Consolidación de una poética

(Anahí Mallol: como un iceberg – Paradiso)

 

Mallol sostiene que no hay una historia y una voz en su libro como un iceberg, sino muchas voces y muchas pequeñas historias. Las imagina como escenas o postales mínimas. Su forma de ver es una guía para imaginar y recorrer el libro: una posibilidad quizás, en cierto modo una verdad. Pero como el lector, con o sin derecho, juega de forma inevitable con las percepciones, con la interpretación de las sensaciones y con los libros, puede elegir -o está obligado a elegir- aquello que de como un iceberg ha de manifestarse. Leyendo, o al releer los poemas una y otra vez, en orden, aleatoriamente, uno por la tarde, otro de madrugada, a veces dolorido o pleno, el lector, como si se encontrará frente a la imagen de una Copa de Rubin -aquella vieja y siempre vigente ilusión gestáltica- elige la visión. Lo uno o lo otro, sólo lo uno o sólo lo otro, la copa o las caras, la historia y la voz o las historias y las voces, según el mundo gire, o la atención vuele, o cambie el viento. El lector salta entre poemas, pierde algo para ganar otra cosa, y perderá eso si lo relee. como un iceberg configura una totalidad en sí mismo, un libro capaz de dar respuesta, reflejo, cuerpo, a cualquier mirada: el recorte parcial, el ansia de unicidad, el poema aislado, la frase. Es un libro que resiste. Resiste y, por lo tanto, consiste.

Cuidado por una mano evidentemente consagrada al oficio de escribir, cada poema es depuración. Un fenómeno decadente, una mano que hace poesía minimalista esteticista. Donde el transcurso del tiempo y la guadaña (que no ha economizado esfuerzos, acudiendo incluso de la supresión de mayúsculas y la arbitrariedad de puntuación) dejan vivos sólo aquellos enlaces de alta energía que le proveen una simplicidad estrictamente ordenada, como puede evidenciarse en el poema la tarde: “viene cuando cae / la tarde. / hacemos el amor. / después dice / (no veo su cara / a mi lado / en la otra almohada): / las flores son más frescas / por las mañanas. // después se va”.

Para la autora, el sustrato narrativo mínimo es una forma que tiene el poema de aferrarse al mundo. Cada poema puede leerse como una experiencia aparentemente aislada del contexto, donde una situación, una escena, casi siempre mínima, es vivida, deteniéndose en detalles exquisitos, que llevan clavados en los últimos versos, o los últimos aleteos del verso, la espina que nos es común a todos, la fuente de padecimiento que logra que cualquiera de los personajes, de los yos que encarnan la voz, las voces, de los poemas, sean uno. Sean uno mismo.

A Mallol parece interesarle, en este nuevo colapso de su función literaria, que el yo del poema sea siempre un yo ficticio, un personaje, y que ese personaje pueda variar. Juega con eso. Nada tiene entidad, nadie tiene nombre. Pero sucede que, al mismo tiempo, son sus propias manos las que juegan y moldean esta obra, es su propio ser el que da, y no puede evitar dar sino lo que él mismo es: su yo como un estado de ánimo tardío de la naturaleza, e incluso fugaz, como diría Gottfried Benn. Podemos pensar que existen muchos personajes en el libro, pero todos morirían si muriera uno. El uno desconocido que respira por los demás, el que respira en el fondo de cada uno de los personajes. No es mi intención descubrir si ese yo es el mismo que escribía como parte de la movida de las chicas pop, el de la poesía de los noventa, el yo que “escupe su reflejo / de gárgola gótica / entre las perlas / de Coco Chanel”, o el que ha recibido como herencia algo de la mendiga voz de Pizarnik que exclama: “Y aún me atrevo a amar”.

Los poemas del libro se encuentran distribuidos en un continuo (círculo): el arte, la espera, el juego y el acontecimiento. Y es aquí, en el acontecimiento, en aquello que rompe con las generales de la ley, en aquello que se busca, se espera, se juega y se parece mucho al amor, de donde Mallol extrae el título del libro, de su poema iceberg: “sorprendente y hermoso / como un iceberg / descubrir / una nueva forma del amor / en la maravilla del cuerpo: / cuando él llora / de la punta de los pechos brota / una forma / perfecta de consuelo / una lecha / blanca y dulcísima”.

Es claro que, para la poeta, la sorpresa y la hermosura del iceberg no son sino fruto de las transformaciones del agua y las relaciones con el contexto. El río, la escarcha, el agua, las olas, las gotas, son títulos de algunos de los poemas que juegan a metamorfosearse en esta obra. En su estructura profunda, cada unidad, como un cristal, es, a fin de cuentas, idéntica a las demás. Sólo depende lo apreciado del grado de resolución con que observamos, con que leemos, de la voluntad del ojo que mira. Como puede apreciarse en la escarcha: “todavía me llama / de vez en cuando / escucho mi nombre entre las ramas / y dice que recuerda / exactamente / cómo se sentía / entre los brazos / la curva de esta cintura / ahora más gruesa. // Yo no digo nada / y recuerdo el primer día / cuando creí / que su voz en mi cuerpo / no era más / que escarcha sobre la tierra”.

A diferencia de libros anteriores, como Polaroid (siesta, 2001), este poemario prescinde de voces extranjeras, no hay nombres propios, personajes populares (o no tan populares), no hay marcas comerciales, no hay marcas de época, no hay Lengua Stone, no hay diminutos Vuitton. En como un iceberg se ha tomado la decisión de ser simple, clara, económica, dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. En Postdata (siesta, 1998) podía sentirse la presencia de una juventud que se abría camino, una madre que quiere mucho, la orquídea blanca sobre el féretro de un padre, el mundo en la voz de una chica Ulises. Tras Como un iceberg hay una mujer madura tanto poética como humanamente.

 

Marina Serrano