hacer extensivo a nuestra época. Según cuenta Darío en el inicio de esa página prologal, tanto los admiradores como los detractores le pidieron un manifiesto para encabezar su libro, pero él rehusó hacerlo por tres motivos, dos de los cuales vale la pena reiterar: 

a) Por la absoluta falta de elevación mental de la mayoría pensante de nuestro continente, en la cual impera el universal personaje clasificado por Rémy de Gourmont con el nombre de Celui-qui-ne-comprende-pas. Celui-qui-ne-comprende-pas es entre nosotros profesor, académico correspondiente de la Real Academia Española, periodista, abogado, poeta, rastaquouère

b) Porque la obra colectiva de los nuevos de América es aún vana, estando muchos de los mejores talentos en el limbo de un completo desconocimiento del mismo arte a que se consagran. 

Son palabras escritas y publicadas en Buenos Aires, en 1896; palabras que siguen siendo pertinentes, que todavía son actuales. 

Si bien el modernismo fue considerado desde su nacimiento como una revolución métrica, Darío es sumamente parco al referirse al tema en ese breve prólogo; da por resuelto el asunto con cuatro líneas dispuestas entre asteriscos, como quien dice: comienzo y fin del gran misterio. 

*

¿Y la cuestión métrica? ¿Y el ritmo? 

Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces. 

*

Ni una palabra más, eso es todo; un oráculo no hablaría más enigmáticamente. Y sin embargo, en esas pocas líneas está contenido el núcleo de su poética. No obstante poseer un dominio rítmico que linda con lo prodigioso, queda claro que en su concepción de la poesía Darío le asigna a la métrica un papel subordinado. La métrica, ubicada en su lugar, puede ser un poderoso acelerador de la conciencia; entronizada en la mente de un versificador, en cambio, se transforma en el marcapasos de un corazón exhausto. Coincide con Mallarmé y Valéry; percibe, en palabras de este último, “lo ridículo de la escansión de los versos métricos: reducir la música a marcar la medida, cuando la música consiste en hacer olvidar la medida respetándola del modo más riguroso”. Al atribuirle un alma a la palabra, Darío alude a una dimensión trascendental del ritmo, a un más allá del ritmo métrico. Darío puede quedar sepultado bajo escombros si es mal recitado (es lo corriente) pero la partitura de la melodía ideal siempre se mantendrá incólume en el libro frente a los ojos del lector. La musicalidad es tal que puede llegar a ser impronunciable; se diría, en ocasiones, que exige un instrumento vocal que supera ampliamente las posibilidades de una vulgar voz humana. Es esa noción ideal, de ascendencia órfica y pitagórica, que efectivamente eleva su palabra poética al ámbito de una música tan diáfana como la de san Juan de la Cruz (“la música callada, la soledad sonora”), la que determina la actual indiferencia por la obra del poeta. La afirmación de su fe es sobria y contundente en el prólogo de El canto errante, cierra todo resquicio que pueda dar lugar a la ambigüedad o la duda:

Jamás he manifestado el culto exclusivo de la palabra por la palabra. 

Como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad. 

El retrato de Rubén Darío que traza Osvaldo Bazil en sus páginas nos da una imagen del poeta que, por un momento, lo sitúa próximo a César Vallejo, su más célebre discípulo póstumo, víctima de una orfandad metafísica no muy diferente a la que afligió a su padre espiritual. Más allá del infierno parisino que los dos vivieron, basta leer el soneto “Tant mieux”, citado por Bazil en su texto, para tomar conciencia de su parentesco literario. Se diría que en esa composición de El canto errante Darío engendra a Vallejo, avizorando en las entrañas de su modernismo otoñal una última metamorfosis de su estilo. Lo cual tiene su lógica, ya que en cierto modo ambos poetas fueron protagonistas de un mismo esperpento digno de Valle Inclán, en el cual el nicaragüense sale de la escena acompañado de sus heraldos blancos, los cisnes, al tiempo que el peruano hace su entrada escoltado por sus heraldos negros, los cuervos. 

A Osvaldo Bazil le sucede lo previsible cuando se encuentra con Rubén Darío: descubre que la obra del poeta nada tiene que ver ni con su rostro ni con sus hábitos cotidianos. Por lo que había leído antes de conocerlo en persona –libros en los que el erotismo casi nunca está ausente– se imaginaba que iba a conocer a un “hombre de amor”, pero sucede algo bastante más corriente: descubre a un “hombre tímido, ruboroso, callado, miedoso, ¡aunque sensual y artista de amor!” A propósito de esta cuestión sexual, para nada secundaria en la obra poética de Darío, hay que precisar que también ella da lugar a una concepción metafísica, similar a la que genera la melodía ideal de su poesía. Su verso se abisma en “la rosa sexual” de modo constante, pero inmediatamente después emerge renacido, persiguiendo un horizonte fulgurante, que acaba brindándole una suerte de contención cósmica a su desamparo existencial. Su voluptuosidad está poseída por una fuerza ascensional que impulsa a la imaginación poética hacia la transparencia, convirtiendo el ensueño erótico en un manantial de imágenes y melodías, un cúmulo de sensuales bienes poéticos que Darío denomina “mi trigo” en el soneto titulado “Propósito primaveral”:

Amor, tu hoz de oro ha segado mi trigo;
por ti me halaga el suave són de la flauta griega,

y por ti Venus pródiga sus manzanas me entrega
y me brinda las perlas de las mieles del higo. 

Con excepción del primer verso, que es simplemente un milagro de la imaginación poética ruebendariana, las alusiones carnales en esta estrofa de fuerte impronta parnasiana son patentes, pero todas ellas remiten a una saciedad verbal y visual que deja muy atrás el ritual de la posesión, abriéndose paso hacia una especie de jardín incorruptible. Aparentemente, no hay carencia alguna; por el contrario, hay exceso, exuberancia, prolongación de la sensualidad hasta el éxtasis. Un éxtasis que se expande en la imaginación del poeta, trascendiendo el limitado confín de la sexualidad ordinaria, hasta hallar reposo en un ámbito paradisíaco, de materialidad gloriosa, de perfecta calma. 

Abordando la cuestión sexual desde otro ángulo, Ángel Rama ha escrito lo siguiente: “El machismo de Darío no cede al generalizado latinoamericano y nace del mismo autoendiosamiento de su potencia genésica. La mujer indistinta tiene algo de palestra para el ejercicio de esa energía, receptáculo de la fuerza. Y también, en este acto que a nivel del microcosmos reproduce al macrocosmos, la eventualidad de ascender por la posesión recuperando el ser y culminar en su pérdida y transmutación. Porque en el acto del coito todos los hombres no son el mismo hombre, como pensaba Borges, sino algo más que está fuera de la experiencia corriente (“y quedeme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”) como un relámpago que los integra a la fuerza del mundo todo”.

A pesar del evidente poderío que le suministra la vertiente pagana de su inspiración, hay también una vertiente cristiana en la obra poética de Darío, una vertiente que genera un vórtice de culpabilidad de extraordinaria potencia, poniendo en estado de alarma el fundamento mismo de su imaginación verbal, que es decididamente pagano. Leamos un poema para calibrar la violencia del ojo del huracán, un breve poema –“Spes”– en el cual volvemos a encontrar la palabra “trigo”, pero con signo inverso esta vez, negando la voluptuosidad verbal, imponiendo una lacónica desnudez de hueso:

Jesús, incomparable perdonador de injurias,
óyeme; Sembrador de trigo, dame el tierno

pan de tus hostias; dame, contra el sañudo infierno,
una gracia lustral de iras y lujurias.
Dime que este espantoso horror de la agonía
que me obsede, es no más de mi culpa nefanda,
que al morir hallaré la luz de un nuevo día
y que entonces oiré mi «¡Levántate y anda!”

El binomio “culpa nefanda” habla por sí sólo, ninguna otra fórmula podría ser más explícita. Algo que recibe esa denominación sólo puede generar una tragedia. Y hay una tragedia, como se comprobará al leer el texto de Bazil, una tragedia que comporta un triunfo expresivo, porque es de la tensión entre la desbordante sensualidad y las arraigadas convicciones religiosas cultivadas desde la infancia de donde nacen las páginas más estremecedoras de Darío: una serie de “nocturnos” que, al igual que el poema citado, se cuentan entre las piezas líricas más hondas de la tradición poética de nuestra lengua. Aquí nuevamente, frente a ruegos como “dame el tierno / pan de tus hostias”, viene al caso traer a colación el nombre de César Vallejo, ya que sólo él puede situarse a la par de Darío, en un mismo plano de abismal sufrimiento y candor expresivo.

Decía al principio que hablar de Rubén Darío hoy, en nuestro país, es difícil, si no imposible. Paradójicamente, como es sabido, el poeta amó de modo entrañable a la Argentina: vivió en ella cinco años, publicó en ella los dos libros que consolidaron su prestigio (Prosas profanas y Los raros), la llamó su “segunda patria”, le dedicó sus Cantos de vida y esperanza y le ofreció su canto más ambicioso y extenso (“¡Argentina, tu día ha llegado! / ¡Buenos Aires, amada ciudad, / el Pegaso de estrellas herrado / sobre ti vuela en vuelo inspirado!”) …Y Buenos Aires, a su vez, en tiempos no demasiado lejanos, correspondió a ese amor. Para comprobarlo, basta dar una vuelta por la Plaza Rubén Darío, sita en la esquina de la Avenida del Libertador y Austria, y detenerse a mirar el monumento concebido por José Fioravanti. El escultor captó en profundidad al poeta al hacer su espléndido trabajo, estuvo verdaderamente inspirado al concebir un conjunto de formas que lo representan en cuerpo y alma: un Darío en trance, acompañado por el perenne murmullo del agua de la fuente, la melodía de la flauta griega, Leda y el cisne, Pegaso y la cruz del sur. Para aquél que va a abrir por primera vez las páginas de Cantos de vida y esperanza, antes de sumergirse en la lectura del libro extraordinario, tal vez no sea mala idea ir a esa plaza a aprender por imagen la esencia rubendariana, como lo hacían los analfabetos en la edad media al contemplar las labradas fachadas de las catedrales, en cuyo interior se escuchaban oraciones dichas en una lengua sagrada e ignota.