Editorial

Ricardo H. Herrera

Desde el momento que tomamos la decisión de hacer una presentación del número 29 de Hablar de poesía en la ciudad de Córdoba, comencé a sentir una intensa expansión psíquica. Sucede que es tanta la gratitud que guardo por Córdoba –por las sierras, los ríos y el sol de Córdoba– que la posibilidad de manifestar en público ese sentimiento me transformó de inmediato, devolviéndome la energía vital. A Córdoba, lo digo sin vueltas, le debo mi encuentro con la poesía absoluta, vale decir con la poesía natural: la transparencia, la luminosidad y el esplendor de la materia. No había leído nada, seguramente ni siquiera sabía leer cuando abrí la puerta del fondo del jardín de la casa de mis abuelos en Traslasierra, puerta cancel (desvencijada por la presión de un enorme aguaribay) que conducía a las orillas del río Mina Clavero. Descubrí así –en esta provincia, en la primera infancia– la maravilla del mundo, el verdor del mundo, el inaudito fenómeno del renacimiento sin pausa.

Ya adulto, me afinqué en el valle de Traslasierra, en una vieja y hermosa chacra, con su caserón de gruesos muros blanqueados con cal. Armaba unos tremendos fuegos en las noches invernales. Y en verano, a la sombra de una arboleda de corpulentos plátanos, a la orilla de una amplia curva de río, descubrí las formas primordiales en las hojas y en las piedras. Poseído por la dromomanía, caminé incansablemente los senderos de la sierra; y en esas caminatas, en lugares que sentí vírgenes, encontré pigmentos que luego me sirvieron para esmaltar las voces de mis primeros poemas. El cuarzo, el feldespato y la mica –con sus coloraciones blancas y rosadas, vítreas y metálicas– son los tres minerales que cimentaron mi sensibilidad. Puedo por eso repetir con fe inconmovible el memorable dístico del gran Lugones que dice: “Yo que soy montañés sé lo que vale / la amistad de la piedra para el alma”. Fue arraigando así, en amistad con la poesía natural, una noción de la belleza que me ha asistido siempre. Sin esa noción de belleza no hubiese podido sostener el esfuerzo de llevar adelante un proyecto cultural como el de Hablar de poesía. Esa idea de belleza, a la cual le debo todo, poseía en su núcleo una fuerza germinal que aún me asombra.

Y hablando de amistad, sería ingratitud no mencionar aquí y ahora lo que significó para mí la amistad con el poeta cordobés Alejandro Nicotra en mi juventud. Interlocutor ideal y único para mi apasionada forma de ser durante aquellos años, aportó la necesaria mesura en la expresión, y también el necesario conocimiento de la poesía escrita en lengua española. Por todo lo dicho, me parece casi predestinada la circunstancia de que nuestra revista haya encontrado a su último y más esforzado editor en la provincia de Córdoba. Uso la palabra esforzado con plena conciencia de su significado, queriendo señalar con ella la valentía que supone defender un espacio de libertad. Hace ya tiempo que venimos trabajando con Juan Carlos Maldonado en una publicación que aspira a ir más allá del mero hecho de “hacer tendencia”, como suele decirse ahora. La empresa vino a nuestro encuentro en una edad de la vida en que la relectura se impone. La relectura obliga a escrutar lenta y amorosamente los textos literarios, indagando lo que escapa a la mirada superficial, buscando lo mejor. En su Laberinto de amor, Cervantes ha escrito:

 

Es el amor cuando es bueno,
deseo de lo mejor;
si esto falta no es amor,
sino apetito sin freno.

 

En la época de los gritos y la chabacanería, estas palabras suenan como un orden de civilización perdido; podemos hacerlas nuestras, sin embargo. Se trata, simplemente, de respetar la integridad de las palabras y de la poesía, de no violentarlas para expresar la furia de la impotencia, de no rebajarlas para ponerlas a la par de la ordinariez del rencor. Es lo que hemos intentado a lo largo de los fecundos quince años de vida que tiene Hablar de poesía.

Creo que hay dos maneras de entender la dinámica de la cultura literaria de los últimos sesenta años. Por un lado están quienes estructuran la visión del problema a partir de una antítesis constituida por los términos vanguardia y restauración. Desde este punto de vista, todo lo que no es vanguardia es restauración. Esta antítesis ha penetrado tan profundamente en la cultura de masas que se ha llegado al absurdo de ver vanguardias en momentos culturales que carecen por completo del ímpetu disolvente que caracteriza a aquello que propiamente puede definirse como vanguardia. Se usa la palabra vanguardia con la misma irresponsabilidad con que se usa la palabra fascismo, ya para enaltecer, ya para denigrar. ¿Qué es vanguardia? En palabras de Alain Badiou, vanguardia es “una vigorosa corriente de pensamiento que afirmó que era mejor sacrificar el arte que ceder en cuanto a lo real”. Esa corriente, que se planteó como inauguración de un tiempo nuevo en el que no cabía hablar de repetición, ha muerto a fuerza de repetirse. “En consecuencia ?son palabras del filósofo? hemos vuelto al clasicismo, sin tener los medios”. Este es un punto clave: la ausencia de medios para afrontar un tiempo cuyo presente ha sido vaciado.

En 1943, en tanto arreciaba la tormenta bélica mundial y la vanguardia entraba en el coma profundo de su larga agonía, Simone Weil entendió el problema en términos muy distintos. Para ella la antítesis no era vanguardia o restauración, sino arraigo o desarraigo. Dice al respecto: “Sería vano alejarse del pasado para pensar sólo en el futuro. Es una peligrosa ilusión creer que siquiera existe tal posibilidad. Es absurda la oposición entre pasado y porvenir. El futuro no nos aporta nada, no nos da nada, somos nosotros quienes para construirlo debemos darle todo, darle nuestra vida misma. Pero para dar es necesario poseer, y no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros. De todas las necesidades del alma humana, ninguna más vital que el pasado. El amor al pasado no tiene nada que ver con una orientación reaccionaria. El pasado que se destruye no se recupera jamás. La destrucción del pasado es quizá el mayor de los crímenes”.

Como queda claro, el problema del tiempo es común a ambos planteos: el vanguardismo propone un comienzo constante, la concepción weiliana del arraigo propone una redefinición del pasado, entendido como instancia germinal ineludible a la hora de habitar el presente y construir el futuro. Personalmente, pienso que el vigor de la palabra del poeta se prueba al enfrentarse al tiempo. Es en la madurez donde la palabra poética constata a fondo tanto sus poderes como sus limitaciones. Todas las formas de control y de dominio — convicciones, teorías, creencias —, a medida que pasan los años se desvanecen cada vez con mayor rapidez. Indefectiblemente, llega un momento en que tomamos conciencia de que somos poco más que un eslabón entre el pasado y el futuro. En esa encrucijada, una manera de vivir, una forma de amar, un modo de leer y de escribir, pueden convertirse en bienes amenazados. Ser uno mismo y salvar el tesoro de la sensibilidad se transforman entonces en un solo e idéntico movimiento. Es en esta coyuntura donde cabe plantear el problema de la tradición. ¿Qué queremos conservar cuando hay espacio únicamente para lo esencial? ¿Qué podemos echar por la borda sin arriesgar la prosecución de la travesía? ¿En qué punto el desposeimiento comienza a desfigurarnos, a tornarnos irreconocibles para nosotros mismos? Algunos creen que tradición constituye un equivalente de imitación. La imitación, sin embargo, genera academicismo, que es la manera en que una tradición languidece. La tradición, más bien, tiene que ver con la conservación del peso de lo necesario, con lo que no se puede dilapidar impunemente.