Como en filmina una dicha: La poesía de Arturo Carrera

Valeria Melchiorre

Por su injerencia, relevancia o protagonismo, innegables a lo largo de estos últimos treinta años, Arturo Carrera puede ser considerado uno de los mejores escritores con que cuenta nuestro país. Esta afirmación, incluso entre sus posibles detractores, está fuera de discusión; y ha sido recientemente validada por el trabajo de la editorial Adriana Hidalgo, que compiló su Poesía reunida, y a cuya colección, “La lengua”, le faltaba esta pieza fundamental. [1] El de Carrera es, hay que decirlo, un lugar ganado por mérito propio, ciertamente en nada producto del azar. Existe, desde el comienzo, y se juega este principio en ejes distintos, una férrea voluntad, una convicción sostenida, algo así como un proyecto –“…mantener un plan a pesar de todos: es la poesía…/…mantener un plan, un mapa de confianza en sí mismo […]” (III, 119), leemos en Mi padre, su libro de 1985–, y esta determinación no tiene nada de inocente. Si cupiera aquí hablar de “ingenuidad deliberada”, como se lo ha hecho, quizá no muy acertadamente, [2] jamás sería en relación con el armado de Carrera: ni con el estilo de su propuesta de escritura, ni con su manera de lidiar en el medio intelectual y artístico a los efectos de obtener una justa visibilidad; aunque ni en una ni en otra de las aristas pueda uno imaginarlo proclive a hacer concesiones, ni sospechar del carácter genuino de su apuesta.

En cuanto al segundo de los puntos, lo atinente a la relación de Carrera con el campo literario y su temprana consagración, tiene tal vez su origen en ciertos hitos iniciales, desde la amistad con César Aira, pasando por el encuentro poco casual con Pizarnik –el poeta tiene tan solo dieciocho años cuando toma contacto con ella, vía telefónica–; y sus intervenciones en la escena de vanguardia –las presentaciones de sus libros, los textos que comparte con Emeterio Cerro, o su incursión, junto con éste, en una compañía de títeres. Estas formas de la incidencia se prolongan en el tiempo, ya probablemente exentas de espectacularidad, pero no por eso carentes de eficacia: ¿Qué implica, si no, la antología Monstruos, de tanta repercusión, y que le otorgara a Carrera un rol decisivo en la promoción de las generaciones más jóvenes de poetas? ¿Qué puede significarle, si no, traducir nada menos que a Yves Bonnefoy, una de las voces más legitimadas de la poesía contemporánea? Carrera, al parecer, ha sabido siempre estar donde había que estar; y es de suponer, no ha puesto trabas a la difusión de su obra: poemas suyos han aparecido, con asiduidad, en revistas de poesía del más variado signo. Habría que reconocerle, entonces, un olfato prominente desde los inicios, quizá resultado de una vocación plenamente asumida, para tramar lazos y cultivar complicidades, sin que la pertenencia grupal, la adhesión militante o la participación en polémicas –nada hay de beligerante en la trayectoria de Carrera– lo hayan tentado en absoluto. Es evidente, por otra parte, su habilidad a la hora de generar un entorno apto para los intercambios provechosos y fructíferos, datos éstos que son absorbidos peculiarmente por su escritura: “[…] no hace mucho le/ dije a Emeterio […]” (III, 301), leemos; y, el mismo fragmento de Artaud, que sirve de epígrafe a La partera canta de 1982, nos llega “vía Severo Sarduy”, “vía César Aira” y “via Haroldo de Campos”, siempre con la cita escamoteada (III, 317), como si se nos revelara así la existencia de un círculo íntimo y privilegiado del que el autor forma parte. Esta suerte de cofradía o de confraternidad se extiende a artistas de otras disciplinas –Rosario Bléfari (II, 448), Gáspar Noé (II, 455)–, en especial pintores, como Kuitca, Cambre y Prior (II, 214) o Marcia Schwartz (III, 69); pero ninguno de estos gestos da cuenta del acierto primordial: la solidez de una obra prolífica, pensada para hacer pie en lo más prestigioso de la tradición occidental; y, por qué no, en un paradigma latinoamericano y argentino a la vez.

Tal ha sido posiblemente el designio de Carrera, que se va tramando en la vinculación con la herencia literaria muy precozmente –Escrito con un nictógrafo lleva el prólogo de Sarduy– y no escatima en referencias explícitas. En efecto, los epígrafes o menciones son múltiples, y aparecen, entre tantísimos otros nombres, Deleuze, Kafka, Bataille, Shakespeare, Artaud, Lorca, Ovidio, Barthes, Pascal Quignard; o por supuesto, de incontables maneras, Mallarmé. A veces se trata de alusiones más veladas –“analiviaplurabellas” (III, 359)–; que entroncan con lo más central del canon hispánico –Arturo y yo, las frecuentísimas “soledades sonoras” (II, 583), de Juan Ramón Jiménez–; o que nos traen de este lado del charco –Juanele (III, 55), Osvaldo Lamborghini (III, 133), Baldomero Fernández Moreno (II, 221); y “Esos ojos adonde llevo/ los míos tatuados” (II, 464), de Pizarnik. Pero fundamentalmente, lo que se consolida es un hilado que linda con cierta idea de la perfección, en tanto es guiado por el anhelo de una buena escritura –a Carrera le interesa escribir bien– y por lo que el poema requiere para hacer sistema con la literatura, aunque en las fallas que jalonan el itinerario –esas grietas que, veremos, derrumban este universo poético, al par que lo fecundan o singularizan– se sostenga un castillo de naipes sin interiores ni fondos, sin centros ni profundidades, puros pliegues que a la tinta se acotan y en el grafo se dilapidan.

La extrañeza o el enrarecimiento, el sello de esta poesía, se desprenden justamente de allí: de la ausencia de meollo. No sorprende este factor en un libro como La partera canta, de la etapa neobarroca de Carrera, donde el mismo enunciado se hace cargo de lo que en la enunciación se desliza: “la poesía es la cáscara de un fruto que se pudre en un sueño […]. […] sólo un refugio de la realidad de la irrealidad del intertexto: el retrato archimboldesco de un hada: la huella de una huella” (III, 335). La persistencia de este rasgo se extiende sin embargo hasta el final, como si la pregunta que activara el itinerario, que es, en definitiva, la pregunta por la representación, se reactivara bajo otra apariencia. En el primer poema de esta edición, que, dada la cronología invertida con que se ordena, corresponde al último libro de Carrera, las “palabras”, leemos, están “aquí aunque no sepa qué dicen,/ aquí aunque se posen sobre la función/ de un sinsentido equivocado; // pero eso tampoco existe” (I, 61). La inanidad de lo dicho es entonces un hecho, acerca de lo cual nos pone sobre aviso esta “Canción del vigilámbulo”, puesto que hay un rumbo trunco cuyo núcleo también se refuta. Como las ondas que ocasiona una piedra arrojada a un estanque, los dados de Carrera van afectándolo todo; y la negación va expandiendo su alcance. Se pone en duda entonces la existencia de la emoción, la veracidad de lo que se oculta; y queda por momentos el mero pronombre vacuo, cuyo asidero desconocemos: “Memoria del verdadero amor/ si lo hay./ Memoria de la mentira infinita del/ infinito misterio/ si lo hay.// Y ese sabor oscuro sin gustar./ “eso” tenemos./ “eso” sostenemos con tus ojos en los míos” (I, 467). Se trata de una imprecisión al nombrar, que en el deíctico se ampara –“No lo olvides, todo brilla, imantado y/ oscuro; el mundo es un poco de nuestro arte/ en mirar esto,// nuestro dolor en acercar inmediata/ una memoria desconocida cada vez en/ esto;” (I, 512)– y se fugan lo real y su doble, al par que se volatilizan: “otra de las tantas cosas que se fugan/ o advienen: naturaleza,/ representación,/ cosa y palabra que se posa/ en el aceite, el humo, el agua” (II, 576). De ahí el trazo que se contenta con indagar “[…] en las palabras/ sino apenas el secreto de una luz,/ apenas la claridad insignificante/ de una acción fugaz” (I, 148). Porque también disipadas, en el paisaje preciado del campo, la propia existencia y la de los prójimos – “[…] Éramos el sentido/ de una desaparición, la pérdida absoluta/ del sentido: nos buscábamos como piedades/ escondidas, todavía invisibles, todavía/ impalpables” (III, 269), leemos en  Arturo y yo–, poco puede quedar en pie. Y hasta la palabra, que es la dádiva de Carrera, se nos ofrece en su versión más evanescente: “Más allá del sentido/ la materia nos ofrece un don: la palabra olvidada;/ la palabra dulcemente borrada/ por la memoria de los falsos sueños” (II, 180). No se claudica entonces, porque están los dejos de esa superficie sin fondo –“El espejo está vivo,/ pero ya no refleja./ Sin embargo,/ el espejo es el extremo sosiego/ de una representación que/ no se calma,/ de una ceguera que todavía no aceptamos” (II, 191)– que se ensamblan en fragmentos como éste, del bellísimo poema “Banda oscura de Alejandro”: “Y trazabas,/ una especie de verdad en la sospecha,// una ilusión de ilusión si allí estallara/ la ira de la estúpida verdad,/ la furia de la vanidosa elocuencia:// la fiebre de los acentos si hubiera habido amor.// Y cada palabra armonizando, y cada sílaba abriéndose// colores y delicadas vías” (II, 482). Y aunque el gasto de la poesía consista en “Ínfimos dijes,/ siempre grandes en la rueda de todo,/ siempre bellos contra nada” (I, 553), “el oro del sentido” (I, 582) puede dirigir el intento doloroso de una empresa como la traducción; y brillar –por su ausencia– al levantarse “la falsa veda del espejo. Y que variaran/ como en sus reflejos las formas de comprender/ el arte de la realidad,// que aumentara el grado de su reflexión/ sosegando el sentido” (II, 78). Como si se agotaran en la articulación de inasibles emociones, de sinestesias y de percepciones, engarzados allí donde la carencia descolla, todas las probabilidades de la palabra: “Sólo nuestro dolor parece el sentido;/ y placer, aunque ausente,/ la sensación reunida.// sólo niega/ el sentido/ su sentido// el tacto,/ incluso el sabor/ –y esa mano pequeña/ que lleva la del padre herido” ( I, 537). O, y esta constatación es aún peor, como si en el habla vana de lo cotidiano se concentrara el único y eventual anclaje de lo real: “…ninguno podía ya detener la fatuidad,/ ni las conversaciones de ocasión/ para las que se hizo el sentido,/ para las que se hizo el lenguaje,/ para las que se hizo el mundo” (I, 608). Por eso, puede aconsejarse el abandono de toda búsqueda, que contrasta con la afirmación del lenguaje y de su peligro e ineficacia, como leemos en Tratado de las sensaciones: “pero tampoco busques en el hilo de seda ni en su baba/ de diablo la huella de su unión,/ la fusión, el sentido:// la ilación de unas tramas o trampas/ donde la voz misma cae y colma/ la incomunicación continua,/ la discontinua incomunicación” (II, 125). El epígrafe de Demócrito, con que comienza dicho libro, sintetiza bien esa alternancia, donde lo lleno es a ojos vistas nimio y mínimo –“sólo existen átomos y vacío” (II, 67). Por eso llega a preponderar un “Teatro del vacío” –así se llama la primera parte de Children’s corner (II, 533)–; y a “El uso del Vacío/ que así se nos entrega” (II, 569) se alude más adelante en el mismo libro.

Y no es que Carrera incurra en la fácil tentación de lo meta-poético como motivo: la reflexión acerca del lenguaje lejos está de conformar un eje temático en torno al cual se disponen otras significaciones. La poesía de Carrera es ella misma un rodeo, disimulado o cristalizado a la manera de una filmina sin espesor, una transparencia que ya en su versión más traslúcida ya en su versión más figurativa discurre lo latente: “Puesto que el sentido no se mueve,/ es una linfa que está bajo la piel de las durmientes,/ y a través de una telilla vidriosa y fría esplende/ en el sopor de toda la contención” (II, 380), leemos en La banda oscura de Alejandro. Tal organización acepta, por supuesto, mojones de infancia, retazos de narración, como se nos sugiere en unos versos de Animaciones suspendidas: “para aceptar una variedad de laminillas/ en que cada escena infantil podría reflejarse,// […]// y a todo lo que amagaba aparecérsenos/ como tumulto transparente,// vacío donde tantas cosas deliciosas y desconocidas/ pueden acaso cesar en su apariencia/ o relato,” (III, 29). La evocación del cristal, en sus variadas declinaciones, no debe por ende sorprendernos: “Esta ventanilla está empañada/ No veo bien” (III, 244), reza el final del primer poema de Arturo y yo. Ni debe llamarnos la atención la proliferación de fotos, que pueden alejarnos de lo real, y a la vez traerlo a colación en un mundo sucesivo –“¿De qué torpe manera/ todo lo que nos aparta de lo real/ visita otra vigilia agazapada/ dentro de lo real?// ¿Cuántas fotos inútiles, perdidas,/ cuántas interrogaciones/ en la voz son luz?” (II, 153)–; que pueden velar parte de lo existente –la nieve ni aparece “en ciertas fotos” (I, 196); y “En esta foto polaroid sólo está Nella,/ pero la alquimia del papel/ se negó al completo revelado” (II, 263)–; o, con mayor pericia, sirven para desbaratar la realidad, al antecederla, suplantarla o cobrar primacía sobre ella: “La nieve es otra cosa. Un material/ que preparan para el arte de la fotografía./ una pintura sumi-é, que no podrá se retocada/ ni borrada a riesgo de fundirse como sobre/ el adoquín el aguanieve.// Sin embargo en la memoria, ahora, nos queda el abanico leve, el limpiaparabrisas/ de un instante […]” (I, 193). Porque, en definitiva, de lo que se trata es de conciliar arte y vida, de secuenciar ambas instancias a los efectos de desnaturalizarlas: “para que la acción no sea el arte ni la vida,/ ni la vida del arte,/ ni una ni otro como membranas del mundo,” (I, 63), leemos en “Canción del vigilámbulo”.

En el caso de la configuración de un espacio y de sus componentes, la yuxtaposición de una y otra esfera mina al máximo los atisbos de volumen, de plenitud, o de opulencia. El procedimiento consiste en abstenerse de resaltar las cualidades más tangibles o corpóreas; y en subrayar la potencial condición de artificio: en el epígrafe de El Coco, por ejemplo, se detalla el trazado de Pringles, el diseño previo a su fundación, que es además comparable a “una pintura de Agnes Martin” (II, 9); en el poema “Quiñihual”, el pueblo revisitado “Es como un rastro que el rastreador dibujara,/ el vestigio de un cuento que no supimos comprender/ y ahora es nuestra biografía.// Un rancho de adobe y paja,” (I, 257); y un paisaje es apreciable en su vinculación con el impresionismo pictórico: “al puntillismo de las tijeretas que juegan en zig-zag” (I, 409). La referencia al mundo de lo letrado o de lo artístico suele reunirse, en la analogía, al ambiente menos marcado por la cultura; y entonces  “Lartigau era la Hécate de Virgilio” (I, 226); o “acaso llegaba hasta la granja el mismo mar/ que llega a una casita en Jujuy, en un poema/ de Néstor Groppa?” (I, 110). Asimismo, hay paisajes que directamente son la escritura, como en el poema “Sicigias” de La inocencia, en que el enhebrado recuerda el funcionamiento de una cinta de Möbius: “en el agua, en el estanque rozado por graves,/ ligerísimas alas;// diurnas avecillas viajan/ tan en la punta de la lengua,” (I, 339) y “en esa repetición o pregunta, no sé” (I, 340).

En esto de saldar “la rústica brecha entre naturaleza y/ cultura” (I, 460) se juega también la suerte de los personajes en la poesía de Carrera: “¿Cómo pensar la línea parental,/ filial,/ sino bajo otro sistema hipercodificado y nuevo/ de “obligaciones” estéticas?” (I, 279) es la pregunta que surge. De ahí que se aplique a lo más privado e íntimo una adjetivación de proveniencia claramente filosófica: “…el padre que al despertar era liso, estriado […]” (III, 89), en Mi padre; o que la captación de un rostro en el espejo esté predeterminada por el universo de la pintura –“El arte de mirarte la cara, la boca,/ gestos que parecían las facies de un retrato de Bacon/ en el espejo cuadrado del perchero y” (II, 99). Por supuesto, en esta intención radica el frecuentísimo recurso de Carrera de aunar, mediante la asociación, miembros de su propia familia en Pringles y seres de la mitología griega. Así es que las parientas mujeres se pasean por la geografía pampeana bajo el nombre de las parcas Cloto, Láquesis y Átropos, tanto en El vespertillo de las Parcas como en Potlatch; y leemos, en otras ocasiones: “primos, abuelos, centauros […]” (I, 114); “Los ojos desorbitados/ del centauro Juancito,// tío Juancito” (II, 154); o “y el rey Midas/ y Giges, y/ el escriba del rey/ y tu abuelo/ contaron el cereal,” (I, 529). Las analogías pueden llevar incluso a nexos más disruptivos, como en el poema “En el baño”, de Tratado de las sensaciones; el entorno y las circunstancias son aquí de bajos fondos: “Polxioro y Caucho trabajan de faunos/ en los baños para faunos,”, hay “poxi-ran” y “[…] los chiquitos aspiran/ lo real como tajada de sandía” (II, 131). Pareciera que los rezagos de una vivencia de lo más menuda y prosaica, aunque el pasado sea el mensurable en los propios años transcurridos, pudieran por esta vía alcanzar la talla de lo épico –“el Coco es un mito” (II, 58), se afirma de este habitante de Pringles, discapacitado y semi-monstruoso. Y en el cruce, en esta suerte de redimensionamiento de lo menor, se obtiene un doble resultado: des-familiarizar –en su sentido más fiel, y también, aunque lo ominoso sea aquí leve, en el freudiano de unheimlich– y restaurar la mirada del niño, que de lo pequeño hace lo gigante.

La idea es insistir en el carácter literal de la escritura, en su pertenencia a una red de lo puramente lingüístico, sin abdicar de las obsesiones: esos resabios de experiencia infantil que la memoria rescata. En esta oscilación se dirime la aventura del sujeto de la enunciación, que pasa, como en el primer poema de Potlatch, de aportar indicios en dirección de una –precaria– autobiografía –“Pringles, julio, 1954”–; a, desvanecido el sujeto del enunciado, revelarse en lo que el significante acarrea. En efecto, se dan aquí la alusión y la distorsión del nombre propio al reiterarse la /rr/, en una suerte de fraseo escolar cuyo final es aún más sugerente: “La carreta va totalmente cargada” (I, 525). Cuando ocurre lo primero, es decir, cuando la balanza se inclina por la identificación del yo textual con Carrera –“Yo estaba en Monte Hermoso, tenía 7 años,” (I, 112), por ejemplo–, puede optarse por la afirmación de un oficio –“yo soy un poeta” (III, 467), leemos en Oro–, en el artilugio ese de forjar(se) a sí también en leyenda, trama de la auto-representación que con la voluntad de armar obra y de consolidarse en tanto escritor actúa. Esta veta se hace muy potente cuando los comienzos de la gesta se asientan en la infancia, como en el poema “A paso de Centauro”, de Tratado de las sensaciones: “y la palabra que escribías solo;/ solo en un pequeño pupitre escolar/ con su tintero de porcelana blanca/ restallante/ como un mingitorio.// copiabas, copiabas, copiabas// cada visaje de esa lengua de fuego/que imitaba en su apego/ tu infancia” (II, 157-158); o cuando aparece el amigo escritor César Aira (II, 207), que tanto colabora en el diseño del mito personal. Pero ese yo autobiográfico osa también, y ya que es tinta en el papel, asumirse como tal, mera máscara que en la nada se engalana; y así transformarse en personaje grotesco frente a sus hijos: “Fermín y Anita […]/ […] con este/ sombrerón fantasma y estos huesos porosos/ con el ligero dolor del mundo: ¡bufón!” (III, 240), leemos en Arturo y yo. En esta tensión tan abarcadora caben, por supuesto, múltiples variantes e inflexiones, desde el ninguneo –“… y mínimo el yo/ en lo apartado de cada historia” (I, 278); o “Son voces, sí, ¿por qué no? ¿qué importa el yo?” (I, 570)– hasta la desaparición, para dar lugar a otras voces que se cuelan: “Soy ese tumulto de mujeres/ que en el borde del camino preguntan:/ –¿Ya nació? ¿Sonríe apenas ya?” (I, 78). Ya en el cuchicheo, ya en la elocución más extendida, se trata de instalar el decir de los antepasados que al hablar portan huellas de una oralidad vernácula o no; a veces, parecen la excusa para entrar en tonalidades diferentes, como el mórbido discurso con que una de las mujeres narra el velorio de la madre en “Mocitas que farfullan”, de El vespertillo de las Parcas (II, 300). Pero es dable, asimismo, que acontezca un yo en nada semejante a lo real, de tan fraguado y corrido, como en La partera canta –“YO COMO PARTERA SIN DOTE: SIN DATOS EN LA FECHA Y LOS ÁSPIDES LUTOS DE MI NACIMIENTO” (III, 327)–; aunque en el libro no se abjure del todo del nombre propio, como un dato significante cuya apuesta es siempre hacia adelante: “vertiginoso sueño en carrera de sueños presuntuosos: carrera en rollos de seda, carrera en cintas magnetofónicas trucadas: carrera escrita en helicoides pintados, en superficies enigmáticas regladas alabeadas y de cono director pulimentando, miniado, dorado para una fiesta en el vacío […]” (III, 364). La letra que al autor en minúscula designa merodea, una vez más, por el “vacío”; y este factor condena su especificidad a la hechura de una superficie plana o de una impostura –“Yo soy el espejo abolido, no lo sabés,/ […]// Yo la estatuilla de Condillac en la ebriedad del luto./ De la estatua de las sensaciones. Yo,/ una sensación fractal –mi nombre, que rotura en/ la luz el todo de unas indecisas partes” (II, 86). Así las cosas, el yo es capaz también de aceptarse “laminilla” en el campo: “¿Y una vez que soy allí/ la laminilla de esa contigüidad/ continua?” (II, 603).

Una filmina entonces, su contextura; y por ende, la factibilidad del intertexto, que se regocija y ensambla con holgura ante la falta de profundidad. Es lo que sucede en los libros de los inicios, más vinculables con determinada vanguardia. La partera canta es, de hecho, franca y abiertamente intertextual: las “galaxias” (III, 369) de Haroldo de Campos se cruzan con “Heliogábalo” de Artaud (370) y con Macedonio –“NO TODA ES FAMILIA LA DE LOS OJOS ABIERTOS” (373), entre muchas otras referencias. Además, los últimos gritos de la moda están a la orden del día, al menos proporcionando un registro discursivo, un vocabulario: “yo y mi pensamiento más (o menos) salvaje que no acepta en amor la plasticidad de ningún mito […]” (III, 322), supone, por ejemplo, a Levi-Strauss. Se ponen al descubierto de este modo las costuras de un patrimonio teórico del que se usufructúa en la escritura; algo que se impone aquí y allá, como en la siguiente alusión de Mi padre al psicoanálisis: “Supe que escribo algo que nunca fue organizado, la tesis del histérico, que nunca fue vivido como destino. La obra tentó más al Poeta que al Padre […]” (III, 154). Se exaspera, en especial en esa época, un léxico hiper-culto, sofisticado, casi de jerga especializada: “La liebre dorada escuchó la sibilancia. D’annunzios. Y con el apparecchio soffio la ventilación de una espiral nocturna, un bucle ciego, helicoide disneico, globuloso, contráctil […]” (III, 100); aunque en la mezcla se puedan acentuar los contrastes: “Mea al advertir culpa su machito que le salta/ y entra devoradoramente en la mujer” (III, 216). Porque la disposición del material en esta filmina acepta la articulación de lo alto y de lo bajo, una de las posibles declinaciones de los binomios arte/ vida o cultura/ naturaleza. Así, en La inocencia: “El Principito –el Principito llegó/ pintado por Kuitca/ al bazar de Librería Corujo:/ entre tractores para cortar el césped,/ cocinas Longvie e inteligentes lavarropas/ y unas agendas Palm, y unas compu Compaq,/ y las Singer de liquidación” (I, 326). En esta línea, las textualidades que se incrustan son tan variadas que incluyen coplas populares como “El zapatito me aprieta”; o en el italiano del dialecto familiar; un fragmento de la Enciclopedia Espasa Calpe; o epígrafes de Pasolini y del arqueobotanista Ramón Buxó. Lo dialógico y lo epistolar, como géneros alternativos, se integran por ejemplo en  El vespertillo de las Parcas, a la manera de injertos, que ya en Potlatch se vuelven absolutamente recurrentes: se pasa allí del discurso publicitario de la Caja Nacional de Ahorro Postal, a canciones infantiles, a textos puramente informativos, narrativos, suerte de monólogos algunos –bajo el título de “Data”–; sin olvidar parte del “Cuaderno escolar de Paula Barrile” (I, 601). “Ready-made”, se anima Nancy Fernández a denominar alguna de estas piezas, [3] con razón, en su extenso estudio sobre Carrera, puesto que parecen proceder en bruto de la realidad real, siempre en ese afán por cuestionar la representación. Su incorporación contribuye, desde ya, a anular más las jerarquías; y a intensificar la rareza ambiente: “y lo que caligráficamente apunta/ a desnaturalizar lo escrito,// dormido en lo calcado” (III, 77).

Es en estas inserciones, probablemente, donde el castillo de naipes de Carrera se desploma, al par que, desde la zona de derrumbe, de entre las fisuras, despunta el germen de lo novedoso. Porque la poesía se aparta, en dichas instancias, de un purismo precavido, y al hacerlo se instala la singularidad de un habla. Estas fallas en el sistema de perfección, allí donde cede la voluntad de escribir bien y de adherir a lo más prestigioso de la literatura, no son visibles, por supuesto, en los libros más vanguardistas: el horizonte de recepción, en esos casos, admite ciertos tropiezos que no implican para nada una caída. Cuando en cambio la poesía se vuelca por el verso más cincelado, cuando se sutilizan sus materiales, se afinan sus trazos, y la dicción se simplifica –el Carrera denominado, a grandes rasgos, «sencillista»-, cualquier distanciamiento respecto de determinados cánones podrá vivenciarse como una hecatombe, o como un riesgo que vale la pena correr, según se lo mire. Lo mismo en ciertas licencias que Carrera pareciera tomarse, algunas de las cuales afectan la forma, como el recurso de la mala aliteración –“…la paciencia sería nuestra evidencia,” (I, 282)–; o los abusos en el empleo de la rima y el empleo indiscriminado de la negrita, interpretables quizá como resabios de la vanguardia: “Arca fugitiva”// la carta,// que pulsa la entrega,/ que puntúa la espera:/ que da a la voz la idea” (II, 411), por ejemplo, en La banda oscura de Alejandro. Además, el autor se permite otros «feísmos», que redundan en la infantilización del tono. Desde ya, los diminutivos, muy atribuibles a la herencia de un Pascoli –Carrera menciona a este poeta en sus Ensayos murmurados[4] –; pero también los puntos suspensivos, el uso inocente de las comillas, o el lenguaje escolar en versos como “La “a”, la “u”, la “i”, la “o”,” (I, 158). Existen, asimismo, signos flagrantes de una contemporaneidad que desentona cuando irrumpe en un contexto más bucólico o estilizado: “mensajes de texto” (I, 270); “… el DJ estaba re-de pala,/ su piel parecía de mármol, pero mármol/ que se ablandara apenas…” (I, 370); “e-mail” (I, 498); “money cards” y  “las tarjetas/ inteligentes en línea” (I, 531). Y, en detrimento de cierto paradigma de belleza, hay lugar para un registro coloquial/ vulgar –“boludeos” (I, 295)–, que muchas veces proviene de la puesta en práctica de la oralidad –“boludo” (I, 107), “Y hacía un frío de la San Puta” (II, 151)–; otras tiene que ver con la literalidad sin vueltas con que se dice la sexualidad –“la pija del padre” (I, 171)–, a veces con visos médicos, como en el poema “Segunda sensación”, de Tratado de las sensaciones: “[…] ¿decimos tiene los testículos/ idénticos a los del abuelo materno?/ ¿Nos reconocemos/ en esos genitales heredados de rasgos?/ ¿El pene del abuelo paterno, la vulva de una tía segunda,/ el anillo del ano calcado de un hermano,” (II, 175). En cuanto a la presencia de lo escatológico, no debe sorprender en un libro como Potlatch –“me cagué. El sorete era duro” (I, 579)–, donde lo que está en juego es el excedente, lo que se dispendia o se derrocha; aunque ya los vestigios asomen en Arturo y yo: “¿Y el día que me cagué encima […]” (III, 274). Por su parte, hay otra especie léxica que degrada más bien por sus connotaciones –el “Uvasal” (II, 598)–; la falla podrá surgir con un cultismo –anapaumenós (II, 122)–, cuando viene a perturbar la superficie irisada de la lengua; sin olvidar el efecto que puede ocasionar ese imaginario cursi, que parece sacado de Manuel Puig –“[…] una polvera Coty/ con sus plumosos cisnes suspendidos” (II, 253)–; y en general tiene que ver con la infancia: hay “ratones” que tienen “hipo” y “dientitos de leche” (I, 562), en Potlatch; y leemos en La inocencia: “Es motivo de estribillo el brillo de las manitas alzadas./ Cada dedo de intacto mazapán; cada hoyuelo rosado,/ las tetitas apenas y en la luz la leve baba del asno,/ la del buey. Y en esa baba láctea,” (I, 355).

Pero nada malogra tanto el sistema como esas grietas que son piedras, rocas, o gemas sin pulir, esos retazos del mundo cuya consistencia tosca deforma y altera el sutil hilván del poema. Me refiero aquí a los fragmentos comparables con “ready-mades”; por ejemplo, la voz de una empleada de geriátrico: “Yo tengo otros viejitos. Una clienta que voy los jueves. Esa es muda. Tuve otra depresiva; fue depresiva toda la vida.” (II, 47). Es innegable, sucumbe aquí cierta concepción acerca de la belleza, aunque, lo que es más importante, se pierde la vacilación de un sentido. Porque la carga de lo dicho anula, paradójicamente, otra densidad: la de lo ambiguo. Es tan exagerada allí la realidad entonces que se radicaliza la faz más literal de la escritura. Y a la inversa de lo que pudiera creerse, lo que Carrera logra una vez más, en este caso a partir de estas piezas «en bruto», es esfumar cualquier sesgo de sustancialidad, sin que esto implique renegar de sus preocupaciones –el universo privado de la infancia, las repercusiones que dicho núcleo tiene en el fluir actual de la memoria. Lo que con la mano se escribe, por decirlo de un modo llano, con el codo se borra; y así, en esa especie de crónica que es El Coco, primero hay una afirmación del mundo –“Cuando nos entregaron las casitas del barrio tenían un poco de humedad” (II, 18)– y luego su negación, en la página siguiente: “…algo parecía volverse verdadero” (II, 19). La duda en Carrera se hace extensible a todo el itinerario; no tiene límites porque: “Todo lo demás parece realidad./ Comprar los muebles y juguetes de una recienvenida al/ mundo: un cochecito nuevo, un “huevito” confortable donde/ ella duerma,// ¿realidad?” (I, 69); y “la pasión”, “las sensaciones” y “el mito de la infancia pura” están “en cada sílaba desmentido; volándose/ en cada acento/ parecido a la anécdota/ parecido a la autobiografía// deshilachadas formas permanentes” (I, 239).

Por eso el verso se pulveriza en “una sintaxis de multiplicidades de olvidos” (III, 272); una sintaxis por momentos defectuosa en el uso de la puntuación –“el arco iris no./ los niños no./ un amor no./ un cuerpo que al pasar” (III, 301)–; por momentos inacabada, sintagmas nominales que se van sucediendo sin redondearse, como en “Una niña”, de Children’s corner: “Manera de no comer,/ y mirar la comida.// Manera de comer el pollo” (II, 613). Los inicios son entonces in medias res, las anécdotas se amputan; síntomas todos de la no completud que llega a visibilizarse en el enunciado: “La pantallita no dice beso dice bso –y yo creo/ mirando, leyendo esa chispa de beso, la ausencia,/ la furia de instantánea adecuación: soy yo el que recibe/ el beso –pero falta la e, pero tiene/ ese brío de amable incertidumbre,” (I, 69). Dicha “incertidumbre” no encuentra fondo: “Deja que bajo nuestra incertidumbre/ croe lo incierto […]” (III, 262), leemos en Arturo y yo; y diseña un estado de precariedad de lo comprensible, que se aviene bien con la pregunta frecuente, el titubeo en las frases, los finales que no son remates; y halla su forma de perfección en la renuencia a lo taxativo, a lo rotundo, a lo concluyente. Porque la escritura es esa “figura” que “al aire va” (II, 491), interesa el silencio enorme que separa las estrofas; que esplende en páginas absolutamente en blanco cuando el texto está atiborrado de palabras –Mi padre–; que muchas veces aparece ligado al paisaje del campo, como en Arturo y yo: “El silencio,/ el silencio// el silencio del agua” (III, 277); o que horada la escritura, tornándola abierta, aireada, evanescente –Oro–; o distribuyendo las significancias, en ese mapa que es Momento de simetría. El silencio, convertido en una práctica de la suspensión, se corresponde de maravillas con lo que no se satura, ni se consuma, ni se integra. Tal vez rastro de un “neobarroco estilo”, como el mismo Carrera confiesa en una de las piezas de sus Ensayos murmurados: “[…] no he hecho otra cosa que serle fiel a la incompletud y eso es acaso mi propio neobarroco estilo: intenté el fragmento, que no es sino el anagrama de mi propio nombre (rotura) […]”.[5]

Dicha propensión a lo fragmentario, además, coincide con las vicisitudes de la memoria, que, como bien se esboza en Animaciones suspendidas es “un tiempo que se desmultiplica/ desmultiplicándome/ a mí, / como padre y como hijo” (III, 76). En razón de esta característica, toda línea cronológica se desvirtúa; lo que acarrea un desorden en la genealogía ya augurado en Mi padre, de 1985: “… la historia es de mi padre y yo soy el escriba, mis hijos, que son de mi sonido… […]” (III, 89). Este factor permite el diálogo entre dos Arturos –indistinguibles– en un poema de Children’s corner (II, 604); puesto que, como se nos hace saber en el primer poema de El vespertillo de las parcas, padre e hijo portan el mismo nombre: “[…] como te solía llamar Arturito (el/ otro que firmaba las cartas en diminutivo), tu/ papá” (II, 247). Hay en este último poema, asimismo, una indecisión acerca de los espacios –el título “No fue en Sicilia, no fue aquí” se reitera con variantes–, arrastre probablemente de esa temporalidad alterada: “donde después de siete mil años fuiste el primer/ verano de huérfano/ a festejar” (II, 246). Porque, en definitiva, una índole mayor de cosas es alcanzada por esta condición indiscernible de las categorías temporales: en especial, esa posibilidad de traer al presente de la enunciación un episodio del pasado. Y así habla un recuerdo de “Monte Hermoso” en que el yo es un “niño” –“[…] voy de la mano del abuelo por la playa,/ dejamos huellas raras, de caballo y de niño” (II, 112)–, como en este otro, de Arturo y yo: “Ahora estoy en Pringles,/ en la azotea de mi casa donde soy Vathek,” (III, 299). Como dice el epígrafe de Cristina Campo, que Carrera toma en su libro de 1997: “[…] el camino no es hacia el olvido, como lo querría la ley del tiempo, sino más bien hacia la memoria” (II, 339); reversibilidad ésta que también se atribuye al verso: “El sentido de la calle/ ¿no es el mismo del verso?: verso, versus// Ir hacia delante, es decir,/ hacia atrás” (II, 314). La afición por los anagramas en la etapa vanguardista –“¿Padre o pared?” (III, 387) o “¿Madres o dreams?” (391)– podrá leerse entonces como otra de las variantes de esta permutabilidad, esta vez en la escala diminuta de lo fonemático.

Pasado o presente, antes o después, igualmente, lo que liga esta superficie veteada en fragmentos –de sintaxis, de percepciones, de relatos–, que también son secuencias temporales, es la continuidad. Valga aquí traer a colación la influencia de Juan L. Ortiz, a la que el propio Carrera se refiere en sus Ensayos murmurados: “Su poesía tardía es lo que más me atrae, sus poemas extensos, donde practica lo que los antiguos supieron llamar el carmen perpetuum, que suena como poesía perpetua o infinita. […] Admiro que sus poemas admitan contarnos algo, aunque después el hilo de lo contado se abra, se desfleque, en infinitos hilillos […]”.[6] Algo de esta continuidad, enhebrando la distancia, se nos enuncia en La partera canta –“[…] las fibrillas cinéticas de una tramada y vibratoria y continua y discontinua y serena parición en ecos” (III, 361)–, que en esta etapa neobarroca viene muy inmiscuida en el trabajo con el significante; leemos en Mi padre: “… en las aulas de cera entre jadeos de ajenjo tu piel luminosa atrae las carcaj con esqueletos de jacintos: los hijastros de Lorca comen manzanas bajo la luz negra. El vaho del agua que lava el aire y el ozono del ajo” (III, 138). Pero la reiteración fónica de este ejemplo es uno de los modos de lo repetitivo, que en este libro por demás verborrágico constituye la operatoria central: la «excusa» del padre es más que válida para que salgan a flote aquí todos los síntomas de una problemática identidad/ diferencia. Así se lee dicha polaridad en un léxico de raíz similar que se va reformulando –“Padres adoptivos. Copadres. Padres en la selección separan: géneros de distinta especie y variedad………………………………Compadrillos […]” (III, 117)–; y, que además de favorecer el contagio fónico, instaura un mecanismo de letanía casi feroz. Los vericuetos de la forma coagulan a veces como concepto: el que explica, a lo largo de todo el itinerario, esa perseverancia de la memoria; y aquí cobra la connotación de escena primordial –“Ha comenzado por no existir ese pasado. Y sin embargo se repite.”; y en la página siguiente: “¿mañana vamos a hacer todo igual? ¿lo mismo?” (III, 98-99). Tras esos comienzos, y años más tarde, leemos en Vigilámbulo: “sin embargo, cuánta terquedad/ de la memoria intangible,// de cuántos modos, en cuántas/ cantidades de silencio” (I, 65). Las escenas privadas, en esa recurrencia con que se escande la vida, también se reiteran: “el mismo candor,// el mismo instante,/ el mismo gusto a helado de limón” (I, 212). A veces, se trata de un ritmo desconocido, que nos gobierna: “Había otro ritmo que ínfimo auguraba/ una repetición que nos desconocía. Y allí/ estuve, en esa vía. Diciendo sin decir,/ hablando sin hablar” (I, 90). Este es el ritmo que en el plano de la puntuación condice con esos puntos suspensivos que inauguran versos y estrofas, o con el uso de minúsculas también iniciales, aunque después se siga con frases que incluyen el punto y la mayúscula. La articulación de la voz incorpora lo anafórico en algunos textos –por ejemplo, “Crepúsculo argentino” de Arturo y yo (III, 255-262)–, otra de las modalidades de la recurrencia. Y la sutura se ampara en frecuentes encabalgamientos: “allí en el agua donde se unen el ojo/ y el pez soluble de una mirada donde/ no somos nada: sólo la gran erudición” (I, 459). Lo que une e hilvana al insistir igual o semejante puede comprenderse como un eco, que cristaliza con este nombre en más de una ocasión; así en el diálogo ovidiano de Narciso y la Ninfa Eco, de Potlatch, donde la Ninfa se limita a reiterar el final de lo que dice su interlocutor: “Narciso: -Antes morir, que darte mi belleza./ Ninfa Eco: –Darte mi belleza” (I, 654). En este mismo libro, los títulos van recogiendo las distintas actividades de un idéntico “escriba” –releer, escribir, reescribir, repetir– y así se pone de relieve la importancia que lo iterativo tiene en el proceso de la escritura. Por ende, no debe sorprender que ya leamos ese sintagma en Oro –“el escriba reescribe” (III, 465)–, porque el trayecto de una obra implica volver con obstinación, una y otra vez, sobre lo que nos aqueja, nos interpela, o nos desvela. De ahí que cobren sentido los intratextos, que convierten este trayecto en un «proyecto» –habrá que leerlos sin inocencia–, en tanto parecen querer recordarnos la cohesión y coherencia de un periplo: ya hay un poema que se llama “Potlatch” en el libro de 1994, La banda oscura de Alejandro; en Las cuatro estaciones “otra animación/ se suspende […]” (I, 229); y leemos en Vigilámbulo la repercusión de una música anterior –“y otra vez ¡la partera canta!,” (I, 78). Porque, en general, hay una «fijación» con los títulos, que pueden poner en duda la estabilidad de lo existente –a un poema “Krabbe”, le sigue otro “¿Krabbe?” (I, 303, 308), en Las cuatro estaciones–; o insistir en su inmutabilidad. Es el caso de los “Carpe noctem” y “Carpe diem”, hasta el hartazgo puntuando un libro como Noche y día, incluso en su versión en negrita y minúscula, cerrando los poemas. Desde ya, tal recurrencia encuentra su razón de ser en los ritmos de la naturaleza; pero también evoca otro más cultural: el de la literatura, empeñada en recrear topos milenarios. A dicho carmen perpetuum, justamente, se hace alusión en el prólogo del libro: se menciona allí una tradición que involucra a Horacio, a Luciano y a las Mil y una noches (I, 391). Se trata de una continuidad capaz de interpretar la de los ciclos naturales; y que se articula en una música deudora de un sistema literario, aquí en “la soledad sonora de los grillos”: “Y como entra la noche en el atardecer/ bajo la soledad sonora de los grillos/ –la música callada de las luciérnagas mezquinas.// y que se unan otra vez esas rachas de sonido/ a la única voz en que juntos vacilamos./ Sonidos que ignoraban ser iguales,// apenas iguales: secretos ejercicios de alegría” (I, 589).

El tono allí es el de la alegre serenidad que lo reiterado supone, veta que surge en otras ocasiones: “Todo en un gran rigor, en una gran rutina serena” (II, 79, 82), leemos en “La construcción del espejo”, de Teoría de las sensaciones. Sin embargo, está el peligro de que lo rutinario fomente un “tedio”, tal el matiz que se impone en uno de los poemas “Carpe diem”, donde “[…] se llama también/ aburrimiento […]” (I, 486). Por lo demás, el canto de “El grillo” podrá introducir una nueva graduación –“el cantado intercambio incesante/ de monotonía” (I, 667), versos que, por si fuera poco, son la repetición exacta de un final de Tratado de las sensaciones (II, 223); y la reiteración fónica asociarse a esta percepción de la regularidad: “Las rimas internas, ía, ía/ La pura monotonía de nuestra/ enorme desdicha” (III, 285), en Arturo y yo. Habrá una eventual justificación para este regodeo en lo que no muta: “Pero el tedio alienta la belleza” (I, 146). Y, cabe señalarlo, esta manera de captar una determinada invariabilidad, de rehuirle así a ciertas formas de la vehemencia, no está reñida con ese tiempo del reposo que es la siesta, uno de los preferidos por Carrera. En efecto, la infancia en un pueblo de la provincia de Buenos Aires pareciera hacer mella en esas inflexiones; y lo rutinario, sea cual fuere su modo de injerencia, la excusa perfecta, el útil más eficaz para merodear en ese espacio agreste; y en esa sencillez que a partir de un punto se busca cultivar: en Children’s corner, por ejemplo, el “campo” es un “crujido de intermitencia/ insidioso,/ tenue// Sin énfasis ni linternas/ humores lentos,// dibujos/ de desgano” (II, 548).

No es el desgano, sin embargo, lo que lo gana a Carrera en lo que incumbe a su itinerario, tan prolífico. El mecanismo que alienta su escritura e impide toda derrota o clausura tiene que ver con el deseo que no cesa; y que no necesita despojarse de lo iterativo, aunque la “monotonía” esté allí implicada: “La traición del deseo que no varía cuando de su monotonía escamoteamos su dolor: el balbuceo extasiado; […] o el ocio en sismos brevísimos y tan superficiales como repetidos; tan repetidos como superpuestos; dulce cruzada de vacíos esponjosos […]” (III, 166), leemos en Mi padre. De ninguna manera se podrá sin embargo asignar a la pulsión deseante –y algo de esto se atisba en la cita anterior– el lugar de la motivación, entendida como un trasfondo o fuente desde la cual se alza el fluir del poema: dicha energía es menos la condición de su posibilidad que su alcance, su extensibilidad, o su entorno; leemos en Animaciones suspendidas: “Toda la música/ toda la ciencia y toda/ la pintura/ tienen un lugar/ para el atlético compilador/ del deseo:” (III, 15); y “el deseo y la pasión como los colmos/ de un artificio extraviado/ en las formas…” (III, 17). El deseo funciona entonces como una suerte de recompensa, de andarivel o de guía; y ese camino, el único núcleo constatable: “y no será siempre buscar en la realidad/ el deseo,” (III, 30). De ahí quizá su persistencia como modo de ir para adelante, de mantener viva la llama de escribir. Puesto que, si la superficie resplandeciente del texto siempre es lo deshilachado de la memoria, y no recordar es lo que se busca –“Papá, el deseo es el olvido. […] El deseo del olvido:” (III, 227), leemos en Mi padre–, éste no tiene razones para acabar. O quizá, esa cuestión de que el deseo no sea localizable como foco irradiante del poema se relacione con su antelación total respecto del lenguaje, en esa zona casi edénica de “Cuando no hablaba”, en Vigilámbulo, y “la palabra dispuesta en una cesta” es como “la primera manzana”: la tentación de cuando aún no se sabe que la “manzana” es “parecida a un sexo dibujado”, y “que es el sexo un dibujo” (I, 74). La misma duda acerca de la realidad por fuera de la representación pone en jaque entonces la viabilidad del deseo como punto de partida; y la primera infancia se vuelve entonces uno de los –escasos– consuelos: “[…] el niño: donde él/ vibra endemoniadamen/ te como anzuelo del// deseo” (III, 437), leemos por ejemplo en La partera canta. Por eso esa obsesión con el mundo de lo infantil, cuyo rescate podrá restablecer algo parecido a la felicidad –“y una naturaleza mentida,/ y unos signos en un mito falso,/ y unas reglas en un juego perdido// y un habla restablecida, dichosa:” que es “la del niño” (I, 229)–, aunque más no fuera derivada de una sexualidad perversa, como en el poema “Niños médicos”: “Darle forma al sentido porque/ en su erección cohabita el disparate,/ la felicidad” (I, 330). Allí se trata, de todos modos, de una trama –el poema– respecto de otra –una imagen–, puesto que la percepción de una niñez sexuada es una “Variación sobre pinturas de Eduardo Medici” (I, 329), como se lee junto al título del texto; por ende, un efecto de literalidad congruente con tal superposición de objetos estéticos. Esta faceta de la poesía de Carrera la describe muy bien Nancy Fernández: “[…] la artesanía sin moral, en la irreverencia de un artificio verbal que hace de la retórica el instrumento más eficaz del deseo”. [7] De sobra se podrá intuir que no es exactamente esa la ocasión para una potencia más arrolladora –o más gozadora. Pero dicha posibilidad no está del todo obturada; pues a veces, el sexo linda con la desmesura –“Un sátiro borracho simula en su bostezo/ el presentimiento sexuado. Se hincha de color/ rebosando todo borde.” (I, 422)–, aún encubierta o entendida como la promesa de un exabrupto ante tanta ausencia: “Figura/ en las sensaciones.// sí// la presencia// sí// que todavía se interesa/ en estallar” (II, 177), leemos en Tratado de las sensaciones. Lo que prima empero es un clima de sosiego que no se abastece de emociones intensas: “Como una música atonal,/ como una instrumentación sin tono”, en un ritmo inaudible y poco afecto a los misterios, así se consigue “un resto de felicidad que casi alcanzamos” (I, 210). Es, de hecho, esa impronta una de las pocas evidencias con que contamos; porque tiempo, espacio, nombre propio y hasta “estas laminillas mitocondriales” pueden ser desmentidas por “algo parecido a una alegría que crece” (I, 303), como leemos en “Krabbe”; y suele ser la sensación la prueba más contundente de esta presencia reconfortante –“allí habitaba la felicidad” (I, 72). En un grado nunca pleno ni redundante entonces –además, porque “toda sensación va acompañada de dolor” (II, 294), según Teofrasto–, despunta la insinuación de unos Fastos cuya medida es simple y acotadamente la de una “dicha breve” (I, 147). Le cabe a esos pequeños mundos privados que Carrera va tejiendo, y sobre todo a esa tesitura que es su escritura, casi la entera responsabilidad de esta experiencia: “Una suave adherencia ajena a la felicidad/ que cerca de las palabras/ resultó dichosa;” (I, 516).

En este apenas roce están la ventura y el provecho de una trayectoria. Se adivina tal vez, en el rodeo que con esa dicha se conforma, el intento por dar con un blanco más solapado: un reverso que no se nombra, suerte de pulsación que contraría y que daría cauce al discurrir todo. Me refiero a la melancolía, cuyo latido incluso una lectura poco atenta de la obra puede captar; y que es, para Yves Bonnefoy:

“[…] una de las consecuencias de esta civilización en que la cosa es percibida únicamente por sus aspectos inmediatamente re-sintetizados, y cuya presencia se ha perdido. De esta civilización que también, en razón de esta carencia, no tiene otra opción que lanzarse en la historia, con el sueño de que el futuro llenará ese vacío. ¿Qué es la melancolía? En lo más profundo, me parece, una esperanza a la vez siempre renaciente y sin fin sujeta a una decepción: pero hay allí implicado menos deseo de «verdadera vida» que la falta, en ese mismo deseo, de una necesidad real de satisfacerse.” [8]

Ese persistir de Carrera en la escritura, a pesar de las constataciones primigenias –“FORMAS EN SU VACÍO… FORMAS EN SU ABUSO: niño que nace y otro lo persigue estirando un mismo cero” (III, 357-358), leemos en La partera canta–, encontraría su justificación en una lucha sostenida con la melancolía: no tanto por desbaratar este sentimiento, del cual resulta imposible desprenderse, sino con el objeto de desmerecerlo, de trastocarlo y de fraguar sus alcances.

Tal empresa podrá barajarse de distintos modos, distinguibles en las enormes diferencias de timbres, ritmos, sintaxis, y sonoridades que zanjan el itinerario poético. Están esos libros clave, los puntos de inflexión que son Arturo y yo y Mi padre, de 1984 y 1985 respectivamente, cuyo orden de publicación altera la natural «evolución» de la obra. Están los «efectos bisagra»: algún verso neobarroco en Children’s corner –“ni el pollo endurecido de oro en la quimera” (II, 615)–; o los hipérbatos, acentos y musicalidad, no siempre del todo prosaicos, en La banda oscura de Alejandro –“De tal modo mi mente/ esas miradas soledades de confín arroja/ más allá, más allá de los desiertos” (II, 387). Y hay asimismo ese acoplarse al destino común de tantos poetas, que dan la espalda a las exorbitancias de juventud para volverse «sencillamente» más clásicos: ¿qué, si no, el motivo de la alondra y el ruiseñor en los “Carpe noctem” de Noche y día (I, 428, 432), libro ya de por sí abiertamente horaciano? Sin embargo, cualquier estereotipia en las categorías cae abruptamente a la luz de lo constante. [9] No reside, esta voluntad por destacar una determinada unidad, en lo que el neobarroco deja como magros resabios retóricos: juegos de lenguaje en un libro de madurez, como El vespertillo de las parcas –“el Ford/sin el Da” (II, 247)–; cierto manejo ostentoso del sonido en los últimos libros –“Orillas del verano su torpor;// un cantorcito y el corcho que se hundía./ Tirones en el hilo del dedo. Ondas en el follaje/ espeso verde” (I, 165). Tampoco halla su explicación en la elección, a priori vanguardista, del neologismo Vigilámbulo, de procedencia deleuziana, para el título del último libro; y para la compilación de la obra toda. Ni siquiera, nuestro empeño por sacar a la luz lo que hila, desde el principio hasta el final, tiene como meta hacerle justicia a Carrera, que con el gesto anterior, con los usos intratextuales a los que recurre, y con lo que su poesía postula –el carmen perpetuum, la memoria traída al presente–, elige la continuidad como vertiente fundamental. Nos basta la pregunta por la representación; esa impresión de superficie, de laminilla sin fondo que el tejido deja: el «despliegue del vacío», fruto de una sustracción[10] –que en Carrera es tan mallarmeana–, y cuyo puntapié inicial ya está en Escrito con un nictógrafo.

En efecto, leído tal como está ordenado, en el final, ese primer texto condensa las versiones, revisiones, digresiones que en (el) torno del lenguaje se dan a continuación. Como si allí el polvo se sacudiera, incluido el del yo, ya o auguralmente fenecido –“el escriba ha desaparecido// Señalo el sitio vacío/ donde los muertos se divierten” (III, 543)–; como si la organización, la tinta se acomodaran definitivamente al espesor y matices de una filmina –es Severo Sarduy, en el prólogo a ese libro, quien utiliza el registro de la fotografía y habla del “reverso”, de las “Negativas”, del “positivo y negativo” (III, 539)–; y como si, vaciada la enunciación al máximo de partículas referenciales, de circunstancias empíricamente factibles, se instalara el concepto en su suntuosa simplicidad. Visto de este modo, con las competencias teóricas bien afiladas, resultaría entonces más sencillo que el ulterior este Carrera inicial: allí donde no existen los rodeos y se dicen las no-cosas por su nombre; inversión que difumina la pertinencia de cualquier nomenclatura en lo que a categorías literarias respecta. El congelamiento en que incurren las clasificaciones se ve así perturbado, con esta disposición que desdeña la cronología; y que además replica el camino de Carrera, siempre en pos de la memoria, de la infancia. Lo que allí dice “la vidente” –“–Hay que teatralizar la inutilidad de todo” (III, 570)– no funcionaría, es verdad, como presagio; ni tampoco esa advertencia que tan amplio cumplimiento tendrá luego: “Oirás literalmente mi lactancia/ oirás literalmente mi infancia”(III, 578). Pero sí, en virtud de lo que para el propio Carrera significa, se reafirmará esa idea de que en la infancia las cosas suceden de una vez y para siempre, [11] ahora aplicada a otro plano: el de la literatura. Puesto que en la infancia de la obra se enfatiza lo que siempre será proferido, diferido o sutilmente hilvanado: “–Propagabas y ampliabas la lección de tu maestro: escribir es organizar la realidad, no representarla. Desordenar la irrealidad. REPRESENTARLA” (III, 556). Lo cierto es que, al verso o al reverso, se niega la accesibilidad de un núcleo prefijado –“el centro extraviado busca otro centro” (562)–, señuelo quizá de todo lo que seguirá.

Poco puede hendirse entonces en lo real; obtenerse el usufructo de una incidencia cualquiera. La coagulación de un imaginario propenso a lo nacional –el peronismo, a partir de la intrahistoria en Potlatch; o el engarce de motivos de la tradición local– jamás cobrará el brío de una aserción, ni garantizará una intromisión fuera del ámbito regido por la escritura. Así, la Argentina como granero del mundo, o el tratamiento del fenómeno inmigratorio en El vespertillo de las Parcas o en “Carporrestos”, de Tratado de las sensaciones –que tanto recuerdan al «sencillismo» de un José Pedroni, por ejemplo–, se dosifican en tanto tópicos de trascendencia colectiva. Simplemente, se los desvía; y en seguida pasan a atañer a una escala minúscula de las cosas: así en el poema “Cereales”, donde está el disfraz que enrarece –“Tío Juancito acompaña al abuelo;/ disfrazados de gauchos […]” (II, 143)– y donde, pronto, cualquier viso de gravedad cede y se resiente la distancia –“Te gustaba mirar los conejitos” (II, 146).

Como allí, donde el legado es agua para su propio molino, así es el trabajo de Carrera con la tradición. Probablemente, ése sea uno de sus méritos fundamentales: hacerse de una cultura y en esa trama inmiscuir(se); propiciarse una lengua y singularizar sus virtudes en los vericuetos de un habla. Pero sobre todo, con esa modulación que articula tendencias en apariencia opuestas, la poesía de Carrera propone nuevos mapas del sistema literario argentino: podrá desearle, bien entendida, recorridos más sinuosos y menos estancos. En la percepción que el poeta tiene de su obra está la pregunta por su futuro. Oscila Carrera entre la desesperanza total y el menoscabo absoluto de lo publicado –en el fragmento con que culmina El Coco: “Toda una crónica, toda una nada. Sólo para decirles eso: nada” (II, 64)–; el cuestionamiento acerca de su «evolución», hacia el final –“¿dónde está la evidencia de su verdad,/ la continua animación y movimiento/ del deterioro o crecimiento/ de su estilo?” (I, 174)–; y la constatación de que las “actividades estéticas” no son inmunes al tiempo, son “oxidaciones” o “fábricas de envejecimientos” (II, 586).

Esta es, seguramente, la incertidumbre que aqueja a todo poeta; en especial, la duda tras cada verso del Siglo XX, una vez que se ha comprobado “que las palabras ya no son espejos/ y sólo el canto póstumo del grillo/ hace correr los días” (II, 85). Hay un estado del mundo que se ha acabado y del agotamiento con que el arte lidia es más que consciente Carrera: “a cada destrucción,/ los terrones de azúcar de Duchamp;/ a cada desesperación,/ la nube inmóvil de Rothko…/ La calma fúnebre de Mallarmé/ a cada vestigio de belleza/ en la esperanza” (II, 652), dice en Ticket, de 1986. El desasosiego de escribir después de las vanguardias: ese es tal vez el desafío del siglo que pasó. Ése fue el desafío de Carrera: en su itinerario mismo, en lo que compendia, se va plegando y desplegando una –dichosa– posibilidad. Otras quizá las cuitas en el siglo XXI.

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Todas las citas de su poesía son de esta edición: Arturo Carrera, Vigilámbulo. Poesía reunida, edición a cargo de Teresa Arijón, prólogo de Sergio Chejfec, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014, t. I, II y III.>>
  2. Es otro el contexto histórico en que Daniel Freidemberg se refiere de este modo a la poesía de Carrera, que además estaba en otro punto de su gestación. La percepción de Freidemberg estaría más justificada entonces. Cfr. al respecto Nancy Fernández, Experiencia y escritura. Sobre la poesía de Arturo Carrera, Beatriz Viterbo, 2008, pp. 32-33.>>
  3. Cfr. p. 171 y ss.>>
  4. Arturo Carrera, Ensayos murmurados, Buenos Aires, Mansalva, 2009. Cfr. p. 86.>>
  5. Op. cit,, p. 153.>>
  6. Op. cit., p. 73.>>
  7. Op. cit., p. 131.>>
  8. La traducción es mía. En el original: “[…] une des conséquences de cette civilisation de la chose perçue par seulement des aspects resynthétisés, avec perte de sa présence. De cette civilisation qui a aussi bien, du fait de cette carence, à se jetter en avant dans l’histoire, rêvant que l’avenir va combler ce vide. Qu’est-ce que la mélancolie? Au plus profond, me semble-t-il, une espérance à la fois toujours renaissante et sans fin déçue: mais moins dans celle-ci un vrai désir de «vraie vie» que le manque dans ce désir d’un réel besoin de se satisfaire”. En “La mélancolie, la folie, le génie –la poésie”, Mélancolie; génie et folie en Occident, sous la direction de Jean Clair, Paris, Galeries Nationales du Grand Palais, 2005-2006, pp. 14-22.>>
  9. En esto coincide, con distintos matices y alegando motivos diversos, gran parte de la crítica. Cfr. Diego Vecchio, “El despliegue del vacío: Arturo Carrera, el barroco, los orígenes”, en Movimiento y nominación. Notas sobre la poesía argentina contemporánea, Sergio Delgado y Julio Premat (eds.), Cahiers de LI.RI.CO., n. 3, Université de Paris 8 Vincennes-Saint Denis- Université de Bretagne-Sud, Lorient-ADICORE, 2007, pp. 241-253; Nancy Fernández, op. cit. p. 15 y 25; y Sergio Chejfec, “El estribillo de la experiencia”, prólogo a Vigilámbulo, op. cit., p. 28-29.>>
  10. Cfr. Diego Vecchio, op. cit., tanto el título de su ensayo, tan directo y elocuente, como el concepto de sustracción y su relación con la estética neobarroca, pp. 243 y ss.>>
  11. Carrera cita más de una vez, en entrevistas, esta frase de Pavese. Cfr. Juan José Mendoza, “Una especie de soledad que festeja la vida”, en Ñ, Revista de cultura, viernes 12 de junio de 2015 [http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/poesia/especie-soledad-festeja-vida_0_1324667927.html], actualizado junio de 2015; o “La poesía es el habla de los otros”, en Télam, 24/04/2015 [http://www.telam.com.ar/notas/201504/102783-la-poesia-es-el-habla-de-los-otros.html], actualizado junio de 2015. Ver asimismo la reflexión que en torno a la contemplación inagotable de la infancia hace Olvido García Valdés, en el clarísimo y maravilloso epílogo a Vigilámbulo, “La música de Marsias”, op. cit., pp. 123-126.>>