Juan Manuel Inchauspe o el poema imposible
Ricardo H. Herrera
El empeño por alcanzar el don de la poesía a través de una expresión minada por la esterilidad, tentativa de ascendencia mallarmeana que se ha convertido poco menos que en un tópico de la lírica moderna, tiene en Juan Manuel Inchauspe [1] (Santa Fe, 1940-1991) el ejemplo menos aparente y más sincero que ha dado la poesía argentina en la segunda mitad del siglo XX. La calidad de su entrega y la integridad de su búsqueda bastan para darle un lugar de excepción en cualquier antología que abarque ese período. Por la índole misma de su indagación, por el compromiso con que la lleva a cabo, resulta problemático atribuirle un carácter exclusivamente estético a su experiencia. En efecto, su vida entera se ve convulsionada por su intento artístico («Hubo un tiempo en que soñaba cantar / en medio de aguas agitadas y negras / pero una noche mi rostro se desarticuló / y cayó sobre la tierra hecho mil pedazos.») También la lectura de su poesía supone una conmoción: la herida psíquica de la que mana su palabra no ha cicatrizado aún, su dolencia todavía es la nuestra. El deleite, el sosiego, el encantamiento, aunque vislumbrados con exactitud y agudamente sentidos, apenas si dejan trazas en su breve obra («En la gran calma, en aquella infinita paz que tu cuerpo irradiaba […] nos concedimos algo. Casi sin tocarnos […], nos concedimos algo»; «Guadalupe, vasta magia.») Ocultos tras un muro de compacta angustia, esos bienes aparecen como un inaudito y lejano destello inaferrable. Su valoración de la hora poética que vivimos supone un diagnóstico desfavorable, no siempre atribuible al vacío circundante («…no hay excusas / […] / esto no tiene nada / que ver con la frialdad / que los otros han arrojado sobre el paisaje. // Yo escupiré mi propia sangre»), sino, más bien, a la penuria que ahoga a la expresión a partir del momento en que la palabra queda clausurada dentro de los estrechos límites de lo literario («Asomado a una noche extraña / arrasada por los vientos / poblada de estrellas furiosas / que una vez dictaron a otros hombres / los nombres de fuego de Arturo / la Osa y el Centauro:/ tu lengua sin cielo / tiembla / y se retuerce.»)
Paradójicamente, la dificultad del poema, o, mejor aún, la imposibilidad del poema, constituye el soporte único y central de esta poesía, toda ella animada por una fiebre secreta, por la disposición natural a concentrar la atención en una escucha desesperada de la existencia perdida, del sentido ausente. Pero —y en esto radica la singularidad de la tentativa de Inchauspe— dicha auscultación se realiza tan sólo donde el hermetismo es total, donde la ausencia se condensa hasta adquirir las características del vacío. La posibilidad de la poesía guarda una relación directa, casi causal, con el llamado que suscita lo confinado. Tan sólo lo impenetrable posee esas condiciones; condiciones que, lógicamente, recaen en forma indirecta sobre el poeta, dejándolo inerme, casi mudo («Cuando la ciega e imperiosa / necesidad de escribir algo se opone /la ausencia absoluta de palabra / sé que estoy en el verdadero camino.»)
Extrayendo su fuerza expresiva del núcleo mismo de la impotencia que encarna su trunca parábola de poeta casi sin poemas, la palabra de Inchauspe se torna precisa como un golpe o un quejido allí donde las amenazantes presencias conjugadas de la frialdad y la afasia alcanzan la magnitud de lo intolerable. Como si todo lo que no representa la desnudez de ese sobreviviente impulso hacia el habla fuese la escoria de la significación, su exigencia de rigor excluye de la página cualquier forma de consuelo capaz de mitigar el desamparo («…para quien / se acerque a estos lugares hay un chasquido / de látigo en la noche / y un lomo de caballo que resiste.») Por ello mismo, la palabra necesidad surge espontáneamente al leer su obra intensa y austera. Sus poemas se concentran en torno de un núcleo cuya fuerza de atracción tiene que ver con la urgencia por rescatar a un ser al que le han sido sustraídas tanto la inmanencia como la trascendencia, y que sobrevive aprisionado en los estrechos límites del utilitarismo (de las «inútiles utilidades» de un «orden que siempre toma más de lo que da»). Su aspiración —»salvar la vida / [mirando] a través / del velo de lo vivido»— desborda lo estético enriqueciéndolo con un tácito estremecimiento de raíz religiosa. La cima a la que aspira su palabra sólo puede medirse por la profundidad del despeñadero en el que cae («No tenés nada más que palabras / y decir esto / y decir que eliminaste los limites / entre el tener y el no tener / es casi decir lo mismo. // Trabajás con nada. / Escribís sobre el vacío. / Frente a la rugosa realidad tus herramientas se deshacen.»)
Las dificultades verbales de Inchauspe son reales y están enunciadas sin la más mínima afectación («Nunca tuve una buena relación / con las palabras…») Consecuentemente, no hay en su escritura una retórica del balbuceo o del silencio, no sacraliza la página blanca, no intenta imitar el jadeo de la asfixia ni manipula con habilidad un instrumental metalingüístico para regodearse con su presa. Más bien, pretende conjurar todo eso en aras de la nitidez expositiva. Como es manifiesto al leer los textos inéditos que incorpora la edición santafecina de su Poesía completa, se trata de alguien sin facilidad de palabra, uno al que sin duda le costaba escribir, que buscaba la claridad con obstinación. Este tropiezo con el lenguaje se liga a un problema mayor: el de la real dificultad de hacer poesía en nuestro tiempo. Creo que aquí, en este doble nudo, reside parte de la fascinación que ejerce su obra sobre el lector. La pobreza de medios del poeta coincide con la penuria poética de la época: la ilusión lírica —elegíacamente rota— se desnuda frente a una mirada (alternativamente melancólica y colérica) que no tiene ni la más mínima dosis de impudicia, una mirada que registra el hecho con todo el pathos del caso. No hay en Inchauspe rastros de malignidad o sarcasmo: su necesidad de la poesía nunca aparece desfigurada por la parodia; por el contrario, se muestra desnuda, llegando al punto de identificar la poesía con la necesidad de la poesía. Sus poemas se detienen en el límite mismo de cualquier posibilidad utópica, rehusándose a abandonar el espacio cerrado donde se produce el tormento.
El aprieto de la poesía, aun de la más llana y prosaica, radica en que siempre conlleva una cierta impostación de la voz, ya que el verso no constituye el fruto de un comentario espontáneo, sino que supone una meditada elección lingüística. Por lo general, la buscada persuasividad atenta contra la naturalidad. Muy raramente ocurre el milagro de que la expresión se sobreponga a los excesos del artificio gracias a la contención operada por una genuina necesidad comunicativa. Inchauspe lo logra a fuerza de ceñirse con desnudez y precisión al hueso de su experiencia, una desnudez y una precisión que probablemente se derivan de la índole desértica de su escena poética, la cual le obliga a sacar el mayor partido posible de sus escasos dones. Cabe pensar que su dificultad menor, la escritura, colaboró activamente con su dificultad mayor, la poesía, en el sentido de que su estrechez, su humildad expresiva, llegó a convertirse en una suerte de correlato formal de su indigencia imaginativa. La tensión de la mayoría de sus poemas, siempre amenazados por el vacío de lo inexpresable y por el silencio de la esterilidad, nacen del áspero forcejeo con ambas imposibilidades. Ello da origen a una estética que instaura una interpretación irrevocable de lo real, y que definiría como estética de la perfección de lo negativo.
Formalmente, la poesía de Inchauspe obtiene su fuerza a partir de unos pocos recursos utilizados con inteligencia. Antes que nada, el vocabulario corriente y la economía del lenguaje: un decir sencillo y sentencioso, sin sobras. Esa brevedad se ve intensificada por el uso de imágenes contrapuestas —luz y oscuridad, calor y frío, vacío y plenitud («De pronto todo se oscurece querida. // A plena luz»)— que acumulan una energía semántica a la cual se le impide el respiro de un final que destrabe la tensión creada por los opuestos. El ritmo es generado por efectos anafóricos muy simples; por lo común, la repetición de una o dos palabras, que se reiteran como un martilleo al comienzo de cada estrofa. El cambio brusco de tono, la aplicación de un toque tierno y cálido sobre la superficie helada de un diagnóstico inapelable (le basta una sola palabra para crearlo: «querida», «amor»), suelen producir en su poesía el efecto de una conmoción. Ningún recurso formal se separa de la línea semántica; por el contrario, ella marca inflexiblemente el paso, impidiendo todo desvío hacia lo ornamental.
La hora mítica en la cual nace y toma cuerpo esta obra es la de la noche cerrada. El abandono y el voluntario aislamiento coinciden. En esa hora —»cuando lo negro despierta en lo hondo a veces / y entra y sale de uno a oleadas interminables»— Inchauspe se vuelve sobre sí mismo y lleva a cabo el ritual de encender la llama de la poesía. En su simple pero eficaz sistema simbólico, palabra es sinónimo de fuego, de plenitud, de vuelo. En el extremo opuesto, afuera, en la oscura frialdad, cobran figura el vacío y la mudez: la desgracia de la mudez, la parálisis de la vacuidad. La índole secretamente religiosa de la agonía es subrayada por el mismo autor («Asomado a una noche extraña / arrasada por los vientos / poblada de estrellas furiosas / que una vez dictaron a otros hombres / los nombres de fuego de Arturo / la Osa y el Centauro: / tu lengua sin cielo / tiembla / y se retuerce.») La devastación nocturna resalta la indefensión y la pureza de la llama poética. Su luz cálida por momentos nimba a la soledad humana de un resplandor inolvidable: «Suave es caer en la habitación / cuando hemos dejado detrás / esa acumulación crujiente de horas / quemadas para vivir. // Suave la presencia de los muebles/ la línea de tu nuca acompañando / la inclinación de tu cabeza sobre el libro. / Suave el fondo de mar de tus ojos. // Y más suave la hora -en que ya cansado / pero terriblemente libre- enciendo / la lámpara que apagaré muy tarde.»
A pesar de la belleza de este instante excepcional, no hay pasado ni futuro en la visión de Inchauspe. El sentimiento dominante es el abatimiento, siempre dentro de un presente sin perspectivas, sin profundidad («Hablo de seres […] que viven días perdidos en los extremos de la noche y para quienes cada día es siempre, y peligrosamente, el último.») Ese abatimiento, sin embargo, se presenta como una saga. Una gesta —la de la expresión amenazada de muerte— se despliega de un poema a otro con ritmo implacable, en un dramático crescendo. Cada texto, como un cuadro, incluye, por partes iguales y contrapuestas, intimidad y vastedad. La cavidad del ser, ese ínfimo alveolo donde el escritor lleva a cabo su «trabajo nocturno», aparece rodeada de un infinito anonadante. La gélida oquedad que intimida ese «momento / secreto y luminoso», paradójicamente, contribuye a enmarcarlo, a darle vida. Las imágenes del error y del fracaso, por debajo del peso que soportan, en contados momentos animan un triunfo recóndito («Y los días y las horas en esta ciudad / me circundan como el negro círculo / de un estanque sobre cuya lisa superficie / la muda y afiebrada rama de mi vida / consigue, a veces, oscilar…)
No es casual que entre las pocas fuentes que podemos individualizar con certeza en esta obra se cuente la de Montale. Su conocida sentencia, contenida en el primero de sus Ossi di seppia, «Non chiederci la parola che squadri da ogni lato / l’animo nostro informe, e a lettere di fuoco / lo dichiari e risplenda come un croco…» [2] , adquiere la siguiente modulación en la escritura del poeta santafecino: «…no pidan palabras seguras / no pidan tibias y envolventes vainas llevando / en la noche la promesa de una tierra sin páramos. / Hemos vivido entre las cosas que el frío enmudece…» Hay una indudable afinidad entre la atonía vital montaliana y el constante agotamiento anímico de Inchauspe. La realidad, para ambos poetas, está como velada, queda al margen de sus indagaciones. En Inchauspe, sin embargo, casi no existe esa fisura diurna a través de la cual Montale, de tanto en tanto, como tocado por la gracia, atisba un mundo adámico detrás de la opacidad cotidiana. Lo constata él mismo, con acento entre perplejo y apesadumbrado; «Nunca fui descubierto / atrapado fuera de mi lecho / natural, / del oscuro sonido de piedras / por donde mi sangre anda. // Por eso me sorprende / el visible afán de esta mañana / entreabierta / por hacer de mí / alzar de mí / una de sus alas.»
Otra influencia perceptible en la obra de Inchauspe es la de Eliot. También ella apunta a circunscribir el estado de desgracia, pero esta vez ligado a la actividad misma del lenguaje. Leemos en el final de «East Coker», el segundo de los Four quartets: «Because one has only learnt to get the better of words / For the thing one no longer has to say, or the way in which / One is no longer disposed to say it» [3] . En el comienzo de «Pensamientos sueltos», poema perteneciente a Trabajo nocturno (1985), el pasaje es reelaborado de este modo: «Lo que quiero decir / casi siempre me es escamoteado. / Lo que quiero decir, es decir / lo que nunca debiera torcer su dirección, / pero que siempre fatalmente / se tuerce y malogra. / Nunca tuve una buena relación / con las palabras y cuando ellas / me llegan ya casi no me sirven.» La palabra clave es escamoteado. En esta tardía crítica del lenguaje (que en cierto modo da fin a la tenaz adhesión a la palabra demostrada por su trabajo entre los años 1964-1975), el sentido verbal supone un escamoteo del sentido armónico perceptible en la realidad natural, de ahí que sólo lo no escrito posea las características de lo definitivo, de lo que no puede ser deformado por la acción restrictiva de la palabra. En el final de «Pensamientos sueltos», las improntas de Eliot y de Montale se funden: «Sólo a veces vislumbro la felicidad / de lo que debió haber sido, / Es cuando me abandono, callado y destruido, / al flujo suave de la tarde / sin más intención que mirar / el lento movimiento de las nubes / y dejarlas hacer. / Entonces percibo el rumor / sereno y silencioso. / Sentado en mi vieja reposera / miro el cielo vacío / y escucho lo que nunca escuché. / Pero lo escucho como si viniera de muy lejos / y no tuviera para mí / ni principio ni fin / y por eso mismo / nunca pudiera ser escamoteado.» La breve ensoñación guarda un leve eco conceptual con un par de versos del «Corno inglese» montaliano: «Nuvole in viaggio, chiari / reami di lassù! D’alti Eldoradi / malchiuse porte!» [4]
De la curiosa imbricación que se produce entre las referencias a las poéticas montalianas y eliotianas en la poesía de Inchauspe podemos extraer una consecuencia paradojal: en él, el estado de gracia, la vislumbre de calma, la iluminación, cobra de pronto características gnoseológicas negativas, vale decir, guarda una estrecha relación con la derrota de la palabra, la cual súbitamente se sitúa en las antípodas de los «momentos luminosos», perdiendo su poder de imagen, revelándose como flatus vocis. La cuestión es importante, ya que durante más de una década (en los poemas contenidos en el volumen titulado Poemas 1964-1975) toda la tensión vital del poeta estuvo abiertamente volcada al acto de escribir, concebido como el único ejercicio espiritual que otorga existencia y acrecienta el ser. Hasta tal punto es esto cierto, que Inchauspe llega a afirmar en uno de sus textos inéditos: «Cuando a la ciega e imperiosa / necesidad de escribir algo se opone / la ausencia absoluta de la palabra / sé que estoy en el verdadero camino.» Escribir algo, dice. Y dice algo, neutramente, porque el hontanar de la poesía está cegado; porque su psiquismo está inmovilizado, paralizado a mitad de camino entre una realidad sentimental ya desgastada por la acción del tiempo y un mundo que ha perdido definitivamente la posibilidad de hechizarlo, y, por ende, de dar origen a la ensoñación poética.
La lucha por el sentido, el intento de otorgarle una significación espiritual a la existencia, adquiere en Inchauspe connotaciones extremas. El verso «Yo escupiré mi propia sangre», en cierto modo un epítome de su poética, no constituye una gruesa pincelada expresionista; es un enunciado que va más allá de lo literario; habla de una ascesis obsesiva, de implacable rigor, puesta en práctica con el objeto de acceder a una dimensión más intensa de la realidad («…por sobre todas las cosas / la soledad de nuestras palabras / tratando de romper la fría / compacta materia»,) En esta lucha contra la helada apatía, contra la inerte materialidad, en busca del intenso calor de la significación, la vocación de Inchauspe por momentos se deforma, pierde de vista su objetivo, «salvar la vida», y, abandonando toda referencia real y sensible, persigue con una violencia descentrada la aparición de algo que no acierta a precisar: «Vida sin ningún equilibrio: / a ti no te queda nada más ya / que la violencia de algunas palabras»; «Vacío / donde nadie baila ni se mece / y donde sin embargo / ¡algo tendrá que reventar!» La exigencia de absoluto hecha a la poesía, en la medida en que se cierra a la existencia y, desligándose de la ensoñación poética, se revela impotente para acceder al plano imaginario donde se realizan las alianzas entre el misterio y el sentimiento humano, da lugar, como es lógico, a un silencio de muerte «donde el vacío se pasea / como una eterna ama de llaves».
- Juan Manuel Inchauspe, Poesía Completa, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1994. Todas las citas están tomadas de esta edición.>>
- «No nos pidas la palabra que escrute íntegramente nuestro ánimo informe, y con letras de fuego / lo revele y esplenda como flor de azafrán…» Eugenio Montale, Huesos de jibia / Las ocasiones, traducción de Horacio Armani, Ediciones Librerías Fausto, Buenos Aires 1978, p. 53.>>
- “porque uno sólo aprende a dominarlas [las palabras] / para decir lo que uno ya no quiere decir / o de algún modo en que uno ya no quiere decirlo.» T. S. Eliot, Cuatro cuartetos, traducción de Juan Rodolfo Wilcock, Editorial Raigal, Buenos Aires 1956, p. 55.>>
- «¡Nubes en viaje, límpidos / dominios de allá arriba! ¡Las mal cerradas puertas / de altos Eldorados!» Traducción de Ricardo H. Herrera, Copia, imitación, manera, Nuevohacer / GEL, Buenos Aires 1998, p. 49. >>