Una muestra monocorde

(30.30, poesía argentina del siglo XXI, Selección y prólogo de Francisco Bitar, Daiana Henderson y Gervasio Monchietti – Ediciones de la Municipalidad de Rosario, 2013)

que tiempo
no hay 

que tiempo
es lo que sobra.
  Diego Muzzio

 

El valor de la juventud es algo intrínseco, lo que le viene por añadidura no. En tal sentido, el recorte generacional que deja a muchos afuera, y a treinta poetas menores de treinta años adentro, tiene por lo pronto el justificativo simpático de la edad y esa explicación infructuosa de que el mosaico se conformó con representantes de los más remotos rincones de un país, por caso, el nuestro. El resto es determinar la razón por la cual un libro de estas características debiera llamarse “antología” de la poesía argentina del siglo XXI y no de otra manera que describiera en serio el volumen que editó la Municipalidad de Rosario, festejando la aparición de los nuevos poetas argentinos que se foguearon en el Festival que año tras año se realiza en la ciudad santafesina.

Así, el libro de 252 páginas que cobija tanto poemas inéditos como ya publicados de hombres y mujeres nacidos entre 1983 y 1991 en Argentina, muestra tímidamente una tendencia al emparejamiento literario, a la escritura de códigos similares y guiños casi idénticos, de coloquialismo llano y pretendida rebeldía que termina siendo una broma que no causa risa. Fácilmente se entrevén los hilos de la trama de este volumen al leer las escuetas biografías de los autores, lo que justifica la inclusión de su material poético en esta antología que, según dice la contratapa, “apuesta al futuro”.

Los tres antologadores, Henderson, Monchietti y Bitar -litoraleños ellos y jóvenes, igual que los antologados-, intentan explicar que los treinta poetas “dibujan un diagrama de desplazamientos topográficos y un plano de correspondencias imaginarias que cuestionan las categorías de capital, interior, centro y periferia: Azul, Bahía Blanca, Bariloche, Buenos Aires, Córdoba, Coronel Rosales, Coronel Suárez, Gualeguay, Ingeniero White, Jujuy, La Paz, La Plata, Mar del Plata, Mendoza”, y sigue la lista que incluye, entre otros puntos geográficos, el de Villa Fiorito. Agregan: “Si bien la antología no refleja todas las tendencias existentes en la actualidad, pueden observarse diferentes lenguajes y estrategias discursivas…”, para aclarar enseguida, “posiblemente se perciban, sin embargo, muchas notas en común, como un aire de época que termina o recién empieza”.

En el afán de demostrar la amplitud de elección y la veracidad variopinta de la muestra, se mezclan los nominativos de pueblos y ciudades con mayor o menor certidumbre. Así, cuando nombran al encantador pueblo entrerriano de Oro Verde, hacen referencia, quizás, a Matías Heer, quien no hace tanto que vive allí, pues su anterioridad la pasó en Buenos Aires, donde nació. En el caso de Morón -otra vez Buenos Aires- fue la cuna de Ariel Delgado, quien a poco de nacer partió con su abuela a Paraná, donde se crió y pasó el resto de su corta vida. ¿Vale entonces designar a Morón y Oro Verde como puntos de creación, en todo caso, de identificación entre el hombre que vive y el que escribe? ¿Qué sentido tendría?

Otro dilema del libro estriba en el material que lo conforma. Casi sin querer, dejándose llevar por la lectura, uno podría leerlo sin advertir que allí escriben más de dos o tres personas. Tan pareja es la coloquialidad que se maneja, tan alarmante la equidad de los temas que se tocan, tan fácilmente identificables los tópicos con los de una demorada adolescencia, que difícilmente se distingan en esos poemas las diferencias geográficas o ambientales en que nacieron y se criaron sus autores. Y es que en la imposibilidad de publicación de los noveles, las uniones entre ellos han dado a luz editoriales independientes -siempre pequeñas, autogestionadas, endogámicas- en cuyas prensas los jóvenes poetas editan sus precoces trabajos, que son experimento más que otra cosa. Entonces, y poniendo especial atención a las breves notas bibliográficas que anteceden cada capítulo, se distinguen los sellos repetidos, los nombres iguales, como en una reunión de amigos donde unos se presentan a otros.

La soledad, el desencuentro, la necesidad de trabajar día a día para mantenerse o el desarraigo del ámbito familiar, por ejemplo, son ideas que sobrevuelan muchos de los poemas de este libro. Asimismo, la decepción frente a la vida adulta y una rebeldía que se refleja en hábitos desordenados, no alcanzan a mostrar la pretendida novedad que se espera, simplemente porque están referidos en tono cotidiano, como si tal cosa. No existe sorpresa en la elección de los temas, y como si fuera poco, si lo que se nombra es trivial, la forma en que se lo nombra es prosaica y termina por cansar, sobre todo porque treinta autores son muchos para un solo libro.

Los seleccionados son: Antolín (Salta, 1983); Leandro Beier (Santa María, Buenos Aires, 1985); Julián Bejarano (Buenos Aires, 1983); Mariano Blatt (Buenos Aires, 1983); Tomás Boasso (Rosario, 1984); Franco Boczkowski (Sáenz Peña, Chaco, 1983); Lucía Caamaño (Mar del Plata, 1984); Ariel Delgado (Morón, Buenos Aires, 1985); Meli Depetris (Punta Alta, Buenos Aires, 1985); Julia Enríquez (Rosario, 1991); Pablo Espinoza (San Salvador de Jujuy, 1983); Tomás Fadel (Tunuyán, 1990); Nuria Fleita Zain (Resistencia, 1986); Carlos Godoy (Córdoba, 1983); Mariela Gouiric (Bahía Blanca, 1985); Matías Heer (Buenos Aires, 1984); Violeta Kesselman (Buenos Aires, 1983); Milton López (Bahía Blanca, 1987); Rosina Lozeco (Santa Fe, 1989); Valeria Meiller (Azul, 1985); Matías Moscardi (Mar del Plata, 1983); Paula Moya (Mar del Plata, 1988); Ezequiel Nacusse (San Miguel de Tucumán, 1990); Bernardo Orge (Rosario, 1988); Manuel Podestá (La Paz, Entre Ríos, 1984); Santiago Pontoni (Santa Fe, 1986); Bruno Revello (Neuquén, 1985); Jonatan Santos (Rosario, 1983); Paula Soruco (San Salvador de Jujuy, 1983) y Diego Vdovichenko (Rosario del Tala, 1985).

Entre ellos están los que escriben versos de este tono:

 

Hoy me acordé de vos
cuando encontré plata en un bolsillo
porque siempre te pasaba
y a mí nunca, y no sabía cómo hacías
y ahora que me pasó entendí
que no hay que hacer nada,
que te la encontrás y listo. 

(Boasso, “Suerte y lamento”, p. 49)

 

La yegua mea un sapo
que se corre y salta el charco
llama a una sapa y le cuenta
el alto meo de la yegua
beben del nutriente amarillo
mientras, la yegua trota,
mueve su culo generosa. 

(Fadel, “Mientras”, p. 102)

 

Salgo del super chino
con una cerveza de litro que fui a comprar sin envase,
por eso la china me cobró cinco pesos más,
y me pasó un papelito con dos ideogramas. 

(Santos, “Salgo del super chino”, p. 229)

 

En la escueta muestra de arriba, pequeñísima porción de una mayor, se transparenta el espíritu que mueve en general al libro entero: versos descontracturados, descripciones cotidianas que se parecen demasiado a conversaciones que podrían entablar jóvenes de cualquier sitio, urbano, semiurbano, campestre. El eje común es la futilidad con que se nombra cualquier hecho, la falta de empuje que tal vez daría una sinceridad más tajante y una corrección concienzuda que, evidentemente, no fue costumbre en esta génesis poética.

Pero toda generalidad tiene salvedades y 30.30, poesía argentina del siglo XXI no es la excepción a la regla.

Ariel Delgado murió muy joven. Había nacido en Buenos Aires, en 1985, pero se crió en Entre Ríos. Allí estudió y conoció a otros poetas con los que fundó un sello editorial propio –Ese es otro que bien baila– en el que editó sus trabajos y también los de sus amigos. Este poeta, a quien se le acabó la vida en 2011, es una de las razones por las que la lectura del volumen se justifica. Otra es un poema de Luciana Caamaño, marplatense, y la tercera y última, los versos de “La bacha” de la santafesina Rosina Lozeco.

Los nueve poemas de Delgado que se publican aquí (pp. 67-74), mantienen un ajustado equilibrio entre ellos, una coherencia formal y una tensión que se lleva perfectamente bien con el tono cotidiano de los temas y con el lenguaje coloquial que, a diferencia de otros casos, está cuidado. Un buen ejemplo es su poema “El orden emocional”:

 

A mí me gusta trabajar
en una empresa mayorista,
estar nueve horas diarias ocupado,
encerrado en un galpón
sin ver el cielo,
desconocer el movimiento
dormido de las nubes.
Me hace muy feliz
acomodar 600 cuadernos
de 24 hojas en un anaquel
de 2 metros por 80 centímetros,
establecer el orden de las cosas.
Acá yo soy el que acomoda todo:
tengo el poder de ponerle
un destino a los objetos,
en vez de estar minutos y días
frente al escritorio
mirando cómo un espiral se extingue
con su luz hacia el centro. 

(Delgado, p. 69)

 

El caso de Caamaño es distinto, pues la virtud de sus versos es la musicalidad, el manejo del ritmo y una confianza en el decir que hace que la coherencia del texto no deje lugar a dudas de que allí hay algo, una vivencia, la efusión de un sentimiento puesto en la hoja sin reparos, la transparencia sin poses. Un retazo de su “Garage” dice:

 

voy a poner un taller mecánico
para poner tu foto hecha póster en la pared
y mientras arreglo un coche
voy a pensar “te parto en ocho”… 

(Caamaño, p. 60)

 

Y otro:

 

yo solo voy a ser ganas
de invitarte a algún lado
a ver cualquier película
una que no nos interese
y en esa oscuridad de sala de cine
decirte que te vengas a vivir conmigo. 

(Caamaño, p. 61)

 

En “La bacha”, Rosina Lozeco aplica un destacable poder de síntesis al poema, con justeza y sin vueltas. Sus versos saben crear clima con muy poco y eso se agradece:

 

En la parada
digo tu nombre en voz alta,
se lo digo a los ruidos de la calle,
a los autos,
al semáforo. 

Cuando llego a casa
voy al baño,
abro la canilla,
pongo mis manos juntas
haciendo una pequeña cueva,
me mojo toda la cara
y te vas con el agua. 

(Lozeco, p. 159)

 

La ecuación es simple: de entre treinta poetas menores de treinta años -con todo lo que implican estos últimos treinta años, los de la democracia- sólo algunos resaltan por su calidad poética, por la personalidad que imprimen a sus versos, lo que termina funcionando como un indicador de relevancia, de individualidad en un conjunto amplio y parejo. Si el tono general del libro es constante, sin sobresaltos, la nota la dan los tres poetas que se nombran más arriba. En el caso del resto, quizás, haya que esperar un poco, porque si bien tiempo no hay, tiempo es lo que sobra.

 

Cecilia Romana