Hudson, poeta en prosa

Jason Wilson

 Huddy going out and taller than anyone present.
Ezra Pound, Pisan Canto LXXIV [1]

 

W. H. Hudson leyó mucha poesía a lo largo de su vida, indiscriminadamente, sin tener en cuenta si era buena o mala. “El amor por la poesía ha sido mi mayor pasión”, escribió. Quiero explorar el origen de su amor por la poesía y la conversión de la poesía en prosa. Es evidente que leyó para aprender, buscando una prosa que lo capacitara para observar más ajustadamente la realidad. Leyó para entender el mundo natural, pero también necesitaba expresar su índole emotiva y espiritual. La prosa científica y la poesía emotiva (para darle un nombre) correspondían a esos dos aspectos de su personalidad literaria, como si la noción de “género” tuviese raíces mentales. Ahora bien, es notable el hecho de que Hudson siempre pensara haciendo uso de anécdotas. Huía de la abstracción, de los conceptos. También rechazaba la expresión directa de sí mismo. Es en sus cartas a un corresponsal en particular, y no tanto en sus libros más formales, donde Hudson reflexiona sobre poesía. Tanto en sus narraciones como en sus ensayos siempre está oculto detrás de lo que escribe.

Comienzo con sus lecturas de infancia en Argentina. La biblioteca de sus padres constituyó la base de su educación. Hudson nunca fue a la escuela y, menos aún, a la universidad. Lo cual no fue vivido por él como una carencia, sino más bien como una liberación; así lo confirma el hecho de que en la madurez denominara a las escuelas asesinas de la mente, en las cuales las excesivas lecturas acaban por deformar a la persona. Los libros estaban siempre asociados con “un mundo pálido y fantasmagórico, poblado por hombres y mujeres sin sangre que charlan de cosas sin sentido. El sentimiento de la falta de realidad nos afecta todo el tiempo”. Esto constituye una constante, pero no afectó su amor por la poesía. Era leer prosa lo que le hizo sentir que “se imbuía de ideas falsas”, lo que lo decidió a “observar por sí mismo”. No obstante haber tenido algunos tutores pasajeros, fueron su madre y sus dos hermanos mayores quienes le enseñaron todo.

La Biblia la conocía íntimamente, porque su madre se la leía en voz alta todos los días. La prosa inglesa de Hudson está empapada de ese conocimiento temprano de la Biblia, tanto en lo que hace a ritmos verbales como a citas escondidas. Quizá su hábito de pensar mediante anécdotas tenga su origen en las parábolas bíblicas. No obstante su rechazo de la cultura libresca, una curiosidad insaciable por el mundo natural le hizo leer todo lo que pudo acerca de éste. En términos de libros específicos, su hermano mayor Edwin trajo a la casa el volumen más desafiante: El origen de la especies, de Darwin. Este libro alimenta un conflicto con la teoría darwiniana que duró toda su vida. Antes de leer a Darwin en su hogar en la pampa, Hudson leyó a fondo la pequeña biblioteca materna formada por libros religiosos y viejos manuales científicos, sin un libro de ficción y pocos poetas.

El hecho de ser un autodidacta lo distanció de sus contemporáneos ingleses. En una carta escrita a los setenta y tres años mencionó que estaba haciendo una recomendación para el joven poeta amigo Edward Thomas. “¡Qué gracioso!”, escribió, “un salvaje hombre de los bosques escribiendo una recomendación para un graduado de Oxford”. Pero lo hacía sin el rencor de “Jude, el oscuro”. Se comparó con Thomas en la última página que escribió en su vida, considerándose “un ignorante y un desclasado, nacido y criado en una provincia semibárbara entre los hombres de a caballo de la pampa”. Es un alarde, ya que para entonces estaba absolutamente libre de prejuicios educacionales, orgulloso de haberse criado entre gauchos analfabetos para los cuales una biblioteca era una rareza. Es evidente que la educación casera fue exitosa, porque su hermano menor terminó siendo profesor en el Colegio Nacional de Buenos Aires y su hermana mayor, niñera de los Mitre, se consideró a sí misma “enseñante” en un censo.

A Hudson lo desconcertaba el hecho de que su casa poseyera la única biblioteca de la región. Sesenta años después de haberse separado de esa biblioteca, recordó el orden de los libros que leyó, empezando por Vieja historia, de Charles Rollin, en trece tomos, que le abrió “un nuevo mundo maravilloso”, siguiendo entre muchos otros con las Confesiones y la Ciudad de Dios, de san Agustín, y terminando con la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, cuya lectura fue interrumpida en el tomo cuarto por la bancarrota paterna. Desafío a cualquiera a imitar este anacrónico plan de lecturas, que excluyó ?herencia protestante? la ficción, por tratarse de un género demasiado frívolo.

Hasta aquí, sus lecturas eran en prosa, pero había descubierto la poesía. Definió la poesía como un estado de sentimientos anterior a su captación en palabras. La poesía se asemeja a tomar notas, es algo breve, staccato, repentino, ilógico, personal y emotivo. Asoció los libros con el encierro y la enfermedad, pero tomar notas era, después de leer, algo que podía hacer mientras vagabundeaba por la pampa, o luego, por el sur de Inglaterra. Como casi toda su obra surgió de la experiencia directa, tomar notas era un modo de conservar un testimonio de lo observado, pero, al mismo tiempo, fue un paso importante en su formación de escritor. Le aconsejó a su amigo Morley Roberts que tomara siempre notas, porque “la memoria no sirve”. Escribió: “la observación más aguda y la memoria más fiel no son suficientes para un naturalista de campo”. O para un escritor. Las notas y la memoria se auxilian mutuamente. Apuntar palabras mientras se vagabundea es lo más cercano a la experiencia, y mantiene su frescura. Tomar notas es la unidad básica de su escritura y está cerca de la poesía, que a menudo empieza con una nota.

Un hombre que le ayudó a Hudson en su lucha por llegar a ser escritor fue Gilbert White, autor de La historia de natural de Selborne (1789), epítome de su Inglaterra soñada.  White escribió cartas claras y deleitosas a sus amigos londinenses desde su parroquia Selborne; anotó todo lo que le llamó la atención en un diario botánico y ornitológico ?especialmente sobre la familia de las golondrinas, en lo relativo a pájaros? con un estilo que él llamó “su manera laboriosa”, contando con pocos libros y nadie con quien compartir, por eso el libro está escrito en el género epistolar. White inició a Hudson en esa directa y emotiva captación de las minucias de la historia natural, sin experimentos o teorías abstractas. Lo único que separó a Hudson de White era que este último consideraba que Dios había dibujado bellamente la creación, creencia que Darwin deshizo.

Fue el diálogo con White el que le abrió a Hudson el mundo literario, porque a través de su libro “chock-full of facts” (atestado de hechos) brilló su personalidad. Es decir, encontró un modelo que combinaba las emociones y los hechos del mundo natural, donde la personalidad del autor le da cohesión y unidad a la obra. Pero lo esencial es que Hudson leyó las notas de White acerca de su parroquia durante su adolescencia, mucho antes de embarcarse hacia Inglaterra, anticipándose a su Inglaterra soñada. Hudson recordaba el día de 1856 en que un comerciante inglés, que vivía en Buenos Aires, trajo el libro de White como regalo. Hudson lo leyó varias veces, aunque White, escribe, “no me reveló el secreto de mi propios sentimientos acerca de la naturaleza”. El libro de White era demasiado prosaico, mientras que él, Hudson, experimentaba raptos místicos inexplicables, preguntándose “¿qué quiere decir todo esto?” Viró de White a la obra Philosophy de Brown (en su biblioteca casera en Quilmes) para acabar definiendo su tipo de misticismo como “ser momentáneamente sacado fuera de sí”. Leer a White fue decisivo en su formación, si bien él era uno que buscaba algo que estaba más allá de lo que White ofrecía. Defendiendo esa lectura, recordó a un naturalista inglés que le confesó que nunca había oído hablar de White ni de Selborne: que White no fuese universalmente aceptado “me llenó de asombro y aún de humillación”, escribe. Desde Quilmes era imposible darse cuenta de que Darwin había condenado a White al olvido.

A lo largo de su obra, Hudson vuelve a menudo sobre el tema del misticismo. Su poema “El visionario”, publicado en Selborne Magazine en 1897, era un informe rimado de “una experiencia mental revivida”. Es un poema convencional asociado con White y Selborne. Había estado en silencio en el New Forest, un bosque tupido, cuando “perdió su cuerpo” y empezó a flotar. El poema que recreó ese estado entre “las hojas, apenas movidas por el viento / hablando de cosas sagradas e ínfimas”. Y a continuación sobrevino la experiencia mística de silencio, luz, resplandor; sus rodillas temblándole y las hojas y el pasto incendiados. Apenas comenzada la experiencia, ésta terminó: “la gloria y el silencio acabados”. Este último verso capta la emoción más honda de Hudson, la pérdida de una experiencia directa, parcialmente recobrada a través de la escritura y guardada en su memoria. Si la palabra “mística” puede asociarse con él, ello tiene que ver con la pérdida de la visión y su posterior recuperación que repite la pérdida una y otra vez. La escritura poética sólo describió ese estado maravilloso, no pudo recrearlo.

Así, gracias a su capacidad de ver más allá del libro de White, Hudson comprendió tanto la limitación que supone aprender mediante libros como la necesidad de observar y reflexionar por sí mismo. Hudson dio su espalda a la biblioteca familiar y a los libros leídos en el encierro, y miró hacia el mundo natural exterior. Su vida de adolescente en la pampa, sin escuela, le ofreció libertad para ser y observar. Vivía una vida tan plena que no sentía deseos de escribir. Solamente una enfermedad severa, cuando cumplió sus quince años, comenzó a distanciarlo de la naturaleza considerada como maestra. Una vez que se recuperó, ya rodeado de libros, comprendió lo que había perdido. Por eso Allá lejos y hace tiempo termina cuando cumple sus dieciocho años, con la lectura de Darwin y la muerte de su madre adorada. Hudson opuso su experiencia juvenil de estar inmerso en la naturaleza a su aprendizaje formal haciendo uso de libros: “No estamos en la naturaleza, estamos fuera de ella; hemos creado nuestras propias condiciones (…) somos criaturas artificiales”. Siempre luchó para volver a ese estado inconsciente de éxtasis que conoció mientras vagabundeaba en lugares salvajes, sobretodo a través de su recuerdo de esos lugares, aunque hacer la experiencia a través de la memoria no fuese igual a haberlo vivido. Mantuvo un pie en la naturaleza y el otro en los mundos artificiales. Nunca pudo volver atrás.

Hudson guardaba el recuerdo del primer libro de poemas comprado alrededor del año 1860 en una librería de usados en el sur de Buenos Aires, dirigida por un viejo alemán con gafas (ya había agotado su biblioteca de libros clásicos en prosa). Entre los libros dispuestos en los anaqueles y amontados en el suelo de ladrillos encontró The Seasons (1726-30) de James Thomson. No tenía idea de quién era ese poeta, mucho menos de que Wordsworth le tenía gran estima. Nunca se olvidó del estremecimiento que le produjo la compra de su primer libro. En la misma librería de Buenos Aires encontró Farmer’s Boy (1800), de Robert Bloomfield, libro de un humilde peón, un poeta campesino, basado en la dura vida de un granjero a lo largo de un año. Una vez llegado a Inglaterra, Hudson hizo un peregrinaje a Troston Park en Suffolk, donde Bloomfield había vivido. Su ensayo sobre Bloomfield es una defensa de poetas menores como Bloomfield, Faber y Cook, quienes habían creado su Inglaterra mental, “mi país espiritual”. Hudson pensó que era la única persona en Inglaterra que apreciaba a ese poeta olvidado, por el simple hecho de que gracias a él leyó todo lo que pudo sobre Inglaterra desde la pampa. Inglaterra, “tierra de mi deseo”, era rural y bucólica contemplada desde la poesía, pero había desaparecido mucho antes de que él llegara a caminarla. Hudson se identificó con el peón del poema porque ambos habían sido pastores: “Cuántas veces (…) solía salir a caballo hacia las majadas de mil o dos mil ovejas esparcidas en la pampa y sentarme en mi pony y mirar los corderitos brincando…” Hudson viajó a Inglaterra a bordo del Ebro, en 1874, con los poemas de Bloomfield como su guía de la nueva tierra.

Inevitablemente, la excitación de leer poesía y explorar su parte emotiva en la comprensión de la naturaleza, lo incitó a escribirla, guiado por Thomson y Bloomfield. Su carrera literaria empezó con poemas. “El gorrión londinense”, su primer poema publicado, apareció en la revista literaria Merry England, en 1883. Un año más tarde salió “In the Wilderness”, en la misma revista. Después, en 1885, otro poema, “Gwendoline”, otra vez en Merry England. En total cinco poemas editados en su primera década en Londres, una novela que no vendió nada, The Purple Land that England Lost (1885) y dos manuscritos de poesía que quemó, antes de cualquier ensayo sobre la naturaleza. Esa labor de métrica y de rima sugiere una especie de laboratorio para su futura prosa, un cuidado por el sonido de las palabras, animado por el oficio de poeta.

En cierto sentido, su primer poema publicado era un callejón sin salida. Tenía que resolver el conflicto de amar la poesía y no poder escribirla. Ya sabía que no podía escribir un poema moderno, en la línea de las nuevas corrientes. El poema largo “El gorrión londinense”, de 1883, se ofrece como ejemplo. Alrededor de 1880, y desde un Londres urbano y gris, el poeta extraña “el maravilloso mundo de los pájaros”, no solamente pájaros ingleses, sino también los de allá (sin nombrar a la Argentina):

 

y a la garrulería de los loros
en los templados bosques,
y los vastos pantanos encantados
donde moran el ibis y el flamenco. [2]

 

El poeta se consuela en el “triste mundo de Londres” con sus gorriones como únicos amigos. El gorrión se ha convertido en “callejero, nómade y alado, / pájaro polvoriento, pequeño basurero”. Hudson se redujo a la amistad de los gorriones, tal fue su aislamiento, no obstante haberse casado con Emily, la dueña de la pensión donde se alojó en Londres, en 1876. El gorrión es un exiliado, alimentado por migajas húmedas, “bullanguero insolente, enhollinado”. A través de su vida, Hudson solía alimentar pájaros desde su ventana. La triste verdad es la que confiesa en el poema: “¡Oh mi perdida musa!” Desde que llegó a Londres, solamente el canto del gorrión alegra “mi exilio”. Este poema va a ser “mi último cántico”. Se oye el gorrión “antes que sordos truenos subterráneos / a sacudir comiencen a las casas”. El infierno de Londres predomina, con sus tejas de hollín y el hediondo vapor de casas sórdidas: un Londres de Dickens, en fin. Mientras que Hudson espera el amanecer en la torre de su casa, recuerda a sus zorzales de garganta de oro y piensa en su Argentina perdida, su musa, “la sagrada pasión de lo pasado”. Vuelve al pasado incaico, a la adoración del sol, “al muerto dios del Inca”. El gorrión para Hudson es el único testigo en un mundo en ruinas. Ha escrito una elegía a su doble exilio de la naturaleza y de su pasado argentino. Ha perdido su musa, y lo único que rescata es una poética humilde: “la belleza debe encontrarse en cualquier parte”, aun en un gorrión.

Al mismo tiempo Hudson sufrió un dilema profundo acerca de si escribir en español o en inglés. Conocía bien la poesía española, tantos los romances como los poemas de poetas peninsulares tales como Francisco Martínez de la Rosa, Juan Meléndez Valdés y Juan de Mena (todos leídos cuando era chico). También conocía muchos romances gauchescos, pero nunca aludió a la naciente poesía argentina, a poetas como Echeverría. Hudson sentía que el español era un idioma más natural que el inglés, menos disociado del habla cotidiana y de la prosa. Cuando tenía diez años, alrededor de 1851, un joven peninsular de España llegó a su casa cerca de Chascomús. El español, camino al sur, pidió pasar la noche en Las Acacias, con un caballo, ya que no tenía tropilla. Hudson recordó dos cosas: la música de su guitarra y su acento de castellano puro que era otra música. Esto me lleva a considerar cómo hablaba Hudson el español. Su amigo Cunningham Grahame, en una carta escrita en español, en 1934, afirmó lo siguiente: “Era argentino… su hablar lento y su acento de la pampa, siempre me hacían pensar que tenía ante mi a un gaucho de viejo cuño”. Como hablador nativo, Hudson consideró al castellano como un “lenguaje emocional”, sobre todo en comparación con la poesía inglesa, que era artificial. En un ensayo del The English Review, de 1908, sostuvo que la ternura de Menéndez Valdés por los pájaros, en “El colorín de Félix”, “se expresó mejor en la poesía española que en la nuestra”. Aprobó su “aparente escasez de arte”. Desde la Argentina, su juicio era que Meléndez Valdés cantó mejor que cualquier poeta inglés el “puro encanto de la naturaleza”. Sus asonancias libres y diáfanas le gustaban más que la rima mecánica inglesa usada por Swinburne. Menéndez Valdés, poeta fuera de moda (“anacreóntico” según Gerald Brenan), escribió pulcros poemas que fluían como agua traslúcida, discurriendo sobre árboles, flores y corrientes, con una sensibilidad similar a la de Hudson cuando vagabundeaba por los campos; fuera de moda, y sin embargo Menéndez Valdés es el más importante poeta español entre Calderón y Becquer. Hudson tenía un gusto innato y fino, más allá de las modas, aunque Martínez Estrada pensara lo opuesto. Pero incluso los poemas de Meléndez Valdés eran inferiores al canto de cualquier pájaro. La poesía era siempre inferior al canto de los pájaros en la jerarquía estética de Hudson. Después de la muerte de su esposa Emily, y al final de su propia vida, Hudson solía repetir unos versos de Meléndez Valdés: “Es amargo el final de la vida / caminar triste y solo”. Tal era el estilo desnudo, similar al de Antonio Machado, que Hudson admiraba en Meléndez Valdés, una admiración que se sostenía al margen de su origen argentino.

Hudson comprobó que la forma emocional de la poesía, conocida en la Argentina a través de la lectura de poetas menores españoles del siglo dieciocho, lo marcó hasta tal punto que cuando empezó a escribir sus propios poemas en inglés los sintió artificiales, falsos. De modo que decidió quemar su obra, pero siempre en tanto amante de la poesía. Más tarde, escribía sus artículos en prosa como si continuase escribiendo poesía, escuchando la música de las palabras, eligiendo la palabra justa y trabajando sobre el sonido natural de sus frases. Nunca perdió esta conciencia del aprendizaje. En una carta de 1910 a Wilfrid Scawen Blunt, otro poeta, confesó que un amante de la poesía tenía que ser también poeta, aunque no escribiera versos. Sabía que escribir un poema no tenía nada que ver con la espontaneidad. Era un trabajo arduo articular las emociones con la métrica. Componía su prosa con el mismo sudor y oficio que cuando componía poemas. Su prosa podía tener la apariencia de lo espontáneo, ya que debía ser de lectura inmediata. Su trabajo no se ve. Morley Roberts, su amigo y primer biógrafo, calculó que sólo escribía doscientas palabras por día; tanto era su sentido crítico. Cunninghame Graham vio el manuscrito de Allá lejos y hace tiempo como “rayado igual que un aguafuerte de algún edificio en construcción, cubierto con andamiaje”.

Hudson aprendió de White que la personalidad del autor debía ejercer el dominio, que era forzoso encontrar una “voz”, tanto en poesía como en prosa. Habiendo escuchado recitar a los poetas gauchos, trabajó su prosa para que sonara tan natural como aquellas canciones. Hizo esto tan bien que un crítico, en 1909, definió la naturalidad de su estilo en prosa como “no estropeado por una tradición literaria”. Hudson era “una de las figuras más válidas de Inglaterra”, en tanto escritor “natural”, no como naturalista; es decir, un poeta en todo menos en el uso de la métrica.  Walter de la Mare definió su elección de la prosa con las siguientes palabras: “Hudson era un poeta que prefirió meramente expresarse en prosa”. (Pound repitió el aserto.)

Hudson vivió hondamente la distancia que media entre el poeta y el prosista porque quería escribir una prosa realista y científica. La prosa científica acercaba el lector a la realidad. Palabras llanas logran captar lo actual, lo contingente. La buena prosa debe ser transparente, disimular a su artífice; debe permitir la observación de algo que está más allá de ella, no llamar la atención sobre sí. En un ensayo incluido en su libro Birds and Man, de 1915, Hudson estimó que Cowper era un mal naturalista en su poesía, porque confundía las clases de cuervos (algo frecuente para cualquiera); sin embargo, “Cowper captaba más. Su verdadero sentimiento y su pensamiento más sagaz se expresó en una de sus cartas incomparables”. De igual modo, su prosa era más precisa, más honesta que su poesía.

Un motivo adicional para desechar el verso y elegir la prosa era sencillamente financiero. ¿Cómo pudo vivir habiendo publicado solamente cinco poemas y una novela en los primeros diez años ingleses?  Hudson denominó a sus escritos periodísticos  “prosa de pan y queso”, debido a que en el censo de 1881 se definió a sí mismo como “periodista”. Todo lo que escribió hace pie en necesidades financieras; simultáneamente, siempre tuvo conciencia de algo más. Dos mentes coexistían en él. Una la denominaba “caminar con botas”, algo pedestre y cotidiano. La otra era más elusiva e impredecible, “la mente de gavilán” con sus “súbitos vislumbres parpadeantes”. Se sintió obligado a escribir “cosas indigestas” para sobrevivir, pero también cazaba presas, al igual que un gavilán. La mente de gavilán trabaja con imágenes sorprendentes. Esta concentración de “ver algo por la primera vez” se convirtió en un impacto de reconocimiento que justificaba todos sus paseos, toda la escritura que surgía de sus notas. Correspondió al poeta en él.

En una carta de 1913 a Edward Garnett, su amigo y editor, comentó que Edward Thomas era “esencialmente un poeta” que se había desviado hacia la prosa. En otra carta, dirigida a la madre de Cunninghame Graham, confesó que había renunciado a “lo que más apreciaba, el deseo de expresarme en verso. Nunca pude sentir que iba a lograr dominar ese instrumento delicado y difícil, y así lo destruí. Es decir, destruí lo que había escrito y decidí superar el deseo. No obstante, mi creencia permanece inmutable, en el sentido de que nuestras emociones más profundas y lo mejor que hay en nosotros no puede ser expresado en otro modo”.

Su mejor defensa de la poesía la expone en una carta del 5 de agosto de 1911, dirigida al poeta georgiano Lascelles Abercrombie, amigo de Edward Thomas y Robert Frost. Alaba en ella el don del poeta como un don que restaura en el lector “un recuerdo de escenas y experiencias pasadas tan vivas como la realidad en sí”. En lo que se diría una percepción borgiana, Hudson insiste en que es la experiencia del lector la que convierte  el texto escrito en algo vivo. Esa percepción se aplica a la prosa de Hudson. Por ejemplo, al leer un verso de Abercombrie ?“el camino en el desierto (…) trazado con tiza de hueso”?, Hudson, en tanto lector, es consciente de que Abercrombie a lo mejor no experimentó o no percibió o no olfateó esa realidad, que sin embargo lo afectó maravillosamente a él. En la misma carta, cita otro ejemplo: “el hambre y el calor con estiércol seco levantado por el viento penetra en mis narices hasta la médula como una oleada de vinagre salvaje que puedo experimentar de vuelta en tu descripción”. Es Hudson lector, no el poeta Abercombrie quien de golpe, por la asociación de dos palabras ?“wild vinegar”?  sintió el olor a estiércol seco de la pampa asaltándole las narices. Hudson insiste en la carta, cita otro ejemplo de cómo el lector hace suyo un poema, a propósito de Byron, quien nunca había visto una manada de caballos salvajes, aunque fue capaz de suscitarlos como nadie lo había hecho antes. Las palabras en un poema logran el milagro de despertar sensaciones y recuerdos dormidos, como esos caballos salvajes sobre la llanura. Esa capacidad es el secreto de la prosa de Hudson. Despierta sensaciones parecidas en el lector, no idénticas. No importa lo que sintió Byron. Hudson no integró la poesía con la prosa, pero enterró una en la otra; como observó Massingham, su prosa es poesía en todo menos en el uso de la rima y la métrica.

Lo opuesto le sucedió con el canto de los pájaros. Los pájaros y sus cantos que obsesionaron los años juveniles de Hudson en la Argentina eran especies únicas de la región. Cuando llegó a Inglaterra por primera vez, a sus treinta y dos años, sólo conocía a los pájaros ingleses por libros. Se excitó cuando oyó el canto de su primer cuclillo. Una vez establecido en Inglaterra, Hudson tuvo que aprender de nuevo los cantos de los pájaros, porque eran nuevos para sus oídos. Borges una vez se burló de los poetas porteños con sus poemas sobre ruiseñores, siendo que este pájaro no existe en el nuevo mundo. Esos poetas locales nunca han escuchado el canto nocturno de ese pájaro; más bien, han leído a Keats. En su ensayo “La música de las pájaros en Sud América”, Hudson confirma lo difícil que fue para él tratar de imaginar los pájaros ingleses desde Quilmes: “Nunca había escuchado ruiseñores, ni mirlos ni alondras, ningún pájaro cuya melodía ha constituido un deleite para nuestra raza”. De nada le sirvió haber leído obras de ornitología. Una vez en Inglaterra, “casi todos los cantos me sorprendieron’. Imaginar el canto de un cuclillo no era suficiente. Había una falla en su imaginación en lo que hace a los pájaros. En su jerarquía estética primaba el canto de los pájaros.

La voz humana, la calidad afectiva de la voz humana, está por encima de cualquier alarde técnico para Hudson. Aproximémonos desde esta perspectiva a la voz de un payador como Barboza, el vecino de los Hudson en Las Acacias, quien componía sus propias canciones y las cantaba de una manera áspera, como un cuervo. Barboza recitó raras aventuras que explicaban su filosofía. Hudson dijo “Puedo recordar unas líneas solamente”, y citó un ejemplo, sin imitar la voz estridente de Barboza: “En el año mil ochocientos cuarenta / Cuando citaron a todos los enrolados”, y ofreció su traducción con rima: “Eighteen hundred and forty was the year / When all the enrolled were cited to appear”. Son versos que quedaron en su recuerdo. Citó otro ejemplo: “Seis muertos he hecho y cinco son once”, y esta vez su traducción era una paráfrasis con rima: “Six men had I sent to hades or heaven / The added five more to make them seven”. Es un hecho: todo gaucho era también un payador, porque cantar bien o mal no importaba. Sabemos que Hudson también cantaba junto al fogón. Una vez en Cornwall, una granja remota y olvidada le recordó su hogar donde todos, incluyendo los perros y los gatos, “vivían en la cocina ennegrecida de humo”. Se quemaban tallos de cardos, bosta seca, y por todas partes “el olor grasiento y fuerte de los huesos de las ovejas, de las vacas y de los caballos”. Tan parecidas eran las cocinas de Cornwall y Chascomús que Hudson rompió a hablar “a lo gaucho”, llamando “Pechito” al perro y “Miss-miss” al gato. Que Hudson apreciara la diferencia entre el habla de los gauchos, en la cual no importaba la estética, y el español dulce de un Meléndez Valdés, es ilustrativo de hasta qué punto consideraba a la voz humana como centro del canto. Un caso paradigmático es el del personaje central de su novela Mansiones verdes (de 1904), Rima, encarnación de la poesía como mujer-pájaro. En una escena de ese libro, el narrador, un poeta, para atraer a Rima se sirve de la poesía, no de un poema artificioso, sino de algo más elemental: “Me restringí  a los más antiguos romances, aquellos versos que, no importa si eran tristes o alegres, siempre me parecieron naturales y espontáneas como el canto del pájaro, y tan sencillos que hasta un chico pudo entenderlos”. Es la espontaneidad que cuenta, y Hudson sale con un símil de aprobación por esos romances orgánicos que lo afectan “como el canto de un pájaro”.

Después de un día de trabajo duro, durante sus incontables noches en la pampa, Hudson escuchaba cuentos de gauchos. Luego recreó y tradujo esos cuentos orales como cuentos suyos, como poemas y aun ensayos, pero siempre manteniendo la ilusión de una voz que habla. Samuel Beckett, como muchos escritores, contó a un amigo que nunca escribió una frase sin antes decirla en voz alta. Hudson juzgó el estilo de William Cobbett como deliciosamente oral: “sin duda, hablaba así, tal como escribía y hablaba en público, su estilo, si puede llamarse así, fue el más directo y coloquial jamás escrito”. Quiere decir que Cobbett escribió con la misma naturalidad con que hablaban los gauchos. La voz hablada o cantada no se considera “estilo”. Es algo más vivo que la mera escritura, es algo que se oye. El poeta John Masefiled vio al gaucho en Hudson escritor. Lo evocó como alto, noble, pero remoto y melancólico, como si acabara de salir de un matorral de la pampa donde “hubiese estado tan libre como el aire”. A Hudson le encantaba contar acerca de sus días de gaucho. Dice Masefield: “No puedo transmitir el poder de su oralidad. Tenía que ver con la belleza de su cara fuerte que nos miraba mientras contaba, y también con lo que sentimos que era su agonía”.

Jorge Keen, un anglo-argentino hijo de un amigo de los Hudson, dejó un manuscrito de una conversación que tuvo con él en Londres, hoy conservado en el museo Hudson. Se encontraron por primera vez en 1903, en la casa de los Keen en Hyde Park Gate, Londres. Keen se fijó en que Hudson hablaba un español de gaucho, en breves explosiones, comiéndose la mitad de las palabras. Le preguntó porque había elegido escribir en inglés. Hudson contestó: “Ves, adoraba a los gauchos. Cuando era un niño los admiraba como héroes y los frecuentaba todo el día, fascinado por su destreza con los caballos. A los quince o dieciséis me había convertido en un excelente jinete, y los acompañé en galopadas sin fin; después solía sentarme alrededor del fogón, cebando mate, escuchando sus cuentos y romances tristes. Decidí escribir en inglés para armar una crónica de la vida de los gauchos. En español hubiera sido como llevar carbón a Newcastle”. Volvió a repetir que podía recitar un sinfín de romances.

Hudson se encontró atrapado entre su admiración por la prosa científica y la poesía emotiva, entre las demandas del español y las del inglés, pero descreía de la traducción. Le dijo en una carta a Cunninghame Graham que leer a Cervantes en inglés era aburrido; que la literatura española tenía que ser leída en español, porque era imposible saborear su espíritu sin saber la lengua o conocer el pueblo. La palabra “avispada”, dijo, no puede ser traducida por ‘waspish’, porque las connotaciones se pierden en las equivalencias literales. Después de su muerte, el mismo Cunnighame Grahame decidió que solamente se podía entender a Hudson si se sabía español, que Hudson escribió inglés como si fuera español. Hudson forma parte de una tradición bilingüe que incluye a Conrad, Nabokov y Beckett.

La mejor imagen del idioma español latente en Hudson encarna en una vieja papagaya que trató en un pub de Wilshire que él solía frecuentar. Comprada por un marinero en Santa Cruz, México, Polly, la papagaya, lo mordía cada vez que intentaba acariciarla. Después, probó a hablarle en español, en falsete, llamándola “Lorito”, como las mujeres en el continente verde. Polly se puso de golpe a escucharlo, pero no logró decir ninguna palabra en español, sólo “sonidos inarticulados y bajos”. Pero en Hudson había despertado vagas memorias de un tiempo pasado. Él y Polly se hicieron amigos en el acto. Descubrió un ritmo de sonidos bajos e inarticulados, el lenguaje anterior a su español y a su inglés, como el balbuceo de un infante o el susurro de los amantes. En su novela Mansiones verdes, Rima se acerca al narrador con su dulce voz de pájaro: “para mí serían siempre sonidos inarticulados, hiriéndome como una música espiritual y tierna: un lenguaje sin palabras”.

Para dar un ejemplo de cómo trabajó su prosa como poeta, hay que leer “El Ombú” (de 1902), su “obra maestra” según Edward Garnett. La primera edición llevaba de epígrafe un conocido poema del argentino Luis Lorenzo Domínguez, que Hudson recitaba a menudo en voz alta. Sus intenciones patrióticas eran claras: si el rasgo que distinguía a Brasil era el sol y a Perú sus minas, el rasgo más distintivo de la Argentina era el ombú. Solamente a través de la escritura pudo Hudson volver a su hogar. El ombú significaba su hogar, como el nombre de la estanzuela de sus padres lo indica: Los veinticinco ombúes. Era, según Cunninghame Graham “un gaucho moderno” (latter-day gaucho). Hudson le dedicó el cuento “El ombú” a ese amigo escocés: “Singularísimo escritor inglés” sin acento, “quien ha vivido y conoce (hasta el caracú, como dirían los gauchos) a los jinetes de la pampa, y sólo él, de todos los escritores europeos, ha logrado algo del color de esa remota vida que está en vías de desparecer”. Era el único que pudo comprender a Hudson, su único lector, porque había vivido su experiencia en los siete años que pasó en Argentina. Esa remota vida sólo se mama de niño, con todas las consecuencias.

Únicamente un lector bilingüe como Cunninghame Graham podía apreciar este cuento gaucho de mala suerte, ya que algunos elementos, según Hudson, “le resultarían a un lector inglés muy extraños y casi increíbles”. Hudson le dijo a Cunninghame Graham en 1894: “¿Qué haría alguien que no sabe nada de la vida del gaucho y de sus costumbres con este cuadro? Exigiría una explicación para cada frase”. Su amigo le dio la respuesta en un prólogo: “Para apreciar a Hudson, un lector debería haber visto ese mar de pasto y haber cabalgado en el sol abrasador durante horas”.

Nicandro, gaucho viejo, narra una serie de cuentos mortales y surrealistas. Hudson, que ya había cumplido veintisiete años y trabajaba como gaucho, se sentó a escucharlo. Es esencial darse cuenta de que Nicandro era analfabeto y que sus cuentos funcionan como historia local. Hudson escuchó a muchos gauchos contando en voz alta sus cuentos lacónicos, casi aforísticos, lo que Luis Franco llamó “filosofía analfabeta”. Esta sabiduría analfabeta provenía de un tipo de campesinos españoles que no habían perdido “la viveza de inteligencia y de sentido poético” propias de todo campesino. De estos gauchos aprendió Hudson a modular su “voz”. Su escritura transportó esa tradición gauchesca al inglés, haciendo hincapié en su voz. Un lector oye a Hudson hablarle directamente mientras lo lee. Se oye a Hudson traduciendo a su gaucho narrador desde esas tardes en las que no había otra cosa que hacer sino cebar mate alrededor del fogón. Hudson siempre se angustiaba de que “el sabor oral del gaucho se perdía en la traducción.” Tenía que recrearlo totalmente en inglés. Pero nunca dudó en cuanto a su valor como música original de toda prosa: “y lo mejor de todo, existe la voz humana, su dulce hablar que es una música infinitamente más rica que el canto y el sonido de nuestros instrumentos musicales”.

Los acontecimientos narrados en el cuento “El Ombú” no fueron vividos por Hudson, sino por un gaucho llamada Nicandro. Su cuento no es autobiográfico, pero sí lo es la experiencia oral del otro. Hudson fija estos cuentos orales en prosa escrita. Esta manera indirecta es lo que Wordsworth hacía cuando escuchaba en ese estado de “pasividad sabia” a campesinos como Peter Bell, el Leech Gatherer y el Idiot Boy. Seamus Heaney lo clarificó como “la vida del sonido en la oreja del que escucha”.

Hudson alabó la memoria de su gaucho narrador “ya que podía recordar y narrar la vida de cada persona que había conocido en su lugar nativo”. La memoria, tan profunda y enriquecedora en la vida de Hudson, le proveyó casi toda su ficción, y también sus ensayos que venían de una Sudamérica a la que no volvió tras pisar tierra inglesa. Pero sus vagabundeos solitarios, en combinación con sus apuntes, preservaron una memoria precisa y emotiva. En 1922, justo antes de morir, describió a los gauchos como “amantes de frases lacónicas”, una característica de sí mismo. Hudson podía recordar con exactitud el canto de ciento cincuenta y cuatro pájaros argentinos. Nunca los olvidó, como Nicandro. Funes, el gaucho uruguayo de Borges, tenía tal memoria prodigiosa que tuvo que encerrarse en un cuarto oscuro para no acumular más recuerdos. Hudson, Nicandro y Funes lucharon contra el olvido con una memoria que da envidia. El cuento “El Ombú”, como toda su obra, es una hilera de recuerdos vivos, arrancada de sus apuntes, de sus notas.

Hudson luchó para conseguir esa oralidad, probando constantemente su prosa con sus oídos, y reescribiendo hasta llegar a recrear la oralidad en la frase escrita. Aún nos queda una cuestión formal por resolver: el eslabón que une la cadena de su obra, la digresión. Divagaba a su antojo, era su versión de la libertad. La digresión funciona en su prosa como el mecanismo que hace avanzar las frases, y funciona cuando vagabundea, evitando la línea directa. Implica andar en círculos, perderse, no saber exactamente donde se va, tal como caminaba. Cualquier ocurrencia podía entrar en sus textos “sin un plan fijo”. Parece espontáneo como una voz que nos habla. En su último libro, Un Ciervo en Richmond Park, resumió su aproximación formal como una olla podrida en que se tira cualquier cosa. Lo escribió en español en su texto en inglés, sin explicaciones, como la mejor manera de describir su prosa de poeta, siempre oscilando entre el inglés y el español. Esta libertad de arrojar cualquier cosa en la olla justificó su rechazo del poema con sus límites formales, su métrica, su rima: en fin, su artificio.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Huddy era el apodo de Hudson. >>
  2.  Versión de Eduardo González Lanuza (en Cien Poesías Rioplatenses 1800-1950, de Roy Bartholomew). >>